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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (6 page)

BOOK: El dragón en la espada
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El propietario de esta indumentaria parecía convencido de que no sólo era perfectamente congruente, sino bastante impresionante. Cuando llegó al pie de la escalera, se detuvo, hizo un breve gesto de saludo y se volvió hacia Mopher Gorb.

—Estás despedido, basurero mayor. Y, como ya supondrás, te hago responsable de que no se abastezcan más contenedores durante este viaje. Demostraste un pésimo juicio al confundir a nuestros invitados con sabandijas de los pantanos. Como resultado, perdiste buena mano de obra.

—Lo acepto, capitán barón —dijo Mopher Gorb, haciendo una reverencia.

El barco se estremeció de repente, emitiendo gemidos y quejidos que parecían proceder de sus mismísimas entrañas. Todos nos aferramos a lo que pudimos durante unos momentos, hasta que el movimiento cesó. Después, Mopher Gorb prosiguió.

—Cedo mis contenedores al que me suceda y ruego que se cacen buenas sabandijas para nuestras calderas.

Aunque no entendía muy bien lo que decía, tuve ganas de vomitar.

Mopher Gorb se escabulló por el rastrillo, que descendió al instante a su espalda. El capitán barón avanzó pavoneándose hacia nosotros; el gran sombrero osciló sobre su cabeza.

—Soy Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan, capitán barón de este casco, perteneciente a La Mano Que Aprieta. Me siento profundamente honrado de daros la bienvenida a vos y a vuestro amigo. —Me hablaba a mí, en un tono de voz conciliador bastante desagradable. Su reacción me sorprendió, y el hombre sonrió—. A mi entender, señor, sólo transmitisteis a mi basurero mayor unos cuantos de vuestros títulos, ya que no os rebajaríais a comunicar a una persona como él vuestro auténtico nombre y jerarquía. Sin embargo, como capitán barón me está permitido, ¿verdad?, dirigirme a vos por el nombre más conocido entre nosotros, al menos en nuestro Maaschanheem.

—¿Conocéis mi nombre, capitán barón?

—Oh, por supuesto, alteza. He reconocido vuestro rostro gracias a los libros. Todos han leído vuestras hazañas contra los piratas de Tynur, vuestra búsqueda de la Perra Vieja y su hija, el misterio relativo a la Ciudad Turbulenta que resolvisteis. Y muchas, muchas más. Sois un héroe para los habitantes de Maaschanheem, alteza, como lo sois para vuestros conciudadanos de Draachenheem. No sé deciros cuánto me satisface poder agasajaros, sin el menor deseo de publicidad para mi casco. Me gustaría dejar claro que nos abruma el honor de teneros a bordo.

Apenas pude contener una sonrisa ante los torpes y groseros intentos de imitar los buenos modales de que hacía gala aquel hombrecillo deleznable. Decidí adoptar un tono altivo, puesto que tal se esperaba de mí.

—Entonces, señor, ¿cómo me llamáis vos?

—¡Oh, alteza! —exclamó, con una sonrisa tonta—. ¡Pero si sois el príncipe Flamadin, señor electo de Valadeka, y el héroe de los Seis Reinos de la Rueda!

Por lo visto, ya sabía mi nombre. Temí por enésima vez que se esperase de mí más de lo que yo pretendía o deseaba.

—También a mí me habéis ocultado ese gran secreto, príncipe Flamadin —dijo Von Bek con sorna.

Yo ya le había explicado mis circunstancias. Le dirigí una mirada.

—Ahora, bondadosos caballeros, seréis mis invitados a una fiesta que he preparado en vuestro honor —dijo el capitán barón Armiad.

Señaló con un casquete el otro extremo del salón, donde una pared se elevaba lentamente, dejando al descubierto una habitación muy bien iluminada, en la que se había dispuesto una gran mesa de roble que exhibía variados platos de aspecto nauseabundo.

Evité la mirada de Von Bek y recé para que fuera posible, al menos, encontrar un bocado o dos que resultaran aceptables.

—Tengo entendido, bondadosos caballeros —dijo Armiad, mientras nos guiaba hacia nuestros asientos—, que habéis optado por tomar pasaje en nuestro casco y que os dirigís a la Asamblea.

Asentí con gravedad, puesto que ardía en deseos de averiguar la naturaleza de esa Asamblea.

—Imagino que os embarcáis rumbo a una nueva aventura —dijo Armiad, cuyo sombrero oscilaba peligrosamente muy cerca de mí, pues se había sentado a mi lado; por lo demás, aunque no tan ofensivo, su olor se diferenciaba en poco del de sus hombres.

Comprendí que aquel individuo no sólo desdeñaba los buenos modales como norma sino que estaba poco familiarizado con los rituales que conllevan. Me decantaba por creer que, si no pensara que servía más a sus fines agasajarnos como huéspedes, nos habría rebanado alegremente el pescuezo y arrojado nuestros cadáveres a sus contenedores y calderas. Me tranquilizaba que me hubiera reconocido como el príncipe Flamadin (¡o me hubiera confundido con él!), y resolví disfrutar de su hospitalidad lo menos posible.

Mientras comíamos, le pregunté cuánto pensaba que tardaríamos en llegar a la Asamblea.

—A lo sumo, dos días más. Caramba, buen señor, ¿estáis ansioso por llegar antes que los demás? En ese caso, aumentaremos la velocidad. Simple cuestión de ajustes mecánicos y consumo de combustible...

Negué con la cabeza al instante.

—Dos días es perfecto. ¿Se reunirá todo el mundo en esta Asamblea?

—Representantes de los Seis Reinos, como ya sabéis, alteza. No puedo responder, por supuesto, de visitantes imprevistos a la reunión.

La hemos venido convocando, como no ignoráis, en Maaschanheem, tanto si acuden todos los reinos como si no. Cada año, desde el Armisticio, cuando las Guerras entre los Cascos concluyeron por fin. Vendrán muchos, todos bajo tregua, por supuesto. Hasta las sabandijas de los pantanos, esos horribles renegados sin casco ni fondeadero, pueden presentarse sin ir a parar a los contenedores. Sí, en conjunto será una bonita reunión, alteza. Y yo os conseguiré un lugar preferente entre los cascos más privilegiados. Nadie osaría negároslo. ¡El
Escudo Ceñudo
es vuestro!

—Os estoy muy agradecido, capitán barón.

Los criados iban y venían, depositando horrísonos platos bajo nuestras narices; por lo visto, era correcto rechazarlos, porque nadie parecía enfadarse. Reparé en que, como yo, Von Bek se las componía con una ensalada de plantas pantanosas relativamente sabrosas.

—Perdonadme, capitán barón —habló por primera vez Von Bek—. Como sin duda os ha comunicado su alteza, sufro una perturbación que me ha robado gran parte de mi memoria. ¿De qué otros reinos habláis, aparte de éste?

Admiré su franqueza y su método de explicarse, evitando que yo me sintiera turbado.

—Como sabe su alteza —dijo Armiad, con impaciencia apenas contenida—, somos los Seis Reinos, los Reinos de la Rueda: Maaschanheem, en el que nos hallamos, Draachenheem, donde gobierna el príncipe Flamadin —me señaló con un gesto de la cabeza—, cuando no se va de aventuras por ahí, y Gheestenheem, reino de las Mujeres Fantasma Caníbales. Los otros tres son Barganheem, reclamado por los misteriosos príncipes ursinos, Fluugensheem, cuyo pueblo está custodiado por la Isla Volante, y Rootsenheem, en el que los guerreros tienen la piel de sangre brillante. Está también, por supuesto, el reino del Centro, pero nadie viene de allí ni se aventura en él. Lo llamamos Alptroomensheem, reino de las Marcas Diabólicas. ¿Lo recordáis ahora todo, conde Von Bek?

—Por completo, capitán barón. Os agradezco la molestia. Temo que tengo muy mala memoria para los nombres.

El capitán barón desvió hacia mí sus belicosos y groseros ojos con cierto alivio, o al menos eso me pareció.

—¿Asistirá vuestra prometida a la Asamblea, alteza, o prefiere la princesa Sharadim quedarse a defender el reino mientras vais en pos de la aventura?

—Ah —dije, cogido por sorpresa e incapaz de disimular el sobresalto—— La princesa Sharadim. Aún no lo sé.

Y en algún lugar de mi mente resonó aquel cántico desesperado.

¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡HAY QUE LIBERAR AL DRAGÓN!

Fue en ese momento cuando alegué cansancio y rogué al capitán barón Armiad que me condujeran a mi alcoba.

Von Bek se reunió conmigo en mis aposentos, contiguos a los suyos.

—Parece intranquilo, Herr Daker —dijo—. ¿Teme que descubran su engaño y que el príncipe auténtico aparezca en esa Asamblea?

—Oh, casi no dudo de que soy el auténtico príncipe, amigo mío. Lo que me sorprende es que el único nombre que me resulta más o menos familiar desde que llegué a este mundo es el de una mujer con la que, en apariencia, estoy prometido.

—Al menos, eso le evitará turbarse cuando la conozca por fin.

—Tal vez —respondí, pero la verdad es que me sentía muy preocupado, y no estaba seguro del motivo.

Aquella noche apenas dormí.

Había llegado a temer al sueño.

3

A la mañana siguiente no me costó nada despertarme. La noche había estado plagada de visiones y alucinaciones: las mujeres que cantaban, los guerreros desesperados, las voces que llamaban no sólo a Sharadim, sino también a mí, por mil nombres diferentes.

Von Bek vino a buscarme cuando yo estaba dando los últimos toques a mi aseo personal, y volvió a insistir en mi aspecto enfermizo.

—¿Se han convertido esos sueños en una condición permanente de la vida que me ha descrito?

—Permanente no —respondí—, pero sí frecuente.

—No le envidio, Herr Daker.

A Von Bek le habían dado ropas nuevas. Se movía con torpeza en su atavío, compuesto de camisa y pantalones de piel suave, chaquetón de piel más gruesa y botas altas.

—Parezco un bandido salido de una obra teatral del
Sturm una Drang
—dijo.

Seguía reaccionando ante su situación con talante irónico, y admito que su compañía me alegraba. Al menos, aliviaba mis sueños y premoniciones agoreros.

—Estas ropas están muy limpias —comentó—, y veo que también le han proporcionado, agua caliente. Supongo que podemos considerarnos afortunados. Anoche estaba tan angustiado, Herr Daker, que olvidé agradecerle su ayuda. —Extendió la mano—. Señor, me gustaría ofrecerle mi amistad.

Estreché su mano calurosamente.

—Puede contar con la mía —dije—. Me alegra tener un camarada de sus características. No esperaba tanto.

—He leído muchas maravillas sobre las Marcas Intermedias —continuó—, pero ninguna tan extraña como este gran barco de madera. Me he levantado pronto para inspeccionar la maquinaria. Es tosca, pues funciona a vapor, pero cumple su cometido. ¡Nunca habrá visto tantas palancas y pistones de tan diversa antigüedad! El barco debe de ser increíblemente viejo, y yo diría que se han hecho pocas mejoras desde hace un siglo o más. Todo está zurcido y remendado, atado con cuerdas, soldado de cualquier manera. Las calderas y hornos son enormes. Y curiosamente eficientes. Mueven un tonelaje equivalente, como mínimo, al de su
Queen Elizabeth,
y el agua sólo lo sustenta en parte. Depende más del potencial humano que un transatlántico, por supuesto, y puede que en eso radique la explicación. Debo admitir que mis conocimientos de ingeniería se limitan a un año en una escuela técnica, pues mi padre insistió en ello. ¡Era un tipo progresista!

—Más que el mío, desde luego. No sé nada de esas cosas. Ojalá fuera al contrario. Tampoco he necesitado de tales habilidades en los mundos que he conocido. En ellos la magia está más a la orden del día, o lo que llamábamos magia en el siglo veinte.

—Mi familia —dijo Von Bek, con una de sus irónicas sonrisas también está algo familiarizada con la magia.

Entonces procedió a contarme la historia de su familia, remontándose hasta el siglo XVII. Por lo visto, sus antepasados siempre habían poseído medios de viajar entre los diferentes reinos y a diversos mundos, cada uno con sus reglas peculiares.

—Se supone que subsisten reminiscencias en la existencia —añadió—, pero nunca las hemos detectado, excepto una que, en parte, es falsa.

Por eso había buscado la ayuda de alguien al que llamó «Satán» para luchar contra Hitler. Satán le había ayudado a descubrir la forma de desplazarse a las Marcas Intermedias, y le dijo que había alguna esperanza de que encontrara los medios de derrotar a Hitler.

—Sin embargo, aún no sé si es el mismo Satán que fue expulsado del Cielo o una deidad menor, un diosecillo prisionero —concluyó—. A pesar de todo, me ayudó.

Me sentí aliviado. En contra de lo que había sospechado, Von Bek no necesitaría excesivas explicaciones previas antes de darle cuenta de hechos que habían llegado a ser normales para mí. Con todo, aquel reino parecía carecer de maravillas sobrenaturales, exceptuando el dato de que se daba como segura
la
existencia de otros planos, lo cual me tranquilizaba.

Von Bek, que ya había explorado en parte el barco, me guió por los chirriantes pasadizos de madera de lo que yo ya consideraba el palacio del capitán barón hasta una pequeña cámara, adornada con telas acolchadas de confección demasiado primorosa para ser de aquel mundo. Habían dispuesto una mesa de madera. Probé un trozo de queso salado y pulverulento, un poco de pan duro, un sorbo de lo que tomé por yogur casi líquido y, por último, me conformé con una jarra de agua tibia, relativamente clara, y un huevo duro de un ave desconocida. Después, seguí a Von Bek por otro laberinto de pasadizos sinuosos y angostos, desembocando en una endeble pasarela elevada que se extendía entre dos mástiles. Oscilaba con tanta violencia que me mareé y tuve que agarrarme a la barandilla. Abajo, la gente del barco se dedicaba a sus asuntos. Vi carros tirados por bestias similares a bueyes, oí los gritos de las mujeres en los edificios destartalados, hablándose de ventana a ventana, vi a niños jugando en los cordajes inferiores, mientras los perros ladraban a sus pies. El humo lo invadía todo, ocultando algunas escenas por completo; de vez en cuando, el viento despejaba el panorama y se podía oler un poco de aire puro, procedente de tierras alejadas del inmenso y centelleante pantano que el
Escudo Ceñudo
surcaba con una especie de incómoda dignidad.

Maaschanheem, aunque llano y monótonamente verdegrisáceo, era espléndido a su manera. Las nubes casi nunca se levantaban durante mucho rato, pero la luz que se filtraba entre ellas cambiaba sin cesar, revelando diferentes aspectos de las lagunas, los pantanos y las estrechas franjas de tierra que aquel pueblo nómada llamaba «fondeaderos». Se veían bandadas de aves hermosas y extrañas deslizándose sobre las aguas o vadeando entre las cañas; en ocasiones, se elevaban en el aire, formando una enorme masa oscura, y se alejaban hacia el horizonte invisible. Animales de aspecto inverosímil se escurrían entre las hierbas o sacaban la cabeza del agua para saciar su curiosidad. El que más me sorprendió fue uno parecido a una nutria, aunque más grande que la mayoría de los leones marinos. El curioso apelativo con que lo designaban era
vaasarhund,
es decir, perro acuático. Empezaba a darme cuenta de que aquel idioma, que yo hablaba con más fluidez que Von Bek, era de origen teutónico, un cruce de alemán antiguo, holandés y, en menor grado, inglés y escandinavo. Ahora entendía por qué me habían dicho que aquel mundo mantenía una relación más estrecha con el que yo había conocido como John Daker que con la mayoría de los que había visitado como Campeón Eterno.

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