También nosotros lo hicimos. Creo que nadie ha reído jamás con tanto agradecimiento.
Todavía corría adrenalina por nuestra sangre. Ni siquiera Alisaard mostraba signos de agotamiento. Trepó a toda prisa por los peldaños de la pared del puerto y se quedó de pie mirando, mientras nosotros bajábamos del barco con más cautela y nos reuníamos con ella.
—Allí está la entrada al castillo de Morandi Pag —dijo, señalando una abertura practicada al final de una escalera.
Ulrich von Bek miró hacia el mar todavía espumeante.
—Rezo para que el tal Pag haya ideado un método mejor de abandonar su fortaleza. ¡Sólo pensar en el viaje de vuelta me pone la carne de gallina!
Alisaard caminaba delante de nosotros. De su armadura de marfil seguía chorreando agua de mar. Empezó a gritar el nombre de Morandi Pag.
Von Bek lanzó una repentina carcajada.
—Debería gritar que somos de la funeraria. Ese viejo oso lleva años muerto. Fíjese en qué condiciones se halla este lugar.
Alisaard recitó una versión de la misma proclama que había hecho al llegar a las cavernas de Adelstane.
—Somos viajeros pacíficos, enemigos de vuestros enemigos. Entraremos en vuestro hogar, sabiendo que nos habéis concedido ese privilegio.
Calló, pero no hubo respuesta.
Los tres cruzamos juntos la agrietada y mohosa entrada, que, para nuestra sorpresa, conducía a unos peldaños que descendían al interior de la roca.
La bajada era muy pronunciada. Oíamos en el exterior los lejanos gruñidos y murmullos de las olas. El lugar olía a humedad. Me pareció captar un sonido gangoso, como los que emitía Groaffer Rolm. Provenía de abajo.
Y, de súbito, sonreí. Mis compañeros también sonrieron.
Porque un humo espeso y verdoso empezó a surgir de la oscuridad que se extendía a nuestros pies. Su perfume era tan potente que casi nos mareó.
—Creo que un príncipe ursino se apresura a darnos la bienvenida.
Era Von Bek el que se había expresado en estos términos. Alisaard demostró su aprobación con una risita. Pensé que su reacción era excesiva.
Nos adentramos en la enorme nube hasta llegar a una pequeña arcada. Al otro lado distinguimos mesas, otros muebles, libros, escaleras de mano, instrumentos de todo tipo, varios planetarios diferentes y una extraña luz que desprendían unas lámparas de formas curiosas El enorme corpachón de Morandi Pag emergió lentamente, acompañado de un arrastrar de pies enérgico y rodante. Llevaba poca ropa, algo adornada con encajes y bordados, y era blanco casi de pies a cabeza. Sospeché que alguna vez su pelaje había sido negro. Ahora, sólo le quedaban unos mechones de pelo negro grisáceo en la cabeza y en mitad de la espalda.
Sus grandes ojos negros expresaban una curiosidad despierta, tal vez irónica, de la que carecían sus semejantes. Brillaba una luz extraña en ellos, y tendía a desviar la vista de lo que estaba mirando, fijándola en escenas invisibles para nosotros. Su voz era profunda y tranquilizadora, si bien más indistinta y rica que la de los otros príncipes. Se comportaba, en suma, igual que si estuviera distraído. Parecía fomentar este aspecto, como si temiera que su mente le empujase a la coherencia. Se trataba, sin duda, de una gran inteligencia, pero que había recibido un enorme golpe. Había percibido lo mismo en los rostros de personas que habían sobrevivido a mil formas diferentes de atrocidad. Von Bek también se dio cuenta de ello. Intercambiamos una mirada.
—Más exploradores Mabden, ¿verdad? —preguntó. Parecía cordial—. Bien, Mabden, sed bienvenidos. ¿Exploráis estas aguas, como yo lo hice en otros tiempos?
—No somos mercaderes aventureros, mi señor —dijo Alisaard con calma—. Estamos aquí porque confiamos en salvar del Caos a los Seis Reinos.
Un relámpago de conciencia asomó un instante a aquellos ojos mansos y se apagó. Morandi Pag canturreó una melodía entre los restos de sus dientes. Se dirigió arrastrando los pies hacia sus libros y retortas.
—Soy viejo —dijo, sin mirarnos—. Soy demasiado viejo. El saber me ha vuelto, probablemente, medio loco. No soy de utilidad a nadie.
—Se dio la vuelta con celeridad, casi mirándome. Y fue a mí a quien gritó—. ¡Vos! También a vos os ocurrirá. También a vos, mi pobrecito Mabden. —Se apoyó en un banco sobre el que había una docena de pebeteros, de los que brotaba el potente perfume—. El saber cesa de ser sabiduría cuando no se puede extraer sentido o utilidad de lo que se aprende, ¿eh? Probablemente, era inevitable, ¿no?
—Príncipe Morandi Pag —le apremió Alisaard—, ya os he dicho en qué consiste nuestra misión. Luchamos contra el Caos y todo lo que comporta. ¿No nos estaréis ocultando algo, algo crucial para nuestra búsqueda?
—Para protegeros —dijo, moviendo el hocico arriba y abajo como confirmación de sus palabras—. Sólo eso. Sí.
—¿Sabéis dónde está la Espada del Dragón? —preguntó Von Bek.
—Oh, sí. Eso. Claro que lo sé. Podéis verla, si queréis. Abajo. —Dejó escapar un profundo suspiro—. ¿Eso es todo? ¿La vieja espada infernal? Sí, sí.
Pero sus ojos ya se habían desviado hacia un tarro de cristal azul que había sobre la mesa. En su interior parecía bailar una especie de mariposa. Morandi Pag emitió un ruido que traducía una plácida satisfacción.
Al cabo de un momento, volvió su enorme cabeza en nuestra dirección. Reflexionó durante casi un minuto, y luego habló serenamente, con voz temblorosa a causa de la edad.
—Me aterra sobremanera lo que está ocurriendo. ¿Cómo es que vosotros no estáis asustados?
—Porque todavía hemos de enfrentamos con algo, príncipe Morandi Pag —respondió con mucha suavidad Von Bek, igual que si estuviera apaciguando a un caballo.
—¡Ah! —exclamó Morandi Pag, como si la explicación le complaciera—. Ah, no os podéis imaginar, no os podéis imaginar... —Se distrajo de nuevo. Empezó a murmurar nombres, fragmentos de ecuaciones, versos de poemas, la mayoría en idiomas ininteligibles para nosotros—. La, la, la. ¿Queréis compartir conmigo lo que tengo? La comida nunca ha representado un problema, como ya sabréis, pero...
Se rascó la oreja izquierda y nos miró con aire inquisitivo.
—La Espada del Dragón, príncipe Morandi Pag —le recordó Alisaard.
—Sí. ¿Deseáis verla? Sí. Está abajo.
—¿Nos conduciréis hasta ella, o vamos solos? —preguntó la joven despacio—. ¿Qué hacemos, príncipe Morandi Pag?
—Haced lo que queráis. —Ya se había olvidado de la conversación. Daba golpecitos a los tubos y botellas—. La, la, la.
Von Bek se encaminó a una puerta que había al otro lado de la habitación.
—Vamos a ver lo que hay ahí. Lamento parecer maleducado, pero no tenemos mucho tiempo.
Se abrió paso entre pergaminos y volúmenes, instrumentos abandonados y montones de tarros, que contenían todos una misteriosa sustancia, y alargó los dedos hacia la manija. Se detuvo y miró interrogadoramente a Morandi Pag.
El viejo oso volvió a hablar, con voz controlada y llena de cordura.
—Podéis entrar y mirar, si así lo deseáis.
Cuando Von Bek empezó a girar el pomo ya nos habíamos colocado a su lado. La puerta no estaba hecha de madera, sino de roca porosa, como piedra pómez, de muchos colores. Tenía dibujos labrados. Eran del mismo estilo que había observado en los estandartes de Adelstane. No podía ni imaginar qué representaban.
La puerta se abrió con suavidad, sin un crujido. La habitación era pequeña y circular, como una alacena. Algunas lámparas estaban encendidas. Sobre los estantes había paquetes, rollos de pergaminos, cajas, tarros, botellas recubiertas de paja y cierto número de objetos de misteriosa utilidad.
Sin embargo, lo que llamó nuestra atención fue algo que colgaba de la viga central mediante un gran gancho metálico. Se trataba de una jaula decorativa y, a juzgar por las deyecciones que se veían a ambos lados y en el fondo, había servido en otro tiempo para encerrar a un enorme pájaro.
Pero ya no contenía un pájaro. El cautivo que nos miraba a través de los barrotes era un hombrecillo, ataviado con algo que recordaba mucho a un traje de bufón medieval. El ser nos miró como agradeciendo nuestra presencia. Era imposible saber cuánto tiempo llevaba allí.
Oímos la voz de Morandi Pag a nuestras espaldas. Era incierta de nuevo.
—Ah, sí —dijo—. Ahora recuerdo dónde escondí al pequeño Mabden.
El hombre encerrado en la jaula era Jermays el Encorvado, le reconoció casi al instante y lanzó una carcajada.
—¡Bienhallado, señor Campeón! Me alegro de verte.
Morandi Pag se acercó arrastrando los pies y manipuló desmañadamente la complicada cerradura.
—Le puse aquí cuando avisté vuestro barco. De esa forma, un enemigo pensaría que es un esclavo o un animal doméstico, y no le mataría.
—Me puso aquí sin hacer caso de mis protestas, debo añadir —dijo Jermays sin malicia ni rencor—. Es la quinta vez que me metéis en esta maldita jaula, príncipe Pag. ¿No os acordáis?
—¿Os había encerrado antes?
—Casi cada vez que veis un barco. —Jermays saltó de la jaula con su proverbial agilidad y cayó al suelo. Levantó la vista y me miró—. Felicidades, señor Campeón. El tuyo es el primero que pasa sin recibir daños. Debes de ser un experto timonel.
—Todo el mérito es de lady Alisaard. Domina el timón con maestría.
Jermays dedicó una reverencia a la mujer. El joven enano, a pesar de sus piernas torcidas y la rala barba de color jengibre, mantenía cierta dignidad. Alisaard parecía fascinada por él. Después, Jermays y Von Bek intercambiaron las consabidas presentaciones.
—¿Ya conocéis a mi pequeño Mabden? —preguntó Morandi Pag, en un tono de absoluta normalidad—. Le irá muy bien tener a otros de su especie para hacerle compañía. Vos sois el Campeón, lo sé. Sí, sé que sois el Campeón, porque...
Puso los ojos en blanco. Se quedó inmóvil, mirando la lejanía, agitando el hocico.
Jermays se lanzó hacia adelante, cogió al viejo oso por un brazo y le condujo hacia su silla.
—Tiene demasiadas cosas en la cabeza. Suele pasar.
—¿Le conocéis bien? —preguntó Alisaard, algo sorprendida.
—Oh, desde luego. He sido su única compañía durante casi setenta años. No tuve otra elección. Parece que, en las presentes circunstancias, no puedo vagar por los reinos a mi antojo, como en otras ocasiones. Debo decir que cada día ha representado un estímulo nuevo para mí. Bien, ibais buscando algo. —Ayudó a Morandi Pag a sentarse—. Me gustaría poder seros de utilidad.
—Morandi Pag dijo que nos enseñaría la Espada del Dragón —aseveró Von Bek.
—Oh, ¿ha hablado del Cristal Escarlata? Sí, sé dónde encontrarlo. Bien, os guiaré sin el menor problema, pero tendremos que llevarnos a Morandi Pag, pues no sirvo de nada si hay conjuros de por medio. ¿Le dejaréis descansar un rato?
—Estamos comprometidos en una búsqueda desesperada —dijo Alisaard sin alzar la voz.
—¡Iremos ahora! —Morandi Pag se levantó de súbito, pletórico de energías—. ¡Enseguida! ¿Decís que es urgente? Muy bien. ¡Venid, veréis la Espada del Dragón!
En la parte posterior de la habitación donde habíamos encontrado a Jermays se abría una puerta estrecha. Morandi Pag nos guió hacia una escalera de caracol. Oímos el estruendo del mar que retumbaba a nuestro alrededor. La violencia del ruido nos hizo pensar que el agua echaría abajo las paredes de piedra y entraría a raudales.
Jermays el Encorvado encendió un tizón, se agachó y tiró de una cadena fija al suelo. Era la boca de acceso a un túnel. Una luz brumosa provenía de abajo. Jermays, tras indicarnos con un gesto que le siguiéramos, desapareció por el agujero.
—Id primero —dijo Morandi Pag—. La edad y el tamaño me harán tardar más.
Vi que Von Bek vacilaba. Sospechaba una trampa. Alisaard le exhortó a avanzar. La seguí por la resbaladiza escalera.
Descendía directamente a una cueva, un pináculo de roca hueco. Nos detuvimos sobre una larga placa rocosa que dominaba un remanso de agua remolineante y espumosa, formado por veloces corrientes que se vertían desde una especie de ventanas, separadas a intervalos regulares y situadas sobre nosotros. Parecía que el agua escapaba por una serie de aberturas que había en el fondo. Era un espectáculo natural maravilloso, y lo contemplamos en silencio durante un rato, preguntándonos adonde podríamos ir desde allí.
Sentí la pata del oso sobre mi hombro. Me volví y observé que sus ojos se habían teñido de melancolía.
—Demasiado saber —dijo—. También os sucederá a vos, a menos que prefiráis la acción. Nuestras mentes tienen una capacidad limitada de almacenar información. ¿Verdad?
—Supongo que sí, príncipe Morandi Pag. ¿Es posible que la espada me cause algún mal?
—Todavía no. El mal que os ha causado y el mal que causará no forman parte de vuestro destino actual, pero los actos pueden cambiar el curso de las cosas, por supuesto. No estoy seguro... —Carraspeó—. Pero queréis ver la espada, ¿no? Pues debéis mirar ahí, dentro del agua.
—No la verá, príncipe Pag —dijo Jermays el Encorvado, haciéndose oír sobre el ruido del agua—. Sin vuestro conjuro no.
—Ah, sí. —Morandi Pag parecía inquieto. Se rascó el blanco pecho y me palmeó el brazo con aire tranquilizador—. No temáis. Se trata de una disposición lógica particularmente complicada. Una ecuación mental que debo formalizar. Cantar algo me ayuda. ¿Me perdonáis?
Alzó el hocico y emitió lamentos y gruñidos singulares, un aullido musical y varios ladridos estridentes.
—¿Ha vuelto a enloquecer? —preguntó Von Bek.
Jermays le empujó ligeramente.
—Id hacia el borde. Hacia el borde. Mirad dentro del agua. No penséis en nada. Rápido. ¡Está haciendo el conjuro!
Los cuatro nos acercamos al borde de la placa y miramos a través de la espuma el interior de las remolineantes aguas verdegrisáceas, que no cesaban de verterse en el estanque. El agua ejercía un efecto hipnótico. Capturó y retuvo casi al instante nuestra atención. Me sentí mareado, pero el pequeño Jermays alargó el brazo y me sostuvo.
—No tengas miedo de caer —dijo—. Concéntrate en el estanque.
Hice lo que me ordenaba, algo nervioso. Percibí que la voz de Morandi Pag se confundía con el sonido del mar, y tuve la impresión de que éste formaba una imagen, algo insustancial. Poco a poco, las aguas adquirieron un brillo carmesí. Afuera, el viento aullaba y el mar continuaba atacando las rocas. Sin embargo, en el interior, la espuma empezaba a solidificarse, transformándose en menudos fragmentos de cuarzo inmóviles en el espacio, y el océano carmesí se había convertido en una cámara de cristal. De pronto, dejé de oír la voz de Morandi Pag, y los sonidos naturales que retumbaban al otro lado de aquellas paredes. Se había hecho el silencio total.