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Authors: Noah Gordon

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El diamante de Jerusalén (20 page)

BOOK: El diamante de Jerusalén
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Él asintió lentamente.

—Hazazon–Tamar. Donde la palmera está podada —concluyó.

Cuando disminuyó el entusiasmo inicial, discutieron. Él quería regresar a Jerusalén enseguida para decirle a David Leslau que había descubierto el emplazamiento de un
genizah
.

—Tenemos que quedarnos aquí, esperando a Mehdi.

—Imagina que no viene.

—Imagina que viene. Después de dos mil años en la tierra, unos pocos días más no tendrán importancia para el
genizah
.

—En esos pocos días alguien más podría hacer la misma traducción. —Tamar lo miró fijamente—. No lo comprendes.

—Creo que empiezo a comprenderlo —dijo ella.

Esa noche hablaron sólo lo imprescindible. Ella abrió unas latas de un grasiento estofado de cordero para la cena, seguidas de más café cargado. Él no hizo ningún comentario, pero Tamar notó su reacción.

—Mañana puedes preparar tú la comida —dijo en tono apacible.

Esa noche durmió de cara a la pared, como una esposa enfadada. Él mantuvo el equilibrio en el borde del catre, evitando las caderas de Tamar, que había llegado a admirar especialmente. Ella empezó a roncar con un sonido desagradable. Harry pensó que no había peligro de que se pusiera serio con ella.

Por la mañana temprano volvió a subir a la meseta. En la relativa frescura de una de las chozas de piedra estudió detenidamente las copias del manuscrito. Cada enigma podía quedar resuelto mediante una clave diminuta como la que ella le había proporcionado mencionando el nombre antiguo de un lugar desierto.

No sabía lo suficiente.

Leslau tenía mas conocimientos, pero no había podido hacer nada.

Se enfrentó al hecho de que en realidad no quería ayudar a Leslau. Existían pocas probabilidades de que este trabajo llegara a ser suyo, pero de todas formas lo codiciaba.

Vio que llegaba alguien desde el Sendero de la Serpiente: un hombre musculoso y achaparrado, vestido con pantalones color tabaco y camisa blanca sin mangas y abierta en el cuello. Tenía la piel oscura y un bigote estilo árabe adornaba su labio superior. Cruzó la meseta mirando de un lado a otro, tal como haría un turista, avanzando en dirección a Harry.

Cuando llegó a su lado, se detuvo y asintió.


Shalom
—lo saludó Harry.

—Hola. —El hombre tocó la puerta de la choza—. Estas paredes son fantásticas, ¿eh? Sencillas y bien hechas. Esta gente sabía lo que hacía.

—Han durado mucho tiempo.

El hombre miró a su alrededor.

—Se supone que debo encontrarme aquí con alguien.

Harry suspiró.

—Yo también.

El hombre sonrió.

—Ha sido inteligente al esperar a la sombra.

—Soy Hopeman.

—¿Qué?

—Harry Hopeman. De Nueva York.

—Oh. —Estrechó con cautela la mano que Harry le ofrecía—. Lew Friedman. Cincinnati.

Se sintió más agraviado que ridículo.

—Eh, ahí viene. ¡Emily! —Le hizo señas con la mano a una chica rubia—. Ella dio un rodeo con el coche para subir por el camino más fácil mientras yo venía por el más sinuoso.

—Muy inteligente. Que le vaya bien.
Shalom

shalom
.

Volvió a quedarse a solas y se sentó en el agradable suelo de tierra con las piernas cruzadas como un aprendiz de árabe.

Aunque sospechaba que tenía tantas posibilidades de resolver otro pasaje como de desgastar Masada, volvió a leerlos uno a uno, probando sinónimos y cambiando la puntuación mientras esperaba que llegara el hombre llamado Yosef Mehdi y lo llevara adonde pudiera comprar el diamante Kaaba o, tal vez, ser crucificado por sus pecados.

Llegaron tres autocares de turistas. Un niño le preguntó a Harry si estaba vendiendo algo. La mayor parte de la gente se limitaba a echar un vistazo al interior de la choza mientras pasaban, como si él fuera un animal de zoo carente de interés.

A media tarde todos se habían ido. Se abrió el vagón del funicular y descendió un solo pasajero, un hombre corpulento que avanzó hacia él jadeando, con una expresión de placer tan atormentado que Harry supo que había ido a Masada para poder, por siempre jamás, decir a los chicos del templo que se había puesto el
tefillin
en la
shul
más antigua del mundo. Con el
kepah
negro ladeado tan elegantemente como las plumas de un mosquetero, aferraba una cargadísima bolsa
tallit
de terciopelo azul con una estrella judía bordada con hilos de plata, el tipo de bolsa llena de bultos que había llevado el padre de Harry. Era prudente suponer que además de un
siddur
, el taled y un juego de filacterias enrolladas, la bolsa contenía tal vez un paquete de chicles, una naranja o una manzana, tal vez un rollo de Tums. Mientras se acercaba, Harry le sonrió.

—Está allí.

—¿Qué?

—La sinagoga.

El hombre dejó la bolsa
tallit
en el suelo y extendió una mano regordeta de uñas arregladas.

—Soy Mehdi, señor Hopeman —anunció.

Se acomodó en el suelo de tierra dando una serie de gruñidos y suspiros, y sonrió con pesar.

—Usted no tiene un problema de peso. No se da cuenta de lo que es.

Harry sacudió la cabeza, fascinado.

—¿Tiene el diamante?

—¿Conmigo? No.

—¿Cuándo puedo verlo?

Mehdi apartó la mirada.

—Hay algunos problemas.

Harry esperó.

—Debemos ponernos de acuerdo en un mínimo.

Harry quedó estupefacto.

—¿Una oferta mínima?

—Sí. Dos millones trescientos mil dólares.

Él sacudió la cabeza.

—El momento de hablar de ofertas mínimas era antes de que yo saliera de Nueva York.

El hombre asintió, disculpándose, y murmuró que era inevitable.

—Escuche. En los últimos veinte años usted ha tenido al menos cuatro piedras preciosas. Aún tiene una serie de diamantes que sin duda intenta vender en el futuro, uno por vez.

Mehdi lo miró asombrado.

—Parece que sabe muchas cosas sobre mí.

—Así es. —Se inclinó hacia delante—. Le prometo una cosa. Si soy tratado injustamente, haré todo lo que esté en mis manos para que le resulte absolutamente difícil vender diamantes en cualquier lugar del mundo occidental.

—Yo también sé quién es usted, señor Hopeman. Sé la posición que ocupa en la industria del diamante. Pero no me gustan las amenazas.

—No son amenazas —puntualizó Harry—. En la sala del consejo de cada Bolsa del Diamante hay una larga mesa de conferencias. A su alrededor se reúne un grupo especial de jueces. Si esa clase de tribunal apoya una demanda contra una persona, a esta persona se le puede impedir que haga negocios con los diamantistas reconocidos del mundo entero. Eso no significa que no pueda deshacerse de las gemas mediante canales menos escrupulosos. Pero saldría perdiendo.

»Usted me ha hecho recorrer medio mundo. Y me ha causado no pocas incomodidades y molestias. Prometió que a cambio podría estudiar el diamante Kaaba y hacer una oferta por él. Espero que se me permita hacer exactamente eso. —Cogió el granate de la caja y lo colocó cerca de Mehdi—. No vale nada.

—Claro que no —coincidió Mehdi.

—Usted la describió como una piedra con valor histórico. ¿Tiene alguna prueba? ¿Algún tipo de documentación?

El hombre sacudió la cabeza.

—En el inventario siempre figuró como una piedra de la época bíblica.

Harry gruñó.

—Bueno, no es que carezca totalmente de valor. Le ofrezco ciento ochenta dólares por el granate.

Mehdi meneó la cabeza.

—Es suyo, es un regalo. Ya ve, yo confío en usted. Dejemos que exista confianza entre usted y yo.

—¿Confianza? —Le inquietaba la idea de que Igual podía ser una maldición como una bendición—. Usted me guarda en reserva. Nadie le pagará ese precio. Creo que ya está negociando con otro comprador, y que parte del precio es una cuestión política.

—¡Qué imaginación! Usted supone demasiado, señor Hopeman.

—Tal vez.

—Lamento las molestias que le he causado. De verdad. Vaya a un hotel, donde se sentirá más cómodo. Me pondré en contacto con usted dentro de dos días. Lo prometo solemnemente.

—No, no. Ya he esperado bastante en lugares inverosímiles. Escríbame una nota. A American Express de Jerusalén. Ellos me la entregarán.

Mehdi asintió.

—Me quedaré en Israel ocho días más. Eso significa que tiene una semana y un día para hacerme llegar su carta. Si para entonces no tengo noticias suyas, regresaré a Nueva York y presentaré una demanda. —Miró a Mehdi a los ojos—. La política ya lo arruinó una vez. Y puede arruinarlo nuevamente.

Mehdi se puso laboriosamente de pie. Harry no supo si lo que había en su mirada era admiración o desdén.


Shalom
, señor Hopeman.


Salaam aleikhum
, señor Mehdi. —Se estrecharon la mano.

Cuando el funicular abandonó la meseta, Harry recogió sus cosas y descendió por la rampa. Tamar levantó la vista rápidamente mientras él entraba en la cabaña.

—¿Alguna novedad?

Él le contó lo ocurrido.

—¿Crees que tenemos problemas?

—Creo que se ha puesto de acuerdo con los árabes. —Recorrió la sórdida cabaña con la mirada y lanzó un suspiro. Al menos podría salir de este lugar, de esta situación.

—¿Qué pueden ofrecerle ellos que no podamos ofrecerle nosotros?

Harry ya estaba guardando la ropa sucia en la bolsa.

—Honor —dijo.

Mientras atravesaban las afueras de Jerusalén, le preguntó a Tamar si quería ir al hotel.

—No. A mi apartamento —respondió ella. Le indicó por dónde llegar. Fueron a parar delante de un ruinoso edificio de piedra, en una calle de ruinosos edificios de piedra.

—¿Te ayudo a bajar tus cosas?

—Sólo tengo una maleta pequeña. Y la guitarra no es pesada.

—De acuerdo. Te llamaré pronto.

Ella sonrió.

—Adiós, Harry.

Cuando Harry telefoneó, el despacho de David Leslau estaba cerrado.

Por lo general, Harry era un huésped de hotel, exigente. Ahora, la habitación parecía increíblemente limpia y amplia. Se quedó un buen rato debajo de la ducha y luego pidió la cena muy cautelosamente al servicio de habitaciones: pollo guisado, ensalada de champiñones y champán. Después de la comida, las sábanas blancas y el colchón decente resultaron una experiencia sensual.

Pero no durmió.

Oyó el ruido del ascensor. Una voz en el pasillo, y el zumbido del acondicionador de aire. El gemido de un motor eléctrico en algún lugar recóndito del edificio. Cuando estaba a solas en Masada, no se había sentido solo. En Jerusalén se sintió repentinamente desolado.

Se levantó de la cama y cogió sus cuadernos. Se concentró en el informe sobre el Diamante de la Inquisición y empezó a leer las palabras que Alfred Hopeman había escrito cuarenta años antes en Berlín.

Tipo de piedra: diamante. Diámetro: 4,34 centímetros. Peso: 202,94 quilates. Color: amarillo canario. Peso especifico: 3,52. Dureza: 10. Refracción individual: 2,43. Forma cristalina: hexaquisoctaedro; este diamante estaba formado por el interdesarrollo gemelo de dos enormes cristales hemiédricos.

Comentarios: Esta gema es de buena calidad, pero su inmenso valor se debe a su gran tamaño e historia.

Cuando no están tallados, los diamantes octaédricos son invariablemente estriados, con hoyos triangulares. No existen tales hoyos en este diamante tallado. Las setenta y dos facetas son maravillosamente regulares. Existe una delicada proporción desde el
culet
hasta la arista, y desde la arista hasta la mesa. Posee fuego, pero ni el fuego ni el color canario se muestran en todo su potencial en su forma
briolette
, o piedra tallada en forma de pera y rodeada por facetas en todos sus lados. Sin embargo es un diamante que inspira admiración, pues ofrece la mejor obra del primer período. Fue tallado hace aproximadamente quinientos años por las manos de un artista experto.

14
U
NA PIEDRA PARA EL
S
ANTO
P
ADRE

El hijo crecía como un melón en el vientre de Anna, su esposa, obligándola a moverse laboriosamente cuando realizaba sus tareas. Sin embargo, el suelo de la pequeña casa estaba tan blanco como el de cualquier casa de Gante. Su hijo Isaac estaba abrigado y bien alimentado, y siempre había leña acumulada o ardiendo en la chimenea.

—¿No puedes descansar? —le preguntó Vidal en tono malhumorado.

—Estoy bien. —Sonó la campanilla de la puerta principal, y ella salió del taller.

Él suspiró. El pequeño diamante blanco que se encontraba encima de la mesa, frente a él, estaba cubierto de marcas de tinta que él cambiaba constantemente, a medida que hacía nuevos cálculos en la pizarra. No tenía una mente rápida, lo reconocía mejor que nadie. No era débil, gracias al Altísimo, pero tampoco era el tipo de mente que le permitía a su hermano Manasseh ser rabino y erudito, ni la que había mostrado a su difunto tío Lodeyck, que en paz descanse, los secretos del tallado de las gemas que eran la salvación de su familia en estos tiempos difíciles. Las manos de Julius eran seguras y hábiles, pero estaba obligado a revisar sus cálculos un montón de veces antes de confiar en su planificación.

Anna regresó.

—Es un monje.

—¿Un benedictino, de la abadía?

—Un dominico, Julius. —Parecía preocupada—. Dice que viene desde España —añadió.

Nadie más que Anna estaba autorizado a ver su taller. Fue a la sala de estar donde el visitante esperaba junto al fuego.

—Que tengáis un buen día. Yo soy Julius Vidal.

El hombre, que dijo llamarse fray Diego, le entregó un regalo: dos botellas de vino español. Julius se había acostumbrado a los hábitos de color castaño claro de los monjes del lugar y el hábito negro del fraile lo devolvió al pasado con un sobresalto.

—He hecho un largo viaje para verte. Vengo desde el priorato de Segovia. Nuestro prior fray Tomás, desea encargarte que prepares un diamante en León.

Julius frunció el ceño.

—¿Tal vez un diamante que posee el conde De Costa?

—El diamante ha sido donado a la Santa Madre Iglesia.

—¿Quién lo ha donado?

Fray Diego frunció los labios.

—Esteban de Costa, conde de León. Será un regalo para nuestro Santo Padre de Roma.

Vidal asintió, seguro de que el fraile sabía que había sido llamado a España en dos ocasiones por el conde De Costa, y las dos veces se había negado a ir.

—Vuestro prior me honra.

—No. Tú ya has tallado un diamante llevado por tres papas.

Vidal sacudió la cabeza.

—Era joven, y aún aprendía mi oficio. Hice lo que mi primo me dijo que hiciera. Corté donde mi tío me dijo que cortara. Para acabar una piedra como la descrita por los agentes del conde De Costa se requiere la habilidad de un Van Berquem.

—Lodewyck van Berquem ha muerto.

—Su hijo Robert, mi primo y mentor, está vivo…

—En Londres, como tú muy bien sabes, prestando servicios como joyero a Enrique VII. Los ingleses han lanzado un hechizo sobre estas tierras bajas. Usan sus productos y artesanos como si les pertenecieran a ellos —dijo el monje en tono severo.

—Esperad a que haya terminado el trabajo para el rey Enrique —le aconsejó Vidal.

—No hay tiempo. El papa Alejandro nació en Valencia, y es viejo y está enfermo. El regalo debe ser entregado mientras un español sea pontífice. —Fray Diego sacudió la cabeza—. ¿No estás ansioso por dejar este lugar? Tú eres de nuestra maravillosa Toledo, ¿verdad?

—Ahora soy de aquí. —Descolgó un pergamino enmarcado de la pared y lo sostuvo para que el monje lo leyera. Estaba firmado por Felipe de Austria, y daba la protección de los Habsburgo y los Borgoña a Julius Vidal, junto con su familia, sus posesiones y sus herederos.

El fraile lo examinó, visiblemente impresionado.

—¿Tu padre no era Luis Vidal, de oficio curtidor de Toledo?

—Mi padre ha muerto. Era un comerciante de cueros que empleó a una veintena de curtidores. —Sintió deseos de agregar «para hacer un cuero que los españoles no conocen, ya que desterraron a los judíos».

—¿Y su padre fue Isaac Vidal, un comerciante de lanas de Toledo… —Julius no dijo nada. Se puso en guardia— …cuyo padre era un tal Isaac ben Yaacov Vitallo, gran rabino de Génova?

Se miraron. Vidal empezó a sentir un hormigueo en la piel.

El clérigo insistió:

—¿Es verdad que tu bisabuelo fue Isaac Vitallo, gran rabino de Génova?

—¿Y si fuera verdad?

—¿Sabes cuál es el nombre completo de mi prior de Segovia?

Vidal se encogió de hombros.

—Es fray Tomás de Torquemada.

—¿El inquisidor general?

—El mismo. Y me ha dicho que te comunique que don José Paternoy de Mariana está encerrado en una cárcel de León.

—Vidal sacudió la cabeza—. ¿El nombre no significa nada para ti?

—¿Qué debería significar?

—Es un ex profesor de botánica y de filosofía de la ciencia en la universidad de Salamanca.

—¿Y? —Vidal refunfuñó. Ya estaba harto del sacerdote.

—Biznieto de un tal Isaac ben Yaacov Vitallo, gran rabino de Génova.

Vidal se echó a reír.

—Vuestra Inquisición tendrá que buscar un testigo mejor que yo —dijo—. Nunca oí hablar de este… pariente. Pero si lo conociera, no os diría nada.

Fray Diego sonrió.

—No vengo a buscar un testigo. Hay pruebas suficientes.

—¿De qué? —preguntó Vidal.

—De que es un converso, y un cristiano lapso.

—¿Un judaizante? —preguntó Vidal en tono seco.

El fraile asintió.

—La primera vez fue despojado de su posición como profesor y sentenciado a llevar el sambenito durante dieciocho meses. Esta es una segunda ofensa. Sin duda quedará liberado mediante el fuego en un auto de fe.

Vidal hizo un esfuerzo por dominarse.

—¿Y habéis venido hasta aquí para decirme que vais a quemar a otro judío?

—Nosotros no quemamos judíos. Quemamos a los cristianos que se condenan ellos mismos comportándose como judíos. Tengo instrucciones de informarte que… —el fraile escogió sus palabras con sumo cuidado—… si accedes a tallar la piedra del papa, se mostrará una clemencia especial.

Vidal lo miró furioso.

—¡Maldita sea! ¡No es pariente mío!

La expresión de fray Diego revelaba que no le gustaba que un judío le hablara de ese modo.

—Don José Paternoy de Mariana era hijo de fray Antón Montoro de Mariana, que antes de su conversión al cristianismo y su posterior ordenación fue el rabino Feliz Vitallo de Castilla. Fray Antón era hijo de Abrahem Vitallo, mercader de lanas de Aragón. Que era hijo de Isaac ben Yaacov Vitallo, gran rabino de Génova.

—¡No iré!

Fray Diego se encogió de hombros. Cogió un pergamino de su bolsa y lo colocó sobre la mesa.

—De todas formas, tengo órdenes de entregarte este salvoconducto firmado por el propio fray Tomás para que entres en España, y de esperar un tiempo razonable mientras piensas en el mensaje. Volveré, señor.

Cuando el fraile se hubo marchado, Vidal se quedó de pie delante de la chimenea. Cuando Lodewyck van Berquem padecía la enfermedad que había acabado con su vida, alguien le había preguntado por su salud. Julius recordaba lo que su tío había respondido: «Soy un judío que aún respira y siente. Por lo tanto, hay esperanza».

Llevó afuera las dos botellas que el fraile le había dejado y las vació. El vino español parecía sangre sobre la nieve.

Anna llegó desde la parte posterior de la casa.

Él lanzó un suspiro. Cuando la rodeó con sus brazos, el futuro lo golpeó en un costado.

—Debo ir a Amberes a hablar con Manasseh —le dijo besándole el pelo.

—Evidentemente, es absurdo —le dijo su hermano.

Se sintió aliviado y asintió.

—Sin embargo, me gustaría poder ayudar a ese De Mariana.

—¿Qué se puede hacer por otro? —dijo amargamente—. Sin duda, el maldito dominico miente. Si De Mariana fuera realmente pariente nuestro, nosotros lo sabríamos.

—¿Tú no lo recuerdas? —preguntó Manasseh en tono reflexivo.

—¿Y tú?

—Su padre… Recuerdo que nuestro padre maldecía a un primo suyo que en otros tiempos había sido rabino, y que se había hecho sacerdote después de la matanza de mil cuatrocientos sesenta y siete, cuando muchos se convirtieron para salvar la vida.

Se quedaron sentados en la pequeña sinagoga y guardaron silencio. Entró una anciana que llevaba un pollo desplumado en un cesto de paja. Le mostró el bazo a Manasseh y esperó ansiosamente mientras él pensaba si el pollo era
kosher
o no.

Julius lo miró con resentimiento. Él era el hermano mayor. Debía recordar cosas que Manasseh no podía recordar. El hecho de que sus papeles estuvieran invertidos reforzaba su idea de que tenía una mente lenta.

A los pocos minutos la mujer se marchó cojeando, contenta.

Manasseh suspiró y volvió a sentarse.

—En España sería quemada por preguntar si el pollo está suficientemente limpio para comerlo.

—Nosotros no estaríamos vivos si un pariente no hubiera intercedido por nosotros. Si tiene nuestra sangre…

Se miraron. Manasseh cogió la mano de su hermano y la sostuvo entre las suyas, cosa que no hacia desde que eran niños. Julius vio aterrorizado que el rabino de Amberes estaba terriblemente asustado.

—Con respecto a Anna y a mi Isaakel…

—Se quedarán aquí, con nosotros.

Palmeó la mano de su hermano.

La nevada que acolchaba los caminos llenos de baches le permitió trasladar a Anna hasta Amberes en trineo con un mínimo de incomodidad. Ella hablaba con alegría forzada. Cuando llegó el momento de la partida, se aferró a él y luego se apartó repentinamente. Él observó cómo salía de la habitación tan rápidamente como se lo permitió su cuerpo hinchado. Sabía que ella tenía miedo de dar a luz mientras él estuviera lejos.

Con ese triste pensamiento bajó por Jodenstraat, alejándose de la casa de Manasseh. Su caballo era un castrado muy fuerte. Él siempre llevaba una buena montura porque era un
mohel
, además de tallador de diamantes, y recorría las zonas rurales para practicar la circuncisión al nuevo hijo varón de cualquier familia judía.

Llevaba los bisturíes en las alforjas, junto con los instrumentos necesarios para trabajar el diamante, y tal como había acordado previamente, se detuvo a pasar la noche en Aalte, en casa de un comerciante de quesos cuya esposa había dado a luz a un niño siete días antes. A la mañana siguiente, Vidal levantó al hermoso y gordo bebé de la silla apartada para el profeta Elijah en todas las ceremonias de circuncisión, y lo colocó en las rodillas de su padrino para llevar a cabo la operación. Mientras realizaba el acto de
periah
, de empujar hacia atrás la piel del diminuto órgano para dejar al descubierto el glande, al padrino le temblaban las rodillas.

—¡Quieto! —protestó. Su bisturí ejecutó la Alianza de Abraham y el bebé lanzó un alarido al tiempo que perdía el prepucio. Vidal sumergió su dedo en la copa y le hizo chupar el vino al bebé, recitando la bendición mientras el pequeño recibía el nombre de su difunto abuelo: Reuven.

Los familiares sollozaban y gritaban:
azal tov!
Julius se sintió animado. Debido a sus dos vocaciones, la gente se refería a él como
Der Schneider
, el cortador. Manasseh siempre insistía en que tenía que ser más cuidadoso con una circuncisión que con el diamante más costoso. ¿Y por qué no? Mientras envolvía el diminuto pene con una gasa limpia, pensó que las madres de estos niños sabían muy bien cuál era la gema más preciosa que cortaba
Der Schneider
.

A media tarde entró en el puerto de Ostende. Le resultó fácil encontrar el
Lisboa
, una galera portuguesa desvencijada, de velas latinas. Le dio un vuelco el corazón al ver el aspecto salvaje de la tripulación que se ocupaba del cargamento. Pero no había ninguna otra embarcación que partiera con rumbo a San Sebastián, y el viaje por tierra, a través de innumerables baronías pequeñas y belicosas, era impensable.

Para su desesperación, después de pagar y de embarcarse, descubrió que fray Diego, cuya compañía esperaba evitar, también había reservado un pasaje. En la galera viajaban otros tres pasajeros, caballeros españoles que ya estaban borrachos y que a ratos se mostraban belicosos y gritaban invitaciones sexuales a los marineros.

Julius ató la brida de su castrado a un puntal y se acomodó en la cubierta, sobre un lecho de paja, pues prefería la compañía del caballo. El
Lisboa
se alejó con la marea. El rocío helado del mar del Norte pronto le impidió dormir en la cubierta. Esperó mientras pudo soportar el frío glacial; luego amontonó la paja alrededor del animal y se fue al minúsculo camarote de popa, que ya estaba ocupado por los demás. Cuando abrió la puerta sintió náuseas. Se quedó lo más lejos que pudo de los caballeros y se acercó al fraile, que soltó unas palabrotas. Vidal se volvió de cara a la pared y se quedó dormido.

Estaba acostumbrado a las travesías por mar, pero por la mañana las náuseas de los demás le hicieron sentirse mal. Durante los tres días siguientes, el barco surcó el mugriento oleaje del canal de la Mancha y aquellos hombres se convirtieron en una compañía lamentable. Las comidas consistían en un espantoso pescado salado y pan echado a perder. Le gustaba el vino verde de los portugueses, pero notó que el malestar de los caballeros se acentuaba después de beberlo, de modo que comió la cantidad de pan que pudo y se contentó con sorbos del agua que probaba de los toneles.

Cuando rodearon las islas del Canal, cesó el viento. El malestar de los pasajeros quedó aliviado cuando los remeros comenzaron su dura faena. Doblaban la espalda haciendo avanzar la embarcación sobre la superficie lisa del mar sólo mediante la fuerza humana.

Fray Diego había revelado a los caballeros que Julius era judío. Ellos hablaban en voz alta de que eran antiguos cristianos, y de la importancia de la limpieza, la pureza de la sangre. A pesar de que olían como el ganado, cuando él entraba en el camarote se llevaban las manos a la nariz para evitar el
Foetor Judaicus
, «el hedor judío». Uno de ellos contó un relato interminable sobre un judío que había robado algunas hostias consagradas de una iglesia. El canalla había llevado las hostias a su sinagoga, había colocado una de ellas en el altar y le había clavado un cuchillo afilado. ¡De la hostia había manado sangre! Cuando el asustado ladrón arrojó el resto de las hostias al fuego para deshacerse de las pruebas, la silueta de un niño se había elevado al cielo, por lo que el judío había confesado todo a las autoridades. Primero fue marcado con unas pinzas al rojo vivo, y luego quemado.

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