—Nos matará a todos en el acto, os lo digo.
Von Bek no creía que nuestro plan pudiera salir bien.
—Dudo que Sepiriz, a pesar de todas sus artimañas y astucias, nos haya enviado a una muerte cierta —dijo Alisaard—. Hemos de confiar en su parecer. Se basa en elementos que nosotros desconocemos.
—No me entusiasma sentirme un peón de su inmensa partida de ajedrez —gruñó Von Bek.
—Ni a mí tampoco —repliqué, encogiéndome de hombros—, aunque usted piense que ya me he acostumbrado. Todavía creo que una sola persona puede lograr al menos lo mismo que todas esas alianzas de hombres y dioses que menciona Sepiriz. Más de una vez he pensado que, de tanto enfrascarse en su juego, en su política cósmica, han olvidado sus propósitos originales.
—Por lo tanto, no os merecen mucho respeto los dioses y los semi-dioses —intervino Alisaard, llevándose rápidamente los dedos a la cara, como olvidando que la capucha cubría la visera—. Debo admitir que en Gheestenheem no pensamos mucho en esos seres. Lo que oímos acerca de ellos nos recuerda demasiado a menudo los juegos de niños.
—Por desgracia —dijo Von Bek—, a esos niños les interesa mucho más el poder que a nosotros. Y cuando lo consiguen, pueden destruir a todo aquel que no quiere participar en sus juegos.
Alverid de Prucca se apartó la capa. Era el más taciturno de todos. Su principado se hallaba en el lejano oeste, donde la gente tenía fama de hablar poco y pensar mucho.
—Sea como fuere, seguiremos adelante. Pronto será mediodía. ¿Recordáis todos el plan?
—No es muy difícil —dijo Von Bek. Dio una sacudida a las riendas de su corcel—. Adelante.
Avanzamos con lentitud, abriéndonos paso entre la muchedumbre, y llegamos al puente. Esa parte también estaba vigilada por guardias a pie, que se pusieron firmes cuando nos aproximamos.
—Somos la delegación invitada de los Seis Reinos —dijo Alisaard—. Venimos a presentarle nuestros respetos a vuestra nueva emperatriz.
—¿Invitados, señora? —preguntó un guardia, frunciendo el ceño.
—Invitados. Por vuestra emperatriz princesa Sharadim. ¿Hemos de esperar aquí como vendedores de baratijas o podemos proseguir hacia la entrada de comerciantes? Esperaba un recibimiento más caluroso de una hermana...
Los guardias intercambiaron una mirada y nos dejaron pasar, algo avergonzados. Al habernos permitido el paso los primeros, los demás les imitaron sin poner más reparos.
—Ahora, seguidme —dijo Ottro, poniéndose al frente.
Estaba más familiarizado con el lugar y con el protocolo. Espoleó a su caballo y pasamos bajo un arco de considerable altura, hecho de granito sólido, que debía de medir casi cuatro metros de ancho y dos de espesor. Daba a un agradable patio cubierto de césped y rodeado de grava. Lo cruzamos sin que nadie nos lo impidiera. Miré a mi alrededor. Las altas murallas del palacio se elevaban por doquier, rematadas por bellas agujas, casi etéreas. Sin embargo, experimenté la sensación de que estaba penetrando en una trampa de la que me sería imposible escapar.
Pasamos bajo otros dos arcos y nos acercamos a un grupo de jóvenes, ataviados con libreas verdes y pardas, a los que Ottro reconoció.
—Escuderos —gritó—, encargaos de nuestros caballos. Llegamos tarde a la ceremonia.
Los escuderos se apresuraron a obedecer su orden. Desmontamos y Ottro, sin la menor vacilación, entró por una puerta central que daba acceso a unas dependencias privadas, aunque no había nadie.
—Conocía a la dama que ocupa estos aposentos —dijo, a modo de explicación—. Daos prisa, amigos. La suerte nos acompaña hasta el momento.
Abrió una puerta y salimos a un frío pasadizo de techos altos, decorado con las multicolores colgaduras que tanto agradaban a aquella gente. Algunos muchachos que portaban las mismas libreas verdes y pardas, una joven ataviada con un vestido blanco y rojo, y un anciano de cuyos hombros colgaba una capa a cuadros guarnecida de piel nos miraron con indiferente curiosidad cuando avanzamos precedidos por Ottro, doblamos una esquina, después otra, subimos tres tramos de escalera de mármol y llegamos ante una maciza puerta de madera que nuestro guía abrió con cautela. Hizo señas de que le siguiéramos.
La estancia se hallaba a oscuras y desierta. Las cortinas estaban corridas sobre todas las ventanas. Olía empalagosamente a incienso. Se veían grandes plantas de hoja gruesa por todas partes, proporcionando a la estancia cierto aspecto de invernadero. Reinaba la misma humedad pegajosa, que recordaba a los trópicos.
—¿Qué es esto? —preguntó Von Bek, estremeciéndose—. La atmósfera es muy diferente del resto.
—Es la habitación donde murió el príncipe Flamadin —dijo un escudero—. En aquel sofá. Lo que oléis es la maldad, señor.
—¿Por qué la tienen a oscuras? —quise saber.
—Porque dicen que Sharadim todavía se comunica con el espíritu de su hermano muerto...
Esta vez fui yo el que sintió un escalofrío. ¿Se refería al espíritu del cuerpo que yo habitaba ahora?
—Me han dicho que guarda su cadáver en estos aposentos —afirmó Ottro—. Congelado. Incorrupto. Exactamente igual que cuando exhaló el último suspiro.
—Son simples rumores —dije, impaciente.
—Sí, alteza —se apresuró a corroborar un escudero.
Luego, frunció el ceño. Sentí simpatía por él. No era el único que estaba confuso. Según el decir general, yo había sido asesinado en aquella habitación, o al menos algo que casi era yo. Me llevé la mano a la cabeza. Temí caer sin sentido.
Von Bek me sostuvo.
—Aguante, hombre. Dios sabe lo que esto significa para usted. Ya es bastante malo para mí.
Gracias a su ayuda logré sobreponerme. Ottro nos guió por las restantes estancias, todas a oscuras y ominosas como la primera, hasta que nos detuvimos ante otra puerta que daba al exterior.
Oímos sonidos al otro lado. Música. Gritos. Risas.
El anciano, con un repentino movimiento, asió los pestillos de las dos hojas y las empujó hacia adelante con gran estrépito.
Contemplamos un mar de colores, de metal y de seda, de rostros que ya se volvían con curiosidad hacia el motivo del ruido.
Teníamos ante nuestros ojos la gran sala ceremonial abovedada de Valadeka, las lanzas, estandartes, armaduras y toda clase de adornos, un predominio de rojos de matiz rosado y blancos, dorados y negros. Grandes chorros de luz solar, que casi nos cegaron, se derramaban desde las gigantescas ventanas situadas en ambos extremos de la estancia.
Mosaicos, tapices y vidrieras contrastaban magníficamente con la pálida piedra tallada, y parecían ideados para atraer la atención del espectador hacia el centro exacto, donde una mujer de inimaginable belleza se estaba levantando de un trono de obsidiana azul y esmeralda. Sus ojos se clavaron en los míos cuando llegué al primer peldaño de la amplia escalinata que descendía hacia el estrado sobre el que descansaba el trono.
Se hallaba flanqueada por hombres y mujeres ataviados con pesados mantos. Eran los dignatarios religiosos de Valadeka, también hermanos unidos en matrimonio, como había sido nuestra costumbre durante dos mil años. Ella lucía el antiguo Manto de la Victoria. Hacía siglos que ningún valadekano lo ceñía. Nunca quisimos llevarlo otra vez, pues era un Manto de Guerra, un manto que significaba conquista por la fuerza de las armas. Ella me lo había ofrecido y yo lo había rehusado.
Sostenía en sus manos la Media Espada, la vieja espada rota de nuestros bárbaros antepasados. Se decía que había matado al último miembro de la dinastía Anishad, una niña de seis años, instituyendo el reinado de nuestra familia hasta la reforma de la monarquía, cuando los príncipes y princesas fueron elegidos por sufragio popular. La elección recayó en Sharadim y Flamadin, porque éramos gemelos y significaba un buen presagio. Debíamos casarnos y bendecir a la nación. El pueblo sabía que le traeríamos suerte. Ignoraba cuánto ansiaba Sharadim esa oportunidad de hacerse con el poder. Rememoré nuestras discusiones, su disgusto por lo que ella consideraba mi debilidad. Yo le hice recordar que habíamos sido elegidos, que nuestro poder provenía del pueblo, que deberíamos responder ante parlamentos y consejos. Ella se rió al oírme.
—
Durante tres siglos y medio nuestro linaje ha esperado la venganza. Durante tres siglos y medio los espíritus de nuestra familia han contenido su impaciencia, sabiendo que el momento llegaría, sabiendo que los ilusos olvidarían..., sabiendo que si hubieran deseado ver al último de sus señores legítimos, el sardatñano Bharaleen, habrían hecho lo que les hicimos a los Anishads, asesinando hasta al último de ellos, hasta a los primos más lejanos. Esa sangre, Flamadin, llena nuestras venas. Nuestro pueblo clama a gritos que cumplamos nuestro destino...
—¡NO!
Abrió los ojos de par en par cuando, sin prisas, empecé a bajar los escalones.
—No, Sharadim. No os resultará tan fácil haceros con el poder. Que el mundo conozca, como mínimo, los espeluznantes medios que empleasteis. Que se entere de que habéis traído desorden, horror y sangrientos tormentos a este reino. Que pensáis aliaros con los poderes más siniestros del Caos, que conquistaréis primero este reino y después os haréis nombrar emperatriz de los Seis Reinos de la Rueda. Que sea consciente de que estáis dispuesta a derribar las barreras que detienen a las fuerzas de las Marcas Diabólicas. Que esta asamblea sepa, Sharadim, hermana mía, que sólo sentís desprecio por sus miembros, pues consideraban mansa nuestra sangre, cuando en realidad había cobrado una extrema ferocidad al estar tanto tiempo constreñida. Que no ignoren, Sharadim, quién pensó primero en seducirme y después en asesinarme, lo que vos pensáis de su sencillo entusiasmo y su buena voluntad. ¡Que se enteren de que aspiráis a ser inmortal, a ser elevada al panteón del Caos!
Había calculado el tremendo impacto que produciría mi declaración en la inmensa sala. Mi voz retumbaba. Mis palabras eran cuchillos que salían lanzados hacia su blanco. Sin embargo, hasta ese momento no había sabido lo que iba a decir.
Los recuerdos me habían asaltado de súbito. Por lo visto, durante un rato había poseído la mente de Flamadin, la memoria de lo que su hermana le había dicho.
Había pensado efectuar alguna revelación ante los nobles venidos de una docena de naciones, pero no había sospechado ni por un segundo que sería tan preciso y explícito. Al principio, había tomado posesión del cuerpo del príncipe Flamadin. Ahora, el príncipe había tomado posesión de mí.
—¡Que todo el mundo conozca vuestros pensamientos, hermana mía!
Seguí descendiendo. Caminaba entre grandes ramos de rosas, rojas y rosadas, y su dulce perfume embriagaba mis sentidos casi como una droga.
—¡Decidles la verdad!
Sharadim dejó caer la Media Espada, que, hasta aquel momento, había acariciado como a un amante. Su rostro, lívido de odio, expresaba al mismo tiempo una alegría exultante. Casi parecía que hubiera redescubierto una admiración por su hermano largo tiempo olvidada.
Algunos pétalos de rosa flotaban perezosamente en los chorros de luz que penetraban por las vidrieras. Me detuve, los brazos en jarras, desafiándola con todo mi cuerpo.
—¡Decídselo, Sharadim, hermana mía!
Cuando habló, no advertí en su voz la menor vacilación, sino una fría y horrible autoridad. Y desprecio.
—El príncipe Flamadin ha muerto, señor. ¡Y vos sois un vulgar impostor!
Había esperado a ese momento para echar hacia atrás la capucha. Un murmullo de reconocimiento se elevó de todos los puntos de la sala. Algunos retrocedieron aterrados, como si fuera un fantasma; otros avanzaron para verme mejor. Y, a una señal de Sharadim, irrumpieron medio centenar de hombres armados, con picas ceremoniales en las manos, formando un círculo alrededor de la mujer y del trono.
—Y si yo soy un impostor, ¿quiénes son éstos? —pregunté, señalando hacia atrás—. Damas y caballeros, ¿no reconocéis a vuestros iguales?
Ottro, príncipe feudal de Waldana, se situó a mi lado. A continuación lo hicieron Madvad, duque de Drane, Halmad, príncipe feudal de Ruradani, y todos los demás nobles y escuderos.
—Éstos son los hombres que vendisteis como esclavos, Sharadim. ¡Ahora desearéis haberles asesinado, como hicisteis con los otros!
—¡Magia negra! —gritó mi gemela—. ¡Fantasmas invocados por el Caos! Mis soldados les destruirán, no temáis.
Pero muchos más nobles se lanzaron hacia adelante. Un anciano de elevada estatura, que llevaba una corona alta hecha de conchas coloreadas, levantó la mano.
—Aquí no habrá derramamiento de sangre. Conozco a Ottro de Waldana como si fuera mi hermano. Dijeron que os fuisteis a buscar nuevos portales a los otros reinos. ¿Es así?
—Fui detenido, príncipe Albret, cuando iba a embarcar rumbo a mi país. La princesa Sharadim ordenó el arresto. Una semana después, todos los que aquí veis fuimos vendidos como esclavos a las Mujeres Fantasma.
Otra oleada de murmullos brotó de la multitud.
—Compramos a estos hombres de buena fe —dijo Alisaard, sin subirse la visera—, pero cuando nos enteramos de sus circunstancias decidimos liberarles.
—Ésa es vuestra primera miserable mentira —gritó Sharadim, sentándose en el trono de nuevo—. ¿Cuándo se han preocupado las Mujeres Fantasma por la procedencia o las circunstancias de sus esclavos? Se trata de un complot urdido entre nobles rebeldes y enemigos extranjeros para desacreditarme y debilitar a Draachenheem...
—¿Rebeldes? —El príncipe Ottro bajó uno o dos peldaños, hasta situarse por debajo de mí—. Por favor, señora, ¿contra qué nos rebelamos? Vuestra autoridad es puramente formal, ¿no? Y si no lo es, ¿por qué no dais a conocer tal hecho?
—He hablado de vulgar traición —dijo la princesa—. Contra nuestro reino y contra sus naciones. No desaparecieron porque se les capturase, sino porque fueron a buscar una alianza con Gheestenheem. Son ellos los que intentan corromper nuestras tradiciones. Son ellos quienes confían en hacerse con el poder y someternos a todos los demás. —El rostro de Sharadim era la viva imagen de la virtud ultrajada. Su hermosa piel parecía resplandecer de honestidad, y sus grandes ojos azules nunca habían parecido más inocentes—. Fui elegida emperatriz del reino a propuesta de varios barones y príncipes feudales. Si esto provoca disensiones, en lugar de contribuir a la unidad de Draachenheem, rechazaré el honor...
En respuesta a su discurso se produjeron gritos de aprobación, así como otros instándola a ignorarnos.