El aire estaba plagado de moscas.
Un ciego sin párpados, con los ojos tan azules como unos vaqueros gastados y la piel plagada de marcas de viruela, charlaba con un leproso al que le faltaban los dedos, mientras daba chupadas con gran destreza a unas colillas sacadas de entre un montón de basura que había al lado.
—¿Y tú? ¿Cuándo viniste a vivir aquí?
Como si hubieran tenido posibilidad de elegir. Como si hubieran
escogido
aquello como hogar entre una amplia colección de elegantes terrenos edificables en un catálogo de papel satinado.
Un hombre sentado sobre una balanza roja se quitó la pierna artificial (de rodilla para abajo) que tenía pintada una bota negra y un calcetín blanco. La pantorrilla hueca y abombada era de color rosado, como deben ser las pantorrillas que se precien (¿por qué repetir los errores de Dios al recrear la imagen humana?). Dentro de ella guardaba su billete. Su toalla. Su vaso de acero inoxidable. Sus olores. Sus secretos. Su amor. Su locura. Su esperanza. Su júbilo infinito. El pie de verdad estaba descalzo.
Compró un poco de té para llenar su vaso.
Una señora anciana vomitó. Un charco lleno de grumos. Y siguió su vida.
El mundo de la estación. El circo social. Donde la desesperación, con la locura del comercio, se iba volviendo en contra y, poco a poco, se convertía en resignación.
Pero, en aquella ocasión, para Ammu y sus gemelos heterocigóticos no había ventana de Plymouth por la que mirar. Ni red que los protegiese mientras cruzaban el aire del circo.
¡Haz las maletas y márchate!
, había dicho Chacko. Pisando una puerta rota. Con el picaporte en la mano. Y Ammu, aunque le temblaban las manos, no había levantado la mirada del dobladillo que estaba cosiendo sin que hiciera falta. Tenía una lata con cintas abierta en el regazo.
Pero Rahel sí lo hizo. Levantó la mirada. Y vio que Chacko había desaparecido y en su lugar había un monstruo.
Un hombre de labios abultados, con anillos, flemático, vestido de blanco, compró cigarrillos Scissors a un vendedor del andén. Tres paquetes. Para fumar en el pasillo del tren.
Satisf
A
cciónpara hombres de acción.
Era el acompañante de Estha. Un Amigo de la Familia que por casualidad iba a Madrás. El señor Kurien Maathen.
Puesto que, de todos modos, Estha iba a ir con una persona adulta, Mammachi había dicho que no había necesidad de tirar el dinero comprando otro billete más. Baba compraba el de Madrás a Calcuta. Ammu estaba comprando Tiempo. Ella también tenía que hacer sus maletas y marcharse. A empezar una nueva vida con la que pudiera conservar a sus niños con ella. Hasta entonces, se había decidido que sólo uno de los gemelos podía quedarse en Ayemenem. Los dos, no. Juntos constituían un problema.
sánataS ne sus sojo
. Tenían que separarlos.
Quizá tengan razón
, susurró Ammu mientras preparaba el baúl y la bolsa de viaje.
Quizá un chico necesite un Baba
.
El hombre de los labios abultados iba en el compartimiento que había a continuación del de Estha. Dijo que intentaría cambiar de asiento con alguien, una vez que el tren se hubiera puesto en marcha.
De momento, dejó sola a la reducida familia.
Sabía que un ángel infernal se cernía sobre ellos. Iba adonde ellos iban. Se paraba cuando ellos se paraban. Cera goteando de una vela torcida.
Todo el mundo lo sabía.
Había salido en los periódicos. La noticia de la muerte de Sophie Mol y del «enfrentamiento» de la policía con un paraván acusado de secuestro y asesinato. Del asedio subsiguiente del Partido Comunista a Conservas y Encurtidos Paraíso, liderado por el propio Paladín de la Justicia y Portavoz de los Oprimidos de Ayemenem. El camarada K. N. M. Pillai sostenía que la dirección había implicado al paraván en un caso falso porque era miembro muy activo del Partido Comunista. Que querían eliminarlo porque se había atrevido a participar en «Actividades Sindicales Legales».
Todo eso había salido en los periódicos. La Versión Oficial.
Por supuesto, el hombre de los labios abultados y los anillos no tenía ni idea de la otra versión.
La de que un grupo de policías Tocables habían cruzado el río Meenachal, lento y crecido por las recientes lluvias, y se habían abierto camino entre la maleza húmeda, pisando fuerte, hasta el «corazón de las tinieblas».
La casa de la historia
Un grupo de policías Tocables había cruzado el río Meenachal, lento y crecido por las recientes lluvias, y se habían abierto camino entre la maleza húmeda, con el sonido metálico de las esposas tintineando en el bolsillo de uno de ellos.
Sus amplios shorts caqui estaban tan rígidos por el almidón que se balanceaban sobre la hierba alta como una hilera de falditas tiesas, desacompasados con el ritmo de las piernas.
Eran seis. Servidores del Estado.
P
ulcritudO
bedienciaL
ealtadI
ntegridadC
ortesíaI
mparcialidadA
bnegación
La policía de Kottayam. Un pelotón de cómic. Príncipes de la era moderna, con graciosos yelmos puntiagudos. De cartón, rematados de algodón. Con manchas de aceite capilar. Raídas coronas color caqui.
Negros de Corazón.
De propósitos aviesos.
Levantaban muy alto las piernas delgadas, pisando fuerte al atravesar la hierba alta. Las enredaderas se les enganchaban en los pelos de las piernas, húmedos por el rocío. Abrojos y florecillas adornaban sus medias de color apagado. Ciempiés pardos dormían en las suelas de sus botas de Tocables con puntera de acero. Ramas ásperas arañaban la piel de sus piernas y les hacían rasguños en zigzag. Con el chapoteo, al atravesar la ciénaga, el barro húmedo sonaba bajo sus pisadas como si fueran pedos.
Se fueron abriendo paso con dificultad dejando atrás bisbitas, que extendían las alas empapadas para secárselas como ropa lavada al viento, en las copas de los árboles. Garcetas. Cormoranes. Cigüeñuelas. Grullas a la búsqueda de un lugar para bailar. Garzas púrpura de ojos despiadados. Ensordecedoras con su
croac, croac, croac
. Madres-pájaro con sus huevos.
El calor de la temprana mañana estaba lleno de promesas de que lo peor estaba por llegar.
Más allá de la ciénaga, que olía a agua estancada, pasaron por delante de viejos árboles cubiertos de enredaderas. De plantas gigantescas de maní. De pimienta salvaje. De cascadas de flores púrpura.
Por delante de un escarabajo azul oscuro que se balanceaba en una brizna de hierba tiesa.
Por delante de telarañas enormes que habían resistido la lluvia y se extendían como secretos susurrados de un árbol a otro.
Una flor de banano, enfundada en brácteas granate, colgaba de un árbol sucio con las hojas desgarradas. Una gema sostenida por un colegial zarrapastroso. Una joya en medio de la jungla de terciopelo.
Libélulas de color carmesí se aparcaban en el aire. Como autobuses de dos pisos. Hábiles. Uno de los policías se quedó unos instantes mirando su juego sexual y preguntándose cómo se lo montarían. Luego su mente volvió a la realidad y a sus pensamientos de policía.
Adelante.
Junto a grandes hormigueros apelmazados por la lluvia. Desplomados como centinelas drogados a las puertas del Paraíso.
Por delante de mariposas que vagaban por el aire como mensajeros felices.
Helechos gigantes.
Un camaleón.
Una flor inesperada.
El apresuramiento de las grises aves de la jungla corriendo a ocultarse.
La mirística que Vellya Paapen no encontró.
Un canal que se bifurcaba. Estancado. Atascado con hierbajos. Como una culebra verde muerta. Con un tronco de árbol caído encima. Los policías Tocables lo pasaron dando un saltito. Blandiendo sus largas porras de bambú pulido.
Hadas peludas con varitas mágicas letales.
Más allá, la luz del sol se fragmentaba entre troncos delgados de árboles inclinados. Los negros de corazón entraron de puntillas en el «corazón de las tinieblas». El sonido estridente de los grillos aumentó.
Ardillas grises bajaban corriendo por los troncos moteados de árboles del caucho vueltos hacia el sol. Antiguos machetazos surcaban su corteza. Sellados. Cicatrizados. Desaprovechados.
Jungla y más jungla y luego un claro entre la hierba. Una casa.
La Casa de la Historia.
Cuyas puertas estaban cerradas con llave y cuyas ventanas estaban abiertas.
Con suelos fríos de piedra y sombras ondulantes con forma de barco en las paredes.
Donde antepasados cerúleos con uñas gruesas en los pies y cuyo aliento olía a mapas amarillentos susurraban susurros de papel.
Donde lagartijas translúcidas vivían detrás de viejos cuadros.
Donde los sueños eran capturados y resonados.
Donde el fantasma, clavado a un árbol con una hoz, de un viejo inglés fue liberado por dos gemelos heterocigóticos: una República Móvil con un tupé, que había plantado una bandera comunista en la tierra a su lado. Cuando el grupo de policías pasó junto a él, no oyeron su ruego. Con voz de misionero amable:
Perdón, no tendrían… No tendrían, por casualidad… Supongo que no llevarán un puro, ¿verdad… ? No, claro, ya lo suponía
.
La Casa de la Historia.
Donde en los años siguientes el Terror (aún por llegar) se enterraría en una tumba poco profunda. Oculto bajo el alegre canturreo de cocineros de hotel. Humillaciones de viejos comunistas. La muerte lenta de los bailarines. Los juguetes con historia con los que iban a jugar turistas ricos.
Era una casa preciosa.
De paredes que fueron blancas. De techo rojo. Pero pintada ahora con los colores del tiempo. Con pinceladas de la paleta de la naturaleza. Verde musgo. Ocre terroso. Negro descascarillado. Que hacían que pareciera más vieja de lo que era en realidad. Como un tesoro hundido, sacado a la superficie desde el fondo del océano. Besado por ballenas y percebes. Envuelto en silencio. Respirando burbujas a través de sus ventanas rotas.
Una ancha galería la rodeaba por completo. Las habitaciones estaban retranqueadas, enterradas en las sombras. El tejado de tejas se inclinaba como los costados de un barco inmenso puesto del revés. Las vigas podridas, sostenidas por pilares que fueron blancos, se habían combado en el centro, lo que había abierto un agujero enorme como un bostezo. Un agujero de la Historia. Un agujero con forma de Historia en el universo, a través del cual salían, a la hora del crepúsculo, nubes densas de murciélagos silenciosos como el humo de la fábrica, que se dispersaban en medio de la noche.
Volvían al amanecer con noticias del mundo. Un nubarrón gris en la distancia rosada que, de pronto, se agolpaba por encima de la casa y la oscurecía antes de lanzarse en picado al agujero de la Historia, como el humo en una película marcha atrás.
Los murciélagos dormían todo el día, cubrían el techo como un forro de piel. Salpicaban los suelos de cagadas.
Los policías se detuvieron y se desplegaron en abanico. En realidad, no era necesario, pero les gustaban esos juegos de Tocables.
Se colocaron en posiciones estratégicas. Agachados junto al murete bajo y roto de piedra que hacía de linde.
Una meada rápida
.
Espuma caliente sobre piedras tibias. Meada policial
.
Hormigas ahogadas en burbujas amarillas
.
Respiraciones profundas
.
Y luego, todos juntos, apoyándose sobre codos y rodillas, se arrastraron hacia la casa. Como los policías de las películas. En silencio, por la hierba. Con largas porras en la mano. Con ametralladoras en la mente. Con la responsabilidad del futuro de los Tocables sobre sus hombros débiles, pero aptos para la misión.
Encontraron a su presa en la galería trasera. Un tupé deshecho. Una fuente con un «amor-en-Tokio». Y, en otra esquina (tan solo como un lobo), un carpintero con esmalte rojo en las uñas.
Dormido. Lo que convertía todo aquel montaje Tocable en un absurdo.
El
¡uh!
de la sorpresa.
Con los titulares ya en sus cabezas.
FORAJIDO ATRAPADO EN OPERACIÓN POLICIAL.
Por su insolencia, por aguar la fiesta, la presa pagó. ¡Oh, sí!
Despertaron a Velutha a golpes de bota.
Esthappen y Rahel se despertaron con los gritos de alguien cuyo sueño se ve sorprendido con la rotura de las rodillas.
Los gritos se les ahogaron en el estómago y se les quedaron flotando como peces muertos. En el suelo, encogidos y petrificados, entre el espanto y la incredulidad, vieron que el hombre al que estaban pegando era Velutha. ¿De dónde habría venido? ¿Qué habría hecho? ¿Por qué le habrían llevado allí los policías?
Oyeron el ruido de la madera sobre la carne. El de las botas sobre los huesos. Sobre los dientes. El gruñido sordo que se emite cuando un estómago recibe una patada. El crujido amortiguado de un cráneo sobre el cemento. El borboteo de la sangre entremezclado con la respiración al clavarse una costilla rota en un pulmón.
Con los labios morados y los ojos como platos miraban hipnotizados algo que percibían, pero no podían comprender: la ausencia de apasionamiento en lo que hacían los policías. El vacío donde debería haber cólera. La brutalidad medida, constante, la economía en todo aquello.
Como si estuvieran abriendo una botella.
O cerrando un grifo.
O cascando un huevo para hacer una tortilla.
Los gemelos eran demasiado pequeños para saber que aquellos hombres no eran más que unos secuaces de la historia. Enviados a cuadrar los libros y hacer pagar a los que transgredían sus leyes. Impulsados por sentimientos que, aunque primarios, paradójicamente, también eran impersonales. Sentimientos de desprecio que nacen del miedo embrionario, no reconocido, del miedo de la civilización ante la naturaleza, del miedo de los hombres ante las mujeres, del miedo del poder ante la falta de poder.
Esa urgencia subliminal de destrozar lo que no se puede someter ni deificar.
Las Necesidades de los Hombres.
Lo que Esthappen y Rahel presenciaron aquella mañana, aunque entonces no lo sabían, fue una demostración clínica controlada (después de todo, aquello no era la guerra ni un genocidio) de la búsqueda del dominio de la naturaleza humana. Estructura. Orden. Monopolio absoluto. Era la historia humana, disfrazada de Intención Divina, revelándose a una audiencia menor de edad.