Porqué había sido él quien lo
había dicho. ¡Pero Ammu, eso no pasará nunca!
—No seas bobo, Estha. Será pronto —dijo la boca de Ammu—. Me haré profesora. Abriré un colegio. Y Rahel y tú estudiaréis en él.
—Y no pagaremos en ese colegio porque será nuestro —dijo Estha con su pragmatismo a prueba de todo. Mirando siempre el lado bueno. Viajes en autobús gratis. Entierros gratis. Enseñanza gratis. Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)
—Y tendremos una casa nuestra —dijo Ammu.
—Una casa pequeñita —dijo Rahel.
—Y en nuestro colegio tendremos clases y pizarras —dijo Estha.
—Y tiza.
—Y enseñarán profesores de verdad.
—Y los castigos serán justos —dijo Rahel.
Ésa era la materia de la que estaban hechos sus sueños. El día en que Estha fue Devuelto. Tiza. Pizarras. Castigos justos.
No pedían que se les perdonara con una pequeña amonestación. Sólo pedían que los castigos se correspondieran con su delito. Que no les cayeran castigos como armarios con la cama empotrada. Que no fueran de esos en los que puedes pasarte toda la vida caminando por un laberinto de estantes.
Sin previo aviso, el tren se puso en movimiento. Muy despacio.
A Estha se le dilataron las pupilas. Sus uñas se clavaron en la mano de Ammu mientras ella iba andando por el andén. Y su andar se fue convirtiendo en correr, mientras el tren correo de Madrás iba cogiendo velocidad.
—
¡Que Dios te bendiga, hijo mío, cariño mío! ¡Iré pronto a buscarte!
—¡Ammu! —dijo Estha cuando soltó su mano. Un dedito tras otro—. ¡Ammu! ¡Tengo ganas de vomitar!
La voz de Estha se convirtió en un gemido.
El pequeño Elvis la Pelvis, con un deshecho tupé especial de viaje. Y zapatos beige puntiagudos. Su voz se quedó atrás.
En el andén de la estación, Rahel se dobló sobre sí misma y gritó y gritó.
El tren se fue. La luz se encendió.
Veintitrés años más tarde, Rahel, una mujer oscura con camiseta amarilla, se vuelve hacia Estha en la oscuridad.
—Esthapappychachen Kuttappen Peter Mon —dice.
Susurra.
Mueve la boca.
La hermosa boca de su madre.
Estha, sentado muy erguido, esperando a que le detengan, alarga los dedos hacia la boca. Para tocar las palabras que dice. Para conservar el susurro. Sus dedos palpan el contorno. Tocan los dientes. Su mano es cogida y besada.
Apretada contra el frío de una mejilla, húmeda de salpicaduras de lluvia.
Luego ella se incorporó y lo rodeó con sus brazos. Tiró de él para que se pusiera a su lado.
Estuvieron tumbados así mucho rato. Despiertos en la oscuridad. Silencio y Vacío.
Ni viejos. Ni jóvenes.
Pero de una edad en que la muerte ya era un hecho posible.
Eran unos extraños que se habían conocido por casualidad.
Se habían conocido antes de que la Vida comenzara.
Hay muy poco que decir que pueda aclarar lo que sucedió a continuación. Nada que (en el libro de Mammachi) separara el Sexo del Amor. O las Necesidades de los Sentimientos.
Excepto que ningún observador Observó a través de los ojos de Rahel. Que nadie se quedó mirando el mar desde la ventana. O una barca en el río. O a alguien que pasaba con sombrero entre la bruma.
Excepto que estaba un poco fresco. Un poco húmedo. Pero muy silencioso. El Aire.
Pero ¿qué puede decirse?
Sólo que hubo lágrimas. Sólo que el Silencio y el Vacío encajaron como una cuchara sobre otra. Sólo que hubo un olisqueo en los huecos de la base de una garganta adorable. Sólo que un hombro de color miel acabó con una marca semicircular de dientes. Sólo que siguieron abrazados el uno al otro mucho tiempo después de que aquello acabara. Sólo que lo que compartieron aquella noche no fue felicidad, sino un terrible dolor.
Sólo que, una vez más, transgredieron las Leyes del Amor. Que establecen a quién debe quererse. Y cómo. Y cuánto.
El tamborilero solitario tamborileaba en el tejado de la fábrica abandonada. Una puerta de tela metálica se cerró de golpe. Un ratón atravesó corriendo el suelo de la fábrica. Telarañas precintaban viejos depósitos donde se habían preparado encurtidos. Todos vacíos menos uno, en el que descansaba un montoncito de polvo blanco apelmazado. Polvillo de huesos de un alechuza. Muerto hacía tiempo. Alechuza en conserva.
En respuesta a la pregunta de Sophie Mol:
Chacko, ¿adonde van a morir los pájaros viejos ? ¿Por qué los muertos no caen como piedras del cielo?
Pregunta formulada la noche del día en que llegó. Estaba de pie al borde del estanque ornamental de Bebé Kochamma mirando los giros de los milanos en el cielo.
Sophie Mol. Ensombrerada, acampanada y Querida de Antemano.
Margaret Kochamma (porque sabía que cuando se viaja al «corazón de las tinieblas»
b) A Cualquiera le puede Pasar Cualquier Cosa)
la llamó para que entrara a tomarse sus pastillas. Filaría. Malaria. Diarrea. Desgraciadamente, no tenía ninguna pastilla profiláctica contra Morir Ahogada.
Y después ya era la hora de comer.
—De cenar, tonto —le dijo Sophie Mol a Estha cuando fue a buscarla.
A la hora
de cenar, tonto
, los niños se sentaron en una mesa más pequeña. Sophie Mol, de espaldas a los mayores, hacía muecas de asco ante la comida. Cada bocado que se llevaba a la boca era mostrado a sus asombrados primos a medio masticar, hecho una bola en la lengua como si fuera un vómito reciente.
Cuando Rahel hizo lo mismo, Ammu la vio y se la llevó a la cama.
Ammu arropó a su hija y apagó la luz. Su beso de buenas noches no dejó un rastro de saliva en la mejilla de Rahel, y Rahel comprendió que no estaba realmente enfadada.
—Ammu, no estás enfadada —susurró feliz.
Su madre la quería un poco más
.
—No. —Ammu la volvió a besar—. Buenas noches, cariño. ¡Que Dios te bendiga!
—Buenas noches, Ammu. ¡Que Estha suba pronto!
Y cuando Ammu se marchaba oyó el susurro de su hija.
—¡Ammu!
—¿Qué?
—
Somos de una misma sangre, tú y yo
.
Ammu se apoyó contra la puerta a oscuras, sin ninguna gana de volver a la mesa, donde la conversación giraba como una mariposa en torno a la niña blanca y a su madre, como si ellas fueran los únicos focos de luz. Ammu pensó que se iba a morir; que se iba marchitar y a morir si seguía escuchando una sola palabra más. Si tenía que soportar otro minuto más la sonrisa llena de orgullo, una sonrisa de trofeo de campeonato de tenis, que tenía Chacko. O los celos, subliminalmente sexuales, que emanaban de Mammachi. O la conversación de Bebé Kochamma que, deliberadamente, excluía a Ammu y a sus hijos para dejar claro cuál era su lugar en el esquema de aquella casa.
Al recostarse contra la puerta, en medio de la oscuridad, Ammu sintió que su sueño, su pesadilla de aquella tarde, se agitaba dentro de ella como una onda en el océano que va creciendo hasta convertirse en una ola. El hombre alegre de un solo brazo y piel salada y un solo hombro que acababa abruptamente como un acantilado emergía de entre las sombras de la playa cubierta de vidrios y caminaba a su encuentro.
¿Quién era?
¿Quién podía ser?
El Dios de la Pérdida.
El Dios de las Pequeñas Cosas.
El Dios de la Piel Erizada y de las Sonrisas Prontas.
No podía hacer dos cosas a la vez.
Si la acariciaba, no podía hablarle; si la amaba, no podía dejarla; si hablaba, no podía escuchar; si luchaba, no podía ganar
.
Ammu lo deseaba con vehemencia. Su cuerpo lo añoraba con tal intensidad que casi le dolía.
Volvió a la mesa.
El precio de la vida
Cuando la vieja casa hubo cerrado los ojos somnolientos y se arrellanó en el sueño, Ammu, con una camisa vieja de Chacko sobre la enagua blanca y larga, salió a la galería delantera. Se paseó arriba y abajo durante un rato. Inquieta. Furiosa. Luego se sentó en la silla de mimbre, bajo la cabeza del bisonte con botones por ojos y los retratos del Pequeño Bendecido y de Aleyooty Ammachi, que estaban colgados a los lados. Sus gemelos dormían como siempre que estaban agotados: con los ojos entreabiertos. Dos pequeños monstruos. Habían heredado aquello de su padre.
Ammu encendió su transistor de mandarina. Una voz de hombre chisporroteó entre interferencias. Una canción en inglés que no había oído nunca.
Estaba allí, sentada en medio de la oscuridad. Una mujer sola, que despedía un brillo tenue y miraba el jardín ornamental de su avinagrada tía mientras escuchaba una mandarina. Una voz que llegaba desde lejos. Flotando por el aire a través de la noche. Navegando sobre lagos y ríos. Sobre densas copas de árboles. Dejando atrás la amarilla iglesia. Dejando atrás la escuela. Saltando por la carretera sucia. Subiendo los escalones de la galería. Hasta ella.
Escuchaba la música sin demasiada atención y observaba el frenesí de los insectos que revoloteaban alrededor de la luz, rivalizando por suicidarse.
La letra de la canción fue como un estallido dentro de su cabeza.
No hay tiempo que perder,
la oí decir.
Realiza tus sueños antes de que se esfumen.
No dejes que se extingan siempre.
Si pierdes tus sueños,
perderás la razón.
Ammu encogió las piernas y puso las rodillas contra el pecho. No podía creerlo. La coincidencia de aquellas palabras. Se quedó mirando fijamente el jardín. Ousa, el alechuza, pasó volando en patrulla nocturna. Los carnosos anturios brillaban como si fueran de bronce.
Siguió sentada un rato. Mucho después de que la canción hubiera terminado. Y luego, de pronto, se levantó de la silla y salió de su mundo como hechizada. Rumbo a un lugar mejor, más feliz.
Se movía con rapidez en la oscuridad, como un insecto que va siguiendo un rastro químico. Conocía el sendero que llevaba al río tan bien como sus hijos y podría haber encontrado el camino con los ojos vendados. No sabía qué era lo que la llevaba a ir tan deprisa entre la maleza. Lo que convirtió su caminar en correr. Lo que la hizo llegar a la ribera del Meenachal sin aliento. Sollozando. Como si llegara tarde a algo. Como si su vida dependiera de llegar a tiempo. Como si supiera que él estaría allí. Esperando. Como si él supiera que ella iría.
Él lo sabía.
Lo sabía.
La certeza se le había colado dentro aquella tarde. Limpiamente. Como la hoja afilada de un cuchillo. Cuando la historia metió la pata. Mientras sostenía a su hijita en sus brazos. Cuando sus ojos le dijeron que no era él el único que podía dar regalos. Que también ella tenía regalos que darle, que, en respuesta a sus barquitas, sus cajitas y sus molinitos de viento, ella le podía dar los profundos hoyuelos de su sonrisa. Su suave piel morena. Sus hombros refulgentes. Sus ojos que siempre estaban en otra parte.
Él no estaba allí.
Ammu se sentó en los peldaños de piedra que llevaban al agua. Metió la cabeza entre los brazos y pensó que era una loca por haber estado tan segura. Tan
convencida
.
Más allá, corriente abajo, en el centro del río, Velutha flotaba de espaldas y mirando las estrellas. Su hermano paralítico y su padre tuerto ya habían cenado lo que él les había preparado y dormían. Así que era libre para tumbarse boca arriba en el río y dejarse llevar despacio por la corriente. Un tronco. Un cocodrilo sereno. Algunos cocoteros se inclinaban, metiéndose en el río, y lo miraban pasar flotando. El bambú amarillo lloraba. Los pececillos coqueteaban con él y se tomaban ciertas libertades. Lo mordisqueaban.
Se dio la vuelta y empezó a nadar. Corriente arriba. A contra corriente. Se volvió hacia la orilla para echar una última ojeada y se quedó flotando y pensando que había sido un loco por haber estado tan seguro. Tan
convencido
.
Al verla, casi se ahogó por la emoción. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no hundirse. Se mantuvo a flote, en vertical, de pie en medio de un río oscuro.
Ella no veía su cabeza balanceándose sobre el río oscuro. Podía ser cualquier cosa. Un coco flotando. De todos modos, no estaba mirando. Tenía la cabeza metida entre los brazos.
La observó. Se tomó su tiempo.
Si hubiera sabido que estaba a punto de entrar en un túnel cuya única salida consistía en su propia aniquilación, ¿se habría alejado?
Tal vez sí.
Tal vez no.
¿Quién puede saberlo?
Empezó a nadar hacia ella. En silencio. Cortando el agua sin hacer ruido. Casi había alcanzado la orilla cuando levantó la vista y lo vio. Sus pies tocaron el lecho fangoso. Cuando salió del río oscuro y se puso a subir por los peldaños de piedra, ella comprendió que el mundo en el que estaban era el mundo de Velutha. El mundo al que él pertenecía. Pertenecía al agua. Al lodo. A los árboles. A los peces. A las estrellas. ¡Se movía con tanta facilidad entre ellos…! Al mirarlo, comprendió la esencia de su belleza. Cómo le había configurado su trabajo. Cómo la madera que tallaba lo había tallado. Cada tablón que había trabajado, cada clavo que había clavado, cada cosa que había hecho, lo había moldeado. Había dejado su impronta en él. Le había dado su fuerza, su ductilidad y su armonía.
Llevaba una fina tela blanca pasada entre las piernas oscuras y enrollada alrededor de las caderas. Se sacudió el agua del pelo. Ella le vio sonreír en la oscuridad. Su sonrisa blanca, súbita, la que había llevado consigo desde la infancia hasta la edad adulta. Su único equipaje.
Se miraron el uno al otro. Habían dejado de pensar. El tiempo de pensar había llegado y se había ido. Las sonrisas aplastadas estaban aún lejos. Pero eso sería luego.
Luego.
Él se colocó delante de ella goteando río. Ella siguió sentada en los peldaños, observándolo, con la cara pálida a la luz de la luna. A él le recorrió un escalofrío súbito. El corazón se le puso a latir con fuerza. Todo era un terrible error. Él la había interpretado mal. Todo era producto de su imaginación. Era una trampa. Había gente entre los arbustos. Observando. Ella era el delicioso anzuelo. ¿Cómo podría ser de otro modo? Lo habían visto en la manifestación. Intentó hablar con tono desenfadado. Normal. Pero le salió un graznido.
—Ammukutty, ¿qué pasa?
Ella se acercó y pegó su cuerpo al de Velutha, que simplemente, siguió allí, de pie. No la tocó. Se puso a temblar. Un poco, por el frío. Un poco, por el terror. Un poco, por el dolor del deseo. A pesar del temor, su cuerpo estaba dispuesto a morder el anzuelo. La deseaba. Con urgencia. La humedad del cuerpo de Velutha la empapó. Lo rodeó con sus brazos.