Algo me arrancó de ese sueño y me precipitó hacia otro. En éste, no tenía ni idea de cuál era mi nombre. Vi un cielo rojo surcado por dragones, enormes animales voladores similares a reptiles, que parecían obedecer a un grupo de gente erguida sobre las ruinas ennegrecidas de una ciudad. También semejaban Eldren, aunque sus ropajes eran más trabajados, como de lechuguinos, si bien yo no comprendía cómo podía saber tantas cosas. Sin embargo, estaba seguro de que eran Eldren, de otro tiempo y otro lugar. Se les veía afligidos. Existía una afinidad entre ellos y los animales voladores que me costaba entender; con todo, me vino el eco de un recuerdo (o de una premonición, que para las personas como yo es lo mismo). Intenté hablar con uno de mis acompañantes, pero no sabían que me encontraba entre ellos. Al poco, caí en un pozo sin fondo, alejándome del grupo, y descubrí que me hallaba sobre una llanura cristalina sin horizonte. El color de la planicie viró sucesivamente al verde, púrpura y azul, regresando al verde de nuevo, como si la acabaran de crear y aún no se hubiera estabilizado. Un ser de sorprendente belleza, piel dorada y los ojos más bondadosos que había visto nunca, me estaba hablando. Pero yo era Von Bek. Las palabras no significaban nada para mí, porque una vez más se dirigían a la persona errónea. Intenté decirle la verdad a aquella criatura maravillosa, mas mi boca no se movió. Yo era una estatua, hecha de la misma sustancia cristalina y resbaladiza de la llanura.
—
Somos los olvidados, somos los últimos, somos los crueles. Somos los Guerreros en los Confines del Tiempo. Somos los insensibles, los lisiados, los sordos, los ciegos. Ejércitos petrificados del Destino, veteranos de las guerras psíquicas...
Volví a ver a aquellos soldados desesperados, alineados en el borde dentado de un gran risco que se alzaba sobre un abismo insondable. ¿Se dirigían a mí, o hablaban cuando presentían la presencia de alguien que les escuchaba?
Vi a un hombre cubierto con una coraza negra y amarilla que cabalgaba a lomos de un gigantesco corcel por un tramo de aguas embravecidas. Le llamé, pero no me oyó o prefirió ignorarme.
Después, por un momento, vi la cara de Ermizhad. Oí el cántico, mucho más fuerte que unos segundos antes.
—
¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡AYÚDANOS, SHARADIM! ¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡DEJA EN LIBERTAD AL DRAGÓN, SHARADIM, Y LIBÉRANOS A NOSOTROS!
—
¡Ermizhad!
Abrí los ojos y descubrí que estaba gritando su nombre al rostro preocupado y perplejo de Von Bek.
—Despierte —dijo—. Creo que hemos llegado al Terreno de la Asamblea. Venga a ver.
Meneé la cabeza, sumido todavía en mis recuerdos de aquellos sueños.
—¿Se encuentra mal? —se interesó mi compañero—. ¿Quiere que vaya a buscar a un médico? Suponiendo que haya alguno en este deleznable barco.
Respiré hondo varias veces.
—Perdóneme. No quería asustarle. Estaba soñando.
—¿Con la mujer a la que busca? ¿Su amada?
—Sí.
—Gritaba su nombre. Lamento haberle interrumpido, amigo mío. Le dejaré a solas para que se recupere...
—No, Von Bek. Quédese, se lo ruego. La compañía de personas normales es lo que más necesito ahora. Ya ha subido a cubierta, ¿verdad?
—El movimiento del casco me impidió dormir. Y también el olor. Tal vez sea demasiado remilgado, pero me recuerda un poco a un campo de concentración al que me enviaron.
Comprendí algo más el desagrado que le causaba el barco de Armiad.
Me vestí enseguida y me lavé lo mejor que pude, siguiendo a Von Bek a la galería situada frente a nuestros aposentos, y que permitía una vista excelente a estribor. A través del humo, los enmarañados cordajes, las banderas, chimeneas y torretas comprobé que, en efecto, habíamos anclado en una isla de tierra firme casi circular; el terreno se elevaba hasta un punto central en el que se había erigido un sencillo monolito de piedra, similar a los que había visto en Cornwall cuando era John Daker. Casi cincuenta cascos habían llegado ya, y sus enormes moles empequeñecían a las siluetas humanas que remolineaban entre ellos. Continuaban echando vapor, pero de manera bastante esporádica. De vez en cuando, algún casco emitía un gran silbido y arrojaba una columna de humo al aire, como un grupo de ballenas varadas, si bien la disposición de los barcos no era casual. La distancia exacta entre cada uno se había calculado con impresionante precisión.
Los cascos formaban un semicírculo alrededor de la isla. En el extremo más alejado se hallaba un grupo de bajeles esbeltos y elegantes, parecidos a las galeras griegas, provistos de remos y escaso velamen. Podría haberlos confundido con barcos oficiales de naciones ricas. Había cinco. Cerca se encontraban seis bajeles más pequeños, que, a su manera, resultaban tan impresionantes como los otros. Estaban pintados de blanco de proa a popa. Casi todo lo que podía ser blanco, lo era: mástiles, velas, remos, hasta la solitaria bandera que ondeaba en cada bordado de la esquina izquierda. Parecía una simple cruz, y una larga púa remataba cada extremo.
A continuación, venían tres naves mucho más grandes y voluminosas, también impulsadas a vapor, por lo visto, aunque no me recordaban a nada que hubiera visto anteriormente. El material predominante en su estructura era la madera; contaba con altos castillos, troneras para cañones o remos, una gruesa chimenea en la sección de popa y un grupo de unas ocho ruedas de paletas a cada lado. Daban la impresión de haber sido diseñados por alguien que sólo poseyera leves nociones sobre los buques de vapor, indiferente al hecho de si funcionarían o no. Con todo, no me tocaba juzgar a mí. Era obvio que aquellos pesados barcos funcionaban muy bien. Cierto número de navios en forma de plato habían atracado detrás de estos últimos. Parecían tallados en un solo bloque de madera —el árbol tendría que haber sido enorme—, y les habían dado una capa de oro. Contaban con un único mástil de bandera en un extremo, así como toletes en toda la periferia, en los que se habían dispuesto largos remos de madera. Su aspecto indicaba que sólo servían para navegar por las aguas interiores poco profundas. Obviamente, la gente que los utilizaba no había tenido que cruzar un océano para llegar hasta allí.
Por último, entre el casco de Maaschanheem más alejado, a nuestra izquierda, y las embarcaciones en forma de plato, se veía un gran bajel, lo más parecido a un Arca de Noé estilizada que yo había visto surcar las aguas. Era de madera y tenía la popa y la proa muy afiladas, así como una sola casa enorme en la cubierta, de diseño muy sencillo pero con una altura de cuatro pisos; las puertas y ventanas se hallaban dispuestas a intervalos regulares, sin la menor ornamentación. Era uno de los barcos más funcionales y poco imaginativos que había contemplado en mi vida. Lo único que atrajo mi curiosidad fue el tamaño de las puertas, bastante más grandes de lo necesario para gente de estatura media. No ondeaba ninguna bandera, y Von Bek fue tan incapaz como yo de adivinar a quién pertenecía o de dónde procedía.
Algunas siluetas lejanas habían saltado a tierra cerca de sus embarcaciones, pero no distinguimos ningún detalle significativo. Los pasajeros de los bajeles blancos parecían ir cubiertos de pies a cabeza con ropas también blancas. Por contra, y como cabía esperar, la gente de las recargadas galeras vecinas exhibía colores vivos. Los que viajaban a bordo de los barcos grandes y abiertos habían plantado tiendas altas y angulares, y a juzgar por el humo que brotaba de la mayor de ellas, estaban preparando la comida. No se veía ni rastro de los ocupantes del arca.
Ojalá hubiera tenido el catalejo de Jurgin, pues sentía una enorme curiosidad por todos los habitantes de los Seis Reinos.
Estábamos especulando sobre la identidad de la gente y sus barcos, cuando una voz gritó por encima de nuestras cabezas.
—¡Disfrutad de vuestro ocio, buenos caballeros! Poco tendréis después de la Asamblea. ¡Veremos si el príncipe depuesto de los valadekanos sabe correr tan bien como las ratas del pantano!
Era Armiad, con la cara enrojecida y casi echando espuma por la boca, ataviado con una especie de túnica púrpura y cereza. Estaba asomado a un balcón situado encima de nosotros y a nuestra derecha, y apretaba los puños como si quisiera estrujarnos hasta dejarnos sin vida.
Le dedicamos una reverencia, dándole los buenos días, y volvimos adentro. Habíamos decidido correr el riesgo de abandonar los aposentos (aunque cogimos todas nuestras pertenencias) e ir en busca de nuestros jóvenes amigos, en la esperanza de que les apetecería pasar el rato en nuestra compañía.
Encontramos a Bellanda y a sus compañeros sentados en un rincón apartado de la cubierta de proa. Jugaban a algo que no reconocí con fichas de colores. Se sorprendieron un poco al vernos y dejaron de jugar a regañadientes.
—Veo que os habéis enterado de la noticia —dije a Bellanda, en cuyo rostro hermoso y juvenil se reflejaba una franca turbación—. Por lo visto, de héroe he pasado a ser villano. ¿Aceptaríais mi palabra, por el momento, de que no sé nada de los crímenes que se me imputan?
—No tenéis aspecto de ser un hombre que abandone sus responsabilidades o intente asesinar a su propia hermana —repuso Bellanda lentamente. Alzó los ojos y me miró—. Sin embargo, no os habríais convertido en un héroe popular si no supierais presentaros ante la gente como una persona recta y honrada. Resulta difícil descubrir el corazón que se oculta tras un rostro hermoso, como decimos en el
Escudo Ceñudo.
Es más fácil detectar el carácter de uno feo... —Desvió la vista un momento, pero volvió a mirarme con ojos sinceros—. Por todo ello, príncipe Flamadin, o ex príncipe, hemos llegado al acuerdo de ofreceros el beneficio de la duda. Hemos de confiar en nosotros mismos. ¡Es mejor que creer en las fantasías de las revistas populares o en los edictos de nuestro buen capitán barón Armiad! —Lanzó una carcajada—. Pero ¿qué os importa a vos, héroe o villano, nuestra opinión? No os causaremos ni bien ni mal. Aquí, en el
Escudo Ceñudo,
nos encontramos en una situación de impotencia casi total.
—Creo que lo que el príncipe Flamadin desea es vuestra amistad —dijo Ulrich von Bek sin levantar la voz—. Ello ofrece, al menos, una cierta confirmación de que lo que nosotros apreciamos vale la pena...
—¿Sois un adulador, señor conde?
Bellanda sonrió a mi compañero, que se mostró confundido.
Vi al joven Jurgin subido en las crucetas, observando un casco con el catalejo. Tras una breve conversación con los demás, empecé a trepar por el cordaje hasta sentarme junto a Jurgin en el peñol.
—¿Algo interesante? —pregunté.
El joven negó con la cabeza.
—Me limitaba a envidiar a los otros cascos. Somos el más sucio, descuidado y pobre de todos. Solíamos sentirnos orgullosos de su apariencia. Lo que no consigo entender es por qué Armiad no se da cuenta de lo ocurrido a nuestro casco desde que mató al anterior capitán barón. ¿Qué quiso obtener de ese acto?
—Los miserables creen con frecuencia que la posesión del poder por el poder es lo que ha satisfecho más a los otros. Se aferran a él de muchas y variadas formas, y les desconcierta el hecho de que sigan siendo tan miserables como antes. Armiad mató para conseguir algo que, en su opinión, le proporcionaría la felicidad. Ahora, puede que su única satisfacción sea hacer a los demás tan infelices como lo es él.
—Una teoría algo complicada, príncipe Flamadin. ¿Hemos de llamaros todavía así? Os vi con Bellanda y supuse que los demás han decidido seguir siendo vuestros amigos. No obstante, ya que os habéis autodesheredado...
—Llamadme simplemente Flamadin, si queréis. He subido para pediros prestado el catalejo. Siento una curiosidad especial por ese barco grande y sin adornos, y por la gente vestida de blanco. ¿Sabéis quiénes son?
—El barco grande es el único bajel de su clase que poseen los príncipes ursinos. Permanecerán en su interior hasta que dé comienzo la auténtica Asamblea. Se dice que las mujeres vestidas de blanco son caníbales. No se parecen a los demás seres humanos. Sólo dan a luz niñas, y eso significa que han de comprar o robar hombres de otros reinos, por motivos obvios. Las llamamos las Mujeres Fantasma. Van cubiertas de pies a cabeza con armaduras de marfil, y casi nunca muestran el rostro. Nos enseñan a temerlas y a mantenernos alejados de sus barcos. A veces, invaden otros reinos para conseguir varones. Prefieren muchachos y hombres jóvenes. Por supuesto, no se llevarán nada de la Asamblea, salvo lo que se les ofrezca mediante el comercio. Vuestro pueblo no tiene remilgos en hacer tratos con ellas, y creo que Armiad tampoco, pero no puede arriesgarse al ostracismo más total por parte de los demás capitanes barones. Hace siglos que ninguno de nuestros cascos se dedica al tráfico de esclavos.
—¿De modo que mi pueblo, el pueblo de Draachenheem, compra y vende hombres y mujeres?
—¿No lo sabíais, príncipe? Pensábamos que era de sobra conocido. ¿Es que vuestro pueblo sólo se entrega a tales negocios en el curso de una Asamblea?
—Deberéis dar por sentado que sufro lapsos de memoria, Jurgin. Las costumbres locales de Draachenheem me desconciertan tanto como a vos.
—Lo peor es —dijo Jurgin, tendiéndome el catalejo— que los rumores apuntan a que las Mujeres Fantasma son caníbales. Son como arañas hembra, que se comen a los hombres en cuanto su cometido ha terminado.
—Pues son unas arañas de aspecto muy elegante.
Había enfocado a un grupo de mujeres, que conferenciaban entre ellas. Parecían incómodas en sus armaduras, cuyo color, al verlas más de cerca, distinguí que no era sólo blanco, sino que mostraba todos los tonos del marfil cuando se utiliza para fabricar artefactos, desde el amarillo pálido hasta el pardo. Estaban cubiertas de finos grabados, los cuales me recordaron un poco las típicas figuras que tallan los marineros para distraerse, y sus piezas se mantenían unidas mediante ganchos de hueso y juntas de piel, maravillosamente articuladas para amoldarse a todo el cuerpo, de tal manera que las mujeres parecían bellos insectos protegidos por caparazones de dibujos musitados. Su altura sobrepasaba la media, y a pesar de la armadura, se movían con una gracia que consideré muy atractiva. Costaba creer que mujeres de tal belleza fueran caníbales y traficantes de esclavos.
Dos mujeres acercaron sus cabezas, cubiertas con yelmos, para hablar. Una negaba con un impaciente ademán, mientras la otra intentaba repetir lo que había dicho. Frustrada, levantó la visera.