Cuando la monarquía extiende sus límites por medio de la conquista más allá de sus fronteras, ha de tratar con dulzura las nuevas provincias que incorpore, sobre todo siendo países vecinos.
En una monarquía muy trabajada por la duración de sus conquistas, las provincias de su antiguo territorio han de haber sido muy atropelladas; y lo más probable es que sigan siéndolo; se agregarán abusos nuevos a los antiguos abusos, y acaso las despueble una gran capital que se lo trague todo. Ahora bien, si después de haber conquistado nuevos dominios se trata a los pueblos vencidos como a los antiguos súbditos, ya puede el Estado darse por perdido: los tributos que envíen las provincias conquistadas, absorbidos por la capital, no llegarán a las provincias antiguas; las fronteras quedarán arruinadas y, por consiguiente, serán débiles; se acentuarán en los pueblos el descontento y la desafección; la subsistencia de los ejércitos que en ellos han de vivir será precaria.
Tal es, necesariamente, el estado a que llega una monarquía conquistadora: en la capital, desenfrenado lujo; en las provincias lejanas, la miseria.
A veces una monarquía invade y conquista otra. Cuanto más chica sea la conquistada, mejor se la contendrá levantando fortalezas; cuanto más grande sea, mejor será conservada fundando en ella colonias.
En esas conquistas, no basta dejarle sus mismas leyes al pueblo conquistado; es más necesario todavía respetarle sus costumbres, porque todo pueblo conoce, ama y defiende sus costumbres más que sus leyes.
Los Franceses han sido arrojados de Italia nueve veces: al decir de los historiadores
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, por su insolencia con las mujeres y las mozas. Ya es bastante para una nación el tener que sufrir la presencia y el orgullo de los vencedores; si éstos añaden la incontinencia y la indiscreción, llegan a hacerse insufribles.
No considero buena la ley dictada por Ciro para que los Lidios no pudieran ejercer más que oficios viles o profesiones infames. Se va a lo más urgente; se piensa en posibles alzamientos, no en probables invasiones. Pero las invasiones vienen más tarde o más temprano; y entonces los dos pueblos se juntan y ambos se corrompen. Más acertado sería mantener por las leyes la rudeza del pueblo vencedor, que fomentar por ellas la molicie del pueblo dominado.
Aristodemo, tirano de Cumes
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, procuró el afeminamiento de los jóvenes. Quiso que los varones se dejasen crecer el cabello como las hembras; que se adornaran con flores y se pusieran vestidos de colores diferentes que les bajaran hasta los talones; que cuando iban a las escuelas de música y de baile, fueran acompañados por mujeres que les llevaran quitasoles, perfumes y abanicos; por último, que en el baño se les dieran peines y espejos. Esta educación duraba hasta la edad de veinte años. Una educación así no podía convenirle más que a un tiranuelo, que expone su soberanía por defender la vida miserable.
Este príncipe, sin aliados y no empleando más que sus solas fuerzas, determinó su caída al formar designios que no podían tener ejecución de otro modo que por una guerra larga: su reino no podía sostenerla.
El que intentó derrumbar no era un Estado en decadencia, era un imperio que nacía. Los Moscovitas se sirvieron de la guerra que él les hacía, como de una escuela. A cada derrota se acercaban más a la victoria; y los reveses que tenían en el exterior les enseñaban a defenderse en el interior.
Carlos se creyó dueño del mundo en los desiertos de Polonia, por los que andaba errante, y en los cuales se dispersaba Suecia mientras su enemigo principal se fortificaba contra él, le estrechaba, estableciéndose en el mar Báltico, y se apoderaba de Livonia.
Suecia se asemejaba a un río al que se le cortaran las fuentes al mismo tiempo que se le diera nuevo cauce.
No fue la batalla de Poltava lo que perdió a Carlos XII; de no haber sido allí, en otro lugar cualquiera hubiese tenido la catástrofe. Los reveses de la fortuna se enmiendan fácilmente; lo que no tiene enmienda es lo que nace de la naturaleza misma de las cosas.
Pero ni la naturaleza ni la fortuna fueron tan decisivas contra Carlos como lo fue él mismo.
No se conducía con arreglo a la actual disposición de las cosas, había tomado un modelo y a él quería ajustarse; pero lo imitaba mal. Es que él no era Alejandro, aunque ciertamente hubiera sido el mejor soldado de Alejandro.
Si Alejandro realizó su proyecto, fue porque el proyecto era sensato. Los reveses de los Persas en sus invasiones de Grecia, las conquistas de Agesilao y la retirada de los
Diez mil
, habían dado a conocer la superioridad de los Griegos en armamentos y en táctica; y se sabía que los Persas eran demasiado grandes para corregirse.
Ya no podían debilitar a Grecia fomentando divisiones intestinas: estaba unida, tenía un jefe; y éste no podía encontrar mejor medio de ocultarle al pueblo su servidumbre, que deslumbrarlo con la destrucción del enemigo eterno y con la ilusión de conquistar el Asia.
Un imperio cultivado por la nación más industriosa del mundo, que labraba las tierras por precepto de su religión, fértil y abundante, ofrecía toda suerte de facilidades para que un enemigo subsistiera en él.
Podría juzgarse por el orgullo de sus reyes, siempre mortificados por las derrotas, que ellos mismos precipitarían su caída no cesando de presentar batallas; que escarmentaran no podía creerse, pues la adulación no les permitía dudar de su poder.
Y no solamente era acertado el proyecto de Alejandro, sino que fue ejecutado con acierto y discreción. Alejandro, aún en la rapidez de sus acciones y en el fuego de las pasiones mismas, tenía un destello de razón que le guiaba, un fundamento de sus actos que no han podido ocultarnos los que han pretendido hacer de su historia una novela. Hablemos de él a nuestra guisa.
No partió hasta que hubo asegurado la integridad de Macedonia, amenazada antes por los pueblos bárbaros vecinos y por las rivalidades de los Griegos; hizo impotente la de los Lacedemonios; atacó las provincias marítimas; mandó marchar a su ejército por la orilla del mar para estar en contacto con su flota y no perderla de vista; se sirvió admirablemente de la disciplina contra el número; no careció de subsistencias: es verdad que la victoria se las facilitaba, pero él hizo lo necesario para procurarse la victoria.
En los comienzos de su empresa, es decir, cuando todavía el menor revés hubiera podido deshacer sus planes, lo calculaba todo, no dejando a la suerte casi nada; cuando la fortuna lo puso por encima de los acontecimientos, ya entonces tuvo repetidas veces por uno de sus medios la temeridad. Cuando antes de emprender la gran expedición, marcha contra los Tribalianos y los Ilirios, vemos una guerra como la que después les hizo César a los Galos
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. De vuelta a Grecia toma y destruye Tebas
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, como a su pesar; acampado en las cercanías de la ciudad, espera allí que los Tebanos quieran hacer la paz; y son ellos los que, por no quererla, precipitan su desastre. Cuando se trató de rechazar las fuerzas navales de los persas, fue más bien Parmenio el que mostró su audacia y Alejandro el que tuvo más prudencia. La habilidad de Alejandro consistió en separar a los Persas de la costa y obligarlos a abandonar sus naves, con las cuales eran superiores. Tiro, por propia conveniencia, favorecía a los Persas que necesitaban de su comercio y de su marina; Alejandro se la destruyó. Se hizo dueño de Egipto, que Darío había dejado sin tropas mientras reunía en otra parte innumerables ejércitos.
El paso del Gránico hizo que Alejandro se apoderase de las colonias griegas; la batalla de Iso le abrió las puertas de Tiro y le dio la posesión de Egipto; la de todo el mundo se la debió a la batalla de Arbela.
Después de la batalla de Iso deja escapar a Darío, no pensando siquiera en perseguirlo, sino en afirmar sus conquistas y ordenarlas; después de la batalla de Arbela, tan de cerca le persigue que no le deja un refugio dentro de su imperio. No entra Darío en ninguna de sus ciudades y de sus provincias sino para evacuarlas inmediatamente. Las marchas de Alejandro son tan rápidas, que el imperio del mundo más parece el premio de la carrera, como en los juegos olímpicos de Grecia, que el premio de la victoria.
Así efectuó sus conquistas; ahora veamos cómo las conservó.
Se resistió a los consejos de los que querían que tratara a los Griegos como señores y a los Persas como esclavos
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; no pensó más que en unir a las dos naciones, para que no hubiera distinción del pueblo conquistador y del pueblo conquistado; desechó después de la conquista, los prejuicios que le habían servido para hacerla; tomó las costumbres de los Griegos; mostró el mayor respeto a la mujer y a la madre de Darío; por las muestras que dió de continencia fue por lo que los Persas le lloraron. ¿Cuándo se ha visto que un pueblo sometido vierta lágrimas de reconocimiento por el conquistador? ¿Era ése un conquistador vulgar? ¿Era un usurpador el que a su muerte fue llorado por la familia que él arrancó del trono? Este rasgo de su vida es de los que no nos cuentan los historiadores que otro conquistador haya podido alabarse.
Nada afirma una conquista como la fusión de dos pueblos por los matrimonios. Alejandro supo elegir sus mujeres en la nación vencida; quiso que lo mismo hicieran sus cortesanos; los Macedonios, en general, imitaron el ejemplo. Estos casamientos los efectuaron también los Francos y los Borgoñones
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; los Visigodos los prohibieron en España, aunque al fin los permitieron
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; los Lombardos hicieron algo más que permitirlos, pues los recomendaron
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; cuando los Romanos se propusieron debilitar a Macedonia, decretaron que no se unieran en matrimonio los de diferentes pueblos.
Alejandro, que se proponía realizar la unión de los dos pueblos, quiso establecer en Persia colonias griegas en crecido número; edificó ciudades; cimentó el nuevo imperio de una manera tan sólida, que al ocurrir su muerte, y en la confusión y los trastornos de las guerras civiles, cuando los Griegos se habían ellos mismos aniquilado, por decirlo así, no se sublevó ninguna de las provincias persas
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Para que Grecia y Macedonia no se despoblaran, envió Alejandro a Alejandría una colonia de Judíos; las costumbres de los pueblos no le importaban, con tal que fueran fieles. Y no solamente respetó las costumbres de los pueblos vencidos, sino que les dejó sus leyes civiles y a veces hasta los reyes y los gobernadores que en ellos había encontrado. Puso jefes macedonios al frente de las tropas y hombres del país al frente del gobierno. Prefirió exponerse a alguna infidelidad particular (que no faltó), que a correr el riesgo de un alzamiento general.
En todos los países conquistados respetó Alejandro las tradiciones antiguas y todos los monumentos conmemorativos de la gloria de los pueblos o de su vanidad. Los reyes de Persia habían destruido los templos de los Griegos, de los Babilonios y de los Egipcios: Alejandro los reedificó
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; pocas naciones se le sometieron en cuyos altares no celebrara él sus sacrificios. Parecía como si las hubiese conquistado para ser el monarca particular de cada nación y el primer ciudadano de cada pueblo. Así como los Romanos lo conquistaban todo para destruirlo, él quiso conquistarlo todo para fortalecerlo. En todos los países que recorrió, su primera idea, su primer designio, fue siempre hacer las cosas que pudieran aumentar la importancia y la prosperidad de cada país. El medio de lograrlo fue, en primer lugar, su propio genio; en segundo lugar, su sobriedad y su particular economía no incompatible con su inmensa prodigalidad para las grandes cosas, que contribuyó en tercer lugar al logro del mismo objeto. Su mano se cerraba para los gastos privados; se abría para las obras públicas. Para el arreglo de su casa era un Macedonio; para pagar las deudas de sus soldados o labrar la fortuna de sus hombres era Alejandro.
Hizo dos malas acciones: incendiar Persépolis y matar a Clito; las hizo famosas su arrepentimiento, de suerte que se han olvidado sus actos criminales para recordar su respeto a la virtud, pues se considera aquellos crímenes más bien como desgracias que como hechos propios; de suerte que la posteridad descubre la belleza de su alma hasta en sus arrebatos y flaquezas; de suerte que si hay motivo para compadecerlo no hay ninguno para odiarlo.
Voy a compararlo a César. Cuando César quiso imitar a los reyes asiáticos, desesperó a los Romanos por una cosa de mera apariencia, de pura ostentación; cuando Alejandro quiso imitar a los mismos reyes de Asia, lo hizo en algo que entraba en el plan de su conquista.
Cuando un monarca conquista un gran Estado, hay una práctica admirable, tan buena para conservar la conquista como para moderar el despotismo: los conquistadores de China la han usado.
Para no desesperar al pueblo vencido ni enorgullecer al vencedor, para impedir que el gobierno se haga militar, para contener a los dos pueblos en los límites del deber, la familia tártara que actualmente impera en China ha establecido que cada cuerpo de tropas se componga en partes iguales de Chinos y de Tártaros, a fin de que los unos estén contenidos por los otros. Los tribunales son igualmente mitad chinos, mitad tártaros. Esto produce varios buenos efectos: 1° las dos naciones están contenidas la una por la otra; 2° ambas ejercen el poder civil y el militar, y no queda humillada ninguna de las dos; 3° la nación conquistadora puede esparcirse por todo el imperio sin perderse ni debilitarse, haciéndose capaz de resistir a las guerras civiles y extranjeras. Institución tan sensata, que precisamente por no haberla establecido se han perdido casi todos los conquistadores.
Una conquista, si es inmensa, lleva aparejado el despotismo. El ejército, disperso por las provincias, no es bastante; siempre hay al lado del príncipe un cuerpo más adicto que los otros, dispuesto a caer rápidamente sobre la parte del imperio que se pudiera agitar. Esta milicia especial debe tener a raya, así a las restantes fuerzas como a todos los que en el imperio han ejercido funciones de las cuales se les ha desposeído. Al lado del emperador de China hay un cuerpo de Tártaros bastante numeroso y dispuesto siempre para acudir adonde sea necesario. En el Mogol, en el Japón, en Turquía, hay una tropa a sueldo del príncipe y distinta de las demás tropas. Estas fuerzas particulares tienen en respeto a los caudillos.