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Authors: Noah Gordon

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El diamante de Jerusalén (22 page)

BOOK: El diamante de Jerusalén
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¿Y si el resultado final carecía de fuego?

«Lodewyck, cabrón, dime qué debo hacer».

Pero Lodewyck jamás volvería a darle una respuesta. Finalmente ablandó resina y la utilizó para sujetar firmemente el diamante al extremo de una guarnición de madera; ésta quedó colocada en el torno de banco, y Vidal estrió levemente el diamante, haciendo marcas superficiales donde creía que debía colocar el cincel. Pero no pudo levantar el mazo y hacer los cortes. Sus dedos no obedecían lo que ordenaba su mente.

Oyó el bullicio que llegaba desde afuera. Por la ventana vio la multitud que pasaba por la calle.

—¿Qué ocurre? —le preguntó al guardia que se encontraba junto a su puerta.

—Vienen a observar el espectáculo, el auto de fe. Vale la pena verlo. —El joven soldado lo miró con entusiasmo—. ¿No os interesa verlo, señor?

—No —respondió.

Volvió al interior e intentó concentrarse en la piedra. No supo con certeza si cambiaba de idea porque sentía que debía haber un testigo del mal, o porque un veneno hervía en su interior, respondiendo al mal con tanta fuerza como cualquiera de las personas que él despreciaba. Se acercó otra vez al guardia.

—Vayamos a verlo —anunció.

La procesión se reunió en la catedral, encabezada por civiles armados con picas y mosquetes.

—Son los carboneros —le indicó el soldado—. Reciben honores porque ellos proporcionan la leña con la que son quemados los criminales. —El guardián estaba de buen humor. No había imaginado que asistiría a un auto de fe.

Esteban de Costa, el conde de León, encabezaba un contingente de nobles y portaba el estandarte de la Inquisición. Le seguía un cuerpo de dominicos con una cruz blanca. Tras ellos unos veinte prisioneros, los hombres separados de las mujeres. Iban descalzos y vestidos con el sambenito amarillo, sobre el que había sido dibujada una cruz, delante y detrás, con pintura roja. A continuación avanzaban arrastrando los pies dos hombres y una mujer los condenados, vestidos con sambenito blanco en el que se veían dibujados demonios y llamas. La mujer de mediana edad, con el pelo revuelto, tenía la mirada vacía. Apenas podía caminar. Un joven, apenas un hombre, llevaba en la boca algo parecido al bocado de una brida. El tercer prisionero caminaba con los ojos cerrados, moviendo la boca.

—¿Por qué el chico va amordazado?

—Es un pecador impenitente, señor y temen que menoscabe el auto de fe con alguna blasfemia.

Cerraban la procesión los guardias de la Inquisición, con uniforme negro y blanco y una cruz verde cubierta con crespón negro. La multitud avanzaba detrás de ellos.

En la plaza se había instalado una plataforma de madera y un patíbulo. Los dominicos subieron a la plataforma y empezaron a celebrar una misa. La gente seguía llenando la plaza, algunos se sumaban a las oraciones y otros se detenían en el mercado a comprar comida o bebida.

Cuando concluyó el servicio se leyeron los nombres de los criminales menos importantes. Al ser pronunciado su nombre, el criminal levantaba una vela apagada, como reconocimiento de su deshonra pública.

Los tres condenados fueron conducidos al patíbulo y atados a estacas mientras el inquisidor decía cuáles eran sus crímenes. Teresa y Gil de Lanuza eran madre e hijo, relapsos que habían sido acusados de conspirar para llevar a cabo la circuncisión de un niño. La mujer había confesado, pero su hijo no. El otro hombre era Bernardo Ferrer un sodomita convicto.

Un murmullo se alzó entre la multitud. Un verdugo que se encontraba detrás de Teresa de Lanuza había pasado un garrote alrededor de su cuello y la estranguló. La mujer murió en el acto, con el rostro congestionado. Tres dominicos abandonaron su puesto y subieron al patíbulo con antorchas encendidas. Se acercaron uno a uno a Gil de Lanuza y le hablaron apasionadamente; luego pasaron la antorcha cerca de su cara.

—Quieren convertirlo —murmuró el soldado—. Le muestran la sensación que producen las llamas.

Un temblor visible desde donde estaba Vidal sacudió el cuerpo del hereje. Un sacerdote quitó la mordaza de la boca del joven, que murmuró algo. El sacerdote se volvió y alzó la mano para que la multitud guardara silencio.

—Hijo mío, ¿qué has dicho?

—Me convierto a la auténtica fe.

Un estremecimiento de júbilo invadió a los espectadores. Junto a Vidal, una mujer asustaba al niño que llevaba en brazos, que se unió a su ruidoso llanto.

—Alabado sea Dios —entonó el soldado con voz ronca.

Los dominicos se arrodillaban.

—Hijo mío —dijo el sacerdote—, ¿a qué auténtica fe te conviertes? ¿En qué ley mueres?

—Padre, muero en la fe de Jesucristo.

Los dominicos se levantaron y abrazaron al joven.

—Eres nuestro hermano —gritó el sacerdote—. Nuestro amado hermano.

El joven abrió los ojos desmesuradamente, a causa de la emoción. Le temblaba la boca. El verdugo que estaba detrás de él lo estranguló.

Los carboneros empezaron a subir manojos de broza, leña y carbón. Manejaban los materiales con facilidad, amontonándolos en el suelo, alrededor de los condenados.

Concluyeron muy pronto la tarea.

Todos observaron al último condenado que quedaba vivo. Bernardo Ferrer tenía los ojos cerrados para no enfrentarse a la realidad.

—¿A él no le dan la posibilidad de arrepentirse? —preguntó Vidal.

El soldado miró con delicadeza a la mujer que llevaba al niño en brazos.

—El suyo es un crimen para el que no hay perdón, señor.

Un inquisidor hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y un verdugo avanzó con una antorcha encendida. Cuando tocó la pira, ésta quedó envuelta en llamas. La madera seca crujió y produjo pequeñas explosiones al tiempo que ardía.

Vidal intentó huir de allí, pero los cuerpos que lo rodeaban se lo impidieron. Miró a la víctima, que seguía viva.

Ferrer quedó colgado de las cuerdas, como si intentara reunirse con las llamas.

El humo se elevó. El calor hizo que las tres figuras atadas a las estacas parecieran estremecerse y danzar.

Las llamas parpadearon entre las grietas del suelo y encendieron las ramas amontonadas alrededor de los condenados. Una lengua de fuego serpenteó entre la broza y trepó hasta el borde del sambenito. Ferrer gritó algo, pero su voz se perdió.

Su pelo se encendió como una aureola.

Su cuerpo se derrumbó cuando las llamas alcanzaron las cuerdas que lo sujetaban. Instantes más tarde, el suelo se hundió debajo de él en una lluvia de chispas.

¿Tan poco tiempo para quemar a un hombre?

Vidal estaba terminando la oración por los muertos. A su lado, la mujer abrazó al niño. El soldado se santiguó, y la multitud empezó a marcharse a su casa.

Curiosamente, cuando reanudó su trabajo con el diamante, y tal vez porque había visto lo peor que podían hacer los hombres, había perdido el miedo.

Cogió el martillo y el cincel y dio dos golpes fuertes. Los horribles desniveles eran demasiado delgados para partirse limpiamente. Se astillaron, pero lo que quedó le permitía trabajar con comodidad; era lo que él quería, una forma más redonda y graciosa, que ofrecía posibilidades.

Sacó de su bolsa las distintas partes de un torno para esmerilar que se accionaba con un pedal, y lo armó. Luego cogió un frasco que contenía el polvo de diamante que recogía cuidadosamente cada vez que tallaba o pulía una piedra. Colocó una pequeña cantidad en un recipiente y añadió aceite de oliva hasta obtener una pasta espesa con la que untó un disco de cobre llamado rueda bruñidora, la pieza cortante del torno esmerilador.

Se acercó a la puerta.

—Necesito velas. Todas las velas que puedas conseguir.

Las distribuyó por toda la habitación. Sus llamas combinadas apenas le proporcionaban el tipo de luz que necesitaba para el trabajo final, pero le permitirían realizar el primer trazado superficial de las facetas más grandes.

Puso el torno en movimiento, y por primera vez acercó la piedra al disco que giraba. Pocos minutos después, la presión que aplicaba había logrado que el polvo de diamante quedara adherido al cobre del disco, convirtiéndolo en una lima eficaz.

Ese era todo el secreto que Lodewyck había descubierto y que la familia conservaba: nada corta el diamante, salvo el diamante.

Pasó toda la noche encorvado sobre el torno, esmerilando la piedra.

Al amanecer había trazado las facetas más importantes; espero con impaciencia a que saliera el sol para ver bien y empezar la parte más delicada del tallado. Con las primeras luces empezó a trabajar en las facetas más grandes y a cortar otras más pequeñas alrededor de los ángulos externos del diamante para que formaran un dibujo que Lodewyck había llamado
briolette
.

La piedra era un bloque gris de aspecto metálico.

Al mediodía, un sirviente llamó a la puerta para servirle la comida, pero Vidal lo despidió. Trabajó sin parar y empezó a visualizar lo que debía hacer.

Cuando oscureció, interrumpió la tarea; había llegado a un punto en el que la iluminación perfecta sería crucial para el resto del tallado. Hizo que le llevaran la comida y agua para bañarse, y se tendió en la cama, hambriento y sin lavarse, y se quedó dormido con la ropa puesta hasta que lo despertó la luz del nuevo día.

Esa mañana alguien intentó abrir y luego golpeó la puerta.

—Marchaos.

—Soy yo. Quiero ver mi diamante.

—No está listo.

—Abre la puerta ahora mismo.

—Lo siento, mi señor. Es demasiado pronto.

—Judío asqueroso, echaré la puerta abajo. Serás…

—Mi señor eso no salvará el diamante del papa. Debo trabajar sin que me interrumpan —dijo, consciente de que el éxito de su trabajo seria lo único que le permitiría salir con vida de aquel lugar.

De Costa se marchó enfurecido.

Existían grandes peligros. La piedra debía ser esmerilada en la dirección de la veta —como cuando se cepilla un trozo de madera— para evitar que se dañara el diamante y el disco esmerilador. Podía desgastar el diamante pero no podría volver a poner lo que había quitado, y por eso debía estar siempre alerta y no cortar excesivamente. Y debía parar el torno de vez en cuando para permitir que el diamante y el disco se enfriaran, porque si la fricción recalentaba la piedra, su superficie se astillaría formando lo que Lodewyck llamaba «escamas glaciales».

Sin embargo, tomaba forma.

Poco a poco, el aspecto gris metálico de la superficie se convirtió en una piedra amarilla.

Y la piedra amarilla se volvió más clara.

El cuarto día por la mañana concluyó la última faceta. De otro frasco cogió polvo mineral de hueso del más fino y pasó el resto del día puliendo el diamante a mano.

Esa noche permaneció un buen rato de pie, contemplándolo. Luego rezó el Hagomel, la oración de acción de gracias. Por primera vez en su vida supo que Lodewyck había hecho la elección adecuada. Manasseh no habría logrado esto.

Recogió con una pluma hasta la última mota del polvo producido por el esmerilado, y desarmó el torno. Luego se bañó y se vistió para el viaje. Cuando tuvo todo guardado en las alforjas, abrió la puerta con la llave.

De Costa se había pasado dos días bebiendo y de mal humor. De pronto vio al judío de pie delante de él, con el diamante en la mano.

El conde cogió la piedra. Cuando logró fijar la mirada en ella, empezó a reír de alegría.

—Pide lo que quieras. ¿Una virgen? ¿La furcia más hábil de toda España?

A pesar de estar borracho y tan entusiasmado, tuvo el buen cuidado de no mencionar el pago en dinero.

—Me siento feliz de haberos servido. Ahora debo regresar a casa, Señor.

—Antes tenemos que celebrarlo.

Aparecieron los sirvientes con más botellas. De Costa colocó el diamante delante de las velas. Lo giró hacia un lado y hacia otro.

—Me has sorprendido, judío.

Empezó a hablar con fervor.

—No siempre he sido noble. Incluso ahora hay quienes se mofan de mis orígenes. Pero seré dos veces noble, al menos caballero de Malta. El papa español ha convertido a seglares en cardenales, por mucho menos.

Vidal esperó, al principio con aire triste y luego con creciente aprensión. Sería fácil que De Costa ordenara la muerte de alguien con quien se había ido de la lengua.

El hombre estaba al borde de la inconsciencia. Vidal le llenó la copa.

—Con vuestro permiso, mi Señor. Por vuestra salud y felicidad.

Tuvo que llenarle la copa varias veces. El conde podía conservar el mismo nivel de ebriedad durante un tiempo asombroso. Casi había vaciado otra botella cuando por fin se cayó de la silla.

Vidal se puso de pie y lo miró con repugnancia.

—Canalla —dijo.

No había guardias a la vista. Se llevó la mano al puñal de acero de Toledo.

Se dijo que era un estúpido. Por fin era libre de marcharse. ¿Valía la pena arriesgar la vida?

Miró el diamante que seguía debajo de las velas. En el amarillo aterciopelado de cada una de las facetas que él había tallado parecía arder un cuerpo.

Cogió el puñal y se inclinó sobre el hombre que yacía en el suelo. El conde se movió una vez. Gimió débilmente y se quedó inmóvil. Noble o no, su sangre teñía las manos de Vidal.

Ya era de día cuando un soldado lo descubrió. El hombre se quedó como clavado al suelo. Al principio pensó que su señor había servido de alimento a algún animal. Lanzó un grito.

Esteban de Costa se movió y se pasó la lengua seca por los labios.

Recordó el diamante y lo buscó con la mirada para saber si había desaparecido, pero lo vio cerca de las velas apagadas. Se estiró para cogerlo y un dolor inaudito pareció desgarrar su cuerpo.

Cuando bajó la mirada, sus gritos se unieron a los del guardián. Pero su miembro ensangrentado parecía peor de lo que en realidad estaba: había sido circuncidado, no castrado.

Encontró la nota más tarde, cuando parte de la conmoción se había aliviado, aunque no así el dolor.

Aquí tenéis otra para vuestra montura

Julio Vidal

Vidal había cabalgado sin parar durante toda la noche y hasta bien entrada la mañana pues había decidido ir a Ferrol en la creencia de que cualquier búsqueda se emprendería en dirección a Bilbao y Gijón, los puertos más cercanos.

Si no encontraba ningún barco, tenía pensado retroceder y ocultarse en las montañas.

Pero había una bricbarca de dos mástiles perteneciente al Gremio de los Tejedores, que cargaba lana en España para convertirla en paños flamencos. Compró un pasaje y esperó a bordo, vigilando el camino del este hasta que levaron anclas y zarparon.

Cuando perdieron de vista la tierra, Vidal se acurrucó en la cubierta, presa de una repentina debilidad.

Alzó la vista y contempló una vela tan redonda y tensa como el vientre de Anna.

Que ya debía de estar plano.

Se apoyó en un fardo hediondo de lana sucia y miró las velas preñadas que lo conducían hacia el nuevo hijo.

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