No había música de tormenta. Ningún remolino surgió desde las profundidades de tinta del Meenachal. Ningún tiburón supervisó la tragedia.
Fue, simplemente, una silenciosa ceremonia de entrega. Una barca que derrama su carga. Un río que acepta la ofrenda. Una vida pequeñita. Un rayo de sol muy breve. Con un dedal de plata para que le diera buena suerte apretado en su puñito.
Eran las cuatro de la madrugada, aún estaba oscuro, cuando los gemelos, agotados, destrozados y cubiertos de lodo se abrieron paso a través de la ciénaga hacia la Casa de la Historia. Eran el Hansel y la Gretel de un cuento de hadas espantoso en el que sus sueños les serían arrebatados y resonados. Se tumbaron en la galería trasera sobre una estera de paja con un pato inflable y un koala de propaganda de Qantas. Un par de enanitos empapados, aturdidos por el miedo, a la espera del fin del mundo.
—¿Crees que estará muerta?
Estha no contestó.
—¿Y ahora qué va a pasar?
Iremos a la cárcel.
El lo sabía pero que muy bien. Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)
No vieron a alguien tumbado y dormido entre las sombras. Tan solitario como un lobo. Con una hoja pardusca sobre la espalda negra. Que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo.
Estación término del puerto de Cochín
En su habitación limpia de la sucia casa de Ayemenem, Estha (ni joven ni viejo) estaba sentado a oscuras sobre su cama. Estaba muy erguido. Los hombros rectos. Las manos en el regazo. Como si fuera el siguiente en alguna inspección. O como si estuviera esperando a que lo detuvieran.
Todo estaba planchado. Colocado en una pila ordenada, sobre la tabla de planchar. También había planchado la ropa de Rahel.
Llovía con fuerza. Lluvia nocturna. Un tamborilero ensayando en solitario mucho después de que el resto de la banda se haya ido a la cama.
En el
mittam
lateral, junto a la entrada para las «Necesidades de los Hombres», los alerones cromados del viejo Plymouth emitieron un destello fugaz cuando se encendió una luz. Durante varios años, después de la marcha de Chacko al Canadá, Bebé Kochamma había hecho que lo lavaran con regularidad. Dos veces por semana el cuñado de Kochu Maria llegaba al volante del camión amarillo de la basura del municipio de Kottayam a la casa de Ayemenem (precedido por el hedor de la basura de Kottayam, que permanecía mucho rato después de que se hubiera marchado) a despojar a su cuñada de su sueldo y, a cambio de una propina, le daba una vuelta al Plymouth para que no se le descargara la batería. Cuando Bebé Kochamma se quedó enganchada a la televisión, abandonó jardín y coche al mismo tiempo. Tutti-frutti.
Con cada nuevo monzón el viejo coche se asentaba más firmemente en el suelo. Como una gallina angulosa y artrítica, instalada sobre sus huevos. Sin la menor intención de levantarse jamás. La hierba había crecido alrededor de sus neumáticos desinflados. El anuncio de Conservas y Encurtidos Paraíso se había podrido y había caído hacia adentro como una corona derrumbada.
Una planta trepadora se contemplaba en el trozo herrumbroso que aún quedaba del espejo retrovisor roto.
En el asiento de atrás había un gorrión muerto. Se había metido por un agujero del parabrisas a coger gomaespuma del asiento para su nido. No logró encontrar la salida. Nadie oyó sus llamadas de pánico junto a la ventanilla del coche. Murió en el asiento de atrás con las patitas levantadas. Como en los dibujos infantiles.
Kochu Maria estaba dormida hecha un ovillo en el suelo del salón, bajo la luz parpadeante de la televisión, que seguía encendida. Unos polis americanos estaban metiendo a un adolescente esposado en un coche de policía. El suelo estaba salpicado de sangre. Las luces del coche emitían destellos y la sirena ululaba. Una mujer consumida, tal vez la madre del muchacho, miraba atemorizada entre las sombras. El chico oponía resistencia. Le habían puesto uno de esos cuadraditos borrosos sobre la parte superior de la cara para impedir su identificación y que no pudiera demandarlos. Tenía sangre reseca por toda la boca y por la pechera de la camiseta, como si fuera un babero rojo. Adelantaba los labios de color rosa bebé, separándolos de los dientes, mientras lanzaba gruñidos. Parecía un hombre lobo. Gritó a la cámara a través de la ventanilla del coche.
—¡Tengo quince años, y me gustaría ser mejor de lo que soy! ¡Pero no puedo! ¿Queréis saber mi historia?
Escupió a la cámara y un misil de saliva se estrelló contra la lente y fue resbalando.
Bebé Kochamma estaba en su cuarto, sentada en la cama, rellenando un cupón de Listerine que ofrecía un descuento de dos rupias al adquirir la nueva botella de 500 mililitros y bonos de regalo de dos mil rupias a los Afortunados Ganadores del sorteo.
Sombras gigantescas de insectos minúsculos se proyectaban por las paredes y el techo. Para librarse de ellos, Bebé Kochamma había apagado las luces y había encendido una vela grande en un recipiente con agua. El agua ya estaba llena de cadáveres abrasados. La luz de la vela acentuaba el colorete de sus mejillas y la pintura de su boca. Tenía el rímel corrido. Sus joyas refulgían.
Ladeó el cupón acercándolo a la vela.
¿Qué marca de elixir bucal utiliza habitualmente?
Listerine
, escribió Bebé Kochamma con una letra grande, de trazos inseguros por la edad.
Indique por qué
:
No lo dudó.
Aroma Penetrante. Aliento Fresco
. Había aprendido el lenguaje rápido y conciso de los anuncios televisivos.
Escribió su nombre y mintió en cuanto a su edad.
En
Profesión
escribió
Jardinería Ornamental (Diplomada en Rochester, USA)
.
Metió el cupón en un sobre en el que estaba escrito
GALENOS RESPONSABLES, KOTTAYAM
. Lo llevaría Kochu Maria en su expedición matutina a la ciudad por bollos de crema de la Mejor Confitería.
Bebé Kochamma cogió el diario granate con bolígrafo incorporado. Pasó las páginas hasta llegar al 19 de junio y comenzó a escribir. Era una rutina. Escribió:
Te quiero. Te quiero
.
Todas las páginas del diario comenzaban de modo idéntico. Tenía una maleta llena de diarios con idénticos comienzos. Algunos decían algo más que eso. Algunos tenían las cuentas de los gastos del día, listas de cosas que hacer, fragmentos de sus diálogos favoritos de los anuncios de sus jabones favoritos. Pero incluso esas cosas comenzaban con las mismas palabras:
Te quiero. Te quiero
.
Hacía cuatro años que el padre Mulligan había muerto de hepatitis vírica en un
ashram
al norte de Rishikesh. Los años de estudio de los escritos sagrados hindúes habían despertado en él al principio una curiosidad teológica y, con el paso del tiempo, lo llevaron a un cambio de fe. Quince años atrás el padre Mulligan se había convertido en un vaisnava: un adepto de Visnú. Siguió manteniendo contacto con Bebé Kochamma incluso después de unirse al
ashram
. Le escribía cada
diwa
[10]
y le enviaba una felicitación por Año Nuevo. Hacía unos años que le había enviado una fotografía en la que estaba dirigiéndose a una congregación de viudas penjabíes de clase media en un retiro espiritual. Todas las mujeres iban vestidas de blanco y se cubrían la cabeza con los saris. El padre Mulligan iba vestido de azafrán. Una yema de huevo dirigiéndose a un mar de huevos duros. Llevaba el pelo y la barba blanca largos, pero peinados y acicalados. Un Santa Claus azafrán con ceniza votiva en la frente. Bebé Kochamma no podía creérselo. Fue lo único de todo lo que le mandó que no había guardado. Se sentía ofendida por el hecho de que hubiera renunciado a sus votos, pero no por
ella
. Por otros votos. Era como abrir los brazos para darle la bienvenida a alguien y pasara de largo y fuera a caer en los brazos de otra persona.
La muerte del padre Mulligan no alteró el texto de los comienzos de página del diario de Bebé Kochamma, simplemente porque, en lo que a ella se refería, eso no alteraba su disponibilidad. Si acaso, lo poseía en la muerte como nunca lo había hecho cuando estaba vivo. Por lo menos, el recuerdo que tenía de él era
suyo
. Enteramente suyo. Salvajemente, ferozmente suyo. No tenía que compartirlo con la Fe, y aún menos con otras monjas competidoras ni con otras
sadhus
, o
swamis
, o como se llamasen las damas que acudían a él.
El hecho de que la rechazara en vida (aunque había sido amable y compasivo) quedó neutralizado con la muerte. En el recuerdo de Bebé Kochamma la abrazaba. Sólo a ella. Del modo que un hombre abraza a una mujer. Después de su muerte, Bebé Kochamma lo desvistió de aquella ridícula ropa azafrán y lo volvió a vestir con la sotana parda que tanto le gustaba. (Se regaló los sentidos con aquel cuerpo reclinado, cóncavo como el de Cristo, mientras hacía esos cambios.) Le arrebató el cuenco de mendigar, le arregló las callosas plantas de los pies hindúes y le devolvió las confortables sandalias de antaño. Lo reconvirtió en el camello que levantaba mucho las rodillas al andar y que iba a comer los jueves.
Y todas las noches, una tras otra, año tras año, en un diario tras otro diario tras otro diario, escribió:
Te quiero. Te quiero
.
Volvió a meter el bolígrafo en la trabilla y cerró el diario. Se quitó las gafas, se soltó la dentadura con la lengua, apartó los hilillos de saliva que la mantenían pegada a las encías como si tañera las cuerdas colgantes de un arpa y la introdujo en un vaso con Listerine. Cayó al fondo e hizo ascender pequeñas burbujas como oraciones. Su copita de por la noche. Soda con una sonrisa entre dientes. Aroma penetrante por la mañana.
Bebé Kochamma se recostó en la almohada a la espera de oír salir a Rahel de la habitación de Estha. Habían empezado a hacerle sentirse incómoda. Los dos. Hacía unos días por la mañana, al abrir la ventana (para Respirar Aire Fresco), los había cazado Volviendo De Algún Sitio. Estaba claro que habían pasado toda la noche fuera. Juntos. ¿Dónde podrían haber estado? ¿Qué y cuánto recordarían? ¿Cuándo se marcharían? ¿Qué estarían haciendo tanto rato, sentados juntos a oscuras? Se quedó dormida apoyada en las almohadas y pensando que tal vez con el ruido de la lluvia y de la televisión no había oído abrirse la puerta del cuarto de Estha. Y que tal vez hacía tiempo que Rahel se había ido a la cama.
No era así.
Rahel estaba tumbada en la cama de Estha. Parecía más delgada en esa posición. Más joven. Más pequeña. Tenía la cara vuelta hacia la ventana que había junto a la cama. La lluvia, que caía sesgada, golpeaba en los barrotes de la reja y se rompía en partículas finísimas que le salpicaban la cara y el suave brazo desnudo. La camiseta sin mangas era una nota de amarillo brillante en medio de la oscuridad. Su mitad inferior, enfundada en unos vaqueros, se mezclaba con la oscuridad.
Estaba un poco fresco. Un poco húmedo. Un poco silencioso. El Aire.
Pero ¿qué podía decirse allí?
Desde donde estaba sentado, a los pies de la cama, Estha podía verla sin tener que girar la cabeza. El contorno suave. La línea nítida de la mandíbula. Las clavículas que se desplegaban como alas desde la base de la garganta hasta el final de los hombros. Un pájaro contenido por la piel.
Ella giró la cabeza y lo miró. Él estaba sentado muy erguido. Esperando la inspección. Había acabado de planchar.
Ella le parecía adorable. Su pelo. Sus mejillas. Sus manos pequeñas, de aspecto hábil.
Su hermana.
Un ruido persistente comenzó a sonar en su cabeza. El ruido de trenes que pasan. La luz y la sombra y la luz y la sombra que se proyectan sobre uno, si está sentado junto a la ventanilla.
Se puso aún más erguido. Todavía podía ver a su hermana. Había crecido dentro de la piel de su madre. El brillo líquido de sus ojos en la oscuridad. Su naricilla recta. Su boca de labios carnosos. Un algo que le daba aspecto de estar herida. Como si se estremeciera por algo. Como si, mucho tiempo atrás, alguien —un hombre con anillos— le hubiera cruzado la boca de una bofetada. Una preciosa boca herida.
La preciosa boca de su madre, pensó Estha. La boca de Ammu.
Que le había besado la mano entre los barrotes de la ventanilla del tren. Primera clase, tren correo de Madrás, rumbo a Madrás.
¡Adiós, Estha, que Dios te bendiga!
, había dicho la boca de Ammu. La boca de Ammu tratando de no llorar.
La última vez que la había visto.
Estaba en el andén de la estación término del puerto de Cochín, con la cara alzada hacia la ventanilla del tren. La piel gris, pálida, privada de su luminosidad por la luz de neón de la estación. La luz diurna detenida por los trenes que estaban al otro lado. Corchos largos que mantenían la oscuridad embotellada. El Tren Correo de Madrás:
La Raní Voladora
.
Rahel de la mano de Ammu. Un mosquito con correa. Un Insecto Palo con sandalias Bata. Un Hada de Aeropuerto en una estación de tren. Dando patadas con los pies en el andén, levantando el polvo mugriento aposentado en la estación. Hasta que Ammu la zarandeó y le dijo «Estáte quieta» y ella se estuvo quieta. Alrededor de ellos la multitud empujando.
Corriendo, apresurándose, comprando, vendiendo, tirando del equipaje, pagando al porteador, niños haciendo caca, gente escupiendo, yendo, viniendo, pidiendo, regateando, comprobando las reservas.
Ruidos de estación resonando.
Vendedores ambulantes de café. De té.
Niños demacrados, rubios, malnutridos, vendiendo revistas obscenas y comida que ellos no se podían permitir comer.
Chocolatinas derretidas. Cigarrillos de caramelo.
Naranjadas.
Limonadas.
Coca-Cola. Fanta. Helado. Batido.
Muñecas de piel de color rosa. Sonajeros. «Amores-en-Tokio.»
Periquitos de plástico llenos de caramelos con cabezas que se podían desenroscar.
Gafas de sol rojas con la montura amarilla.
Relojes de juguete con la hora pintada.
Un cargamento de cepillos de dientes defectuosos.
La Estación Término del Puerto de Cochín.
Gris bajo las luces grises. Gente hundida. Sin techo. Hambrientos. Aún bajo los efectos de la última hambruna. Con su revolución pospuesta, de momento, por el camarada E. M. S. Namboodiripad
(Títere Soviético, Perro del Gobierno)
. La antigua niña de los ojos de Pekín.