El dios de las pequeñas cosas (32 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Mammachi decía que corría por las venas de la familia. Que atacaba a sus miembros de repente y los cogía desprevenidos. Como a Pathil Ammai, que a los sesenta y cinco años empezó a quitarse la ropa y a correr desnuda por la orilla del río, cantando a los peces. O a Thampi Chachen, que todas las mañanas revolvía sus heces con una aguja de hacer calceta buscando un diente de oro que se había tragado hacía años. O Akdoctor Muthachen, al que tuvieron que sacar de su propia boda metido en un saco. ¿Dirían las futuras generaciones: «O a Ammu, Ammu Ipe. Se casó con un bengalí. Se volvió loca. Murió joven. En una pensión de mala muerte, no sé dónde»

Chacko decía que el alto índice de locura entre los cristianos sirios era el precio que pagaban por la endogamia. Mammachi decía que no.

Ammu se levantó la pesada mata de pelo, se envolvió la cara con ella y escudriñó el sendero de la Vejez y la Muerte a través de sus mechones. Como un verdugo medieval que escudriñara a su víctima desde los agujeros torcidos y abiertos en su capucha negra y picuda. Un verdugo delgado y desnudo, con pezones oscuros, al que se le formaban unos hoyuelos profundos cuando sonreía. Con siete estrías plateadas que le dejaron sus gemelos heterocigóticos, nacidos a la luz de las velas mientras llegaba la noticia de que habían perdido la guerra.

A Ammu lo que hubiera al final de su camino la asustaba menos que la naturaleza del camino en sí. Un camino sin mojones que señalaran su avance. Ni árboles a los lados. Ni sombras moteadas que tamizaran el recorrido. Ni nieblas que lo cubrieran. Ni pájaros que lo sobrevolaran en círculos. Ni recodos, ni vueltas, ni curvas pronunciadas que dificultaran, aunque fuera durante un instante, su clara visión del final. Aquello llenaba a Ammu de un enorme pavor, porque no era de esas mujeres que quieren saber cuál será su futuro. Le daba demasiado miedo. Así que, si le hubieran concedido un pequeño deseo, tal vez hubiera pedido No Saber. No saber qué era lo que le depararía cada día. No saber dónde estaría el próximo mes, el próximo año. Dentro de diez años. No saber qué dirección tomaría su camino ni qué era lo que había más allá de la curva. Pero Ammu lo sabía. O
creía
saberlo, lo cual era igual de malo (porque si has comido pescado en un sueño, quiere decir que has comido pescado). Y lo que Ammu sabía (o creía saber) olía a los vapores avinagrados y monótonos que salían de los depósitos de cemento de Conservas y Encurtidos Paraíso. Unos vapores que arrugaban la juventud y encurtían el futuro.

Encapuchada con su pelo, Ammu se apoyó contra su propia imagen en el espejo del baño e intentó llorar.

Por ella. Por el Dios de las Pequeñas Cosas.

Por las comadronas gemelas de su sueño, cubiertas por una capa de azúcar.

Aquella tarde (mientras en el cuarto de baño las Parcas conspiraban para alterar de forma horrible el curso del camino de su misteriosa madre, mientras una barca les esperaba en el patio trasero de Velutha y mientras un murciélago bebé esperaba el momento de nacer en una iglesia amarilla), en el dormitorio de su madre, Estha hacía el pino sobre el trasero de Rahel.

Aquel dormitorio con cortinas azules y avispas amarillas que chocaban contra los cristales de las ventanas. El dormitorio cuyas paredes pronto conocerían secretos terribles.

El dormitorio donde encerrarían a Ammu y donde luego se encerraría por propia voluntad. Cuya puerta Chacko, enloquecido de dolor, tiraría abajo cuatro días después del entierro de Sophie Mol.

—¡Vete de mi casa antes de que te rompa todos los huesos del cuerpo!

Mi
casa,
mis
piñas,
mis
conservas.

Después de aquello, Rahel soñó el mismo sueño durante años: un hombre gordo y sin rostro estaba arrodillado junto al cadáver de una mujer. Le arrancaba el pelo. Le rompía todos los huesos del cuerpo, hasta los más pequeños. Los huesecillos de los dedos y los de las orejas. Como si fueran ramitas.
Cric, crac
, hacían al romperse. Como un pianista que rompiera las teclas del piano. Incluso las negras. Y Rahel (aunque años más tarde, en el Crematorio Eléctrico, aprovechase el sudor de su mano para soltarse de la de Chacko) los quería a los dos. Al pianista y al piano.

Al asesino y al cadáver.

Y mientras la puerta era abatida lentamente, Ammu, para controlar el temblor de sus manos, cosía los extremos de las cintas de Rahel, que no necesitaban dobladillo.

—Prometedme que siempre os querréis el uno al otro —les dijo a sus hijos mientras los atraía hacia ella.

—Te lo prometemos —dijeron Rahel y Estha, sin hallar las palabras con las que explicarle que, para ellos,
no había
Uno ni Otro.

Dos piedras gemelas y su madre. Dos piedras ofuscadas. Lo que habían hecho regresaría un día para dejarlos vacíos. Pero eso sería Luego.

Luego. Una campana de sonido profundo dentro de un pozo cubierto de musgo. Temblorosa y peluda como las patitas de una mariposa nocturna.

En aquel momento todo era incoherencia. Como si el significado hubiera abandonado las cosas dejándolas fragmentadas. Desconectadas. El destello de la aguja de Ammu. El color de una cinta. La arruga de la colcha bordada con punto de cruz. Una puerta que se rompía lentamente. Cosas aisladas que no
significaban
nada. Como si la inteligencia que descodifica los diseños ocultos de la vida (que conecta las reflexiones con las imágenes, los destellos con la luz, las arrugas con las telas, las agujas con el hilo, las paredes con las habitaciones, el amor con el miedo con la furia con el remordimiento) se hubiera perdido súbitamente.

—¡Haz las maletas y márchate! —dijo Chacko, de pie sobre los restos de la puerta. Levantándose amenazador por encima de ellos. Con el pomo cromado en la mano. Con una calma repentina y extraña. Sorprendido ante su propia fuerza. Ante la enormidad de su terrible dolor.

Rojo era el color de la puerta destrozada.

Ammu, tranquila por fuera y temblando por dentro, no levantó los ojos de su innecesaria labor de costura. La lata con cintas de colores estaba abierta sobre su regazo, en aquel dormitorio donde había perdido todos sus derechos.

La misma habitación donde (después de que la Experta en Gemelos de Hyderabad respondiera), Ammu prepararía el pequeño baúl y el bolso de viaje color caqui de Estha: doce camisetas de algodón sin mangas, doce camisetas de algodón de manga corta.
Mira, Estha, todas están marcadas con tu nombre
. Sus calcetines. Sus estrechos pantalones. Sus camisas de cuello puntiagudo. Sus zapatos beige puntiagudos (desde donde le había subido la Sensación de Rabia). Sus discos de Elvis. Sus tabletas de calcio y el jarabe Vydalin. Su Jirafa de Regalo (que venía con el Vydalin). Sus Libros del Saber, volúmenes 1 al 4.
No, cariño, allí no habrá un río donde puedas pescar
. Su Biblia de cuero blanco que se cerraba con una cremallera cuyo cierre era un gemelo de amatista del Entomólogo Imperial. Su taza. Su jabón. Su Regalo de Cumpleaños por Adelantado que
no tenía
que abrir. Cuarenta sobres con sellos y papel de carta para que escribiera.
Mira, Estha, he escrito nuestra dirección en todos los sobres. Lo único que tienes que hacer es meter la carta dentro y cerrarlos. Prueba, a ver si puedes hacerlo tú sólito
. Y Estha cerró el sobre con cuidado siguiendo la línea punteada que decía
CERRAR AQUÍ,
y después miró a Ammu con una sonrisa que le partió el corazón.

¿Me prometes que escribirás? ¿Incluso aunque no tengas nada que contar?

Te lo prometo
, dijo Estha, sin ser realmente consciente de la situación. El borde cortante de sus aprensiones se había embotado ante aquel repentino alud de posesiones terrenales. Eran suyas. Y estaban marcadas con su nombre. Las iban a poner dentro del baúl (con su nombre grabado en él) que se encontraba abierto sobre el suelo del dormitorio.

La habitación a la que, años más tarde, regresaría Rahel y en la que observaría cómo se bañaba un extraño silencioso. Y cómo lavaba su ropa con jabón azul brillante que se fragmentaba.

Con un cuerpo color miel y músculos firmes. Con secretos marinos en los ojos. Y una gota de lluvia plateada en la oreja.

Esthapappychachen Kuttappen Peter Mon
.

12

Kochu Thomban

El sonido del
chenda
emergía del templo con un estrépito cada vez mayor, que acentuaba el silencio de la noche circundante. De la carretera solitaria y húmeda. De los árboles vigilantes. Rahel, sin aliento y con un coco en la mano, traspasó el umbral de madera que había en medio de las altas paredes blancas y entró en el recinto del templo.

Dentro todo eran paredes blancas, cubiertas de musgo y bañadas por la luz de la luna. Todo olía a lluvia reciente. El delgado sacerdote estaba dormido sobre una estera en la galería de piedra, algo más alta que el nivel del patio. Junto a la almohada tenía una bandeja de bronce con monedas que parecía la representación de sus sueños en la viñeta de un cómic. El recinto tenía lunas desparramadas por todo el suelo, reflejadas en pequeños charquitos de agua de lluvia. Kochu Thomban ya había terminado sus rondas ceremoniales y estaba tumbado junto a un poste de madera, al que estaba atado, y al lado de un montón humeante de sus excrementos. Estaba dormido. Ya había cumplido con su tarea Y había vaciado los intestinos. Tenía un colmillo apoyado sobre el suelo y el otro apuntando hacia las estrellas. Rahel se acercó en silencio. Vio que el elefante tenía la piel más floja de lo que recordaba. Ya no era
Kochu
Thomban. Le habían crecido los colmillos. Ahora era
Vellya
Thomban. El de los Colmillos Grandes. Puso el coco en el suelo, junto a él. Un párpado de cuero se abrió y dejó al descubierto el brillo líquido de un ojo de elefante. Después se cerró y las pestañas largas y espesas reanudaron el sueño. Un colmillo hacia las estrellas.

Junio es un mes de temporada baja para el kathakali. Pero hay templos donde ningún grupo dejaría de actuar si pasase cerca de él. El templo de Ayemenem no había sido uno de ellos, pero las cosas habían cambiado gracias a su ubicación geográfica.

En Ayemenem los grupos bailaban para quitarse de encima la humillación sufrida en el «corazón de las tinieblas». Por sus actuaciones arregladas junto a la piscina del hotel. Por recurrir al turismo para evitar morirse de hambre.

Al volver del «corazón de las tinieblas», se detenían en el templo para implorar el perdón de los dioses. Para disculparse por corromper sus historias. Por vender sus identidades a cambio de dinero. Por malversar sus vidas.

En esas ocasiones se agradecía la presencia de público, pero era algo absolutamente incidental.

En el amplio pasillo cubierto (la columnata del
kuthambalam
contiguo al corazón del templo donde vivía el Dios Azul con su flauta) los tamboriles tamborileaban y los bailarines bailaban haciendo evolucionar sus ropas de colores lentamente en la noche. Rahel se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y apoyó la espalda contra la superficie curvada de una columna blanca. Una alta lata de aceite de coco brillaba a la luz titilante de la lámpara. El aceite alimentaba la luz. La luz iluminaba la lata.

No importaba que la historia ya hubiese empezado, porque hacía tiempo que el kathakali había descubierto que el secreto de las Grandes Historias es que
no tienen
secretos. Las Grandes Historias son aquellas que ya se han oído y se quiere oír otra vez. Aquellas a las que se puede entrar por cualquier puerta y habitar en ellas cómodamente. No engañan con emociones o finales falsos. No sorprenden con imprevistos. Son tan conocidas como la casa en la que se vive. O el olor de la piel del ser amado. Sabemos cómo acaban y, sin embargo, las escuchamos como si no lo supiéramos. Del mismo modo que, aun sabiendo que un día moriremos, vivimos como si fuéramos inmortales. En las Grandes Historias sabemos quién vive, quién muere, quién encuentra el amor y quién no. Y, aun así, queremos volver a saberlo.

Ahí
radica su misterio y su magia.

Para el Danzarín de Kathakali esas historias son sus hijos y su infancia. Ha crecido dentro de ellas. Son la casa donde se crió y las praderas en las que jugó. Son sus ventanas y su forma de ver. Así que, cuando cuenta una historia, la trata como si fuese una hija suya. Se burla de ella. La castiga. La lanza al aire como una pelota. Forcejea con ella, caen al suelo y luego la deja escapar otra vez. Se ríe de ella porque la ama. Puede transportarte por mundos enteros en pocos minutos o puede detenerse durante horas a observar una hoja marchita. O a jugar con la cola de un mono dormido. Puede pasar sin ningún esfuerzo de las matanzas bélicas al júbilo de una mujer que se lava el pelo en un arroyo de montaña. De la astuta vivacidad de un
rakshasa
[9]
con una idea nueva a un aldeano chismoso con un escándalo que propagar. De la sensualidad de una mujer dándole de mamar a un bebé a la seductora malicia de la sonrisa de Krishna. Puede desvelar la gota de dolor contenida en la felicidad. El pez oculto de la vergüenza en un mar de gloria.

Cuenta historias de los dioses, pero su cuento surge de un corazón humano, impío.

El danzarín de kathakali es el más hermoso de todos los hombres. Porque su cuerpo
es
su alma. Su único instrumento. Desde los tres años ha sido preparado sólo para contar historias, para ello se perfecciona y a ello ciñe y dedica su vida. Ese hombre que está detrás de una máscara pintada y lleva unas faldas ondulantes está lleno de magia.

Pero ahora se ha vuelto inviable. Imposible. Un bien declarado caduco. Sus hijos se burlan de él y desean convertirse en todo lo que él no es. Los ha visto crecer y convertirse en funcionarios y cobradores de autobús. Funcionarios de cuarta categoría cuyo nombramiento no aparece en el Boletín Oficial del Estado. Con sindicatos propios.

Pero él, que quedó suspendido en algún punto entre el paraíso y la tierra, no puede hacer lo que ellos hacen. No puede ir por los pasillos de los autobuses vendiendo billetes y contando monedas. No puede acudir al timbre que lo llama requiriendo su presencia. No puede inclinarse detrás de bandejas con servicios de té y galletasMaria.

Desesperado, se vuelve hacia el turismo. Entra a formar parte del mercado. Vende lo único que posee. Las historias que su cuerpo sabe contar.

Se convierte en un Toque Regional.

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