El dragón en la espada (22 page)

Read El dragón en la espada Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón en la espada
10.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Alcancé a mis amigos cuando ya casi habían llegado al pie de la colina. Habían cruzado una puerta practicada en un muro bajo y mirado hacia atrás, como si se hubieran dado cuenta en aquel momento de que no estaba con ellos.

Caminamos juntos por un sendero sinuoso hasta un punto en que las aguas, poco profundas, formaban un vado. Reparé entonces en que la presa había sido construida artificialmente para eliminar la necesidad de un puente, lo que se podía advertir fácilmente desde arriba. Medité sobre tan extraña precaución mientras vadeábamos las frías y claras aguas y poníamos pie en la otra orilla. Observamos una serie de gigantescas aberturas en la pared del acantilado; todas estaban astutamente fortificadas y se confundían con la roca natural. Empecé a comprender que aquella gente no carecía de conocimientos arquitectónicos.

Alisaard se bajó la visera. Juntó las manos y alzó la voz.

—¡Visitantes pacíficos que confían en la misericordia de Adelstane y sus señores!

Se hizo un súbito silencio. Hasta los tenues sonidos de las cacerolas se desvanecieron.

—Os traemos noticias de interés general —prosiguió Alisaard—. No llevamos armas, y no somos ni leales a vuestros enemigos ni servidores suyos.

Aquello se parecía mucho a una declaración oficial, un detalle obligado de cortesía, imaginé, para ser recibido en audiencia por los trogloditas.

Un nítido ruido sordo rompió el silencio. Después, otro. Luego, uno más fuerte, como metal chocando contra metal. Por fin, la nota retumbante de un gong brotó de las entradas más elevadas del sistema de cuevas.

Alisaard bajó los brazos, como satisfecha.

Nos detuvimos. Von Bek quiso hablar, pero ella le indicó con un gesto que guardara silencio.

El sonido del gong se desvaneció. A continuación se oyó un estruendoso ruido vibrante, como si un gigante que tocara una monstruosa trompeta hubiera desafinado. En la caverna más próxima, parte de la entrada pareció desplomarse hacia adentro, dejando al descubierto una oscura abertura dentada; podría haber sido una fisura natural de la roca.

Alisaard nos hizo señas de que avanzáramos y, con un grácil movimiento del cuerpo, se deslizó por la abertura. Von Bek y yo la seguimos, con menos gracia y algunas quejas.

Doblamos una esquina y contemplamos embelesados el espectáculo que se ofrecía a nuestros ojos.

Se trataba, tal vez, de la ciudad más hermosa que había visto en todas mis andanzas. Era blanca, de elegante arquitectura caracterizada por numerosas agujas, y brillaba como iluminada por la luz de la luna. Su silueta se recortaba contra la semioscuridad reinante en la inmensa cueva. Sobre nuestras cabezas volvimos a oír el sonido vibrante, y después el retumbante. Comprendimos que se creaban gracias a la acústica natural de la cueva, que debía de medir unos cinco kilómetros de circunferencia. El techo no se veía. La ciudad era de una delicadeza tal, con sus tracerías de mármol, cuarzo y granito rutilante, que parecía una brisa ligera. Poseía la fragilidad de una visión maravillosa. Pensé que, si parpadeaba, desaparecería. Había sospechado, con razón, del aparente primitivismo, pero me había equivocado al pensar, siquiera por un momento, que los comerciantes eran bárbaros.

—Parece hecha de encaje —susurró Von Bek—. ¡Es mil veces más hermosa que Dresde!

—Venid —dijo Alisaard, empezando a bajar los enormes y pulidos escalones que conducían a la carretera de Adelstane—. Debemos avanzar sin la menor vacilación. Los señores de esta ciudad detectan enseguida a los espías o exploradores enemigos.

Detrás de nosotros, algunas hogueras ardían en las rocas. Vi rostros blancos que miraban desde las sombras de toscos refugios. Sus propietarios se agitaron y murmuraron para sí antes de volver poco a poco a sus tareas interrumpidas. Me costó relacionar a aquellos salvajes con la gente que había construido la ciudad y habitaba en ella.

Pregunté a Alisaard quién era la gente que moraba en las cuevas, y ella se excusó por no extenderse sobre la cuestión.

—Son Mabden, por supuesto. Tienen miedo de la ciudad. De hecho, tienen miedo de casi todo. Al estarles prohibidas las armas con las que atacar a lo que temen, han quedado reducidos a ese estado. Parece que los Mabden sólo pueden matar o huir. Su cerebro no les sirve de nada.

Von Bek se mostró escéptico.

—Pues a mí me parecen los típicos elementos económicos improductivos de un sistema político súper rígido, aislados aquí para no molestar a los demás.

—No os entiendo.

Alisaard frunció el ceño.

Von Bek sonrió, casi para sí.

—Poseéis grandes conocimientos sobre magia y prodigios científicos, lady Alisaard, pero, por lo visto, hay muy pocas civilizaciones económicamente complejas en el multiverso.

—¡Oh, sí, por supuesto! Sí, vuestra teoría es más o menos acertada. Éste no es el sector apropiado para esas sociedades.

Observé con secreta satisfacción la cara de Von Bek cuando comprendió que no sólo era culpable de arrogancia intelectual, sino que alguien de inteligencia superior le había puesto las peras a cuarto.

Von Bek me miró y se dio cuenta de que yo había captado su reacción.

—Es curioso con qué facilidad caemos en las presunciones e insensateces de nuestra cultura cuando nos enfrentamos con lo extraño y lo inexplicable. Si alguna vez salgo de ésta y logro mi objetivo, si Alemania se ve libre de la guerra, el horror y la locura, tengo en mente escribir uno o dos libros sobre las reacciones humanas ante lo nuevo y lo inverosímil.

—Se libra de una trampa y se precipita en otra, amigo mío —dije, palmeándole la espalda—. No tema, cuando llegue el momento se revolverá contra esos tratados y se dedicará a gozar de la vida. No se mejora la suerte aprendiendo muchos volúmenes de memoria, sino gracias al esfuerzo y el ejemplo ajenos.

Me escuchó de buen talante.

—Creo que, en el fondo, es usted un simple soldado.

—Seguro que hay algunos más simples que yo, más normales. Considero frustrante haber llegado a ser lo que soy.

—Tal vez sólo un ser fundamentalmente sensato podría aceptar la cantidad de experiencias e información que usted ha acumulado —dijo Von Bek, casi con compasión, carraspeando a continuación—. Sin embargo, el exceso de sentimentalismo entraña tanto peligro como el exceso de intelectualidad, ¿eh?

Habíamos llegado a la resplandeciente puerta circular de la ciudad. Me dio la impresión de que en ella ardía, sin desprender calor, un anillo de fuego. Brillaba con tanta fuerza que casi nos cegaba, y no — podíamos ver Adelstane, al otro lado de la puerta.

Alisaard no se detuvo, sino que avanzó hacia el enorme círculo y lo atravesó por el punto donde se encontraba con la superficie rocosa. No nos quedó otro remedio que seguir su ejemplo. Cerré los ojos, me adentré en el fuego y me encontré inmediatamente al otro lado, ileso. Von Bek me imitó. Comentó que todo el proceso le parecía muy interesante.

—El fuego sólo respeta a los visitantes amistosos —indicó Alisaard—. Los señores de Adelstane nos han deparado la más cordial bienvenida. Podemos sentirnos honrados.

Vimos unas cinco siluetas delante de nosotros, en la carretera blanca que todavía reflejaba el fuego que ardía a nuestras espaldas. Las siluetas iban vestidas con túnicas ondulantes, gruesos tejidos de sobrios colores, sedas más ligeras y encajes que rivalizaban con la exquisita complejidad arquitectónica de la ciudad. Cada silueta sostenía un asta, en cuyo extremo sobresalía un rígido estandarte de lino, cada uno de los cuales constituía, en sí, un diseño muy detallado. Los dibujos eran sumamente estilizados y no distinguí de inmediato lo que representaban. Sin embargo, los rostros de los cinco que aguardaban captaron enseguida mi atención. No eran humanos. Ni siquiera se parecían a los rostros Eldren. No había caído en la cuenta de que Barganheem era el reino dominado por aquellos extraños seres, los príncipes ursinos. Aunque estos personajes recordaban a osos, existían muchas diferencias, sobre todo en las manos y las piernas. Con todo, se mantenían erguidos sin la menor dificultad. Sus negros ojos eran como ébano lavado por la lluvia, pero no amenazadores.

—Sed bienvenidos a Adelstane —dijeron a coro.

Sus voces eran profundas, vibrantes y, para mí, reconfortantes. Me sorprendía que alguien pudiera convertirse en enemigo de este pueblo. Sentí que podía confiar en ellos y hacer exactamente lo que me pidieran. Di un paso adelante y extendí los brazos a modo de saludo.

Los osos dieron un paso atrás, arrugando la nariz. Intentaron recobrar la compostura, claramente apesadumbrados por haberse mostrado descorteses.

—Es nuestro olor —susurró Alisaard en mi oído—. Les da asco.

7

Había esperado que nos condujeran a un gran salón, a una sala de conferencias donde los invitados expondríamos el motivo de nuestra visita ante los príncipes ursinos y su séquito. Sería una ceremonia muy acorde con el resto del día.

En lugar de ello, los cinco seres nos guiaron por calles de excepcional pulcritud, flanqueadas por edificios bellísimos, hasta llegar a un edificio abovedado que, por su sencillez, me recordó una vieja iglesia baptista. En el interior encontramos butacas confortables, una biblioteca, el tipo de tesoros que un rector de universidad podría acumular a lo largo de toda una vida de serena valoración del mundo.

—Aquí vivimos la mayor parte del tiempo —dijo uno de los seres parecidos a osos—. También tenemos nuestros propios hogares, por supuesto, pero dirigimos nuestros asuntos desde este lugar. Espero que perdonaréis la informalidad. ¿Deseáis vino, u otra bebida?

—Agradecemos vuestra hospitalidad —dije con torpeza.

Iba a añadir que deseábamos ver a sus príncipes en cuanto les fuera posible concedernos unos minutos, pero Alisaard, anticipándose sin duda a mis pensamientos, me interrumpió.

—Con mucho gusto, señores. Nos sentimos honrados de estar en compañía de los que son llamados príncipes ursinos a lo largo y ancho de los Seis Reinos.

Me sentí sorprendido y agradecido a Alisaard al mismo tiempo. Esperaba, erróneamente, que en una ciudad tan exquisita se llevarían a cabo los ceremoniales más complejos. Había pensado que seríamos examinados por una muchedumbre de nobles osos, pero ahora sospechaba que aquéllos eran los únicos. Los únicos que íbamos a conocer, desde luego.

La sala estaba muy perfumada. Grandes bocanadas de incienso surgían de la chimenea situada en el centro de la pared que teníamos a nuestra izquierda. Comprendí que nuestro olor debía de resultarles inconcebiblemente repugnante, si se tomaban tantas molestias.

—Ah, es una de nuestras costumbres —dijo un príncipe, sentándose con su complicada vestimenta en un butacón, y señalando el fuego con su bastón—. Confío en que disculparéis nuestras manías. Todos somos más o menos viejos y conservadores. Soy Groaffer Rolm, príncipe del Río del Norte, sucesor de la familia Autuvia, que, por desgracia, cesó de tener descendencia. —Se frotó el hocico y suspiró. Cuanto más de cerca les veía, más cuenta me daba de que su parecido con los osos era muy superficial. Me dio la impresión de que su especie había existido mucho antes de la aparición del oso—. Y ésta es Snothelifard Piare, princesa del Gran Río del Sur y del Pequeño del Este, heredera de la Caravana Invernal. —Un revoloteo de sedas y encaje dirigido hacia el ser sentado a su lado—. Ésa es Whiclar Hald-Halg, princesa de la Gran Catarata del Lago, último vástago de los Flint. Glanat Khlin, princesa de los Canales Profundos, Portavoz del Murciélago. Y por último, mi esposa, Faladerj Oro, princesa de los Rápidos Rugientes y regente de las Estaciones Occidentales. —Groaffer Rolm emitió un breve y educado gruñido—. Temo que soy el último príncipe varón vivo.

—¿Ha sido vuestro pueblo diezmado por agresores? —preguntó Von Bek con simpatía, después de presentarnos a nuestra vez—. ¿Por eso habéis obrado con tanta cautela antes de permitirnos entrar, mi señor?

El príncipe Groaffer Rolm vaciló y levantó una mano.

—Por lo visto, os he inducido a error. Este reino ha conocido la paz durante siglos, y sólo se ha visto truncada en los últimos tiempos. Nos acostumbramos a ser acosados, es cierto, y construimos nuestras ciudades lejos de los ojos codiciosos de los Mabden y otros. Nos hemos ocultado de nuestros enemigos con tal éxito que sólo hemos conservado el hábito de la cautela.

Fingió ladear la cabeza para mirar el fuego. En realidad, inhaló más incienso.

Su esposa, la princesa Faladerj Oro, tomó la palabra.

—La mayor parte de lo que extraemos de las minas es demasiado precioso, demasiado hermoso para ser vendido. Veis ante vosotros a cinco decadentes seres ancianos en el declive de su raza. Hace demasiado tiempo que vivimos sin estímulos. Nos estamos muriendo.

—Sin embargo —dijo la que yo creía más joven, Whiclar Hald-Halg—, hemos visto pasar cuatro ciclos completos del multiverso. Muy pocos sobreviven a uno. —Hablaba con orgullo—. Muy pocos poseen historias tan largas como esos a los que llamáis príncipes ursinos. Nosotros nos autodenominamos Oager Uv. Casi siempre hemos sido habitantes del río.

Se dispuso a sentarse, con un revoloteo de encajes y gruesas lanas.

El príncipe Groaffer Rolm aguardó en respetuoso silencio a que Whiclar Hald-Halg terminara su intervención.

—Aquí nos tenéis —dijo—. Nos quedan algunos familiares, pero son los últimos representantes de nuestra raza. Confiábamos en acabar nuestros días en paz. Los Mabden no nos causan problemas. A veces, venden a algún muchacho a cambio de lo que, en su opinión, necesitan de nosotros. A nuestra vez, pasamos los muchachos a las mujeres de Gheestenheem, pues sabemos que no sufrirán el menor daño. De pronto, un día llegó la noticia de que un ejército de liberación se había puesto en pie para rescatar a los Mabden prisioneros aquí. ¿Es eso lo que venís a advertirnos?

—No conocía la existencia de ese ejército —repuso Alisaard, estupefacta—. ¿Quién está al frente?

—Un Mabden. No recuerdo su nombre. Por lo visto, un gran número de fuerzas se dirigen hacia aquí por las Riberas Orientales. Han pasado muchos años desde que nos establecimos allí. Si sólo desearan esas costas, se las entregaríamos. Nos basta con esta ciudad y un poco de tranquilidad. Sin embargo, gracias a un Mabden más honorable que los demás, nos enteramos a tiempo de la invasión. Nuestros aliados llegarán dentro de poco, para defender nuestros últimos años de vida. Parece una ironía improbable, y además resulta familiar, ¿no? Los restos de una antigua aristocracia defendidos por los que eran sus más encarnizados enemigos.

Other books

Tight End by Matt Christopher
L.A. Dead by Stuart Woods