Empecé a sospechar algo, al igual que Alisaard y Von Bek.
—Perdón, príncipe Groaffer Rolm —dijo Alisaard—, ¿cuándo os enterasteis de esta guerra santa contra vos?
—No han pasado treinta intervalos.
—¿Y recordáis el nombre del honorable Mabden que se ha ofrecido a ayudaros?
—Eso sí que lo recuerdo. Es la princesa Sharadim de Draachenheem. Se ha convertido en una buena amiga nuestra, y no pide nada a cambio. Comprende nuestros principios y nuestras costumbres, y se ha entregado al estudio de nuestra historia. Es una buena persona. Supone una bendición para nosotros el que todas nuestras demás ciudades estén abandonadas desde hace mucho tiempo. Bastará con que defienda ésta. Esperamos que sus soldados lleguen durante la próxima conjunción.
Alisaard enrojeció de furia. Ignoraba, al igual que yo, y que Von Bek, cómo desengañar al príncipe ursino de la forma más eficaz.
—Ella también os engaña —dijo Von Bek sin andarse por las ramas—. Como ha engañado a tantos de su propio país. Tiene malas intenciones, mi señor, os lo aseguro.
Se produjeron considerables resuellos, carraspeos y no pocos crujidos de articulaciones.
—Es verdad, mi príncipe —intervino Alisaard apasionadamente—. Esa mujer planea confabularse con el Caos y destruir las barreras que separan los reinos, transformando los Reinos de la Rueda en un inmenso paraje sin ley donde ella y sus aliados del Caos establecerán una tiranía perpetua.
—¿El Caos? —La princesa Glanat Khlin se acercó contoneándose al fuego y aspiró el humo—. Ningún Mabden puede aliarse con el Caos y sobrevivir..., con su forma habitual no, al menos. ¿Acaso confía en ser nombrada Señor del Caos? Suele ser la ambición de esa clase de gente...
—Quiero recordar a la hermana princesa —dijo Snothelifard Plare— que sólo hemos oído acusaciones por parte de estos tres. No han aportado pruebas. Por lo que a mí respecta, confío instintivamente en la mujer Mabden, Sharadim. He llegado a comprender a su raza. ¡Estas personas podrían ser emisarios de los que marchan contra Adelstane!
—Os doy mi palabra de que no somos enemigos —exclamó Alisaard—. No estamos al servicio de Sharadim ni de la
jehad
de que habláis. Vinimos para que nos ayudarais en nuestra búsqueda. Intentamos detener la expansión del mal, poner freno al Caos e impedir que consume sus planes contra nuestros reinos. Vinimos porque esperábamos encontrar a Morandi Pag.
—¿Lo veis? —Snothelifard Piare retrajo el hocico y se dio golpecitos en los dientes con las uñas—. ¿Lo veis?
Alisaard la miró sin pestañear.
—¿Qué queréis decir?
Groaffer Rolm inhaló una enorme bocanada de humo. Mientras hablaba, el humo escapó de su nariz y se mezcló con el que ya invadía la estancia.
—Morandi Pag se ha vuelto loco. Era uno de los nuestros. Un príncipe ursino, diríais vosotros: príncipe de los Torrentes del Sudeste y de los Estanques Helados. Un gran comerciante. Siempre pilota su barco personalmente. Un amigo. ¡Oh!
Groaffer Rolm levantó el hocico hacia el techo pintado y profirió un gemido de pena.
—El amigo de su infancia —explicó Faladerj Oro mientras acariciaba la arrugada cabeza de su esposo—. Lo compartían todo. —Un leve plañido escapó de sus labios—. Sí. Nos han informado de que está con ellos. Enviamos a buscarle. Con urgencia. Le comunicamos que debía presentarse en Adelstane y confirmarnos que no servía a los Mabden. Pero no vino. No envió ningún mensaje. Corre la voz entre nuestra gente de que la mayoría de los rumores son ciertos.
—Morandi Pag posee una mente extraña —dijo Glanat Khlin—. Siempre ha sido así. Era partidario de la acción. Siempre se seguía ésta de su lógica delicada e indescifrable. Como comerciante, fue el último de los verdaderos Príncipes del Río. Como adivino, se dedicó a investigar en mil épocas y lugares. Como científico, sus teorías eran de una complejidad exquisita. Oh, Morandi Pag era como nuestros antepasados. Una mente extraña que preveía posibilidades inimaginables. Por fin, partió hacia su risco. Pero nosotros no sabíamos que desaprobaba la forma en que tratábamos a los Mabden. Le habría bastado con hablar claro. Nos limitamos a hacer lo que los Mabden dicen que quieren. Les ofrecimos una de nuestras ciudades más bellas. La rechazaron. Si somos culpables de razonamiento obtuso, que se nos diga. Cambiaríamos. Si los Mabden quieren regresar a su reino, les llevaremos a él. Sin embargo, no aceptaron ninguna sugerencia nuestra. Y ahora pasa esto... Creo que no nos equivocamos.
—Tal vez sí —dijo Snothelifard Piare—. En tal caso, Morandi Pag era el príncipe más adecuado para decírnoslo. Pero ya está hecho. Una fuerza de bárbaros avanza contra nosotros. Significa matar. No podemos defendernos sin recurrir a la muerte. Estos otros Mabden conocen la muerte y cómo habérselas con ella. En cualquier caso, no disponemos de instrumentos.
—Sí —corroboró Groaffer Rolm, recobrándose poco a poco—. No tenemos armas, y Sharadim cuenta con los medios de conseguirlas. Dice que defiende la belleza. También nosotros pensamos que vale la pena defenderla. Pero no nos resultaría fácil matar. En cambio, los Mabden lo hacen con facilidad, como todos saben aquí. ¡Ay! Morandi Pag. Ni siquiera nos ha enviado unas líneas. No. No queremos a los Mabden. Son como pulgas. ¡Ay!
Volvió la cabeza hacia el fuego. Su esposa, confusa, nos dirigió una mirada de disculpa por la descripción que había efectuado su marido de aquellos a quienes ella consideraba de nuestra raza.
—Son peores que pulgas, princesa Faladerj Oro —dije enseguida—. En todo caso, la peor clase de pulga. Por donde pasan, dejan un rastro de enfermedad y ruina. Sospecho, no obstante, que ambos ejércitos Mabden están al mando de Sharadim. Utiliza uno para asustaros, y el otro para tranquilizaros. Sabíamos que pensaba invadiros con un ejército, pero creíamos que marcharía contra Morandi Pag. De ser cierto lo que decís, ¿cómo es posible que se haya coligado con ellos?
—Alguien debería visitar su risco, como ya he dicho. —Groaffer Rolm expulsó humo por la nariz—. Si está muerto o enfermo, todo quedará explicado. Y estoy de acuerdo con estos Mabden, hermanas princesas. Ya no se puede confiar en Sharadim. Sospecho que esperamos durante tanto tiempo encontrar algún Mabden cuya moralidad pudiéramos respetar, que nos llamamos a engaño...
—La princesa Sharadim es una persona honorable —dijo la princesa Snothelifard Piare—. Estoy segura.
—Si sospechabais que Morandi Pag estaba enfermo, ¿por qué no habéis enviado a alguien a su risco? —pregunté.
El hocico de Groaffer Rolm se humedeció. Emitió un ruido gangoso, tosió y hundió tanto la cabeza en la chimenea que casi desapareció por ella.
—Somos demasiado viejos —respondió—. No hay nadie capaz de hacer el viaje.
—¿Está muy lejos el risco?
Advertí una nota de urgencia en la voz de Von Bek.
—No mucho —dijo Groaffer Rolm, emergiendo del incienso—. Calculo que unos ocho kilómetros.
—¿Y no hay nadie capaz de recorrer ocho kilómetros? —preguntó mi amigo, en tono algo despectivo.
—Está al otro lado del lago —se defendió Glanat Khlin—. Él mismo exploró el lago, en busca del mítico Pasaje Central que, según se dice, permite el acceso a todos los reinos a la vez. Al parecer, sólo encontró su risco. Se producen frecuentes vórtices en ese lugar, y huracanes. No tenemos barcos. No hemos construido ninguno. Y ya no podemos hacerlo.
—¿Vosotros, los grandes Príncipes del Río, no tenéis barcos? Vi vuestra arca en la Asamblea. —No podía creer que estuvieran mintiendo—. Claro que tenéis barcos.
—Unos cuantos. El arca es un mero truco para que los Mabden no codicien nuestros artefactos. Las mujeres de Gheestenheem emplean estrategias similares, por eso siempre hemos sido aliados. Quedan unos cuantos barcos, sí, pero somos demasiado viejos.
—Prestadnos uno, pues —dijo Alisaard. Vacilante, posó su mano sobre el enorme brazo de Groaffer Rolm—. Prestadnos un barco y cruzaremos el lago para ir en busca de Morandi Pag. Tal vez descubramos que no conspira contra vosotros. Tal vez los Mabden hayan mentido sobre eso, al igual que en todo lo demás.
—La princesa Sharadim posee poderes psíquicos —gruñó Snothelifard Piare—. Sabe que Morandi Pag planea nuestra destrucción.
—Dejad que lo demuestren. —Groaffer Rolm se levantó de la butaca con un gran siseo y crujido de telas—. Permitid que lo hagan, señora princesa. ¿Qué perdemos con ello?
Snothelifard Piare se inclinó con remilgada lentitud hacia la chimenea y aspiró el humo con una larga y sonora inhalación.
—Coged el barco, pero sed prudentes —dijo Faladerj Oro, en el tono de una madre dirigiéndose a sus hijos—. El sol cae de plano sobre el risco. Hace mucho calor y las aguas se comportan de una forma extraña. Morandi Pag fue allí en busca de soledad y para estudiar.
Y se quedó. Sólo él sabía el curso exacto de las aguas. Era una de sus habilidades más importantes. De jóvenes le veíamos olfatear las corrientes ocultas en los cauces más profundos. Después, subía a su balsa y las atravesaba. La mitad de nuestras cartas de navegación se trazaron antes de que Morandi Pag naciera. Y la otra mitad, después. Ni siquiera gente dotada de larga vida como nosotros sobrevive a cuatro ciclos completos del multiverso. Él era nuestro último gran orgullo. De haber sido un líder, creo que habríamos sobrevivido a un quinto ciclo. —No parecía muy disgustada por la inminente extinción de su raza—. Morandi Pag ha extraído sus conocimientos de todo el multiverso. Comparados con él, los demás somos ignorantes y limitados. Tenemos barcos. Los pondremos a flote en el antiguo muelle. ¿Esperaréis allí? Os daremos cartas de navegación, y provisiones. Y os entregaremos mensajes de amistad y cariño para Morandi Pag. Si vive, responderá.
No había pasado ni una hora, cuando ya nos encontrábamos en un muelle de piedra deteriorado, bajo los inmensos acantilados, contemplando a la luz grisácea reinante como surgía de las profundidades un barco dorado, con el mástil dispuesto y la vela envuelta para protegerla de la humedad, provisto de remos y cajas impermeables llenas de pastas dulces y cereales. El agua chorreaba por sus costados cuando se meció junto al muelle de piedra, preparado para recibirnos.
—He visto barcos como éste anteriormente —dijo Alisaard, subiendo con gran confianza y disponiendo una silla para acomodarse—. No pueden llenarse de agua, debido a un sistema de válvulas, ocultas con tal ingeniosidad en el conjunto que sólo pueden descubrirlas sus constructores.
El barco era mucho más amplio que el último que habíamos utilizado. Estaba diseñado para aguantar el peso y el volumen del pueblo ursino. Respondía con sutil facilidad al timón y a la brisa.
Ya no vimos a los príncipes ursinos cuando zarpamos hacia un claro entre las nubes por el que todavía se derramaba luz, casi con violencia, sobre el agua, que, como pudimos comprobar al aproximarnos, arrojaba espuma furiosamente, levantando ocasionales géiseres de vapor.
—Agua hirviente —dijo Von Bek, en tono de hastío. Parecía dispuesto a aceptar la derrota—. Eso es lo que defiende el risco de Morandi Pag. Examine las cartas, Herr Daker, a ver si existen medios alternativos de aproximación.
No había ninguno.
Pronto, alumbrados por el amplio haz de luz solar, vimos a través de la espuma y el vapor una alta punta rocosa que se alzaba unos treinta metros sobre las aguas turbulentas. En su cima resultaba visible un edificio, parecido a los que habíamos dejado atrás. Podría haber pasado por una formación natural, cincelada durante miles de años por los elementos, pero yo sabía que no era así. Sólo podía tratarse de la casa de Morandi Pag.
Aminoramos la velocidad del barco, poniéndonos al pairo antes de ser atrapados por las corrientes remolineantes. El vapor era tan caliente que enseguida empezamos a sudar. Otros riscos y puntas rocosas peligrosas rodeaban el de Morandi Pag, pero ninguno era tan alto. Nos erguimos en el barco y agitamos las manos, confiando en que pudiera guiarnos de algún modo, pero no divisamos signos de vida en el palacio blanco que coronaba el risco.
Alisaard acercó las cartas.
—Podemos pasar por aquí. Es un bloque de roca que el mar ha erosionado. Nos protegerá de los géiseres. Una vez hayamos pasado, tendremos que maniobrar entre los riscos, pero el agua, según las cartas, es más fría allí. Por lo visto, en el risco de Morandi Pag hay una pequeña bahía. Hemos de llegar a ella antes de ser aplastados contra las paredes rocosas. Creo que es nuestra única posibilidad. También podemos volver a Adelstane y decirles que hemos fracasado. Esperaremos a que Sharadim se presente con su ejército. ¿Qué hacemos?
Ya había respondido a su propia pregunta. Seguiríamos adelante. Sin esperar nuestra aprobación, se puso la carta entre los dientes, cogió con una mano el timón y con la otra las botavaras, y lanzó el barco hacia el calor rugiente e inestable.
Apenas me di cuenta de lo que sucedió en aquellos breves minutos en que Alisaard condujo nuestra embarcación. Tuve la impresión de que olas salvajes y peligrosas nos sacudían de un lado a otro mientras cabalgábamos sobre ellas, de que rocas afiladas pasaban a un milímetro del casco, de que el viento rasgaba la vela y de que Alisaard entonaba una extraña y ululante canción, sin dejar de guiar la embarcación rumbo al risco.
La negra boca del túnel excavado por las aguas apareció a la vista y nos engulló al instante. El mar nos increpó con retumbantes alaridos. El barco arañó primero una pared y después la otra. El canto de Alisaard no enmudeció. Era una hermosa canción, una canción desafiante, un reto a todo el multiverso.
Y de pronto nos hallamos en una nueva corriente, arrastrados fuera del túnel hacia la torre rocosa de Morandi Pag. Levanté la vista. Parecía que una lente cósmica concentrara el intenso sol. Su haz más potente iluminaba de lleno el palacio blanco, revelando partes completamente destruidas.
Me puse furioso. Descargué mi puño contra el costado del barco.
—Nos hemos arriesgado para nada. Morandi Pag está muerto. ¡Hace años que nadie vive en este lugar!
Alisaard no me hizo caso. Dirigió el oscilante barco hacia el risco con la misma delicada precisión. Y, de pronto, vimos un remanso de aguas calmas, rodeado de altas paredes, con una angosta entrada. Hacia ella encaminó Alisaard nuestro barco. Nos detuvimos en aquel pequeño enclave de tranquilidad. El barco se meció suavemente contra la pared del puerto. Al otro lado de ésta se oía el rugido del agua y el estruendo de los géiseres, pero de forma atenuada, como desde una gran distancia. Alisaard terminó su canción. Se puso de pie y rió.