El diamante de Jerusalén (11 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

BOOK: El diamante de Jerusalén
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No logró dormir; su tiempo fisiológico estaba alterado. Desde la ventana vio que ahora el muro del este de Jerusalén brillaba bajo los focos como un escenario bíblico de Hollywood. Alternó entre los dos canales de televisión que aún emitían, uno hebreo y otro árabe, hasta que dejaron de funcionar.

Luego pasó un buen rato examinando las reproducciones fotográficas del manuscrito de cobre. Por mucho que forzó la vista, le resultó imposible distinguir las dos palabras que seguían sin descifrar en el fragmento sobre el
genizah
del diamante amarillo.

En el cementerio al que Judá fue castigado por apoderarse de los botines, enterrado a ocho codos y medio, una piedra reluciente
(algo) (algo)…

Volvió a coger el cuaderno de su padre y en la descripción del diamante hecha por Alfred Hopeman buscó una clave para descifrar las escurridizas palabras. Pero no encontró nada.

—Papá, ayúdame.

Sabía lo que su padre le diría si pudieran hablar.
Du bist ah nahr
. Eso era lo que Alfred Hopeman decía cada vez que Harry era incapaz de ver algo importante. Por lo general lo decía en tono sereno y de buen humor, pero eso nunca había alterado el significado.
Du bist ah nahr
eres un tonto.

Volvió a leer las notas una y otra vez, intentando visualizar el diamante amarillo tal como lo había visto su padre.

9
B
ERLIN

Cuatro años después de instalar su propio taller y tienda en la zona más elegante de Leipziger Strasse, Alfred Hauptmann fue invitado a una reunión en Amberes de comerciantes independientes que pretendían formar una asociación de minoristas de diamantes. La organización era respetada por la industria del diamante desde que el grupo DeBeers había formado un sindicato para comercializar las gemas, de modo que viajó a Amberes. La reunión fue muy concurrida, pero las asociaciones del diamante ya ofrecían servicios que cubrían muchas de sus necesidades, y los comerciantes prósperos eran tan extraordinariamente individualistas que había bastante resistencia a formar una nueva asociación. Y ninguno de los que se encontraban allí tenía el instinto organizativo o el anhelo de poder mostrado por aquellos que habían convertido las compañías mineras en lo que con el tiempo llegó a ser DeBeers.

Nadie pareció decepcionado al ver que la reunión había fracasado en su propósito. Hubo gran cantidad de intercambios animados y divertidos, y Alfred pasó el tiempo con tres de sus parientes que habían viajado desde Checoslovaquia para asistir a la reunión. Sentía un gran cariño por su primo Ludvik, a quien llamaba Laibel; habían convivido durante la época del aprendizaje en Amsterdam. Apenas conocía a Karel, el hermano menor de Ludvik, que dedicó la mayor parte del tiempo que estuvieron en Amberes a estudiar el conservador traje de rayas de Alfred, sus polainas de gamuza, el brillo suave de sus botas, y la flor recién cortada que lucía en el ojal. Su tío, Martin Voticky, se mostró satisfecho durante la comida cuando algunas personas se detuvieron en su mesa para estrechar la mano del joven diamantista de Alemania. Una de esas personas era Paolo Luzzatti, de Sidney Luzzatti & Sons, una firma de diamantes de Nápoles.

Ese mismo día, más tarde, mientras Alfred salía solo del Beurs Voor Diamenthandel, Luzzatti lo llamó.

—¿Podemos hablar?

Encontraron un café en la Pelikaanstraate. Luzzatti hablaba muy mal el alemán y Alfred peor aún el italiano, de modo que conversaron en yidis.

—Si estás dispuesto, podrías serle útil a mi empresa —declaró Luzzatti—. Nos han pedido que reparemos y restauremos una pieza muy especial.

—En mi taller tengo varias personas que hacen ese tipo de trabajo —repuso Alfred.

Luzzatti lo miró con expresión divertida.

—Es probable. Nosotros también las tenemos. Pero éste es un tesoro que se ha caído, y tal vez esté dañado. Se trata del Diamante de la Inquisición, y de la mitra en la que está engastado.

—Mi familia ha tenido mucho que ver con esa piedra —afirmó Alfred, entusiasmado, pero Luzzatti le interrumpió.

—Lo sabemos. Esa es una de las razones por las que pensamos en ti. Y estamos al corriente de tu trabajo en Sudáfrica con el sindicato. Seguramente sabes evaluar el daño de una piedra grande.

—Lo sé, se lo aseguro. Tratar con el Vaticano. —Lanzó un silbido.

—Sí.

La idea le entusiasmo.

—¿Me dejarán verlo ahora? Podría ir a Roma desde aquí.

—¡No, no! Es un asunto de lo más delicado. Una firma judía, la Iglesia católica… ¿comprendes? Se mueven con mucha cautela. No sé cuándo nos lo entregarán.

Alfred se encogió de hombros.

—Cuando se lo entreguen, hágamelo saber.

Luzzatti asintió. Le hizo señas al camarero para que les sirviera otro café.

—Dime, Hauptmann, ¿te gusta vivir en Berlín?

—Es la ciudad más estimulante del mundo —respondió.

Berlín era la ciudad en la que había nacido. Había pasado su infancia en una casa fea de piedra gris, en el Kurfürstendamm. La abandonó, conmocionado y aterrorizado, cuando tenía catorce años, tres días después de que sus padres murieran en el incendio de un hotel de Viena, donde se encontraban por razones de negocios. Su tío era el conservador de la herencia. Martin Voticky, que había convertido su apellido en una versión bohemia de Hauptmann al mudarse a Praga de muy joven, le parecía una figura severa y desconocida.

—Puedes vivir con nosotros, si lo deseas —le dijo Voticky—. O tal vez lo pasarías mejor en un internado.

Alfred hizo la elección equivocada.

Su tío tenía desagradables recuerdos de los institutos de enseñanza alemanes, y lo matriculó en una cara escuela de Ginebra en la que los alumnos eran el reflejo de las actitudes de sus padres. Mientras Alfred estuvo en Suiza, se acostumbró a oír su nombre sólo cuando lo llamaban en la clase, o cuando pasaba una tarde jugando al ajedrez con un chico llamado Pinn Ngau, un chino que era el otro intocable de la escuela. Cuando Pinn hablaba con los demás, se refería a Alfred como le Juif.

Después de tres años de cruel soledad, se graduó con verdadero dominio del francés y aversión a repetir la experiencia en la universidad. Cuando su tío le sugirió que fuera a Amsterdam a aprender a tallar diamantes con su primo Ludvik, aceptó con entusiasmo.

Los tres años siguientes fueron los más felices de su vida. Ludvik pronto se convirtió en Laibel, el hermano que nunca había tenido. Compartían un desván con tejado de dos aguas que daba al Prinsengracht Canal, a tres edificios de distancia de un molino de viento cuyo chirriante eje los mantuvo despiertos durante varias noches y acabó pareciendo una interminable canción de cuna. Casi con la misma rapidez se aficionaron al aguardiente holandés, a las mujeres y a un arenque ahumado llamado bokking, aunque rara vez tenían tiempo o dinero para algo más que el arenque. Todos los días, excepto los domingos, asistían a clase de matemáticas y de óptica en el instituto técnico que Martin Voticky había elegido por el rigor de su enseñanza, y pasaban largas horas sentados ante su banco en una de las casas de diamantes más antiguas de la ciudad, trabajando con todos los metales preciosos y con variedad de piedras.

Ninguno de los dos llegaría a hacerse famoso en el arte de tallar pero después de cuatro años abandonaron Amsterdam con conocimientos técnicos que les resultarían inestimables en su carrera de comerciantes en diamantes.

Laibel regresó a Praga y al taller de su padre. Martin Voticky se había resignado a hacer sitio en la empresa también a su sobrino, pero Alfred le sorprendió al anunciarle que tenía sus propios planes. Solicitó un puesto en el Sindicato del Diamante. Al cabo de unas semanas, con la sensación de haberse convertido en un cosmopolita aventurero, se encontraba en Kimberley, Sudáfrica.

La ciudad se encontraba sobre una llanura africana, construida alrededor de lo que quedaba de la Mina Kimberley. En tiempos prehistóricos, la lava líquida se había abierto paso hasta la superficie y luego había vuelto a rezumar y se había enfriado. Los mineros descubrieron muy pronto que en la tierra azul de esa especie de «tubería» había diamantes enormes, y en la época en que Alfred la vio, la Mina Kimberley ya estaba agotada. Desde 1871 a 1914, los hombres habían extraído tres toneladas de diamantes, 14.504.567 quilates, dejando el Gran Agujero, un espacio abierto de casi quinientos metros de ancho y mil cien metros de profundidad, con doscientos metros de agua en el fondo. Estaba rodeado por una valla, y Alfred evitaba mirarla siempre que podía.

Debido a su dominio del francés, fue destinado a la Compagnie Française de Diamant, una de las compañías del holding, donde se dedicó a seleccionar, clasificar y evaluar las piedras en bruto. Trabajaba todo el día bajo la supervisión de personas que podían interpretar la estructura interna de un cristal como si fuera un material impreso. Analizó gran variedad de diamantes defectuosos, informando sobre cuáles podían mejorar al ser tallados, cuáles podían salvarse como gemas y cuáles servirían sólo para uso industrial. Era una experiencia de aprendizaje poco frecuente y le pagaban bien, pero detestaba la injusticia racial que veía todos los días, y el clima. Y aunque comprendía que era necesario, nunca se acostumbró a la presencia de los hombres que, provistos de linternas, inspeccionaban los orificios del cuerpo de otros hombres en busca de piedras robadas.

Cuando expiró su contrato de dos años, el director de explotación de la Compagnie Française lo llamó y le preguntó si deseaba quedarse.

El director lo miró por encima de las gafas cuando Alfred se negó cortésmente.

—Caramba. Entonces, ¿adónde irá, Hauptmann?

—A Berlín —respondió.

No me gusta tu plan,
le escribió tío Martin
.

Tenías un futuro brillante con el sindicato. Y es una locura que un hombre tan joven como tú se meta solo en el negocio de los diamantes. ¿Quién va a comprarle una cosa tan cara a alguien tan joven? Si abandonas DeBeers, ven a Praga. Nuestro negocio es próspero y podemos darte trabajo. Dentro de diez o quince años serás experto y maduro, y te ayudaremos a instalarte.

Pero Alfred insistió, y Martin cedió. «Ya es hora de que te hagas responsable de ti mismo», dijo, y llamó a su sobrino a Praga. Martin cerró con llave la puerta de su despacho, abrió su caja fuerte y le entregó al atónito Alfred su patrimonio: una piedra cuya base estaba cubierta de pintura dorada.

«Ha pertenecido a la familia durante varias generaciones, ha pasado del hijo mayor al hijo mayor Yo te la entrego en nombre de tu padre».

Junto con la piedra pintada de dorado se guardaba su historia y los otros secretos de la tradición diamantista de la familia. La narración le llevó toda la tarde y conmovió a Alfred hasta la médula, alimentó algo en lo más profundo de su ser, le permitió empezar a comprenderse. Era una historia que casaba con sus sueños.

Por último, su tío le entregó el dinero que su padre le había dejado. No había sido una fortuna, y el coste de su educación lo había reducido. Pero Alfred también tenía una pequeña cantidad que había ahorrado de su salario en Kimberley. Tendría que ser suficiente.

No hubiera podido elegir mejor época para regresar a Alemania. Mientras él estaba fuera, su país había conocido la derrota, la revolución, el paro y el hambre, pero a mediados de los años veinte el mundo era más próspero y despilfarrador que nunca, y los inversores extranjeros habían empezado a colocar grandes sumas de dinero en la industria y el comercio alemanes. Se paseó por Berlín, buscando un lugar donde instalar su taller. Un hombre mayor o uno más joven podría haber sentido repugnancia por lo que vio, pero él se encontraba en la edad en que el vicio resultaba atractivo. Las avenidas aún eran anchas, limpias y hermosas, pero un ejército de prostitutas calzadas con botas de cuero verde rondaba la Friedrichstrasse a cualquier hora. Los bares, los parques de diversiones y los garitos habían brotado en las calles que él recordaba como imperturbables barrios residenciales de trabajadores y comerciantes. En todos los rincones de Berlín había mujeres hermosas, las más elegantes que jamás había visto, de piernas largas, delgadas y apetitosas.

En el Kurfürstendamm, el ancho bulevar en el que había vivido con sus padres, la casa de piedra gris parecía notablemente intacta, excepto que uno de los dos árboles japoneses había sido talado y el otro había crecido. Se quedó de pie en la acera de enfrente durante un largo rato, mirando, casi esperando que se abriera la puerta lateral
. ¡Alfred! Alfred, ven enseguida. Tu padre va a llegar en cualquier momento.

Por fin la puerta se abrió realmente y apareció un anciano. Tenía bigote gris muy poblado y parecía un oficial retirado del ejército. Miró repentinamente al otro lado de la calle, en el mismo momento en que un homosexual que pasaba se acercó lentamente a Alfred y le tocó el brazo.

—Na? —susurró el joven.

—No —respondió Alfred, y se marchó.

Encontró un apartamento en una casa del centro de Berlín, sobre la Wilhelmstrasse, y en él unos padres postizos que vivían en el apartamento del casero, en el primer piso. Herr Doktor Bernhard Silberstein era un médico retirado, de pelo y barba blancos, aquejado de tos crónica y con los dedos amarillentos por la nicotina. Su esposa, una anciana gorda y agradable llamada Annalise, aclaró que Alfred debía cenar con ellos todos los viernes, para recibir el
Sabbath
.

—No, no soy religioso —respondió él, demasiado cohibido todavía para darle si quiera las gracias correctamente.

—Entonces los miércoles —insistió Frau Silberstein, y no oyó ninguna objeción.

La primera vez que Alfred fue a cenar, la anciana le sirvió como aperitivo hígado de ganso, cortado en tajadas, con
gribiness
(chicharrones). Luego el ganso propiamente dicho, relleno con fruta y la piel tan dorada que crujía en la boca, budín de patatas relleno, y lombarda. El postre consistió en un arrollado caliente de manzana con una delicada pasta que hizo suspirar a Alfred.

—¿Juegas al ajedrez? —le preguntó Herr Doktor.

—Una partida rápida.

—Pero haremos el desquite —dijo el doctor Silberstein cogiendo las piezas negras. Jugaba muy bien, empezó diezmando las blancas—. ¿Por qué regresaste a Alemania?

—Me encanta Berlín. Hacia muchos años que soñaba con volver.

—La gente de aquí odia a los judíos —dijo suavemente el doctor Silberstein.

—En todas partes ocurre lo mismo.

—Mi querido joven, ¿conociste a Walther Rathenau?

—Claro, el ministro de Exteriores. El que asesinaron.

—Había una marcha del Freikorps que decía:
«Knallt ab den Walther Rathenau, die Gottverfluchte Judensau»
(Matad a Walther Rathenau, es un asqueroso judío). ¿Conoces a los nazis, el Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista?

—No, no me interesa la política.

—Es un partido pequeño. Escoria. Prometen librar a Alemania de los judíos.

—¿Cómo les fue en las últimas elecciones?

—Tuvieron un resultado lamentable, sólo doscientos ochenta mil votos en todo el país.

—Eso está bien —opinó Alfred.

Wertheim’s, en la Leipzigerplatz, era un gran almacén de la realeza, un palacio de mármol y cristal. Sus fuentes eran de azulejos salidos de las fábricas de cerámicas del Káiser y contaba con ochenta y tres ascensores, escaleras mecánicas y kilómetros de trenes neumáticos. Ahora, un arquitecto llamado Eric Mendelsohn estaba construyendo otros grandes almacenes selectos sobre la Leipziger Strasse, para una familia de comerciantes en pieles llamada Herpich. Alfred estudió el edificio. Mendelsohn lo había diseñado para que se construyera casi exclusivamente de cristal, una innovación sin precedentes.

Dos jóvenes del despacho del arquitecto respondieron a sus preguntas y hablaron del tema entusiasmados. El proyecto introduciría un nuevo sistema para exhibir las mercancías. Por la noche, unas lámparas eléctricas ocultas iluminarían todo el interior de Herpich’s en un resplandor de belleza. La idea fascinó a Alfred.

Unos metros calle abajo había un edificio en el que acababa de cerrar una zapatería. Cuando habló con el propietario, éste le pidió un alquiler más alto de lo que valía.

—Lo pagaré, si usted hace algunos cambios.

El propietario aceptó.

Mientras se llevaban a cabo las reformas, Alfred decidió dejarse crecer el bigote. Tío Martin le envió cartas de presentación a fabricantes de relojes económicos y de una línea de joyería de oro barata que se vendía bien. En lugar de usarlas, Alfred hizo varias llamadas telefónicas a Londres y escribió una serie de cartas. Había pensado muy detenidamente el tipo de cosas que quería vender, y fue preciso y concreto en sus pedidos. Su audacia llamó la atención a uno de los ejecutivos del sindicato, que pudo averiguar de quién se trataba consultando simplemente los archivos de la compañía sobre antiguos empleados. El hombre escribió diciendo que no podían suministrarle lo que pedía, pero le envió una lista de varios mayoristas centroeuropeos, y añadió que DeBeers recomendaría a estos mayoristas que le dieran crédito. Para alegría de Alfred, pudo abastecer la tienda casi totalmente mediante la firma de bonos, lo cual le permitió invertir la mayor parte de su capital en la decoración: gruesas alfombras turcas, y cómodas sillas antiguas alrededor de pequeñas vitrinas en las que se guardarían las piedras. Las paredes que no estaban cubiertas por un espejo habían sido pintadas de color blanco tiza.

La inauguración de los Grandes Almacenes Herpich fue un acontecimiento ciudadano. Hubo discursos de políticos, se cortaron cintas y corrió el champán. Hombres y mujeres vestidos de gala pasaban junto a los escaparates y se maravillaban ante los visones, las martas cebellinas y las garduñas que se exhibían bañados por el brillo de las luces hábilmente ocultas.

Los peatones quedaban atraídos por una lámpara Kliegl gigantesca, expuesta en la calle. Iluminaba una pared color ciruela, en la que los escaparates de la anterior zapatería habían sido tapiados con ladrillos, para que armonizaran con el resto del edificio. Después de la salvaje jungla de pieles expuestas en los grandes almacenes, la pared resultaba tranquilizadora y reconfortante. Sugería misterio y recompensa. Cuando los peatones se acercaban, veían una pequeña abertura que parecía ofrecer una visión momentánea de la vida futura; detrás de un cristal, sobre un pedestal cubierto de terciopelo negro, se alzaba un diamante blanco sin engastar.

El único letrero era una pequeña placa de bronce junto a la puerta, grabada con una sola palabra: HAUPTMANN.

Tuvo el buen cuidado de pagar a los mayoristas con el primer dinero que ingresó. Al principio, dos de los proveedores pusieron a prueba su juventud. Entre ellos, Deitrich Brothers, una antigua casa alemana, y la Koenig Company, una firma judía más pequeña, controlaban los engastes de oro que entraban en Berlín. Irwin Koenig mencionó lo que Alfred sabía que era un precio ridículamente alto, y lo mismo hizo Deitrich Brothers. Sin los engastes, no podía vender anillos de diamantes. Era evidente que ellos habían fijado el precio y pensaban que le podrían obligar a pagarlo.

—No, gracias —le dijo a Koenig serenamente cuando regresó el proveedor—. He decidido comprar en otro sitio.

A Deitrich Brothers le dijo lo mismo.

Pasó una angustiosa semana hasta que Koenig fue a verlo con una oferta razonable. Alfred aprovechó la ocasión para obtener un precio más favorable aún de Deitrich y decidió comprar las posteriores provisiones de engastes en Praga, por intermedio de la tienda de Voticky. Poco después estaba haciendo negocios suficientes para contratar dos técnicos de Amsterdam, hombres que se habían formado en el mismo programa de aprendizaje que habían seguido Laibel y él.

Desde el primer momento disfrutó ganando dinero. Se compró un automóvil color pizarra, uno de los primeros productos de una fusión entre las compañías Daimler y Benz, y fue a ver a un sastre y empezó a encargar ropa. El doctor Silberstein, que tenía un solo traje manchado y leía las publicaciones del Instituto Psicoanalítico, le dijo que estaba compensando la soledad de la infancia, pero él encontró un sastre más caro, el sastre más distinguido de la Tauentzienstrasse. El hombre conocía a un camisero y a un fabricante de botas que también hacía polainas. Tres veces al día, el recadero de una floristería entregaba flores frescas en la tienda Hauptmann.

El bigote alcanzó su plenitud y adquirió un tono rojizo, pero él le dio forma de cepillo, como el que llevaba el hombre al que había visto abandonar el hogar de su infancia. Imaginó que le daba el aspecto de un hombre cinco años mayor. Salvo por las escaramuzas con sus proveedores, su edad no era una desventaja. En el negocio de los diamantes, cuando uno llegaba a tener éxito, ser joven era una ayuda.

Aprendió a tener cuidado con las invitaciones, pero un día Lew Ritz, un norteamericano que estudiaba medicina en la universidad, le preguntó si quería acompañarlo a una fiesta. Él disfrutaba con Ritz, cuyo apodo yidis era Laibel, como el del primo Ludvik. Esa noche fueron en coche hasta las afueras del oeste de la ciudad, a una casa que se encontraba a orillas del río Havel. Les abrió la puerta una doncella vestida sólo con un delantal, y dentro de la casa las mujeres iban tímidamente desnudas. Todos los hombres iban impecablemente vestidos, y algunos de ellos se apiñaban alrededor de una bailarina que había llegado a Berlín con Josephine Baker Las mujeres negras eran una novedad en Alemania, pero él y Ritz repararon en otra joven y avanzaron hacia ella al mismo tiempo.

Se detuvieron y se miraron, y Ritz cogió una moneda.

La chica tenía un rostro bonito y los dientes torcidos. Era delgada, y Alfred notó que las marcas rosadas de las ligas estropeaban sus pálidos muslos.

—No —dijo al ver la moneda—. ¿Te importa, Laibel?

Ritz era un joven amable por naturaleza. Sacudió la cabeza y se apartó.

—Me llamo Alfred.

Ella pareció incómoda, tal vez incluso enfadada. Quizá prefería a Lew, pensó Alfred.

—Yo soy Lib.

—¿Qué estás pensando?

—Es un traje estupendo.

—Ni la mitad de estupendo que el tuyo —repuso él en tono grave.

Ella se echó a reír.

—¿Tenemos que quedarnos en este circo?

—Es una noche fría. Será mejor que coja mi ropa —comentó ella.

Cerca del quiosco en el que el doctor Silberstein compraba su periódico yidis, unos jóvenes camisas pardas habían empezado a vender
El ataque
, un semanario antisemita. Se llamaban a sí mismos Tropas de Asalto,
Sturmabteilung
, e intimidaban a la gente, pero su partido había obtenido malos resultados en otras elecciones.

—Sólo doce escaños. —El doctor Silberstein estaba contento—. Han ganado sólo doce escaños en un Reichstag de más de quinientos miembros.

—Después de todo —le recordó Alfred—, este país es la cuna de Albert Einstein, que es director de los Institutos Kaiser Wilhelm.

—También es el país… —el doctor Silberstein movió uno de sus álfiles para comer un peón—… en el que los ciudadanos esperan a Einstein en la puerta de su despacho en la Academia Prusiana de la Ciencia, o en su apartamento de la Haberlandstrasse para lanzarle toda clase de insultos porque es judío.

—Qué disparate.

El doctor Silberstein gruñó. Seguían celebrando las veladas de los miércoles como si fueran sagradas, y la manera de jugar de Alfred había mejorado rápidamente. La primera vez que ganó al casero fue todo un acontecimiento; ahora jugaban como fieras al acecho, sin pedir ni mostrar compasión. Bernhard Silberstein vivía acosado por los fantasmas. Unos financieros holandeses, cuatro hermanos llamados Barmat, habían sido acusados de hacer «regalos y contribuciones» a personas que ocupaban puestos elevados en el gobierno alemán. Los Barmat eran judíos, y el doctor Silberstein suponía que habría repercusiones.

—Tonterías —dijo Alfred—. ¿Acaso no hay delincuentes católicos y delincuentes protestantes?

—Debemos tener más cuidado que nunca. —El doctor Silberstein vaciló—. Y sobre todo debemos guardarnos de comprometernos en prácticas comerciales poco claras.

Alfred comprendió entonces en qué sentido se orientaba la conversación; Bernhard Silberstein era miembro del Consejo Judío, lo mismo que Irwin Koenig, el proveedor con el que Alfred había tenido problemas.

—Usted ya me conoce —señaló—. Dígame, ¿cree que estafé a ese gusano?

—Eso no importa. Lo que importa es que él dice que lo hiciste. El rabí Hillel decía: «No basta con evitar el mal. Hay que evitar la aparición del mal».

Alfred suspiró.

—¿Te gustaría asistir a una reunión del Consejo Judío el próximo martes por la noche? —sugirió el doctor Silberstein—. Estamos preparando un programa para celebrar el bicentenario del nacimiento de Mendelssohn.

—¿Felix Mendelssohn, el compositor?

—No, no, Moses Mendelssohn, su abuelo, que tradujo el Pentateuco al alemán.

—No puedo —repuso Alfred. Estudió el tablero y luego hizo lo que resultó una jugada vulnerable—. Últimamente estoy ocupadísimo —explicó.

Ella afirmaba que el hecho de estar circuncidado le otorgaba poderes especiales, que la esclavizaban. Cuando estaba agotado, ella le canturreaba, le llamaba su pequeño caballero judío, le pedía que se levantara y entrara en batalla. Ella era diez años mayor que él. Todos la llamaban Lilo, pero su nombre era Elsbeth Hilde–Maria Krantz; su padre criaba cerdos en Westfalia. Durante siete años Lilo había trabajado como camarera, y había conservado su virginidad y casi hasta el último pfennig para reunir la dote que una chica de su clase necesitaba para casarse. Cada vez que tenía el día libre en la posada, se iba a su casa y se ocupaba de los cerdos o ayudaba en la matanza, según la época. Casi tenía el dinero suficiente cuando se disparó la inflación. De la noche a la mañana, los reichsmarks que había ahorrado con tanto esfuerzo perdieron todo su valor.

—Mi vida ya no tenía sentido —le contó mientras estaban acostados en la cama de ella y les llegaban los débiles sonidos de un fonógrafo que sonaba en otra habitación—. ¿Por qué tenía que elegir entre limpiar lavabos y oler a mierda de cerdo? Decidí ser actriz.

Ahora estaba empleada en una tienda de tejidos. En cualquier momento la llamarían para trabajar como extra en los Estudios UFA, y hablaba en términos vagos de una película en la que había trabajado; él pensó que sabía de qué clase de película se trataba.

Pero a él le gustaba su compañía. Iban a los cabarés, sobre todo a Tingeltangel, el preferido de los dos. A veces ella conseguía otra chica para Ritz, aunque éste se reía de ellos porque llamaban yatz al jazz, pero lo habitual era que ella y Alfred salieran solos. Él la invitaba al teatro y la llevó por primera vez a un concierto. En el Teatro Filarmónico, Artur Schnabel la emocionó hasta las lágrimas.

Alfred le regaló un collar y un brazalete. Le compró un abrigo de piel en Herpich, y a veces le daba dinero, pero no tenían ningún acuerdo establecido. Él estaba orgulloso de la vida que llevaba y se consideraba un individuo fantástico. Pero una noche entraron en el Tingeltangel durante el intervalo entre un espectáculo y otro, a tiempo para oír al conferencier quejarse de que el camarero de la barra había apagado la radio.

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