En el «corazón de las tinieblas», los turistas, instalados en su ociosa desnudez y en su interés escaso y de importación, le hacen sentirse ridículo. Pero contiene su rabia y baila para ellos. Cobra sus honorarios. Se emborracha. O se fuma un canuto. Buena hierba de Kerala que le hace reír. Y después hace un alto en el templo de Ayemenem, él y los que van con él, y bailan para implorar el perdón de los dioses.
Rahel (sin ningún Plan, sin ningún Motivo para estar allí), con la espalda apoyada contra una columna, observaba a Karna rezar en las orillas del Ganges. Karna enfundado en su armadura de luz. Karna el hijo melancólico de Surya, el Dios del Día. Karna el Generoso. Karna el hijo abandonado. Karna el guerrero más venerado de todos.
Aquella noche Karna iba colocadísimo. Su andrajosa falda estaba zurcida. Su corona tenía agujeros donde antes había habido joyas. El terciopelo de su blusa estaba raído por el uso. Tenía los talones agrietados. Endurecidos. Se apagaba los canutos en ellos.
Pero si hubiera tenido una flota de maquilladores esperándole entre bastidores, un agente, un contrato, un porcentaje sobre los beneficios, ¿qué habría sido entonces? Un impostor. Un simulador rico. Un actor que hace su papel. ¿Podría ser Karna? ¿O estaría demasiado
seguro
dentro de su burbuja de bienestar? ¿Su dinero no se levantaría como una pantalla entre él y su historia? ¿Sería capaz de tocar el corazón de esa historia, sus secretos escondidos, del modo que lo hacía ahora?
Tal vez no.
Este hombre esta noche es peligroso. Su desesperación es total. Esta historia es la red de seguridad sobre la que da saltos y hace piruetas como un payaso maravilloso de un circo en bancarrota. Es lo único que posee para evitar precipitarse mundo abajo como una piedra. Es su color y su luz. Es la vasija dentro de la cual él mismo se vierte. Que le da forma. Estructura. Lo sujeta. Lo contiene. Contiene su Amor. Su Locura. Su Júbilo Infinito. Irónicamente, su lucha es lo opuesto de la lucha de un actor: no se esfuerza por
meterse
en su papel, sino por escapar de él. Pero eso es lo que no puede hacer. En su abyecta derrota reside su triunfo supremo. Él
es
Karna, a quien el mundo ha abandonado. Karna el Solitario. Un bien declarado caduco. Un príncipe criado en la pobreza. Nacido para morir injustamente, desarmado y solitario a manos de su hermano. Majestuoso en su desesperación total. Que reza a orillas del Ganges. Colocado y fuera de sí.
Entonces apareció Kunti. También ella estaba representada por un hombre. Un hombre que se había vuelto suave y afeminado, un hombre con pechos, de tanto hacer papeles femeninos durante años. Sus movimientos eran fluidos. Llenos de feminidad. Kunti también estaba colocada. Pirada por los mismos canutos compartidos. Había venido a contarle una historia a Karna.
Karna inclinó su hermosa cabeza y escuchó.
Kunti, con los ojos enrojecidos, bailó para él. Le habló de una joven a la que habían concedido un don. Un mantra secreto que podía usar para elegir a su amado de entre los dioses. Y cómo, con la imprudencia de la juventud, decidió probarlo y ver si funcionaba realmente. Y cómo fue sola al centro de un campo vacío, miró hacia el cielo y recitó el mantra. Apenas habían acabado de salir las palabras de su necia boca, dijo Kunti, cuando Surya, el Dios del Día, apareció ante ella. La joven, hechizada por la belleza de aquel divino efebo resplandeciente, se entregó a él. Nueve meses después le dio un hijo. El niño nació envuelto en luz, con pendientes de oro en las orejas y un peto de oro en el pecho, en el que estaba grabado el emblema del sol.
La joven madre amaba muchísimo a su primogénito, dijo Kunti, pero no estaba casada y no podía quedárselo. Lo metió en una canasta de juncos y lo depositó en un río para que se lo llevara la corriente. Adhirata, un auriga, encontró al niño río abajo. Y lo llamó Karna.
Karna miró a Kunti.
¿Quién era ella? ¿Quién era mi madre? Dime dónde está. Llévame hasta ella
.
Kunti inclinó la cabeza.
Está aquí
, dijo.
Delante de ti
.
¡Qué júbilo y qué furia los de Karna ante la revelación! ¡Qué baile de desconcierto y desesperación el suyo!
¿Dónde estabas cuando más te necesitaba?,
le preguntó.
¿Alguna vez me cogiste entre tus brazos? ¿Me alimentaste o me cuidaste alguna vez? ¿Te preguntaste dónde podía estar?
Como respuesta, Kunti tomó aquel rostro majestuoso entre sus manos (verde el rostro, rojos los ojos) y lo besó en la frente. Karna se estremeció de placer. Un guerrero vuelto a la infancia. El éxtasis de aquel beso recorrió todo su cuerpo. Hasta los dedos de los pies. Hasta las yemas de los dedos de las manos. El beso de su madre amantísima.
¿Sabías cuánto te echaba de menos?
Rahel vio correr aquel beso por sus venas con tanta claridad como se ve descender un huevo por el cuello de un avestruz.
Un beso viajero cuyo recorrido se vio interrumpido rápidamente por la consternación cuando Karna se dio cuenta de que su madre le había revelado su identidad sólo para asegurar así la vida de sus otros cinco hijos (los Pandavas), a los que amaba mucho más y que estaban a punto de luchar en una gran batalla épica con sus cien primos. Era a
ellos
a los que quería proteger Kunti al anunciar a Karna que era su madre. Quería arrancarle una promesa.
Invocó las Leyes del Amor.
Son tus hermanos. De tu misma carne y sangre. Prométeme que no emprenderás una guerra contra ellos. Prométemelo
.
Karna el Guerrero no podía prometer eso porque, si lo hacía, tendría que romper otra promesa. Al día siguiente iría a la guerra y sus enemigos serían los Pandavas. Ellos eran los que lo habían injuriado públicamente (en especial, Arjuna) por ser hijo de un humilde auriga. Y había sido Duryodhana, el mayor de los cien hermanos Kaurava, el que había acudido en su ayuda otorgándole un reino. Karna, a cambio, le había jurado fidelidad eterna.
Pero Karna el Generoso no podía negarle a su madre lo que le pedía. Así que modificó la promesa. Le dio una respuesta ambigua. Hizo un pequeño cambio, alteró un poco el juramento prestado.
Te prometo lo siguiente
, le dijo Karna a Kunti.
Siempre tendrás cinco hijos. A Yudhishtira no le haré daño. Bhima no morirá por mi mano. A los gemelos, Nakula y Sahadeva, no los tocaré. Pero en cuanto a Arjuna, no te prometeré nada. Si no lo mato, él me matará. Uno de los dos morirá
.
Algo cambió en el aire. Y Rahel supo que Estha había llegado.
No volvió la cabeza, pero un resplandor la invadió por dentro.
Ha venido
, pensó.
Está aquí. Conmigo
.
Estha se instaló junto a otra columna, más lejana, y vieron la actuación así, separados por el ancho del
kuthambalam
, pero unidos por la historia. Y por el recuerdo de otra madre.
El aire se volvió más cálido. Menos húmedo.
Tal vez aquella tarde había sido especialmente mala en el «corazón de las tinieblas», porque en Ayemenem los hombres bailaban como si no pudieran parar. Como niños dentro de una casa acogedora en la que se hubieran refugiado de una tormenta. De la que se negaran a salir para enfrentarse al mal tiempo. Al viento y al trueno. A las ratas que corrían por el contaminado paisaje con el signo del dólar en los ojos. Al mundo que se derrumbaba a su alrededor.
Emergían de una historia y empezaban enseguida a hurgar en otra. De
Karna Shabadam
(que relata el juramento de Karna) a
Duryodhana Vadham
(que narra la muerte de Duryodhana y su hermano Dushasana).
Eran casi las cuatro de la madrugada cuando Bhima dio caza al vil Dushasana. El hombre que había intentado desnudar en público a Draupadi, la esposa de los Pandavas, después de que los Kauravas la hubieran ganado a los dados. Draupadi (curiosamente, furiosa con los hombres que la habían ganado, pero no con los que se la habían jugado) había jurado que nunca se recogería el cabello hasta no lavárselo con la sangre de Dushasana. Bhima había jurado vengar su honor.
Bhima arrinconó a Dushasana en un campo de batalla sembrado de cadáveres. Lucharon con sus espadas durante una hora. Intercambiaron insultos. Enumeraron todas las ofensas que se habían hecho el uno al otro. Cuando la luz de la lámpara de latón comenzó a parpadear porque se apagaba, suspendieron las hostilidades. Bhima echó aceite en la lámpara y Dushasana despabiló la mecha. Después volvieron a la guerra. Su batalla sin tregua se extendió por el
kuthambalam
y recorrió el templo. Se perseguían el uno al otro por todo el recinto, agitando sus mazas de cartón piedra. Dos hombres con faldas infladas y blusas de terciopelo raído que saltaban por encima de lunas reflejadas en charquitos y de montones de excremento de elefante. Que daban vueltas alrededor de un elefante dormido. Dushasana todo furia y valor durante un rato y encogido de miedo al minuto siguiente. Bhima jugueteando con él. Los dos colocados.
El cielo era un cuenco rosado. El agujero gris con forma de elefante en el universo se agitó en sueños y luego siguió durmiendo. Apenas si empezaba a clarear cuando se despertó la bestia que había en Bhima. Los tambores sonaron con más fuerza, pero el aire se llenó de silencio y de amenaza.
Bajo la temprana luz matinal, Esthappen y Rahel observaron cómo Bhima cumplía el juramento hecho a Draupadi. Tiró a Dushasana al suelo a garrotazos. Machacó con su maza cada estertor de aquel cuerpo agonizante y lo golpeó una y otra vez hasta dejarlo quieto. Era un herrero que aplanaba una plancha de recalcitrante metal. Que alisaba sistemáticamente todas las irregularidades y los bultos. Continuó matándolo mucho tiempo después de que estuviera muerto. Después le abrió el cuerpo con sus propias manos. Le arrancó las entrañas y se inclinó a beber su sangre a lengüetazos, directamente de aquel cuenco que era su cuerpo desgarrado. Miraba por encima del borde con los ojos desorbitados, brillantes de rabia y de odio y de la locura de haber cumplido su juramento. Con un gorgoteo de burbujas de sangre color rosa pálido entre los dientes. Burbujas que resbalaban por su rostro pintado, por su barbilla y su cuello. Cuando hubo bebido lo suficiente, se levantó, se colocó unos intestinos sanguinolentos alrededor del cuello, como si fuesen una bufanda, y fue en busca de Draupadi y bañó sus cabellos en sangre fresca. Aún le rodeaba un halo de odio que ni siquiera el asesinato había podido acallar.
Aquella mañana la locura estaba presente allí. Bajo el cuenco rosado. No era una actuación. Esthappen y Rahel la reconocieron. Ya habían visto sus efectos antes. Otra mañana. En otro escenario. Otra clase de frenesí (con ciempiés en las suelas de los zapatos). El exceso brutal de la locura actual contrastaba con la salvaje economía de la que habían visto hacía tanto tiempo.
Allí estaban, sentados, el Silencio y el Vacío, dos fósiles heterocigóticos congelados, con chichones que nunca llegaron a convertirse en cuernos. Separados por el ancho de un
kuthambalam
. Atrapados en la ciénaga de una historia que era suya y no lo era. Que había comenzado con una apariencia de estructura y orden y después se había desbocado hacia la anarquía como un caballo aterrorizado.
Kochu Thomban se despertó y partió delicadamente su coco matutino. Los danzarines de kathakali se quitaron el maquillaje y se marcharon a casa a pegar a sus mujeres. Incluso Kunti, el de los pechos y el aspecto delicado.
Por fuera y por dentro, la pequeña ciudad disfrazada de pueblo comenzó a despertar y a adquirir vida. Un hombre viejo se despertó y se dirigió tambaleante hacia la estufa para calentar su aceite de coco sazonado con pimienta.
El camarada Pillai. El profesional de romper huevos para hacer tortillas en Ayemenem.
Aunque parezca extraño, había sido él quien había iniciado a los gemelos en el kathakali. A pesar de que a Bebé Kochamma no le parecía nada bien, fue él quien los llevaba, junto con Lenin, a las actuaciones que duraban toda la noche en el templo, y el que se quedaba con ellos hasta el amanecer, explicándoles el lenguaje y los gestos del kathakali. A los seis años vieron con él la misma historia que volvieron a ver aquella mañana. Fue él quien los introdujo en el Raudra Bhima por primera vez: la historia de Bhima, el loco y el sanguinario, a la búsqueda de muerte y venganza. «Está despertando la bestia que hay en él», les explicó el camarada Pillai (a unos niños asustados, con los ojos como platos) cuando Bhima, de natural bondadoso, comenzó a gruñir y a aullar.
Cuál era la bestia, el camarada Pillai no lo dijo. Tal vez lo que quiso decir, en realidad, era que lo que estaba despertando era el
hombre
que había en él. Porque, sin duda, no existe ninguna bestia que haya desarrollado la infinita capacidad de inventiva que caracteriza al odio humano. Ninguna bestia puede compararse con el alcance y el poder de un odio así.
El cuenco rosado perdió intensidad y dejó caer una llovizna gris y cálida. En el momento en que Estha y Rahel salían por la puerta del templo, el camarada K. N. M. Pillai entraba, brillante después de su baño de aceite. Se había puesto pasta de sándalo sobre la frente. Las gotas de lluvia refulgían como tachuelas sobre su piel. Entre las manos ahuecadas sostenía un montoncito de jazmines frescos.
—¡Aja! —dijo con su voz aflautada—. ¡Pero si estáis aquí! ¿Así que todavía os interesa vuestra cultura india? Bien, bien. Muy bien.
Los gemelos, ni groseros ni corteses, no contestaron. Se encaminaron juntos hacia su casa. Él y ella. Nosotros.
El optimista y el pesimista
Chacko se había trasladado de su cuarto al estudio de Pappachi, a fin de que Sophie Mol y Margaret Kochamma tuvieran una habitación para ellas. Era una habitación pequeña, con una ventana que dominaba la plantación de caucho descuidada y venida a menos que el reverendo E. John Ipe le había comprado a un vecino. Una puerta la comunicaba con el resto de la casa y otra (la entrada que Mammachi había mandado hacer para que Chacko satisficiera sus Necesidades de Hombre discretamente) llevaba directamente al
mittam
lateral.
Sophie Mol estaba dormida en un catre pequeño que habían preparado para ella al lado de la gran cama. El zumbido del lento ventilador de techo llenaba su cabeza. Abrió los ojos azules, de un azul grisáceo, de golpe.
Despierta
Despabilada
Despejada