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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (24 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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CAPÍTULO IX
De la debilidad relativa de los Estados

Toda grandeza, toda fuerza, todo poder son relativos. Hay que guardarse bien de que, por querer el aumento de extensión, crezca la grandeza real y disminuya la relativa.

A fines del reinado de Luis XIV había llegado Francia al mas alto grado de relativa grandeza. Alemania no había tenido aún los grandes monarcas que ha tenido después. Italia estaba en el mismo caso. Escocia e Inglaterra todavía no formaban una sola monarquía. Entre Aragón y Castilla no había perfecta unidad. Las partes de España separadas de la Península
[4]
, eran débiles y la debilitaban. De Moscovia no se conocía en Europa más que Crimea.

CAPÍTULO X
De la debilidad de los Estados vecinos

Cuando se tiene por vecino a un Estado en decadencia, importa mucho no acelerar su ruina, pues no hay situación más ventajosa; nada tan cómodo para un príncipe como tener al lado quien reciba por él todos los golpes y todos los ultrajes de la mala suerte. Y es raro que la conquista del vecino Estado decadente aumente en fuerza real lo que se pierde en fuerza relativa.

LIBRO X
De las leyes en sus relaciones con la fuerza ofensiva
CAPÍTULO I
De la fuerza ofensiva

La fuerza ofensiva se encuentra regulada por el derecho de gentes, que es la ley política de las naciones consideradas en las relaciones que tengan entre si.

CAPÍTULO II
De la guerra

La vida de los Estados es como la de los hombres: éstos tienen el derecho de matar en los casos de defensa propia, y aquéllos lo tienen igualmente de guerrear por su conservación.

En los casos de defensa propia, tengo el derecho natural de dar la muerte porque mi vida es mía, como la vida del que me ataca es suya; lo mismo hace la guerra un Estado, porque es justa su conservación como es legítima toda defensa.

Entre los ciudadanos, el derecho de defensa natural no trae consigo el derecho al ataque. En vez de atacar, deben y pueden recurrir a los tribunales; no pueden por consiguiente ejercer por sí el derecho de defensa, fuera de los casos momentáneos en que se vería perdido quien esperase el auxilio de las leyes. Pero en las colectividades, el derecho de defensa trae consigo muchas veces la necesidad de atacar; por ejemplo, cuando un pueblo advierte que una larga paz pondría a otro en estado de destruirlo, se anticipa a él, atacándole para impedir aquella destrucción.

De aquí se sigue que las naciones pequeñas tienen más a menudo que las grandes el derecho de emprender la guerra, porque sienten con más frecuencia el temor de ser acometidas y destruidas.

El derecho de la guerra se deriva, pues, de la necesidad y de la justicia estricta. Si los que dirigen la conciencia y las determinaciones de los príncipes no se amoldan a ella, todo está perdido. Y si los príncipes o sus consejeros en lugar de atenerse a la justicia rígida se guían por principios arbitrarios de gloria, de bien parecer, de utilidad, arroyos de sangre inundarán la tierra.

Sobre todo, que no se hable de la gloria del príncipe: su gloria sería no más que orgullo; una pasión y no un derecho.

Es verdad que la fama de su poder aumentaría tal vez las fuerzas de su Estado; pero la fama de su justicia también las aumentaría.

CAPÍTULO III
Del derecho de conquista

Del derecho de la guerra se deriva el derecho de conquista, que es su consecuencia; el espíritu de ambos es, por consiguiente, el mismo.

Cuando un pueblo es conquistado, el derecho que tiene el conquistador con relación al primero se amolda a cuatro clases de leyes: la ley de la naturaleza, por la cual todo tiende a la conservación de las especies; la ley de la luz natural, que nos lleva a no hacer a los demás lo que no querríamos que se nos hiciera; la ley que forma las sociedades políticas, a cuya duración no ha marcado límites la naturaleza; por último, la ley resultante de la cosa misma. La conquista es una adquisición; el espíritu de adquisición lleva consigo el de uso y conservación, no el de destrucción.

Un Estado que conquista otro, le trata de una de las cuatro maneras siguientes: o continúa gobernándolo según sus leyes, no ejerciendo por su parte más que el gobierno político y civil; o le da un nuevo régimen político y civil; o destruye la sociedad y la dispersa en otras; o extermina a todos los ciudadanos.

La primera de las cuatro maneras se ajusta al derecho de gentes, según lo entendemos hoy; la cuarta se ajusta más al derecho de gentes de los Romanos: con esto basta para que se vea todo lo que hemos mejorado. Aquí debemos tributar un homenaje a los tiempos modernos, a la razón actual, a la religión de nuestros días
[1]
, a nuestra filosofía y a nuestras costumbres.

Los autores de nuestro derecho público, fundándose en las historias antiguas, han caído en grandes errores. Han dado en lo arbitrario; han supuesto en los conquistadores un derecho de matar, del que han sacado consecuencias no menos terribles, estableciendo máximas que los conquistadores mismos han repudiado cuando han tenido un poco de sensatez. Es claro que, realizada la conquista, el conquistador pierde el derecho de matar, puesto que ya no sería en defensa propia.

Los que dicen lo contrario, son los que conceden al conquistador el derecho de destruir la sociedad; de ese derecho han deducido el de acabar con los seres que la constituyen: falsa consecuencia de un principio falso.

De que la sociedad sea destruida, no se sigue que los hombres deban ser exterminados; el ciudadano puede perecer sin que perezca el hombre.

Del derecho de matar en la conquista, han sacado los políticos otro derecho: el de imponer la servidumbre; consecuencia tan mal fundada como el principio del que la deducen.

No se tiene derecho a imponer la servidumbre cuando no sea necesaria para la conservación de la conquista. El objeto de la conquista es la conservación y no la servidumbre: pero ésta puede ser un medio necesario de conservación.

Aun en este caso, es contra naturaleza que la servidumbre sea perpetua. No debe ser eterno lo anormal. Un pueblo esclavo ha de estar en condiciones de dejar de serlo. Esclavitud impuesta por la conquista no puede menos de ser un accidente; debe cesar en cuanto los conquistados se confundan con los conquistadores por las leyes, las costumbres y los casamientos.

El conquistador que impone la servidumbre al pueblo conquistado, se reservará los medios (y éstos son muy numerosos) de sacarlo más o menos pronto de su servidumbre accidental.

No digo cosas vagas, no hablo de memoria. Nuestros padres, que conquistaron el imperio romano
[2]
, procedieron así. Las leyes que formularon en el fuego, en el ímpetu, en el orgullo de la victoria, las modificaron después; si al principio fueron ásperas y duras, luego las suavizaron haciéndolas imparciales. Borgoñones, Godos y Lombardos querían que los Romanos fueran el pueblo vencido; las leyes de Eurico, de Gundemaro y de Rotaris
[3]
convirtieron en conciudadanos al Romano vencido y al bárbaro invasor.

CAPÍTULO IV
Ventajas del pueblo conquistado

En lugar de sacar del derecho de conquista unas consecuencias tan fatales, los políticos hubieran hecho mejor en hablar de las ventajas que el mismo derecho puede aportarles, a veces, a los vencidos. El pueblo conquistado puede salir ganancioso, y lo comprenderían mejor los tratadistas si se observara nuestro derecho de gentes en toda la tierra y con rigurosa exactitud.

Los Estados que se conquistan no están ordinariamente en la fuerza de su institución; suelen estar en decadencia o sensiblemente quebrantados; la corrupción ha penetrado en ellos, las leyes no se cumplen, el gobierno se ha hecho más o menos opresor. ¿Quién duda que un Estado en esas condiciones encontrará ventaja en la conquista, si no fuere destructora? Un gobierno que ha llegado al punto de no poder reformarse por si mismo, ¿qué perdería en que una invasión lo refundiera? El conquistador que entra en un pueblo, donde con mil ardides y artificios practican los ricos una infinidad de medios de usurpar; donde gimen los pobres viendo convertidos en leyes los abusos; donde reina la desconfianza y no se cree en la justicia, ¿no puede el conquistador acabar ante todo con la hipócrita y sorda tiranía reinante?

Ha habido Estados oprimidos por los traficantes, que han sido salvados por un conquistador desligado de los compromisos y de las necesidades del príncipe legítimo. Los abusos quedaban de hecho corregidos sin que el conquistador los corrigiera.

Algunas veces, la frugalidad del pueblo conquistador le ha permitido dejarle al pueblo vencido lo necesario para su existencia y que el príncipe legítimo le habría quitado.

Una conquista, además, podría destruir preocupaciones añejas y nocivas, cambiando así hasta el genio de la nación conquistada.

¡Cuánto bien hubieran podido hacerles los Españoles a los Mejicanos! Podían haberles llevado una religión más blanda que la suya: les llevaron una superstición furiosa. Pudieron hacer libres a los que eran esclavos; hicieron esclavos a los que eran libres. Pudieron hacerles ver que los sacrificios humanos eran ilícitos: prefirieron exterminarlos. No acabaría nunca si quisiera decir todo lo bueno que no hicieron y todo lo malo que pusieron en ejecución.

Al conquistador le toca reparar, en parte, los daños que haya hecho. He aquí mi definición del derecho de conquista: Es un derecho legítimo y un mal necesario, que siempre le deja al conquistador una deuda inmensa contraída con la naturaleza humana. ¿Y por qué no ha de pagar esa deuda?

CAPÍTULO V
Gelón, rey de Siracusa.

El más hermoso tratado de paz de que haya hablado la historia, creo que es el que hizo Gelón con los Cartagineses. Exigía que éstos abolieran la costumbre de inmolar a sus hijos
[4]
. ¡Cosa admirable! Después de haber derrotado a trescientos mil cartagineses, imponerles una condición más útil para ellos que para quien la imponía, mejor dicho, que no interesaba más que a ellos. Estipulaba, no en provecho propio, sino del género humano.

Los Bactrianos hacían que sus padres, en la vejez, fueran comidos por los perros; Alejandro les prohibió que así lo hicieran
[5]
; fue un triunfo conseguido sobre la superstición.

CAPÍTULO VI
De una República invasora

En una República federativa, no es natural que uno de los Estados invada otro, como se ha visto recientemente en Suiza. En las confederaciones mixtas, esto es, de pequeñas Repúblicas y pequeñas monarquías, la cosa no sería tan rara.

También es contrario a la naturaleza el que una República democrática pretenda conquistar ciudades que no quepan en la esfera de su democracia. Es preciso que el pueblo conquistado pueda gozar de los privilegios de su soberanía, como en sus comienzos lo establecieron los Romanos.

Si una democracia invade y conquista un pueblo para gobernarlo, como vasallo suyo, se expone a perder su propia libertad, porque dará un poder excesivo a los magistrados que destine al país conquistado por la fuerza.

¡Qué peligros no hubiera corrido la República de Cartago, si Aníbal hubiese entrado en Roma! ¡Qué no hubiera hecho en su patria después de la victoria, el que fue causante de tantas revoluciones después de su derrota!
[6]

Jamás hubiera logrado Hanón que el Senado cartaginés le negara a Aníbal los refuerzos que necesitaba, si hubiera hablado solamente su animosidad. Aquel Senado, que tan sabio era según nos dice Aristóteles (y así lo demuestra la prosperidad de su República), no es posible que cediera a celos y rivalidades de los hombres; sin duda atendió a razones más sensatas.

El partido de Hanón quería dejar a Aníbal a merced de los Romanos
[7]
; por el momento no se temía a los Romanos tanto como a Aníbal.

Se dice que no podía creerse en las victorias de Aníbal; pero ¿cómo era posible que las pusieran en duda? Los Cartagineses, que estaban esparcidos por toda la tierra, ¿podían ignorar lo que pasaba en Italia? Precisamente por no ignorarlo se le negaban a Aníbal los refuerzos. Hubiera sido necesario ser demasiado estúpido para no ver que un ejército, peleando a trescientas leguas de allí, había de tener inevitables pérdidas que debían ser reparadas.

Hanón se afirma en su resistencia después de Trebia, después de Trasimeno, después de Canas: no es su incredulidad lo que aumenta, es su temor.

CAPÍTULO VII
Continuación del mismo asunto

Un inconveniente más ofrecen las conquistas hechas por las democracias; que siempre se hacen odiosas a los Estados sometidos. Su gobierno es, por ficción, el de una monarquía constitucional; pero realmente es más duro que el monárquico. Así nos lo hace ver la experiencia de todos los tiempos y de todos los países
[8]
.

Triste suerte la de todos los pueblos conquistados; no gozan de las ventajas de la monarquía ni de las de la República, sea cual fuere el gobierno del conquistador.

Lo que digo del gobierno popular se puede aplicar al gobierno aristocrático.

CAPÍTULO VIII
Continuación del mismo tema

Cuando una República tiene a otro pueblo bajo su dependencia, debe hacer por corregir los inconvenientes que resultan de la naturaleza de la cosa dándole un buen derecho político y buenas leyes civiles.

Una República de Italia tenía varias islas bajo su obediencia; pero su legislación civil y su derecho político eran viciosos respecto de los insulares. Recuérdese
el acta de amnistía
[9]
en la que se expresa que nadie sería condenado a penas aflictivas sobre la conciencia informada del gobernador. Se han visto a menudo pueblos que piden privilegios: aquí el soberano concede el derecho de todas las naciones.

CAPÍTULO IX
De una monarquía invasora

Si una monarquía puede actuar durante mucho tiempo sin que el engrandecimiento la debilite, antes que esto ocurra se hará temible; y su fuerza durará según la presión de las monarquías vecinas.

No debe, pues, conquistar sino mientras se mantenga en los límites naturales de su gobierno. La prudencia quiere que se detenga tan pronto como rebase estos límites.

En esta clase de conquistas, es necesario que la monarquía invasora deje las cosas como las encuentre: los mismos privilegios, las mismas leyes, los mismos tribunales; no ha de verse más cambio que el del ejército y el del nombre del soberano.

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