—¿Cómo cortaréis el cristal, Sharadim? —pregunté—. ¿Cómo arrancaréis la espada de su prisión?
—Sabéis más de lo que imaginaba —dijo la mujer, frunciendo el ceño—. Esto es absurdo. Deberíamos pensar en una alianza. Todos pensarán que Flamadin ha vuelto. Nos casaremos. La gente de Draachenheem se alegrará muchísimo. ¡Qué celebraciones! Nuestro poder aumentará de inmediato. ¡Compartiremos con equidad todo lo que ganemos!
—Son las mismas propuestas que hicisteis a vuestro hermano. Cuando las rechazó, le asesinasteis. Ahora que yo también las rechazo, Sharadim, ¿vais a matarme? ¿En el acto? ¿Aquí y ahora?
La mujer estuvo a punto de escupirme en la cara.
—Mi fuerza aumenta a cada momento. Seréis engullido por la tormenta que desencadenaré. Os olvidarán, Campeón, y también a todos los que están con vos. Gobernaré los Seis Reinos y me permitiré todos los caprichos en compañía de mis elegidos. Esto es lo que rechazáis: ¡la inmortalidad y una eternidad de placeres! Habéis elegido una prolongada agonía y una muerte segura.
Me di cuenta de que estaba desatada, y por eso mismo resultaba excepcionalmente peligrosa. Tenía miedo, como ella esperaba, pero no a causa de sus amenazas. Si se aliaba con Balarizaaf, los riesgos que correríamos en nuestra búsqueda de la espada serían incalculables. Y si sus deseos se frustraban, era capaz de arrastrarlo todo en su caída. Prefería un adversario más perspicaz.
—Bien —dijo Von Bek, que se hallaba detrás de mí—, ya veremos qué se decide en el juicio. Tal vez la gente se decante por esta posibilidad.
Los rasgos de Sharadim adoptaron una expresión calculadora.
—¿Qué habéis hecho, señora? —exclamó el príncipe Ottro—. Tened cuidado, príncipe Flamadin. ¡Adivino la traición más ruin en sus ojos!
El príncipe Pharl de la Palma Pesada emitió una risita peculiar.
Alguien golpeó la puerta de la habitación y una voz gritó:
—¡Señora emperatriz! Un mensaje de la máxima urgencia.
Sharadim asintió con la cabeza. Perichost, duque de Orrawh, se levantó para abrir la puerta.
Un atemorizado criado esperaba de pie, cubriéndose la cara con una mano.
—¡Oh, señora, se han cometido varios crímenes!
—¿Crímenes? —Sharadim mostró una horrorizada sorpresa—. ¿Has dicho crímenes?
—Sí, señora. El Custodio de los Registros, su esposa y dos jóvenes pajes. ¡Todos asesinados en la Sala Plateada!
Sharadim se volvió hacia mí con una mirada exultante en sus enormes ojos azules.
—Bien, señor, parece que la violencia y el terror os acompañan a dondequiera que vayáis. Y sólo nos visitan cuando vos, o el que se os parece, se halla entre nosotros.
—¡Vos le habéis matado! —gritó Ottro, llevándose la mano a la cintura antes de recordar que, como el resto de nosotros, no llevaba armas—. ¡Vos habéis asesinado a ese anciano admirable!
—¿Y bien? —preguntó Sharadim al criado—. ¿Tienes idea de quién es responsable de esos crímenes?
—Dicen que fueron Federit Shaus y otros dos, obedeciendo órdenes del príncipe Halmad de Ruradani.
—¿Como? ¿Los que vinieron con el resto de esta partida?
—Eso es lo que dicen, señora.
—Vos planeasteis esto —dije furioso—. En el plazo de una hora habéis derramado más sangre para fomentar vuestra monstruosa mentira. ¡Ni Shaus, ni Halmad, ni ninguno de nuestros compañeros iban armados!
—Dinos —preguntó Sharadim al criado—, ¿con qué mataron a ese buen hombre y a su esposa?
—Con las espadas ceremoniales que se guardan en la Sala Plateada —repuso el sirviente, dirigiendo miradas de perplejidad a mí y a mis amigos.
—No teníamos ningún motivo para matar al príncipe Albret —bramó Ottro, profundamente ofendido—. Le habéis matado para silenciarle. Le habéis matado a fin de tener una excusa para destruirnos. Sigamos adelante con el juicio. ¡Presentaremos nuestras pruebas!
—Ya no habrá juicio —dijo ella en tono triunfal—. Resulta obvio para todos que vinisteis con el fin de asesinar, que no teníais otro motivo.
En ese momento Von Bek se precipitó sobre Sharadim y la agarró por detrás, atenazándole la garganta.
—¿Qué vamos a conseguir con esto? —gritó Alisaard, desconcertada ante tanta infamia—. Si empleamos la violencia, nos rebajamos a su nivel. Si la amenazamos, abonamos sus acusaciones.
Von Bek no aflojó su presa.
—Os aseguro, lady Alisaard —dijo—, que no actúo atolondradamente. —Como Sharadim se debatiera, Von Bek la forzó a la inmovilidad—. Mi amplia experiencia sobre maquinaciones semejantes me dice que todo estaba ya planeado. No habrá un juicio justo. Tendremos suerte si salimos vivos de esta habitación. En cuanto a escapar con vida del palacio, creo que nuestras posibilidades son escasísimas.
Los tres lugartenientes de Sharadim avanzaban vacilantes hacia Von Bek. Me interpuse entre ellos y mi amigo. Mi mente estaba confusa. Experimentaba visiones e imágenes que, a buen seguro, no eran mías. Provenían de la princesa cautiva. Vi de nuevo la pared de cristal, la entrada a la cueva. Oí un nombre que sonaba como
Morandi Pag.
Más fragmentos de palabras. Una completa,
Armiad, y
después
Barganheem...
Ottro y Alisaard se situaron junto a mí. Los tres esbirros de Sharadim hicieron tímidos movimientos en nuestra dirección, pero no se atrevieron a avanzar. Al advertir que Neterpino Sloch deslizaba la mano bajo el sobretodo, me abalancé sobre él de súbito y le golpeé en la mandíbula. Se desplomó como fulminado por un rayo. Me incliné sobre él mientras gemía y babeaba en el suelo. Abrí el sobretodo y descubrí un cuchillo de unos veinte centímetros de largo, encajado entre la doble fila de botones de su chaquetón. Me apoderé de él.
Después, registré a los otros dos. Me fulminaron con la mirada y protestaron, pero no opusieron resistencia. Encontré dos cuchillos más.
—¡Qué despreciables sois! —Entregué un cuchillo a Ottro y el segundo a Von Bek—. Ahora, Sharadim, le diréis a ese pobre criado que aporreaba vuestra puerta que vaya a buscar a nuestros amigos, si todavía siguen con vida. Que les traigan aquí.
Obedeció mis órdenes, casi estrangulada. Von Bek apretó la punta del cuchillo contra su costado y aflojó un poco la presa sobre su garganta.
Pocos minutos después, las puertas se abrieron. Entró Federit Shaus, aturdido y asustado, seguido de nuestros demás compañeros.
—Ahora, enviad un mensaje a vuestros guardias, indicándoles que rastreen el ala este del palacio —ordené. Roja de furia, Sharadim siguió mis indicaciones al pie de la letra.— Volved al patio y ensillad nuestros caballos —dije a mis compañeros— Decid que los asesinos han huido y vais a perseguirlos. Esperadnos o, si lo consideráis más prudente, dirigíos a un lugar seguro. Intentad convencer a vuestro pueblo de las falaces intenciones de Sharadim. Siguiendo sus instrucciones, el príncipe Albret y su esposa fueron asesinados para silenciarles y lograr que nos acusaran del crimen. Hay que levantar un ejército contra ella. Debéis triunfar, al menos algunos de vosotros. Preparad a vuestro pueblo para lo que planea Sharadim. Oponedle resistencia. Huid de aquí cuanto antes, si queréis. No tardaremos en seguiros.
—Id —me apoyó el príncipe Ottro—. Él tiene razón. No hay otra alternativa. Yo me quedaré con ellos. Rezad para que al menos algunos tengamos éxito.
Cuando desaparecieron, el príncipe Ottro me dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Durante cuánto tiempo podremos contener a todas las fuerzas de Valadeka? Yo digo que debemos matarla ahora.
Ella emitió un fuerte quejido y trató de liberarse, pero sintió la presión del cuchillo de Von Bek en sus costillas y se lo pensó mejor.
—No —dijo Alisaard—. No podemos recurrir a sus métodos. El asesinato a sangre fría no tiene justificación.
—Es cierto —asentí—. Si actuamos como ellos, nos rebajamos a su nivel. Y si somos iguales que ellos, no vale la pena oponerles resistencia.
—Excelente pensamiento —respondió Ottro, frunciendo el ceño—, pero no tenemos tiempo para esas sutilezas. Estaremos muertos dentro de una hora si no actuamos enseguida.
—No hay más remedio que utilizarla como rehén —dije—. No nos queda otra elección.
Sharadim apretó su cuerpo contra Von Bek, intentando alejarse del cuchillo.
—Será mejor que me matéis ahora —espetó con fiereza—, porque si no lo hacéis, os perseguiré por los Seis Reinos, y cuando os encuentre, yo...
Enumeró una serie de intenciones que me helaron la sangre en las venas, despertaron náuseas en Alisaard e hicieron palidecer al príncipe Ottro hasta competir con la armadura de las Mujeres Fantasma. Sólo Von Bek siguió impávido. Al fin y al cabo, como prisionero de los campos de concentración de Hitler, había presenciado muchas de las amenazas proferidas convertidas en realidad.
Tomé una decisión y respiré hondo.
—Muy bien, es probable que os matemos, princesa Sharadim. Quizá sea la única manera de conseguir que el Caos no se apodere de los Seis Reinos. Y creo que podremos mataros haciendo gala de la misma imaginación que vos emplearíais.
La mujer me miró fijamente, preguntándose si yo decía la verdad. Me reí de ella en su cara.
—Oh, señora, no tenéis ni idea de la sangre que ha manchado mis manos. Ni siquiera os podéis imaginar ni remotamente los horrores que he presenciado.
Permití que se introdujera en mi mente, que accediera a algunos de mis recuerdos, mis eternas batallas, mis agonías, la época en que, siendo Erekosë, había conducido a los ejércitos Eldren hacia la total destrucción de la raza humana.
Sharadim lanzó un chillido y se derrumbó.
—Se ha desmayado —musitó Von Bek, estupefacto.
—Ya podemos irnos —dije.
Nuestros únicos aliados eran la velocidad y la desesperación. Dejamos a los esbirros de Sharadim atados y amordazados dentro de un gran armario. La llevé en brazos como si fuera mi amante. Cada vez que nos topábamos con un guardia gritábamos que estaba enferma y que la transportábamos al hospital del palacio. No tardamos en volver al patio, y corrimos hacia nuestros caballos.
Sharadim iba envuelta en una capa y echada de través sobre la silla del príncipe Ottro. Al cabo de pocos minutos habíamos atravesado el puente y cabalgábamos hacia la ciudad. Nadie nos persiguió. Aún debían de estar conmocionados por el asesinato del Custodio de los Registros, ajenos al hecho de que su princesa había sido secuestrada.
Sharadim despertó mientras cruzábamos la ciudad. Oí sus gritos ahogados. No le hicimos caso.
Llegamos por fin a la carretera y nos dirigimos hacia el lugar donde habíamos escondido la embarcación. No cesábamos de mirar atrás, pero nadie nos perseguía.
—Ya nos consideraba muertos —sonrió Von Bek—. ¡Hay mucho que decir en favor de la experiencia!
—Y de llevaría a la práctica con rapidez —señalé.
A mí también me sorprendía el hecho de que hubiéramos logrado escapar antes de que alguien diera la alarma. Aparte del asesinato del príncipe Albret, el otro factor que había obrado en nuestro favor era que el palacio estaba preparado para una pacífica celebración. La mayoría de los guardias habían sido destinados a tareas relacionadas con la ceremonia. Un gran número de forasteros entraban y salían sin cesar. A esas alturas ya habrían encontrado a Neterpino Sloch, al duque Perichost y al príncipe Pharl, y tratarían de descubrir qué había sido de la princesa Sharadim. Aquella gente no parecía poseer métodos sofisticados para comunicarse a distancia. Si conseguíamos llegar a tiempo al barco, nada impediría que huyéramos de Valadeka.
—¿Qué haremos con nuestra cautiva? —preguntó el príncipe Ottro—. ¿Nos la llevaremos?
—Sólo nos serviría de estorbo —contesté.
—En ese caso, supongo que debemos matarla, si no nos es de utilidad, y si queremos salvar del Caos a este reino.
Alisaard murmuró una objeción. Yo no dije nada. Sabía que Sharadim estaba despierta y no perdía detalle de nuestra conversación. También sabía que la había aterrorizado lo bastante, siquiera momentáneamente, para que nos resultara de cierta utilidad.
Dos horas después soltamos a los caballos en un prado y descendimos por los riscos hasta nuestro barco. Von Bek llevaba a Sharadim cargada sobre el hombro. Ottro abría la marcha. Llegamos por fin a la orilla. El cielo estaba gris, y la pedregosa playa parecía muerta. Hasta el océano semejaba desprovisto de vida.
—Podríamos llevarnos el cadáver y arrojarlo al mar —comentó Ottro—. Así nos libraríamos de ella para siempre. Los nobles recogerían sus restos muy pronto.
—O tal vez desearan vengarse en mis asesinos. —Sharadim, de pie, agitó su adorable cabellera dorada. Sus ojos eran como dos pedernales azules—. Tal vez abocarais a nuestro reino a una guerra civil, príncipe Ottro. ¿Es eso lo que deseáis? Yo prometo la unidad.
El anciano se alejó de ella. Desató las cuerdas del mástil y las dispuso en el centro del barco.
—¿Por qué no vais a Barganheem e intentáis apoderaros de la espada? —le pregunté.
Era un farol. Utilizaba las pocas palabras que había captado en su mente.
—Sabéis tan bien como yo que sería una locura —contestó ella—. Me basta con entrar en Barganheem al frente de un ejército y coger lo que me plazca.
—¿No se opondría Morandi Pag?
—¿Y qué, si lo hiciera?
—¿Y Armiad?
Juntó sus bellas cejas y me miró.
—¿Ese bárbaro? ¿Ese advenedizo? Hará lo que se le diga. Si hubiera venido a vernos unas horas antes de la Asamblea,—el asunto ya estaría zanjado, pero no sabíamos dónde estabais vos.
—¿Me buscasteis en la Asamblea?
—El príncipe Pharl estaba allí. Le ofrecí a Armiad compraros a los dos, vivos o muertos, pero las Mujeres Fantasma os encontraron antes. Armiad es un pésimo aliado, pero es el único que tengo en Maaschanheem.
En ese momento comprendí que sus planes trascendían las fronteras de su reino. Conseguía cómplices donde podía. Y Armiad, arrastrado por su odio hacia mí, había accedido de buen grado a servirla. Ahora, también sabía que la Espada del Dragón se hallaba, probablemente, en Barganheem, que alguien llamado Morandi Pag conocía su emplazamiento exacto, o bien era su protector, y que Sharadim presentía que necesitaría un ejército para derrotarle.
Federit Shaus, Alisaard y el príncipe Halmad habían puesto a punto el barco y se preparaban para empujarlo al agua. El príncipe Ottro extrajo el largo cuchillo que yo le había quitado a Neterpino Sloch.