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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (57 page)

BOOK: El factor Scarpetta
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El poli se largaba, desaparecía, rumbo a un allanamiento que no iba a suceder allí, sino en el preciso lugar que acababa de abandonar. Lucy sacó el abrepuertas hidráulico manual, que podía ejercer 700 bares de presión. Introdujo los extremos de las mordazas entre el lado izquierdo de la puerta del garaje y el marco, y empezó a accionar la bomba de pie; la madera se combó y luego se oyeron unos reventones cuando los goznes de hierro se doblaron y saltaron. Lucy recogió las herramientas y se abrió paso al interior, cerrando la puerta tras ella para que la brecha no fuese evidente desde la calle. Permaneció inmóvil en la oscuridad, escuchando, orientándose en el interior del nivel inferior del garaje de Rupe Starr. El monocular térmico no iba a ayudarla allí, lo único que hacía era detectar calor, por lo que extrajo su linterna SureFire y la encendió.

El sistema de alarma estaba desconectado, lo que indicaba que, cuando se habían presentado Bonnell y Berger, la persona que las dejó entrar no había activado de nuevo el sistema de seguridad. «Nastya, tal vez», pensó Lucy. La había conocido la última vez que estuvo allí y recordaba al ama de llaves como una mujer descuidada y engreída, contratada recientemente por Hannah, o quizás había sido elección de Bobby. Pero a Lucy le extrañó que una persona como Nastya de pronto formara parte de la vida de Rupe Starr. No era del tipo de Rupe y probablemente la decisión de contratarla no había sido suya, lo que hizo que Lucy se preguntara qué le habría sucedido en realidad. Asesinar a alguien con salmonela se le antojaba imposible, ni tampoco era probable que se hubiera producido un error diagnóstico, no en Atlanta, una ciudad célebre por sus Centros de Control y Prevención de las Enfermedades. Quizá Rupe había deseado su propia muerte porque Hannah y Bobby se estaban apropiando de su vida y él sabía lo que tenía por delante, que era quedarse sin nada, ser un viejo impotente a su merced. Era posible. La gente hacía esas cosas. Enfermaba de cáncer, tenía accidentes, tomaba un atajo hacia lo inevitable.

Depositó la bolsa en el suelo y sacó la pistola Glock de la funda del tobillo. El largo haz de la linterna táctica sondeó los alrededores, barrió las paredes de piedra encalada y las baldosas de terracota. Justo a la izquierda de la puerta del garaje había una zona para lavar coches y el agua goteaba lentamente del extremo de una manguera enrollada de manera descuidada; había toallas sucias por el suelo, un cubo de plástico volcado y al lado varios litros de lejía Clorox. También huellas de pisadas y de llantas, así como una carretilla y una pala, ambas cubiertas de cemento seco.

Lucy siguió las marcas de los neumáticos y las pisadas, diferentes zapatos, diferentes tallas, y un montón de polvo; quizás una zapatilla de deporte, quizás una bota, al menos dos personas distintas, pero tal vez más. Escuchó y escrutó con la linterna, consciente del aspecto que debería tener el sótano y advirtiendo lo que no encajaba, encontrando por todos lados indicios de actividad que ya nada tenía que ver con el mantenimiento de coches antiguos. El potente haz de luz recorrió una zona de trabajo con bancos, herramientas neumáticas, medidores, compresores de aire, cargadores de baterías, gatos, barriles de aceite y neumáticos, todos polvorientos y desordenados, como si los hubieran apartado y nadie los utilizara ni apreciase.

Nada que ver con los viejos tiempos, cuando se podía comer del suelo porque el garaje era el orgullo y la alegría de Rupe, eso y su biblioteca, las dos zonas comunicadas por una puerta oculta tras un cuadro de veleros. La luz se desplazó por la gruesa capa de polvo y las telarañas de un elevador que Rupe había instalado cuando las fosas de engrase dejaron de ser legales, se consideraron peligrosas por el monóxido de carbono que se acumulaba en el hueco cuando el motor estaba encendido. Antes no había un colchón junto a la pared, sin sábanas y cubierto de grandes manchas marrones, lo que parecía sangre. Lucy vio cabellos, largos, morenos, rubios, y detectó un olor o así lo creyó. Al lado había una caja de guantes quirúrgicos.

A unos diez pasos estaba la antigua fosa de engrase, cubierta con una lona de pintor que no solía estar ahí. El suelo que la rodeaba estaba repleto de huellas similares a las que Lucy había visto, así como de salpicaduras y manchas de cemento. Se agachó para levantar un extremo de la lona y debajo descubrió varios tableros de contrachapado; enfocó la linterna y en el fondo de la fosa vio una capa desigual de cemento de escasa profundidad, de apenas medio metro. Quienquiera que hubiese dispuesto el cemento húmedo no se había molestado en nivelarlo; la superficie era irregular y accidentada, con protuberancias y bultos, y Lucy, en todo momento muy consciente de su arma, creyó detectar de nuevo un olor.

Avanzando más rápido, subió la rampa sin despegar la espalda de la pared hasta el siguiente nivel, donde Rupe Starr había guardado sus coches. A medida que la rampa se curvaba, empezó a ver luz. Sus botas pisaban silenciosamente el suelo de baldosas italianas que solía mantenerse inmaculado y que ahora estaba polvoriento, marcado de rodadas y manchado de arena y sal. Oyó voces y se detuvo. Voces femeninas. Creyó distinguir la de Berger. Algo como «cerraban el paso» y otra voz que decía «bien, alguien lo hizo» y «en principio se nos dijo» y varias veces la frase: «evidentemente, no es verdad».

Después Berger preguntó: «¿Qué amigos? ¿Y por qué no lo dijo antes?»A lo que siguió una voz con acento, apagada, una mujer que hablaba rápido, y Lucy pensó en Nastya y esperó a que hablase un hombre, Bobby Fuller. ¿Dónde estaba? El mensaje que Berger le había dejado a Marino mientras él y Lucy seguían en el laboratorio era que iba a ver a Bobby con Bonnell. Supuestamente, Bobby había regresado en avión de Fort Lauredale esa mañana por lo que había oído en las noticias del cabello de Hannah, y Berger le había pedido que se vieran porque tenía que hacerle unas preguntas. Él se había negado a verla en Hogan Place ni en ningún lugar público y había sugerido la casa, esta casa. ¿Dónde estaba Bobby? Lucy lo había comprobado, había hablado con la torre de control del aeropuerto de Westchester, había hablado con el mismo controlador maleducado de siempre.

Se llamaba Lech Peterek, era polaco y adusto, muy desagradable al teléfono porque él era así, no tenía nada que ver con quién o qué era Lucy. De hecho, al controlador le había costado ubicarla hasta que ella le recitó los números de identificación del aparato y, aun así, había sido impreciso. Dijo que no se había registrado ninguna llegada del sur de Florida, no el Gulfstream en que solían desplazarse Bobby Fuller y Hannah Starr; el Gulfstream de Rupe. Seguía en su hangar y allí estaba desde hacía semanas, el mismo hangar que utilizaba Lucy, porque era Rupe quien había negociado sus adquisiciones aeronáuticas. Era Rupe quien la había familiarizado con máquinas excepcionales como helicópteros Bell o Ferraris. A diferencia de Hannah, su hija, Rupe había sido bienintencionado y hasta el día de su muerte Lucy no se había sentido insegura sobre sus medios de vida ni se había imaginado que alguien hubiera querido arruinarla por pura maldad.

Llegó a lo alto de la rampa, manteniéndose junto a la pared en la semioscuridad. La única iluminación provenía de la zona próxima al rincón más alejado, de donde venían las voces, pero no alcanzaba a ver a nadie. Berger, y probablemente Bonnell y Nastya, estaban ocultas detrás de los vehículos y las gruesas columnas revestidas de caoba y envueltas en neopreno negro para que los preciosos coches no sufrieran abolladuras en las puertas. Lucy se acercó más, esperando detectar indicios de peligro o enojo, pero las voces sonaban tranquilas, concentradas en una conversación intensa, a intervalos controvertida.

—Bueno, alguien lo ha hecho. Es evidente. —Berger, sin lugar a dudas.

—Siempre hay gente que entra y sale. Reciben muchas visitas. Siempre lo han hecho. —El acento de nuevo.

—Ha dicho que eso se acabó con la muerte de Rupe Starr.

—Sí. No del todo. Aún vienen algunas personas. No lo sé. El señor Fuller es muy suyo. El y sus amigos vienen aquí abajo. Yo no me meto.

—¿Tenemos que creer que no sabes quién entra y sale de aquí?

La tercera voz tenía que ser la de Bonnell.

Los coches de Rupe Starr. Una colección tan meditada y sentimental como impresionante y singular. El Packard de 1940, como el que tenía el padre de Rupe. El Thunderbird de 1957, que había sido el sueño de Rupe cuando iba al instituto y conducía un Volkswagen Escarabajo. El Camaro de 1969, como el que tenía cuando se graduó en Harvard. El sedán Mercedes de 1970 que se había regalado cuando empezaron a irle bien las cosas en Wall Street. Lucy pasó ante el querido Duesenberg Speedster de 1933, el Ferrari 355 Spyder y el último coche que Rupe había adquirido antes de su muerte, un taxi Checker amarillo de 1979, porque le recordaba los buenos tiempos de Nueva York, había dicho.

Las nuevas adquisiciones de la colección, los Ferrari, los Porsche, el Lamborghini, eran recientes e influidas por Hannah y Bobby, como también el Bentley Azure blanco descapotable que estaba aparcado con el morro hacia la pared, con el Carrera GT rojo de Bobby cerrándole el paso. Berger, Bonnell y Nastya estaban junto al guardabarros trasero del Bentley, hablando de espaldas a Lucy, sin advertir su presencia, y ella gritó un saludo para no sorprenderlas mientras se acercaba al taxi Checker y reparaba en los restos de arena que había en las llantas, así como en las rodadas del suelo. Advirtió en voz alta que iba armada mientras seguía acercándose; se volvieron y Lucy reconoció la expresión de Berger porque la había visto antes. Miedo. Desconfianza y dolor.

—No lo hagas. Suelta el arma, por favor —dijo Berger, y era a Lucy a quien temía.

—¿Qué? —exclamó Lucy, perpleja, mientras advertía el movimiento de la mano derecha de Bonnell.

—Suelta el arma, por favor —dijo Berger, sin emoción alguna en la voz.

—Hemos intentado llamar, localizarte por radio. Con cuidado, tranquila —advirtió Lucy a Bonnell—. Aparta lentamente las manos del cuerpo. Mantenías a la vista.

Berger le dijo:

—Nada de lo que hayas hecho justifica esto. Suelta el arma, por favor.

—Despacio. Tranquila. Voy a acercarme y vamos a hablar —advirtió Lucy mientras se aproximaba—. No sabéis lo que ha pasado. No hemos podido contactar con vosotras. ¡Hostia! —gritó a Bonnell—. ¡No vuelvas a mover la mano, joder!

Nastya farfulló algo en ruso y rompió a llorar.

Berger avanzó unos pasos e insistió:

—Dame el arma y hablaremos. Hablaremos de lo que quieras. Todo está bien, no importa lo que hayas hecho. Sea una cuestión de dinero, o Hannah.

—No he hecho nada. Escúchame.

—Todo va bien. Dame el arma. —Berger la miraba fijamente mientras Lucy no apartaba los ojos de Bonnell, para asegurarse de que no intentaba desenfundar el arma.

—Todo no va bien. Tú no sabes quién es. —Lucy se refería a Nastya—. Ni quiénes son ninguno de ellos. Toni vino aquí. No lo sabes porque no logramos comunicar contigo. El reloj que llevaba Toni tenía un GPS incorporado y nos llevó hasta esta casa. Vino aquí el martes y aquí murió. —Lucy miró de reojo el antiguo taxi Checker—. Y él, o ellos, la mantuvieron aquí cierto tiempo.

—Nadie ha estado aquí. —Nastya negaba con la cabeza y lloraba.

—Eres una puta mentirosa —replicó Lucy—. ¿Dónde está Bobby?

—Yo no sé nada. Sólo hago lo que me mandan —lloró Nastya.

—¿Dónde estaba Bobby el martes por la tarde? ¿Dónde estabais tú y Bobby? —preguntó Lucy.

—Yo no bajo aquí cuando enseñan los coches a la gente.

—¿Quién más estuvo aquí? —insistió Lucy, y Nastya no respondió—. ¿Quién estuvo aquí el martes por la tarde y todo el miércoles? ¿Quién salió de aquí ayer en coche a eso de las cuatro de la madrugada? Conducía eso. —Lucy indicó el taxi Checker con un gesto y dijo a Berger—: El cuerpo de Toni estuvo ahí dentro. No pudimos contactar contigo para decírtelo. Los fragmentos de pintura amarilla recogidos del cadáver son de algo viejo. Un coche antiguo pintado de ese color.

Berger dijo:

—Ya se ha hecho bastante daño. Lo arreglaremos de algún modo. Por favor, dame el arma, Lucy.

Lucy empezó a comprender a qué se refería Berger.

—No importa lo que hayas hecho, Lucy.

—No he hecho nada. —Lucy hablaba a Berger, pero con la vista puesta en Bonnell y Nastya.

—A mí no me importa. Lo superaremos —insistió Berger—. Pero tiene que acabar ya. Tú puedes hacer que acabe. Dame el arma.

—Hay unas cajas junto al Duesenberg —indicó Lucy—. Es el sistema que ha bloqueado vuestros teléfonos y la radio. Si echas un vistazo, las verás. Están a mi izquierda, junto a esa pared. Parecen una lavadora y una secadora pequeñas, con unas luces delante. Son los interruptores de diferentes radiofrecuencias. Rupe lo instaló y desde ahí puedes ver que está encendido. Todas las luces están en rojo porque se han bloqueado todas las frecuencias.

Nadie se movió ni nadie miró. Todos los ojos estaban fijos en Lucy, como si fuera a matarlas de un momento a otro, a hacerles lo que Berger se había metido en la cabeza que Lucy había hecho a Hannah. «Y estabas en casa esa noche, una lástima que no vieras nada.» Berger había repetido esa frase muchas veces durante las últimas semanas porque el loft de Lucy estaba en la calle Barrow, a Hannah se la había visto por última vez en esa calle, y Berger sabía de lo que Lucy era capaz y no confiaba en ella, la temía, pensaba que era una desconocida, un monstruo. Lucy no sabía qué decir para cambiar eso, para hacer que sus vidas retrocedieran a lo que habían sido antes, pero no iba a permitir que la destrucción avanzara. Ni un centímetro más. Iba a acabar con aquello.

—Acércate y mira, Jaime. Por favor. Acércate a las cajas y mira. Interruptores diseñados para diferentes frecuencias de megahercios.

Berger avanzó pero sin acercarse a ella, y Lucy no la miró. Estaba ocupada con las manos de Bonnell. Marino había mencionado que Bonnell no llevaba mucho tiempo en homicidios; Lucy notaba que era inexperta y no reconocía lo que pasaba porque no escuchaba su instinto, sino a su cabeza, y estaba muy nerviosa. Si Bonnell escuchara su instinto, notaría que Lucy estaba siendo agresiva porque Bonnell lo era, que no era Lucy quien había instigado lo que ahora era un enfrentamiento, una confrontación.

—Estoy junto a las cajas —dijo Berger desde la pared.

—Dale a todos los interruptores. —Lucy ni la miró, no iba a dejarse matar por una cabrona de la policía—. Las luces pasarán a verde, y tú y Bonnell veréis que os llegan un montón de mensajes al teléfono. Lo que os indicará que hemos intentado localizaros, que os digo la verdad.

BOOK: El factor Scarpetta
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