El diamante de Jerusalén (21 page)

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Authors: Noah Gordon

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BOOK: El diamante de Jerusalén
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Vidal intentó no hacerles caso. Algunos miembros de la tripulación tenían monedas del reino de España y las intercambiaron con él, que así reemplazó las monedas de cobre de sus alforjas con maravedíes y dineros. Al caer la cuarta noche, volvió a soplar el viento. El aire viciado lo obligó a abandonar el camarote; cuando llegó a la cubierta encontró a uno de los caballeros, el que había relatado el cuento, apartando sus bolsas del montón de paja.

Pensó en el hijo que aún no había nacido.

El hombre desenvainó la espada. Con la mano izquierda cogió la alforja que contenía los preciosos instrumentos de Vidal y en actitud burlona la hizo balancear sobre la barandilla de la cubierta.

—Arrojadlas al mar —le advirtió Vidal, desesperado—, y tendréis que dar cuenta de ello a Torquemada.

Fray Diego pasó a su lado y dijo algo rápidamente. El pálido caballero, repentinamente sobrio, le devolvió las alforjas.

Después, las cosas mejoraron. Ya no se mofaban de él cuando se detenía en la cubierta a rezar. Lo evitaban. El dominico le repitió hasta la saciedad que aquellos hombres lo habrían matado y arrojado por la borda si no hubiera sido porque él, su buen y fiel amigo, había intervenido; y que serían apreciadas unas palabras de elogio hacia él ante quien correspondía. El fraile era peor que un mareo.

El viento no amainó. El quinto día por la mañana, la galera llegó al límite sur del gran golfo de Vizcaya y recalaron en San Sebastián bajo una lluvia torrencial.

Fray Diego salió del camarote de proa el tiempo suficiente para decirle que la galera también haría escala en Gijón.

—Permanece a bordo hasta llegar allí. Es más cerca de León.

Él no respondió. Hizo bajar a su castrado por la tablazón de cubierta hasta desembarcar, y se alejaron andando. El caballo había soportado bien el viaje. Cuando la tierra firme dejó de balancearse bajo sus pies, Vidal montó a caballo. El aire era más perfumado y suave que el de Gante, muy frío.

Compró dos cebollas a un campesino arisco de ojos pequeños. Al llegar a un pequeño pinar en una colina, desmontó y se sentó con la espalda apoyada en un árbol; desde allí pudo ver un prado lleno de ganado, un campo de trigo y un olivar.

Sintió deseos de tener consigo a su hijo y mostrarle aquel lugar «Mira, Isaac, la tierra donde nació tu padre. Lo echaron de aquí pero la tierra no tiene la culpa de eso. ¿No es hermosa? ¿No son fantásticas las cebollas españolas?».

No eran tan fantásticas como él recordaba. Les faltaba algo imposible de conseguir: un trozo de pan hecho por su madre, cortado de una hogaza aún caliente.

Le habían llamado Julio.

Pero eso había cambiado al llegar a los Países Bajos. Su padre, que había tenido que abandonar su capital, había intentado en vano trabajar como un fabricante de botas y guantes. Los gremios aceptaban que los judíos les compraran, pero no que se unieran a ellos. Cuando su padre murió, el hermano de su madre se hizo cargo de los dos sobrinos extranjeros. «Olvídate de Julio. Debes llamarte Julius», le había dicho su tío con firmeza. Él mismo había sentado el precedente al abandonar Italia como Luigi, estudiar matemáticas en París como Louis y, después de comprender que un judío no conseguiría un cargo académico, marcharse a Brujas y convertirse en Lodewyck, tallador de diamantes.

Vidal suspiró. Bebió agua de un arroyo para tragar mejor las cebollas y volvió a montar. Cesó la lluvia y salió el sol, y en Vitoria pudo comprar pan a unos peregrinos que iban camino de la catedral de Santiago de Compostela. Debió de parecerles lo suficientemente distinto para despertar sus sospechas; un rato después de separarse de ellos, fue alcanzado por unos guardias de la Inquisición. Quedó paralizado, pero el salvoconducto de Torquemada infundía respeto.

En las cuatro horas siguientes fue detenido en dos ocasiones más por hombres armados a los que les enseñó el documento. La tercera vez, a última hora de la tarde, ya había llegado a León y los guardias eran soldados de De Costa. Lo escoltaron al galope. Le resultó extraño ser uno de los veloces jinetes. Le gustó la sensación que experimentó al ver el paisaje que se deslizaba junto a él, y los sonidos que lo rodeaban. Pero los animales y la gente huían desesperadamente al ver los crueles y despreocupados cascos de los caballos.

Iba a ser tratado como un huésped. Le asignaron una habitación grande en la que había alimentos y vino. Había olvidado que existía el agua de rosas. Los flamencos sólo utilizaban jabón, para el que Anna guardaba las cenizas de la chimenea.

Esa misma noche fue llamado. El conde era un hombre corpulento y desaliñado, y tenía una constante sonrisa de suficiencia.

Vidal sabía de la existencia de De Costa por los refugiados que vivían en Amberes. Durante años había demostrado que algunos conversos acaudalados eran secretamente partidarios del judaísmo. Los bienes de éstos siempre eran confiscados, y De Costa había comprado gran cantidad de propiedades a bajo precio. Isabel estaba especialmente agradecida a quienes hacían que la Inquisición funcionara, ya que estos desaprensivos eran los únicos que le pagaban los impuestos sin quejarse. De Costa había sido nombrado conde en 1492, el año de la expulsión masiva de los judíos.

Varios años antes había adquirido el gran diamante amarillo y una buena cantidad de tierras, que eran propiedad de un converso llamado don Benvenisto del Melamed, un constructor de buques y nuevo cristiano que había cometido el error de permitir que la corona llegara a tener con él una enorme deuda por los barcos de la flota. Melamed había comprado el gran diamante amarillo a la familia de un caballero que lo había obtenido como botín durante las Cruzadas, en la gran mezquita de Acre. En lugar de donarlo a los Reyes Católicos o a su Iglesia, el constructor de barcos había cometido un último error: se había quedado con él.

Esa actitud egoísta fue para De Costa prueba suficiente del fatal judaísmo de Melamed, y éste había sido acusado de forma anónima de diversos cargos, y posteriormente quemado para purificar su alma cristiana. La pareja real, con una deuda gigantesca súbitamente cancelada, se mostró bien dispuesta cuando las posesiones del ejecutado fueron adquiridas por su leal y religioso súbdito De Costa.

El conde le mostró a Vidal la enorme casa solariega de piedra. Julius no le preguntó por el anterior propietario.

En una habitación enorme había artefactos de las Cruzadas que De Costa había reunido con pasión de coleccionista: espadas sarracenas, moriscas y cristianas, escudos y armaduras de muchas naciones, y una serie de banderas de batalla hechas jirones.

—Éste es mi favorito —anunció.

Atados a los costados de una pesada montura militar había lo que Vidal creyó que eran dedos humanos secos, hasta que vio que cada uno estaba innegablemente circuncidado.

—Pollas mahometanas —confirmó De Costa con una sonrisa burlona.

—¿Cómo sabéis que todos eran musulmanes? —preguntó débilmente.

El conde pareció sorprendido, como si jamás se le hubiera ocurrido pensarlo. Lanzó una carcajada y palmeó a Julius en la espalda por ser tan ingenioso.

A la mañana siguiente fue acompañado a un edificio del centro de León. Era una de las infames prisiones secretas de la Inquisición. Desde la calle podría haber sido confundida con una imponente residencia. En el interior había soldados armados y monjes dominicos.

Un fraile que dijo ser alcaide, o guardián, examinó su salvoconducto.

—Sí, el prisionero De Mariana está aquí.

Lo condujo por una serie de pasillos hasta una puerta, al otro lado de la cual alguien tosía. Al quedar abierta, Vidal vio que la habitación era muy pequeña. El orinal apestaba, pero por lo demás la celda estaba limpia. En el suelo había material de escritura, una palangana, un pequeño trozo de jabón, una navaja de afeitar y un taburete de tres patas. En un catre yacía un hombre delgado, de pelo blanco, que se había despertado al oír las llaves en la cerradura. Se sentó y miró a Vidal. Su pálido rostro estaba limpio y afeitado, pero sus ojos azules se veían legañosos.

—He venido a ayudarte.

El hombre no dijo nada.

—Soy Julius Vidal, tallador de diamantes de Gante, en los Países Bajos. Me han dicho que somos parientes.

El hombre se aclaró la garganta.

—No tengo parientes.

—El abuelo de mi padre era Isaac ben Yaacov Vitallo.

—No conozco a ningún pariente.

—Esto no es una trampa. Yo poseo una habilidad que ellos necesitan. Creo que puedo salvarte.

—No soy un réprobo, por lo tanto no necesito ser salvado.

—He venido para salvar tu cuerpo. De tu alma debes ocuparte tú.

El hombre lo miró.

Vidal se sentó en el taburete.

—¿Sabes algo de tus antepasados, la familia Vitallo?

—Desciendo de conversos. Es bien sabido. ¿Por qué iba a negarlo? Mi padre murió siendo un buen sacerdote en Cristo. Y yo he dado mi único descendiente a la Santa Madre Iglesia.

—¿Un hijo?

—Una hija. Mi Juana, una hermana de la Misericordia.

Vidal asintió.

—Qué extraño que las vidas de dos parientes sean tan distintas. Mi hermano es rabino. Nacimos en Toledo, donde murieron miles de judíos víctimas de la peste negra. Más de ciento cincuenta años después, seguíamos teniendo miedo.

—Yo nunca tuve miedo cuando era niño —puntualizó De Mariana, como si intentara demostrar algo—. Se dice que Toledo fue fundada por los judíos. ¿Lo sabías?

—Sí.

—Creo que es una mentira judía —apuntó el anciano con perspicacia.

—El nombre viene de
Toledot
, o hebreo por «generaciones». Una ciudad hermosa. La casa de mi padre estaba cerca de una sinagoga.

—Ahora es una iglesia. Conozco muy bien Toledo.

—Tal vez te refieres a la iglesia de Santa María Blanca, en lo que antes era una sinagoga, cerca del río Tajo —aclaró Vidal—. Esa ya era una iglesia cuando nosotros vivíamos allí.

—La sinagoga más nueva también es una iglesia ahora. Yo mismo he asistido a misa allí.

—¿Aún existe el cementerio judío?

De Mariana se encogió de hombros.

—En verano, mientras nuestro padre estaba en la sinagoga, mi hermano y yo jugábamos entre las tumbas. Yo solía practicar la lectura en hebreo con el epitafio de un chico de quince años, Asher Aben Turkel, muerto en mil trescientos cuarenta y nueve.

Esta lápida es un recuerdo

para que una generación posterior pueda saber

que debajo de ella yace oculto un muchacho

fantástico, un chico querido.

Perfecto conocedor,

lector de la Biblia,

estudioso de la Mishna y la
Gemara
.

Había aprendido de su padre

lo que su padre aprendió de sus maestros:

los estatutos de Dios y sus leyes.

—Que Dios me ayude. Empiezo a creerte. ¿Cómo es posible que un judío esté aquí, vivo?

—Puedes creerme, primo. —Vidal palmeó la mano del hombre y la encontró sumamente caliente—. Estás enfermo. Tienes fiebre —dijo en tono angustiado.

—Es la humedad de esta celda. Como no tengo fuego, a veces la ropa me queda húmeda. Ya pasará. Me ha ocurrido otras veces.

—No, no. Has de recibir tratamiento. —Vidal se acercó a la reja y llamó a gritos al alcaide y le dijo que el prisionero estaba enfermo y necesitaba los servicios de un médico. Sintió un gran alivio cuando el hosco guardián asintió.

—Será mejor que te deje, para que recibas cuidados.

—Vuelve. Vuelve, aunque seas una ilusión —dijo De Mariana. Afuera, unos ancianos tomaban el sol sentados en una plaza, y unos niños gritaban y perseguían a un perro que ladraba. Vio un mercado pequeño y agradable. Tenía hambre y se detuvo en un puesto en el que una mujer vendía alubias estofadas.

—¿Llevan cerdo?

Ella lo miró con desdén.

—¿Pretendes que tengan carne por semejan te precio?

Él sonrió y le compró una porción.

Tenían un sabor que casi había olvidado. Comió con fruición, sentado al abrigo de una pared que estaba cubierta de avisos: varios días después se celebraría un auto de fe; se vendía una vaca lechera, lista para la reproducción; también un perro pastor, y aves de corral desplumadas o vivas. Había un edicto de fe en el que se pedía a la población que se pusiera en contacto con el despacho del tribunal de la Inquisición…

… quien conozca o haya oído hablar de alguien que observe el
Sabbath
según la ley de Moisés, poniendo sábanas limpias y otras prendas nuevas, y poniendo mantel limpio en la mesa y sábanas limpias en la cama los días festivos en honor del
Sabbath
, y evitando las luces a partir del anochecer del viernes; o que haya purificado la carne que va a comer, lavando la sangre en agua; o que haya cortado el cuello del ganado o de las aves que va a comer, pronunciando ciertas palabras y cubriendo la sangre con tierra; o que haya comido carne en Cuaresma o en otros días prohibidos por la Santa Madre Iglesia, o que haya hecho el gran ayuno yendo descalzo todo ese día, o rezado oraciones judías por la noche, implorando el perdón de los demás, los padres colocando las manos sobre la cabeza de sus hijos sin hacer la señal de la Cruz, o diciendo algo que no fuera «Yo te bendigo en nombre de Dios»; o que bendiga la mesa a la manera judía; o que recite los salmos sin el
Gloria Patri
; o a cualquier mujer que después de dar a luz haya pasado cuarenta días sin entrar en la iglesia; o que haga la circuncisión a sus hijos o les dé nombres judíos; o que después del bautismo lave el sitio donde haya estado el aceite y el crisma; o que alguien esté en su lecho de muerte y se vuelva hacia la pared para morir, y cuando esté muerto lo laven con agua caliente, afeitando todas las partes de su cuerpo…

Cuando terminó de comer miró las armas. Nunca había llevado espada y seguramente la usaría con torpeza. Pero
Der Schneider
no tendría problemas para utilizar una más pequeña. Compró un puñal corto de acero de Toledo y lo ató a su cintura. Buscó entre las pieles del puesto de un peletero hasta que encontró una piel de oveja bien curtida. La llevó a la prisión y una vez allí se enteró de que el médico ya se había marchado. A De Mariana le habían aplicado ventosas en el pecho y le habían practicado una sangría. Ahora estaba más débil que antes, y apenas podía hablar.

Vidal lo arropó con la piel de oveja y fue a examinar el diamante.

De Costa lo puso sobre la mesa y sonrió.

—Es especial —logró decir Vidal. Era mucho más grande que cualquier otro que hubiera intentado acabar.

—¿Cuánto tiempo te llevará?

—Yo trabajo lentamente.

De Costa lo miró con suspicacia.

—Es demasiado importante para darse prisa. Es necesaria la mayor precisión, y la planificación exige tiempo.

—Entonces debes comenzar enseguida. —Evidentemente, tenía la intención de observarlo.

—Debo estar solo cuando trabajo.

De Costa no ocultó su disgusto.

—¿Necesitarás materiales especiales?

—Tengo todo lo necesario —respondió él.

Pero cuando se quedó solo, fue peor.

La piedra se alzaba ante él como un huevo opulento. La había odiado desde el primer momento. No tenía la menor idea de cómo tratarla.

Al día siguiente, De Mariana no parecía más fuerte que después de que le practicaran la sangría, pero se alegró de ver a Julius.

Se sofocaba y estaba notablemente desmejorado. La tos había empezado a producir una flema gris.

Vidal decidió mostrarse optimista.

—Te recuperarás rápidamente en cuanto te lleve a Gante. Allí por lo menos un judío puede respirar libremente.

Los ojos azules lo atravesaron.

—Yo soy cristiano.

—¿Incluso después de… esto?

—¿Qué tienen que ver ellos con Jesús?

Vidal lo observó con asombro.

—Entonces, mi erudito cristiano, ¿en qué sentido eras un judaizante?

De Mariana le pidió algunas de las hojas de papel que había en el suelo.

—Esto es toda mi vida.
Herbario de la flora conocida
. —Se lo mostró a Vidal; cada página contenía dibujos de plantas, así los nombres latinos y vulgares, el hábitat, las variedades y su utilidad para el hombre—. Estaba preparando una sección sobre las plantas del período bíblico. Las traducciones son malas. Para asegurarme de que fuera fiel, compré un pergamino.

—¿Una
Torah
?

—Sí. Y lo hice abiertamente. Todas las traducciones las obtuve de un sacerdote que era hebraísta. Durante un tiempo no hubo problemas. Pero yo sé más de lo que sabe la mayoría sobre las propiedades medicinales de las hierbas. Mis colegas, mis alumnos… cada vez que alguien se ponía enfermo, me pedían un paliativo. No soy médico, y sin embargo llegué a ejercer de tal. Un día, al escuchar mi clase de botánica, un obispo que se encontraba de visita sugirió que era un trabajo peculiarmente judío. Soy un maestro severo, tal vez demasiado inflexible…

—¿Fuiste acusado por alguno de tus alumnos?

—Fui arrestado, primo. Mi sacerdote traductor había muerto. Yo era un nuevo cristiano que poseía un manuscrito hebreo. Me metieron en la cárcel y me dijeron que confesara para librarme del infierno.

»¿Cómo iba a confesar? Finalmente me obligaron a mirar mientras otros eran torturados. Existen tres métodos favoritos: el
tormento de garrucha
, en el cual cuelgan al prisionero de una polea, por las muñecas, con unas enormes pesas atadas a los pies. Lo levantan lentamente y lo dejan caer con un tirón repentino que suele dislocarle los brazos o las piernas. En el de la toca, atan al prisionero. Lo obligan a abrir la boca y le ponen un trozo de tela en la garganta para que por él baje el agua que se vierte con una jarra. Cuando me llegó el turno a mí, utilizaron el potro. Con unas cuerdas me ataron el cuerpo desnudo y las extremidades al potro de torturas. Las ataduras se tensaban cada vez que hacían girar el potro —sonrió con tristeza—. Pensé que podía ser un mártir leal a mi Cristo. Cuando dieron dos vueltas, confesé todo lo que querían oír.

La celda quedó invadida por el silencio.

—¿Cuál fue el castigo? —preguntó Vidal por fin.

—Fui despedido de la facultad y me obligaron a caminar en público durante seis viernes, azotando mi cuerpo con una tralla de cáñamo. Y se me prohibió ocupar cargos públicos, ser cambista, tendero, e incluso actuar como testigo. Me dijeron que si volvía a cometer el mismo error sería condenado a las llamas, y me dieron el sambenito para que lo llevara durante un año y seis meses. Todo el dinero gastado para mi sustento en la cárcel había sido cargado a mi nombre, y mi esposa y yo tuvimos que vender una pequeña granja para pagar a la Inquisición lo que yo le debía.

Vidal se aclaró la garganta.

—¿Tu esposa está viva?

—Creo que no. Había enfermado y envejecido, y yo le causé grandes sufrimientos. Cuando concluyó mi condena, mi esclavina de penitente, según dicta la ley, fue enviada a la iglesia de mi parroquia para ser exhibida permanentemente con los sambenitos de otros judaizantes condenados. La vergüenza que ella pasó… —Lanzó un suspiro—. Hubo otras catástrofes, grandes y pequeñas. Incluso antes de que quedara acabado, mi herbario fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos.

—¿Nunca lo terminaste? —le preguntó Vidal.

—Ya está concluido. No necesité más el manuscrito confiscado porque tenía mis traducciones. Reanudé su escritura. Pensé que podría ser publicado en el extranjero. O en España, cuando esta locura hubiera pasado.

—Lo publicarás en Gante, primo.

De Mariana sacudió la cabeza.

—No me dejarán ir.

—Lo han prometido.

—¿Que me liberarán?

—Que mostrarán una clemencia especial.

—No, no. Tú no lo comprendes. Para ellos, una clemencia especial puede significar un estrangulamiento rápido antes de la hoguera. Creen que el fuego es necesario para que mi alma vaya limpia al paraíso. Señor no sería tan terrible si ellos no creyeran en lo que hacen.

Vidal empezó a sentir náuseas.

—Hay algo que no logro comprender. Si trabajabas en tu casa, y en secreto, ¿cómo llegaste a esta situación por segunda vez?

De Mariana casi se levantó de la cama, furioso. Había una expresión de locura en sus ojos.

—¡No fue mi Juana quien me acusó! ¡No fue mi hija! —gritó.

Vidal sólo había visto otras tres gemas grandes en toda su vida. La primera era un diamante de forma irregular que pertenecía a Carlos el Temerario, a la sazón duque de Borgoña. Había sido tallado por Lodewyck antes de que Vidal se convirtiera en su aprendiz. Algunos años más tarde, cuando volvieron a llevárselo para que lo limpiara, Julius había quedado maravillado por la simetría de las facetas que cubrían completamente la corona y el envés de la piedra.

—¿Cómo lograste tallarla, tío?

—Trabajando con cuidado —había respondido Lodewyck.

Y lo había conseguido. El fuego de la joya, conocida por el nombre de la Florentina, había mostrado a los ricos y poderosos que un judío de Brujas había descubierto el secreto de convertir pequeñas piezas de piedra raras en maravillas relucientes.

Hacía varios años que Vidal era aprendiz cuando su tío acabó una segunda piedra grande para el duque. Se trataba de otro diamante poco común, delgado y largo, que pesaba catorce quilates. Van Berquem lo había tallado y engastado en un anillo de oro que el duque le había regalado al papa Sixto de Roma, para que lo usara en ceremonias especiales. A Julius se le había permitido hacer una parte del esmerilado.

Siete años más tarde, cuando llegó otra piedra grande de Borgoña, el aprendiz era casi un artesano y estaba en mejores condiciones de participar. Habían tallado hábilmente la informe gema dándole forma triangular sacando el mayor provecho posible de su diseño natural. Vidal y su primo Robert habían hecho la planificación y el labrado en facetas bajo la atenta dirección de Lodewyck. Habían engastado el diamante pulido en una creación exclusiva de Vidal: dos manos de oro entrelazadas que formaban un magnifico anillo que Borgoña le había dado al rey Luis XI de Francia como prueba de su lealtad.

Lodewyck y Robert habían recibido 5.000 ducados y fama, pero a Vidal le habían dado confianza suficiente para ganarse la protección de los Borgoña.

Ahora se encontraba solo y desprotegido, y pasó horas observando este diamante amarillo, como había examinado la piedra triangular más pequeña con su tío y su primo.

Abrió puntos de observación en la dura piel, como Lodewyck le había enseñado. Las profundas ventanas españolas que tenía a sus espaldas permitían que la luz penetrara en la piedra; pero no era suficiente, de modo que la levantó delante de las llamas de un grupo de doce velas hasta que le tembló la mano.

Mirarla era como sumergirse en un sueño, un mundo de brillantez en el que estallaba una infinidad de llamas. Pero la dorada belleza terminaba en una nube tan pronunciada que al verla lanzó una exclamación. La cálida claridad amarilla se volvía blanca, y cerca de la base del diamante el color lechoso se tornaba oscuro y horrible. La imperfección era importante y le preocupaba, pero su responsabilidad sólo tenía que ver con el aspecto exterior: la forma y el labrado en facetas. Para conseguir una forma graciosa, tenía que eliminar los desniveles de la piedra. Examinó la veta como si el diamante fuera un trozo de madera, trazando líneas de tinta a lo largo de los sitios que soportarían un corte.

Podría estropearse fácilmente.

Cuando los soldados llegaron para guardar el diamante hasta el día siguiente, estaba cubierto de marcas de tinta. Vidal se volvió para que ellos no vieran la expresión de sus ojos.

—Ha empeorado —comentó el alcaide.

Cuando Vidal entró en la celda vio con desesperación que su primo tenía la mirada vacía y que su boca y su nariz estaban cubiertas de llagas supurantes. Vidal limpió el rostro sofocado y pidió al alcaide que llamara al médico.

De Mariana tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.

—Parte de mi manuscrito. Oculto. ¿Me lo traerás?

—Por supuesto. ¿Dónde está?

—El invernadero. En el terreno de mi casa. Te haré un plano.

—Pero sus dedos estaban demasiado débiles para mover la pluma.

—No importa. Lo único que tienes que hacer es decirme cómo llegar hasta allí. —Vidal apuntó las instrucciones, deteniéndose para hacer alguna pregunta.

—En una caja verde. Debajo de unos tiestos de arcilla, en el lado norte. —La flema le obstruía los pulmones.

—Lo encontraré, no temas. —De pronto vaciló. El encargo le llevaría varias horas—. No estoy seguro de que deba dejarte.

—Vete. Por favor —le dijo De Mariana.

Nunca azotaba ni espoleaba a su caballo, pero ahora tuvo que hacer un esfuerzo para resistir la tentación. Durante la mayor parte del largo viaje llevó el caballo a medio galope. En varias ocasiones, mientras atravesaban el bosque, hizo que el caballo abandonara el camino y esperó. Pero nadie lo seguía.

Cuando llegó al pueblo de De Mariana, la puerta de la iglesia estaba abierta. Al pasar frente a ella pudo ver el interior; una fila de sambenitos —las prendas sin mangas que llevaban los penitentes que habían sido acusados por la Inquisición—, colgaban sobre los bancos como ropa recién lavada. Se preguntó cuál de los sambenitos habría pertenecido a De Mariana.

La hacienda le hizo comprender por primera vez que De Mariana era un hombre acaudalado. Era una finca de tamaño considerable, pero mostraba un aire general de descuido. No se veían campesinos trabajando la tierra, y en los pastos no había animales. A cierta distancia del camino se alzaba una casa enorme de estilo árabe. Tenía las cortinas echadas. Vidal no pudo ver si estaba habitada.

El invernadero estaba donde su pariente le había indicado y era un cobertizo largo y de techo bajo. En el interior en medio de una gran cantidad de materiales y recipientes, había una mesa con restos de plantas que habían muerto por falta de riego, y una cómoda silla colocada frente a los bosques y praderas del Oeste; se oía el canto de los pájaros. Cualquier hombre habría disfrutado sentado allí, contemplando cómo el sol se ponía sobre sus tierras.

Registró el lugar y encontró los papeles. La caja no estaba cerrada con llave. Las primeras páginas parecían dedicadas a diversas formas de cardos, y a él le resultaron poco interesantes.

Fue hasta la casa y golpeó con el aldabón. Un instante después, un criado abrió la puerta.

—¿La señora De Mariana?

—¿Queréis ver a Doña María?

—Sí —dijo, contento de que ella estuviera viva—. Dile que soy Julius Vidal.

La anciana se acercó lentamente y con dificultad. Tenía un rostro hermoso, de nariz fina.

—Señora, soy un pariente de vuestro esposo.

—Mi esposo no tiene parientes.

—Señora, él y yo tenemos antepasados comunes. Los Vitallo de Génova.

Le cerraron la puerta en las narices. La casa quedó sumida en el silencio.

Vidal volvió a montar y se alejó.

Una ira espantosa crecía en su interior. Pero cuando llegó a la cárcel de León, tuvo nuevos motivos de preocupación. Por primera vez no respetaron su pase y no lo dejaron entrar. Esperó hasta que el guardia llamó al alcaide.

—Ya no está aquí. Ha muerto —anunció el fraile.

—¿Ha muerto? —Vidal lo miró perplejo.

—Sí, mientras le hacían una sangría. —El hombre dio media vuelta.

—Aguardad. Alcaide, ¿dónde están sus cosas? Había unos papeles. Unos escritos.

—No hay nada. Ya ha sido quemado todo —repuso el guardián.

Fuera de la prisión lo esperaba un grupo de soldados de De Costa que lo escoltó hasta la casa. Ahora que su pariente estaba muerto y ya no servía como rehén, él era más un prisionero que un invitado.

Cuando lo dejaron a solas con la piedra, abrió sus bolsas y sacó frascos, paquetes e instrumentos, pero cuando volvió a mirar sus cálculos deseó que su tío lo hubiera elegido a él para rabino y a Manasseh para aprendiz.

Desesperado por tener que tallar la piedra más grande que había tallado en su vida, dividió el diamante con líneas imaginarias, tratando cada sección como si fuera una única piedra pequeña y disponiendo los grupos de facetas de manera tal que actuaran recíprocamente, como si fueran facetas individuales de una piedra más pequeña.

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