El dios de las pequeñas cosas (43 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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En lo que ocurrió aquella mañana no hubo nada accidental. Nada
imprevisto
. No fue un ataque aislado ni un ajuste de cuentas personal. Aquélla era una época que dejaba huellas en quienes la vivían.

La Historia en una puesta en escena en vivo.

Si hicieron a Velutha un daño mayor del que pretendían, fue sólo porque hacía mucho tiempo que se había cortado cualquier afinidad, cualquier punto de contacto, entre ellos y él, cualquier implicación, aunque no fuera más que la biológica, pues era un ser humano como ellos. No detenían a un hombre: exorcizaban su propio miedo. No disponían de un instrumento para calibrar cuánto castigo podía soportar. No tenían manera de calcular qué daños le habían causado o hasta qué punto.

A diferencia de lo acostumbrado al reprimir tumultos religiosos o sofocar disturbios descontrolados, aquella mañana, en el «corazón de las tinieblas», el grupo de policías Tocables actuó con economía, no con frenesí. Con eficiencia, no de un modo anárquico. Con responsabilidad, no con histeria. No le arrancaron el pelo ni lo quemaron vivo. No le cortaron los genitales y se los metieron en la boca. No lo violaron. Ni lo decapitaron.

Después de todo, no estaban luchando contra una epidemia. Estaban vacunando a una comunidad contra un simple brote.

En la galería trasera de la Casa de la Historia, mientras rompían y aplastaban al hombre al que ellas querían, la señora Eapen y la señora Rajagopalan, Embajadoras Gemelas de Dios-sabe-qué, aprendieron dos lecciones nuevas.

Lección Número Uno:

La sangre apenas se ve en un Hombre Negro
. (Pim-pim.)

Y

Lección Número Dos:

Pero huele
.

Un olor empalagoso
.

Como el de rosas marchitas traídas por la brisa
. (Pim-pim.)


Madiyo?
—preguntó uno de los Agentes de la Historia.


Madi aayirikkum
—respondió otro.

¿Suficiente?

Suficiente.

Retrocedieron unos pasos. Artesanos enjuiciando su obra. A una distancia estética.

Su Obra, abandonada por Dios y por la Historia, por Marx, por el Hombre, por la Mujer y (en las horas que habían de venir) por los Niños, yacía doblada en el suelo. Estaba semiconsciente, pero no se movía.

Tenía el cráneo fracturado por tres sitios. La nariz y los pómulos aplastados, lo cual daba a su rostro un aspecto carnoso indefinido. El golpe en la boca le había roto el labio superior y le había partido seis dientes, tres de los cuales se le habían clavado en el labio inferior, lo que había transformado su maravillosa sonrisa convirtiéndola en algo horrible. Tenía cuatro costillas astilladas. Una le había perforado el pulmón izquierdo, que era lo que le hacía sangrar por la boca. Sangre roja brillante en el aliento. Fresca. Espumosa. En la parte inferior del intestino se le había producido una hemorragia que le llenaba de sangre la cavidad abdominal. La espina dorsal estaba lesionada en dos puntos, con parálisis del brazo derecho y pérdida de control de vejiga y recto. Las dos rótulas estaban hechas añicos.

Aun así, sacaron las esposas.

Frías.

Con olor a metal. Como los pasamanos de acero de los autobuses y las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos. Entonces fue cuando vieron que tenía las uñas pintadas. Uno le mantuvo las manos en alto y le movió los dedos con coquetería. Los demás se rieron.

—¿Qué es esto? —dijo con voz de falsete—. ¿Haces a pelo y a pluma?

Uno de los policías le dio un golpecito en el pene con su bastón.

—Venga, enséñanos tu arma secreta. Enséñanos cómo se te pone de tiesa cuando se la chupas a alguien.

Luego levantó la bota (con ciempiés enrollados en la suela) y la dejó caer con un ruido sordo.

Le esposaron los brazos a la espalda.

Clic.

Y clic.

Bajo una Hoja de la Buena Suerte. Una hoja otoñal por la noche. Que hacía que los monzones llegasen a su debido tiempo.

Tenía la carne de gallina en el punto en que las esposas le tocaban la piel.

—No es él —le susurró Rahel a Estha—. Seguro. Es su hermano gemelo. Urumban. El de Kochi.

Poco dispuesto a refugiarse en ficciones, Estha no dijo nada.

Alguien les estaba hablando. Un amable policía Tocable. Amable con los de su clase.

—¿Estáis bien, niños?, ¿estáis bien? ¿Os ha hecho daño?

Y no al mismo tiempo, pero casi, los gemelos contestaron muy bajito.

—Sí. No.

—No os preocupéis. Ahora, con nosotros, estáis a salvo.

Luego los policías echaron una mirada alrededor y vieron la estera de paja.

Los cacharros y las sartenes.

El pato hinchable.

El koala de propaganda de Qantas con botones medio caídos por ojos.

Los bolígrafos con calles londinenses dentro.

Los calcetines con los dedos de colores separados.

Las gafas de sol rojas de plástico con montura amarilla.

Un reloj con la hora pintada.

—¿De quién es esto? ¿De dónde ha salido? ¿Quién lo ha traído? —preguntaron con un poco de preocupación en la voz.

Estha y Rahel, llenos de peces, se quedaron mirándolos.

Los policías se miraron entre sí. Sabían lo que tenían que hacer.

Cogieron el koala de propaganda de Qantas para sus hijos.

Y los bolígrafos y los calcetines. Hijos de policías con calcetines con los dedos de colores.

Quemaron el pato con un cigarrillo.
Bang
. Y enterraron los trozos de goma quemada.

Un pato inútil. Demasiado fácil de reconocer.

Las gafas se las puso uno de ellos. Los demás se rieron, así que se las dejó puestas un rato. Del reloj se olvidaron todos. Se quedó en la Casa de la Historia. En la galería trasera. Un registro defectuoso del tiempo. Las dos menos diez.

Se fueron.

Seis príncipes con los bolsillos llenos de juguetes.

Un par de gemelos heterocigóticos.

Y el Dios de la Pérdida.

No podía andar. Así que lo llevaban a rastras.

Nadie los vio.

Los murciélagos, por supuesto, son ciegos.

19

Salvar a Ammu

En la comisaría, el inspector Thomas Mathew mandó que trajeran dos Coca-Colas. Con pajitas. Un agente muy servil las trajo sobre una bandeja de plástico y se las ofreció a los dos niños cubiertos de barro que estaban sentados frente al inspector, y cuyas cabecitas apenas sobresalían por encima del lío de papeles y documentos que había sobre el escritorio.

Así que, otra vez, en el periodo de dos semanas, le sirvieron a Estha miedo embotellado. Frío. Lleno de burbujas. A veces las cosas iban peor con Coca-Cola.

Las burbujas se le metieron por la nariz. Eructó. Rahel soltó una risilla y después se puso a soplar por la pajita hasta que la bebida empezó a salirse de la botella y a caerle en el vestido. Y por todo el suelo. Estha leyó en voz alta el letrero que había en la pared.

—dutirclu
P
—dijo—. dutirclu
P
, aicneideb
O
,

—datlae
L
, dadirgetnl —dijo Rahel.

—aísetro
C
.

—dadilaicrapm
I
.

—nóicagenb
A
.

Hay que decir en su favor que el inspector Thomas Mathew no perdió la calma. Se dio cuenta de cómo aumentaba la incoherencia en los niños. Notó que tenían las pupilas dilatadas. Ya había visto aquello antes… La válvula de escape del cerebro humano. Su manera de afrontar el trauma. Fue indulgente con todo ello y formuló las preguntas con gran inteligencia. De modo inofensivo. Entre un «¿Cuándo es tu cumpleaños, chico?» y un «¿Cuál es tu color preferido, chica?».

Poco a poco, de forma inconexa y deshilvanada, las cosas comenzaron a tener sentido. Sus hombres le habían informado de que había cacharros y cacerolas, una estera de paja, juguetes imposibles de olvidar. Ahora todo empezaba a encajar. Al inspector Thomas Mathew no le hacía ninguna gracia. Envió un jeep a buscar a Bebé Kochamma. Se aseguró de que los niños no estuvieran en el despacho cuando llegó. No la saludó cuando entró.

—Tome asiento —le dijo.

Bebé Kochamma presintió que pasaba algo terrible.

—¿Los han encontrado? ¿Ocurre algo?

—Ocurre de todo —le aseguró el inspector.

Por su mirada y el tono de su voz, Bebé Kochamma se dio cuenta de que esta vez estaba tratando con una persona diferente. Aquél no era el complaciente policía del encuentro anterior. Se dejó caer en una silla. El inspector Thomas Mathew no se anduvo con rodeos.

La policía de Kottayam había actuado basándose en una declaración escrita y firmada por
ella
. Se había atrapado al paraván. Por desgracia, había resultado gravemente herido en el enfrentamiento y lo más probable era que no pasara de aquella noche. Pero ahora los niños decían que ellos se habían marchado por voluntad propia. Que su barca había volcado y que la niña inglesa se había ahogado por accidente. Lo cual hacía que la policía tuviera que cargar con la responsabilidad de la muerte en la comisaría de un hombre que, en teoría, era inocente. Cierto que era un paraván. Cierto que se había comportado mal. Pero corrían tiempos difíciles y teóricamente, según la ley, era un hombre inocente. No había cometido ningún
delito
.

—¿Intento de violación? —sugirió Bebé Kochamma, con voz débil.


¿Dónde
está la denuncia de la víctima de la violación? ¿Alguien la ha puesto? ¿Ha declarado? ¿Ha venido con usted?

El tono del inspector era agresivo. Casi hostil.

Bebé Kochamma parecía haberse encogido. Bolsas de carne le colgaban debajo de los ojos y de la mandíbula. El miedo la invadió y la saliva se le tornó amarga dentro de la boca. El inspector le alcanzó un vaso de agua.

—El asunto es muy sencillo. Una de dos: la víctima de la violación tiene que poner una denuncia por escrito, o los niños tienen que identificar al paraván como su secuestrador en presencia de un testigo de la policía. O… —Esperó a que Bebé Kochamma lo mirara—. O tendré que acusarla de presentar una denuncia falsa. Lo cual es delito.

El sudor hizo que la blusa azul clara de Bebé Kochamma comenzara a adquirir manchas oscuras. El inspector Mathew no la apremió en ningún momento. Sabía que, dado el clima político, podía encontrarse metido en un serio problema. Era consciente de que el camarada K. N. M. Pillai no dejaría pasar aquella oportunidad. Estaba furioso consigo por haber actuado con tanta precipitación. Cogió una toalla de mano y se la metió por dentro de la camisa para secarse el sudor del pecho y las axilas. La oficina estaba en silencio. Los ruidos de la actividad de la comisaría, el resonar de botas o el quejido ocasional de dolor de alguien a quien estaban interrogando, parecían distantes, como si procedieran de otro lugar.

—Los niños harán lo que se les diga —dijo Bebé Kochamma—. ¿Podría hablar con ellos a solas un momento?

—Como quiera.

El inspector se levantó para abandonar la oficina.

—Por favor, déme cinco minutos antes de que entren.

El inspector Thomas Mathew asintió con la cabeza y salió.

Bebé Kochamma se secó el rostro brillante y sudoroso. Estiró el cuello, mirando hacia el techo, para poder limpiar con la punta de su sari el sudor de las arrugas escondidas entre los pliegues de grasa. Besó su crucifijo.

Dios te salveMaria, llena eres de gracia

Las palabras de la oración la abandonaron.

Se abrió la puerta. Estha y Rahel fueron conducidos hasta ella. Cubiertos de barro. Empapados de Coca-Cola.

Al ver a Bebé Kochamma se pusieron serios de repente. La mariposa con un pelambre dorsal de una densidad inusual desplegó las alas sobre sus corazoncitos.
¿Por qué había venido ella? ¿Dónde estaba Ammu? ¿Todavía estaba encerrada?

Bebé Kochamma les dirigió una mirada severa. Permaneció callada durante largo rato. Cuando habló, le salió una voz ronca y extraña.

—¿De quién era la barca? ¿De dónde la habéis sacado?

—Era nuestra. La encontramos. Velutha la arregló para nosotros —susurró Rahel.

—¿Desde cuándo la teníais?

—La encontramos el día que llegó Sophie Mol.

—¿Y robasteis cosas de la casa y las llevasteis al otro lado del río en la barca?

—Sólo estábamos jugando…


¿Jugando?
¿Es así como lo llamáis?

Bebé Kochamma los miró durante largo rato antes de volver a hablar.

—El cuerpo de vuestra adorable primita yace en el salón. Los peces le han comido los ojos. Su madre no puede dejar de llorar. ¿A eso lo llamáis
jugar?

Una brisa repentina levantó las cortinas floreadas. Rahel vio los jeeps aparcados fuera. Y a gente que pasaba por la calle. Un hombre estaba intentando arrancar su moto. Cada vez que daba una patada al pedal de arranque se le torcía el casco hacia un lado.

Dentro de la oficina del inspector, la mariposa de Pappachi iba de acá para allá.

—Quitarle la vida a una persona es algo terrible —dijo Bebé Kochamma—. Es lo peor que alguien puede hacer. Ni siquiera
Dios
lo perdona. Lo sabéis, ¿no es así?

Dos cabecitas asintieron dos veces.

—Y, sin embargo —los miró con tristeza—, lo habéis hecho. —Después los miró fijamente—. Sois unos asesinos.

Esperó a que aquellas palabras hicieran efecto.

—Sabéis que no fue un accidente. Sé lo celosos que estabais de ella. Y si los jueces me lo preguntan durante el juicio, tendré que decírselo, ¿no os parece? No puedo mentir, ¿no? —Dio unos golpecitos en la silla que había junto a ella—. Venid, sentaos aquí…

Cuatro nalgas de dos culitos obedientes se apretaron dentro de la silla.

—Tendré que decirles que teníais totalmente prohibido ir solos al río. Contarles que la obligasteis a acompañaros, a pesar de que sabíais que no sabía nadar. Que la tirasteis de la barca en medio del río. No fue un accidente, ¿no es así?

Cuatro ojos como platos la miraban fijamente. Fascinados con el cuento que les estaba contando.
Y entonces, ¿qué pasó?

—Así que ahora tendréis que ir a la cárcel —dijo Bebé Kochamma con dulzura—. Y vuestra madre irá a la cárcel por culpa vuestra. ¿Os gustaría eso?

Unos ojos asustados y una fuente la miraron.

—Los tres en distintas cárceles. ¿Sabéis cómo son las cárceles en la India?

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