Durante la fiesta, los invitados empezaron a notar que Allen no bajaba. Kittredge fue, quizá, la primera en detectar su ausencia. Después de todo, desde que se conocían —hacía ya dieciocho años—, no había pasado reunión sin que Allen la asediara como un demonio que ha descubierto a su verdadero ángel. A Kittredge, por su parte, le encantaba la generosa promesa de todo aquello que él jamás se había atrevido a consumar. Sin embargo, de una forma instantánea y segura, sabían que cuando se encontraban se ponían de mejor humor.
De modo que fue Kittredge quien primero notó su ausencia. Allen no aparecería en su propia fiesta, eso estaba claro, e insistentemente le dijo a Hugh que ya que Clover respondía con evasivas cuando le preguntaban por Allen, subiera al primer piso a hacer un reconocimiento. Allen estaba en cama, inconsciente, pálido como una efigie de cera, sudando copiosamente.
Hugh bajó para convencer a Clover de que su marido estaba muy enfermo. «No —contestó ella—, sólo tiene la gripe. Ya se le pasará.»
Hugh insistió en que debía ser hospitalizado de inmediato, y llamó una ambulancia mientras Kittredge invitaba a los invitados a que terminasen sus copas y se marcharan. Llegó la ambulancia, pero Clover estuvo a punto de no acompañarlo; luego salió con tanta prisa que se olvidó el abrigo. Resultó que Allen estaba muy enfermo y Clover se vio obligada a dejarlo en el hospital. Regresó a su casa a medianoche. La calefacción del taxi no funcionaba, de modo que casi se congela. Al llegar a su casa abrió el grifo de agua caliente para darse un baño, pero sentía tanto frío que se metió en la cama mientras esperaba que se llenara la bañera. Se quedó dormida, y al despertar el día de Navidad descubrió que la inundación había despegado todas las molduras de los techos de la planta baja, y que los muebles estaban enterrados bajo un aluvión de yeso mojado. Hasta el día siguiente no se enteró de que, dadas las circunstancias, la compañía de seguros Hartford no se consideraba responsable por los daños. «No da igual cuánto cueste arreglar todo —dijo Clover—. Lo único que me importa es que mi marido no se entere.»
No se enteró. Había muerto en el hospital.
Puede que ése hubiese sido su fin, pero para mí había estado agonizando durante varios años. Medité acerca de su lenta extinción. ¿Habría muerto su alma años antes que su corazón, su hígado y sus pulmones? Deseaba que no hubiera sido así. Realmente, había disfrutado de la vida. El espionaje había sido todo para él, y también la infidelidad; amaba a ambos por igual. ¿Por qué no? Tanto el espía como el marido infiel deben tener el don de la ubicuidad. Así como un papel no ofrece su realidad al actor hasta que éste lo representa, de la misma manera una mentira se transforma en verdad cuando se la vive.
Si éste es un pobre epitafio para Allen, permítaseme decir que durante mi almuerzo con Kittredge en la primavera de 1969, lamenté su muerte tanto como me alegró. Pero debo detenerme aquí, pues me he adelantado ocho años.
El martes 18 de abril, segundo día de la bahía de los Cochinos, Robert Maheu consideró apropiado informar al FBI de que el arresto del pinchateléfonos Balletti, efectuado en Las Vegas el 31 de octubre, había involucrado a la CIA, y que el consejero Hubbard en persona le había ordenado que le transmitiera todas las preguntas del FBI sobre ese asunto.
Por supuesto, mi padre le había prometido a Maheu que lo salvaría si todo salía mal. Obviamente, Maheu había decidido —prematuramente, según mi padre— que todo había salido mal. Ahora el FBI quería hablar con Cal Hubbard.
Mi padre sabía perfectamente qué hacer. Le enviaría una carta al FBI informándole que la CIA objetaría el procesamiento de Maheu porque esto sacaría a la luz una información delicada referida a la invasión de Cuba. También se había decidido que esa carta sería más efectiva si el consejero Hubbard no estaba disponible para ser interrogado. «De la noche a la mañana —le dijo Allen Dulles— me he vuelto demasiado viejo para protegerte».
Al contármelo, mi padre dijo: «No le contesté que era yo quien estaba ahí para protegerlo a él, pero, qué diablos, eso era precisamente lo que estaba haciendo.»
Recordó que Cal volvería a ocupar un puesto en el Lejano Oriente. «A Japón —respondió Cal cuando le preguntaron dónde prefería ser transferido—. Arrancaré a Mary de los brazos de ese japonés con el que quiere casarse.
¡Banzai!
»
Así comenzaron los cambios. Yo, que en ese momento no sabía si quería volver a Miami, quedarme en Washington, o ser destinado a una estación distante, heredé el apartamento de mi padre y, supongo que como reconocimiento por los servicios prestados por Cal al director, fui asignado a la oficina del señor Dulles, como uno de sus asistentes. Ayudaría a controlar el traslado de la Agencia desde I-J-K-L al nuevo megacomplejo en Langley, Virginia, a veintidós kilómetros de la capital. Sí, era nepotismo, y sólo lo objeté a medias y en silencio. Si bien sabía que nunca sentiría respeto por mi carrera a menos que lograse algo importante para la Agencia sin ayuda de nadie, quería quedarme en Washington. Quería ver a Kittredge. Tenía la esperanza de que no quisiera seguir alejada de mí.
Mi trabajo prosiguió durante la primavera, el verano y el otoño. Alan Shepard, nuestra respuesta a Yuri Gagarin, se convirtió en nuestro primer hombre en el espacio, y ese mismo día, 25 de mayo, una cantidad de Jinetes de la Libertad fueron atacados, golpeados y arrestados en el estado de Mississippi. El 4 de junio Kennedy y Kruschov tuvieron en Viena una reunión en la cumbre. Circularon rumores de que Kruschov se había burlado de la frustrada invasión a Cuba. Hacia finales de julio, en el Congreso se discutía un aumento de los gastos militares.
Ni siquiera puedo empezar a describir lo distante que me sentía de esos acontecimientos. Los enumero en el orden en que tuvieron lugar, como un modo de revelar el carácter de mi reacción. Los acontecimientos pasaban a mi lado como postes. Empezaba a descubrir que las heridas no necesitan ser visibles ni personales, y me estaba curando de la bahía de los Cochinos. No me molestaba demasiado estar ocupado con la tarea, interminable, aunque esencialmente modesta, de trasladar la oficina del señor Dulles desde Foggy Bottom a Langley. Pasaba los calurosos días de trabajo en un coche de la Compañía. El bosque de Virginia florecía junto al Potomac, y los umbríos árboles del verano sureño resaltaban su presencia.
Se llegaba a la ciudadela de Langley saliendo de la carretera en un lugar indicado por un modesto cartel con las letras DCP, Departamento de Carreteras Públicas. Se entraba por un camino de acceso de dos carriles, y después de recorrer un kilómetro se llegaba al puesto de guardia, que parecía un depósito de agua rojo y blanco.
Más allá, aguardaba el Leviatán. A mí me parecía un enorme transatlántico torpemente diseñado. Considerado de manera menos metafórica, Langley era simplemente un edificio gigantesco, de seis pisos de altura, con una línea continua de ventanas rodeando la primera y la sexta plantas, lo cual me recordaba las cubiertas inferior y superior de un barco. El área estaba rodeada de campos, árboles e inmensas extensiones de asfalto que hacían las veces de aparcamientos. El lugar ocupaba cincuenta hectáreas y había costado cuarenta y seis millones de dólares. Se murmuraba (no se permitió que el arquitecto lo supiera a ciencia cierta) que pronto trabajarían allí diez mil personas. Algunas veces, cuando mi coche quedaba atascado en la carretera George Washington Memorial, detrás de una fila interminable de autocares verdes que transportaban al personal de I-J-K-L a Langley, se me antojaba que esa cifra era pequeña. El Mausoleo, como se lo llamaba, respondía al sueño de Allen Dulles de que algún día toda la Agencia funcionase en un solo edificio, para mejorar así la eficiencia de todos nosotros. La crítica generalizada era que Allen Dulles se caracterizaba por su enorme ineficiencia. Se sentía poseído por demasiadas ideas y le gustaba llevarlas a cabo todas, como era evidente con sólo echar un vistazo a su desordenado escritorio; son precisamente esta clase de hombres los que sueñan con la eficiencia.
Pues bien, conseguimos nuestra sede propia. Para algunos, el Mausoleo parecía una serie de salas y despachos que desembocaban en otras salas y despachos. Había corredores y alas que hacían pensar en un banco o en un hospital. Teníamos un gran vestíbulo de entrada de mármol blanco, con nuestro sello grabado en el suelo, y sobre la pared de la derecha un bajorrelieve con el perfil de Allen Dulles. En el lado opuesto, una pared llena de estrellas honraba a todos lo que habían dado su vida en el cumplimiento del deber. Sobre la parte superior de la pared había una cita del Evangelio según san Juan, capítulo ocho, versículo treinta y dos: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». La verdad, me dije en uno de los peores momentos de aquel verano, era que, para ser libres, habíamos levantado un edificio que hacía que nos sintiésemos como si estuviéramos trabajando en un Estado fascista. De inmediato lamenté la exageración metafórica de mi observación, pero la evidencia era lo bastante lamentable para que el pensamiento permaneciera latente. Una vez que se completó la monumental tarea de transportar los archivos, división por división, sección por sección, escritorio por escritorio, desplazarse por el lugar resultó sencillamente imposible. Cada puesto de guardia exigía una credencial diferente. En la planta baja, donde los corredores eran anchos, la Agencia albergaba sus diversos servicios: enfermería, oficina de viajes, cooperativa, cafetería para distintas jerarquías y las bóvedas para la administración de archivos. Teníamos otro corredor ancho para todos los clubes de la CIA: el club de fotografía, el de arte, el de excursionistas, el de ajedrez. Teníamos tiendas. Éramos un presagio de los centros comerciales que florecerían en las ciudades pequeñas, protegidos de la intemperie.
Arriba, los corredores no terminaban nunca, y a medida que nos mudábamos a nuestros nuevos despachos, comenzaron los problemas con el aire acondicionado. Si una de las razones tácitas por las que dejamos I-J-K-L era el olor de las cloacas en las tierras bajas de Washington, ahora, lamentablemente, y a pesar de lo moderno de las instalaciones, los despachos seguían apestando. Los termostatos no funcionaban, y sudábamos sin parar. Es decir, los termostatos funcionaban bien, pero como ahora era posible ajustar la temperatura en cada despacho, las personas no hacían más que subirla o bajarla, hasta que el sistema se recargaba. Entonces, la administración desconectaba los termostatos individuales y todos recibíamos el mismo aire acondicionado, lo que en la práctica significaba que en algunos despachos hacía demasiado calor y en otros demasiado frío. Antes de que transcurriera mucho tiempo, los oficiales más jóvenes, que todavía recordaban lo aprendido en
Cerraduras y Ganzúas
, se las ingeniaron para sacar los pequeños candados de las palancas. Después de todo, éramos gente a quien le gustaba la manipulación y el control. Como cada uno graduaba la temperatura a su gusto, el sistema no tardó en descomponerse. Se intentó demandar al constructor, pero sin éxito, ya que la Agencia no estaba dispuesta a suministrar datos por temor a revelar asuntos colaterales.
Al poco tiempo los procedimientos de seguridad se incrementaron; algunos nunca disminuyeron. En todos los pasillos había guardias armados. Por la noche, era impresionante verlos merodear por los despachos. Durante años nadie dejaba de guardar bajo llave hasta el último pedacito de papel, o de destruir lo innecesario en la trituradora, y si a alguien le corría prisa, depositaba la basura y los envases de leche en su caja de seguridad personal, y a la mañana siguiente los hacía desaparecer. Cualquiera que olvidase guardar siquiera un papel, era severamente reprendido.
Nunca supe qué sentido tenía todo esto, aparte de otorgar seriedad a nuestra labor. Cada papelito que uno tocaba adquiría una densidad más palpable que cualquier papel común y corriente, hasta el punto de que cuando uno leía una revista o simplemente cogía un sobre para introducir en él una carta, se sorprendía ante su inefable liviandad. Años después, mientras leí
La insoportable levedad del ser
, de Kundera, pensé inmediatamente en la diferencia entre los papeles secretos que tienen su propio peso, y la liviandad de esos otros que uno arroja a la papelera sin otra preocupación que la de ser ordenado y prolijo. Por cierto, había una cantidad suficiente de comunicaciones oficiales de las que era necesario deshacerse. Todos los días, durante esos meses de julio, agosto, septiembre y octubre de 1961, recibíamos boletines que describían los progresos realizados en el nuevo edificio.
Un caluroso día de agosto, un memorándum escrito en papel beige particularmente consistente, dirigido a todas las oficinas, fue distribuido por los cubículos de Langley:
SERVICIOS SANITARIOS DEL NUEVO EDIFICIO
Si bien los servicios sanitarios resultan adecuados para el período de transición, pueden no serlo una vez que todo el personal sea definitivamente instalado en el nuevo edificio. Para anticiparse a la contingencia de largas filas de personas afligidas delante de los lavabos, lo cual no sólo crearía tensiones sino que consumiría mucho tiempo, se emite ahora esta directiva para permitir que el personal que no tenga tiempo suficiente para hacer fila haga uso libre y razonable de los arbustos que rodean el edificio principal.
ADVERTENCIA
A pesar de los esfuerzos de los jardineros de la Agencia, los mencionados arbustos no han sido completamente revisados para comprobar la existencia de plantas ponzoñosas, como distintas variedades de zumaque, que, como es sabido, irritan las mucosas. En consecuencia, se acompaña una ilustración de la variedad más común de estas plantas, la
Rhus vernix
, popularmente conocida como zumaque venenoso. La vista de frente y de perfil en el apéndice debería facilitar el proceso de reconocimiento para evitar ardores e irritaciones en las mucosas, pues una vez que esto sucede, puede traer consecuencias contraproducentes para aquellos trabajos de investigación que requieren de quien los lleva a cabo posturas sedentarias durante períodos prolongados.
El viejo Cabell, que pronto dejaría la Agencia, seguramente dio rienda suelta al huracán de mal genio que sentía al recordar el Cuartel del Ojo, porque encargó a Seguridad que encontrara a los autores de la broma. Los culpables resultaron ser dos oficiales jóvenes en período de instrucción, ex editores de un pasquín de Harvard, que se habían alistado juntos en la Agencia, habían asistido juntos a la Granja, y juntos fueron finalmente dados de baja.