—¿Lo hago? Demos por concluido el asunto.
—No podemos matarla —dije—. Tiene razón en una cosa: el resultado de esta acción podría ser una guerra civil. Si la dejamos en libertad, alguien se dará cuenta de que no somos los asesinos que ella dice.
—La guerra civil ya es inevitable —adujo el príncipe Ottro con dolor—. Más de un país se negará a reconocerla como emperatriz.
—Pero muchos otros la aceptarán. Nuestros actos deben ser testimonio de nuestra humanidad y honestidad.
El príncipe Halmad y Alisaard habían llegado a una misma conclusión.
—Que la ley la juzgue —dijo Alisaard—. Yo no me rebajaré a emplear sus métodos. Flamadin tiene razón. Ahora, muchos sospecharán de ella. Es posible que su mismo pueblo exija un juicio...
—Lo dudo —aseveró Von Bek con solemnidad—, o digamos que los que exijan el juicio serán silenciados rápidamente. La ascensión de los tiranos al poder sigue una pauta monótona que, sospecho, refleja el modelo común de la estupidez humana. Por deprimente que sea, debemos aceptar ese hecho.
—Bien, ahora tendrá que enfrentarse con una oposición —dijo Ottro, satisfecho—. Vamos, hemos de zarpar cuanto antes hacia Waldana. Allí, al menos, me creerán.
Sharadim se rió de nosotros cuando desatracamos. Su maravilloso cabello se agitó en el aire, y su capa aleteó cuando se la ciñó alrededor del cuerpo. Yo me quedé de pie en la popa, mirándola a los ojos, tal vez intentando conminarla a poner freno a su maldad, pero rió con más fuerza todavía. La seguí escuchando cuando el barco rodeó el cabo y la perdimos de vista.
Creo que algunas goletas nos persiguieron. Las divisamos el segundo día, pero por suerte no nos vieron. Casi habíamos llegado a la costa de Waldana. Por la noche Ottro y los suyos desembarcaron en un pequeño puerto pesquero.
—Levantaré en armas a mi pueblo —afirmó el príncipe Ottro—. Nosotros, al menos, lucharemos contra la princesa Sharadim.
Los demás no teníamos tiempo para descansar.
—Hacia el norte —dijo Alisaard. De una cinta que le rodeaba el cuello colgaba una especie de brújula—. Hemos de darnos prisa. Por la mañana habrá desaparecido.
Navegamos en dirección norte. El negro del océano viró poco a poco hacia un gris claro, a medida que el sol se levantaba. A lo lejos, en el horizonte, vimos la entrada. Ya empezaba a desvanecerse. Alisaard movió con pericia la vela para aprovechar al máximo la brisa. El barco saltó hacia adelante. Von Bek y yo tuvimos la impresión de volver a la vida. Contemplamos con avidez las grandes columnas de luz tenue que brotaban de una fuente invisible y descendían hacia un lugar asimismo invisible.
—Correré el riesgo de acercarme con más rapidez —gritó Alisaard—. Faltan pocos segundos para que el eclipse termine.
Condujo nuestra pequeña embarcación entre dos columnas, tan cercanas entre sí que temí lo peor. El templo de luz se estaba contrayendo y las columnas se desplazaban para formar un solo y evanescente chorro.
Pero pasamos y, aunque aquel túnel era considerablemente más estrecho que el último, supimos que estábamos salvados. El agua calma nos deparó unos momentos de tranquilidad; después, el barco se inclinó y avanzamos por el pasillo a enorme velocidad.
—Nos enseñan dónde y cuándo encontrar todos los portales entre los reinos —nos informó Alisaard—. Tenemos cartas de navegación y calculadoras. Podemos saber por adelantado cuándo se abre un portal y otro se cierra, y sabemos exactamente adonde conducen. No temáis, pronto llegaremos a Barganheem. A mediodía, más o menos.
Von Bek estaba cansado. Se dejó caer en el barco. Una débil sonrisa se dibujó en su rostro.
—He de confiar en su discernimiento, Herr Daker, pero que me cuelguen si sé por qué decidió que encontraríamos esa espada en Barganheem.
—Tengo la ventaja sobre Sharadim de que puedo leer conscientemente algunos de sus pensamientos. Ella sólo intuye los míos. O sea, tiene el mismo poder pero no sabe utilizarlo. Me permití el lujo de dejarle atisbar en mi mente unos momentos...
—¿Por eso se desmayó tan de repente? ¡Aja, me alegro de que no me haya concedido ese privilegio, Herr Daker! —Bostezó—. Eso significa que si Sharadim consigue averiguar el secreto, también podrá leer sus pensamientos, amigo mío. Estarán igualados.
—Ahora mismo podría estar decidiendo cuál de sus intuiciones era la correcta. Tiene todos los números a su favor.
El barco se estremeció. Miramos adelante y vimos una masa de luz verde brillante, casi circular, como un sol. Viró lentamente al azul, y después al gris. El pasillo se estrechó y empezamos a caer. Oímos un sonido errático pero musical, como el de un órgano, y sufrimos una sacudida espantosa. El barco avanzó a saltos sobre algo que, por descontado, ya no era agua.
Bajo nuestros pies se veían nubes. En lo alto divisamos un cielo azul y un sol en su cenit. Las columnas habían desaparecido. Ya no flotábamos en el agua, sino que estábamos posados sobre un verde prado montañoso. Un poco más lejos, en otro campo del que nos separaba un muro de piedra seca, pastaban tres vacas blancas y negras. Dos nos miraron con tibia curiosidad. La otra emitió un sonido, como si indicara que no le interesábamos lo más mínimo.
Por todas partes se veían los mismos prados empinados, muros y picos montañosos. Era imposible divisar algún detalle de la tierra que tapaban las nubes. Reinaba un silencio extraño y agradable. Von Bek pasó una pierna por encima de la borda y sonrió a Alisaard.
—¿El resto de Barganheem es tan pacífico como esto, mi señora?
—La mayor parte. Los comerciantes del río son algo pendencieros, pero nunca se molestan en subir tan arriba.
—¿Y los granjeros? ¿Les desagradará descubrir un barco en uno de sus campos?
Von Bek hablaba con su habitual humor seco.
Alisaard se había quitado la visera. De nuevo, mientras agitaba su largo pelo, me impresionó su parecido con mi Ermizhad, tanto en gestos como en aspecto físico. Volví a experimentar una punzada de celos cuando dirigió una sonrisa a Von Bek que revelaba una emoción más fuerte que la amistad. Me controlé, por supuesto, porque no tenía derecho a sentirme así. Yo estaba comprometido con Ermizhad. La amaba más que a mi vida. Y aquella mujer, le recordé al ser infantil que plañía en mi interior, no era Ermizhad. Si Alisaard encontraba a Von Bek sexualmente atractivo y él le correspondía, yo debía alegrarme por ambos. Sin embargo, el pequeño demonio seguía importunándome. Me lo habría arrancado con un cuchillo al rojo vivo de haber sido posible.
—Observaréis que los granjeros no han traído ganado a este campo en particular —dijo Alisaard—. Saben, como todo el mundo, que éste es un lugar mágico, por emplear sus términos. ¡A veces han desaparecido vacas al materializarse los Pilares del Paraíso! Han visto cosas mucho más extrañas que barcos. Sin embargo, no podemos contar con su ayuda. No tienen experiencia en viajar entre los reinos. Dejan esas aventuras para los comerciantes de los valles, que viven mucho más abajo.
—¿Cómo iniciaremos la búsqueda de Morandi Pag? —pregunté, interrumpiendo con cierta brusquedad su explicación—. Dijisteis que, basándoos en el nombre, os imaginabais por dónde debíamos empezar a buscar.
Me miró con curiosidad, como si intuyera una emoción relacionada con ella.
—¿Sufrís, príncipe Flamadin?
—Sólo de ansiedad. No podemos permitir que Sharadim se nos adelante ni un minuto...
—¿No cree que hemos ganado bastante tiempo?
Von Bek se agachó y humedeció sus manos en la exuberante hierba. Se dio unos golpecitos en la cara y suspiró.
—Ganado un poco y perdido otro tanto —le recordé—. O bien está pensando en invadir Barganheem con un ejército, o está estudiando una nueva estrategia. Si la impaciencia por alcanzar el poder la devora, como yo creo, se decidirá a correr más riesgos que nunca para apoderarse de la Espada del Dragón antes que nosotros. Bien, lady Alisaard, ¿dónde creéis conveniente que iniciemos la búsqueda de Morandi Pag?
Señaló en silencio las empinadas colinas que descendían hacia las nubes.
—Por desgracia, hemos de bajar a los valles. Ese nombre me resulta vagamente inhumano. Os advierto una cosa: cuando lleguemos a los valles hablaré yo. Esa gente ha comerciado con nosotras durante varios siglos, y somos el único pueblo que no les ha planteado problemas bélicos. Confiarán en mí, en la medida en que confían en cualquier extranjero. Sin embargo, no confiarán en vosotros ni por un momento.
—Una raza xenófoba, ¿eh? —dijo Von Bek risueño, disponiéndose a emprender la marcha.
—No carecen de motivos —respondió Alisaard—. Los Mabden sois la especie evolucionada más imprevisible. Nosotros, por lo general, aprendemos a apreciar y comprender las diferencias entre culturas y razas. Vuestra historia parece ser un largo proceso de persecución y destrucción de todo lo distinto. ¿Cuál es el motivo, en vuestra opinión?
—Si supiera la respuesta en este momento, mi señora —respondió Von Bek con energía—, no estaría aquí discutiendo el problema. Lo único que os puedo asegurar es que algunos «Mabden» estamos tan preocupados por la verdad que acabáis de proclamar como cualquiera. A veces pienso que nacemos de una monstruosa pesadilla, que vivimos perpetuamente con el horror de nuestro origen infernal, intentando silenciar las voces que nos recuerdan las inteligencias deformes que somos.
Alisaard quedó impresionada por su vehemencia. Ojalá yo hubiera podido hablar con tal elocuencia. Me esforcé en contemplar el paisaje que nos rodeaba, mientras bajábamos a buen paso hacia la serena meseta de nubes.
—Cuando dejemos atrás esa capa —anunció Alisaard—, abandonaremos el territorio de los granjeros. Mirad, ahí hay una de sus casas...
Era un edificio cónico bastante alto, con una chimenea y una techumbre de paja que casi llegaba hasta el suelo. Vi dos o tres siluetas cercanas, ocupadas en las labores normales de una granja. Sin embargo, algunos de sus movimientos me parecieron de lo más peculiar. Nuestro descenso nos llevó cerca de la granja. La gente no levantó la vista cuando pasamos, aunque tenían que habernos percibido. Deduje que preferían fingir que no existíamos, y en consecuencia, pude mirarles sin ser descortés. Parecían extrañamente encorvados. Al principio, lo atribuí a la naturaleza de su trabajo, el corte inusitado de sus ropas, pero enseguida comprendí, tras echar un vistazo a sus caras, que no eran humanos. Lo primero que me recordaron fue un mandril. Entonces entendí mucho mejor lo que Alisaard había querido decir. Una mirada más detenida reveló grandes y sólidas pezuñas hendidas, en lugar de pies humanos. ¿Qué eran aquellos tranquilos e inofensivos granjeros, sino los demonios de las supersticiones que existían en el mundo de Daker?
—Vaya —reí—, creo que estamos desfilando por el infierno, Von Bek.
Mi amigo me dirigió una mirada burlona.
—Le aseguro, Herr Daker, que el infierno no es tan agradable.
Alisaard les saludó con su voz dulce y clara. Fue como si una hermosa ave cantora hubiera empezado a trinar. Al oírla, las granjeros levantaron la vista. Sus rostros extraños y enjutos se iluminaron. Agitaron las manos y gritaron algo en un dialecto tan raro que no entendí ni una sola palabra. Alisaard me dijo que nos deseaban buena suerte «bajo el mar».
—Creen que estas masas de nubes son un océano. La gente que vive bajo él posee una aureola casi mitológica para ellos. Nunca han visto un mar de verdad, por supuesto. Hay grandes lagos más abajo, pero jamás se han aventurado hasta allí. Por lo tanto, esto es el mar.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que nos habíamos adentrado en las nubes, y que la visibilidad disminuía rápidamente. Miré hacia atrás. Apenas pude ver la granja.
—Ahora —prosiguió—, será mejor que nos cojamos de la mano. Yo continuaré al frente. Hay grupos de piedras que señalan el sendero, pero los animales suelen destruirlos. Tened cuidado con las serpientes de humo. Son de color gris oscuro y casi no se ven hasta que las tienes a los pies.
—¿Qué hacen esas serpientes de humo?
Von Bek le tendió la mano a Alisaard y estrechó la mía con la otra.
—Se protegen si las pisas, y como no llevamos armas, excepto cuchillos, hemos de ir con mucho cuidado para no hacerlo. Yo vigilaré los grupos de piedras. Vosotros mirad al suelo. Recordad que son de un gris más oscuro.
Me pregunté cómo sería posible reparar en semejantes animales, puesto que los colores predominantes eran el blanco y el gris. De vez en cuando, rocas y restos de muros derruidos sobresalían de la niebla. A pesar de todo, seguí sus instrucciones al pie de la letra. Había llegado a confiar en Alisaard como camarada y como guía. Ese hecho contribuyó a aumentar mi aflicción en un aspecto, sobre todo cuando me pareció que miraba a Von Bek con mayor admiración.
La progresión era cada vez más lenta, pero seguí concentrándome en localizar el gris oscuro de una serpiente de humo. De vez en cuando, veía algo que se movía, algo que se retorcía perezosamente hacia arriba como una serpiente y volvía a descender, que parecía poseer un gran número de anillos, como los antiguos dibujos de serpientes de mar que adornaban las cartas de navegación. Creí oír un débil ruido, como el romper de las olas sobre una playa.
—¿Es el sonido que hacen las serpientes de humo? —pregunté a Alisaard.
Me sorprendió el eco que producía la niebla. Mi voz sonaba completamente irreal a mis propios oídos.
Ella asintió con la cabeza, concentrada en localizar el siguiente grupo de piedras.
Hacía mucho frío y nuestras ropas estaban húmedas, o aun chorreantes de agua. Imaginé que no haría más calor cuando saliéramos de la niebla, pues era tan espesa que ocultaba casi por completo la luz del sol. También Von Bek debía de notar los efectos del frío, porque estaba temblando.
Miré hacia adelante, preguntándome si la armadura de marfil protegería a Alisaard de la niebla. En ese momento vi una gran sombra gris sinuosa a menos de un metro de la Mujer Fantasma. Lancé un grito de advertencia. Ella no respondió, pero se detuvo. Los tres contemplamos al animal desaparecer en la niebla. No había podido distinguir ningún detalle.
—No hay que temerlas cuando se mueven así —me dijo Alisaard—. Nos estaba mirando. Si nos ven, no hay peligro. Las únicas que atacan, y sólo cuando se las molesta mientras duermen, son las jóvenes. Recordad: no piséis una serpiente de humo. Reaccionan con violencia cuando se asustan. Estas amigas han visto a muchos viajeros y saben que no corren peligro. ¿Me he expresado con claridad?