—Bien, querido muchacho, ahora coge mi bastón. Cuando averigües que un número no es de primera, no tienes más que tocarlo con él y desaparecerá.
—¡Pero falta el uno! —se quejó Robert—. ¡Y el cero!
—¡Cuántas veces tengo que decírtelo! Esos dos no son números como los demás. No son ni de primera ni de no primera. ¿Ya no te acuerdas de lo que soñaste al principio del todo?: ¿que todos los demás números han surgido del uno y del cero?
—Como tú digas —dijo Robert—. Empezaré por borrar los números pares, porque dividirlos entre dos es una nimiedad.
—Excepto el dos —le advirtió el anciano—. Es de primera, no lo olvides.
Robert cogió el bastón y empezó. En un abrir y cerrar de ojos, la pared de números tenía el siguiente aspecto:
—Y ahora sigo con el tres. El tres es de primera. Todo lo que sale en la tabla del tres no es de primera, porque se puede dividir entre tres: 6, 9, 12, etcétera.
Robert borró la serie del tres, y quedaron:
—Luego, la serie del cuatro. Ah, no, no tenemos que preocuparnos de los números que son divisibles entre cuatro, ya los hemos quitado, porque el cuatro no es de primera, sino 2 x 2. Pero el cinco es de primera. El diez claro que no, ya ha desaparecido, porque es 2 x 5.
—Y también puedes borrar todos los demás que terminen en cinco —dijo el anciano.
—Claro:
Ahora Robert estaba encantado:
—Podemos olvidarnos del seis —exclamó—, es 2 x 3. Pero el siete es de primera.
—¡De primera! —exclamó el diablo de los números.
—El once también.
—¿Y cuáles nos quedan?
—Bien hecho, Robert.
El diablo de los números se encendió una pipa y rió por lo bajo.
—¿De qué te ríes? —preguntó Robert.
—Sí, hasta cincuenta aún se puede hacer —dijo el diablo de los números. Se había puesto cómodo en su asiento y sonreía perverso—. Pero piensa en un número como
o
»¿Es de primera o no? ¡Si supieras cuántos buenos matemáticos se han roto ya la cabeza pensando en esto! Incluso los mayores diablos de los números pinchan en hueso al tocar este asunto.
—Antes dijiste que sabías cómo sigue la serie de los números de primera, pero que no querías decirlo.
—Bueno, la verdad es que exageré un poco.
—Está bien que lo admitas —dijo Robert—. A veces, más que el diablo de los números pareces el papa de los números.
—Las gentes más simples lo intentan con gigantescas computadoras. Se pasan meses calculando, hasta que echan humo. Has de saber que el truco que te he enseñado de borrar primero la serie del dos, luego la del tres y después la del cinco, etcétera, es un trasto viejo. No está mal, pero cuando se trata de grandes cifras duraría una eternidad. Entre tanto hemos ideado toda clase de refinados métodos, pero, por astutos que sean, cuando se trata de los números de primera siempre nos atascamos. Eso es lo diabólico en ellos, y lo diabólico es divertido, ¿no te parece?
Mientras lo decía, el diablo de los números trazaba complacido círculos con su bastón.
—Sí, pero ¿de qué sirve todo ese romperse la cabeza? —preguntó Robert.
—¡No hagas preguntas tontas! Eso es precisamente lo emocionante: que en el reino de los números las cosas no son tan aburridas como con tu señor Bockel. ¡Él y sus trenzas! Alégrate de que te revele tales secretos. Por ejemplo el siguiente: coge cualquier número mayor que uno, no importa cuál, y duplícalo.
—222 —dijo Robert—. Y 444.
—Entre un número así y su doble siempre, pero SIEMPRE, hay al menos un número de primera.
—¿Estás seguro?
—307 —dijo el anciano—. Pero funciona también con cifras inmensas.
—¿Cómo lo sabes?
—Oh, aún falta lo mejor —dijo el anciano, incorporándose. Ya no había forma de pararlo—. Coge cualquier número, no importa cuál, siempre que sea mayor que dos, y te demostraré que es la suma de dos números de primera.
—48 —exclamó Robert.
—Treinta y uno más diecisiete —dijo el anciano, sin pensárselo demasiado.
—34 —gritó Robert.
—Veintinueve y cinco —respondió el anciano. Ni siquiera se quitó la pipa de la boca.
—¿Y sale siempre? —se admiró Robert—. ¿Cómo es posible? ¿Por qué es así?
—Sí —dijo el anciano; frunció el ceño y se quedó mirando los anillos de humo que lanzaba al aire—, eso me gustaría saber a mí. Casi todos los diablos de los números que conozco han intentado averiguarlo. La cuenta sale siempre, sin excepción, pero nadie sabe por qué. Nadie ha podido demostrar que es así.
¡Eso sí que es fuerte!, pensó Robert, y no pudo por menos que reír.
—Me parece realmente de primera —dijo.
Le gustaba que el diablo de los números contara esas cosas. Como siempre que no sabía cómo seguir, ponía una cara un poco irritada, pero enseguida aspiró su pipa y se echó a reír también.
—No eres tan tonto como pareces, querido Robert.
Lástima, tengo que irme. Esta noche aún tengo que visitar a unos cuantos matemáticos. Me divierte atormentar un poquito a esos tipos.
Y enseguida se hizo cada vez más tenue. No, no exactamente tenue, cada vez más transparente, y luego la cueva se quedó vacía. Sólo una nubecilla de humo seguía flotando en el aire. Las cifras pintadas en la pared se borraron ante los ojos de Robert, y la cueva se le antojó blanda y cálida como un edredón. Intentó recordar qué era lo maravilloso de los números de primera, pero sus pensamientos se hicieron cada vez más blancos y nubosos, como una montaña de blanco algodón.
Pocas veces había dormido así de bien.