El gran Gatsby (14 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

BOOK: El gran Gatsby
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—Vivo exactamente enfrente de su casa.

—Ya.

Miramos más allá de los macizos de rosas y el césped caliente y los desechos de algas que dejaban a lo largo de la costa los días irrespirables. Las alas del barco se movían despacio contra el límite frío y azul del cielo. Ante nosotros se extendía el océano ondulado y las islas benditas y abundantes.

—Eso sí que es deporte —dijo Tom, asintiendo con la cabeza—. Me gustaría pasar una hora en ese barco.

Almorzamos en el comedor, en sombra, contra el calor, y bebimos alegría nerviosa con la cerveza fría.

—¿Qué vamos a hacer esta tarde? —exclamó Daisy—. ¿Y mañana, y en los próximos treinta años?
[21]

—No seas morbosa —dijo Jordan—. La vida vuelve a empezar cuando refresca en otoño.

—Pero hace tanto calor —insistió Daisy, al borde de las lágrimas— y es todo tan confuso… ¡Vámonos a la ciudad!

Su voz luchaba y se estrellaba contra el calor, dándole forma a la falta de sentido de aquel clima.

—Tengo noticia de cuadras convertidas en garajes —le decía Tom a Gatsby—, pero soy el primero que ha convertido un garaje en una cuadra.

—¿Quién quiere ir a la ciudad? —preguntó Daisy insistentemente. La mirada de Gatsby voló hacia ella—. Ah —exclamó Daisy—, parece que no tienes calor.

Sus ojos se encontraron y los dos se miraron, solos en el espacio. Con esfuerzo, Daisy bajó la vista hacia la mesa.

—Parece que nunca tienes calor —repitió.

Le había dicho que lo quería, y Tom Buchanan lo vio. Estaba atónito. Se le entreabrió la boca, y miró a Gatsby, y luego a Daisy, como si acabara de reconocer a una amiga de hacía mucho tiempo.

—Te pareces al hombre del anuncio —continúo Daisy con inocencia—. Ya sabes, el anuncio del hombre…

—Muy bien —la interrumpió Tom inmediatamente—. Estoy dispuesto a ir a la ciudad, por supuesto. Venga, nos vamos todos a la ciudad.

Se levantó, y sus ojos relampagueaban entre Gatsby y su mujer. Nadie se movió.

—¡Venga! —estaba empezando a perder la paciencia—. ¿Qué pasa ahora? Si vamos a ir a la ciudad, ¡en marcha!

La mano, que le temblaba por el esfuerzo de controlarse, le acercó a los labios los restos del vaso de cerveza. La voz de Daisy nos obligó a levantarnos y a salir al incandescente camino de grava.

—¿Ya nos vamos? —objetó—. ¿Así? ¿No podemos ni fumarnos un cigarrillo antes?

—Todo el mundo ha fumado en la comida.

—Ay, vamos a divertirnos —imploró Daisy—. Hace demasiado calor para pelearse.

Tom no respondió.

—Lo que tú mandes —dijo Daisy—. Vamos, Jordan.

Subieron a arreglarse mientras los tres hombres arrastrábamos los pies por las piedras calientes. La curva plateada de la luna flotaba ya en el cielo, al oeste. Gatsby fue a hablar y cambió de idea, pero no antes de que Tom se volviera a mirarlo, expectante.

—¿Tiene aquí las cuadras? —preguntó Gatsby, haciendo un esfuerzo.

—A unos cuatrocientos metros carretera abajo.

—Ah.

Pausa.

—No entiendo la idea de ir a la ciudad —saltó, feroz, Tom—. Las mujeres tienen unas ocurrencias…

—¿Nos llevamos algo para beber? —preguntó Daisy desde una ventana de la planta de arriba.

—Voy a coger whisky —respondió Tom.

Entró en la casa.

Gatsby se volvió hacia mí, rígido.

—No puedo hablar en casa del marido, compañero.

—Daisy tiene una voz indiscreta —señalé—. Está llena de… —dudé.

—Es una voz llena de dinero —dijo Gatsby de repente.

Así era. No lo había entendido hasta entonces. Llena de dinero: ése era el encanto inagotable que subía y bajaba en aquella voz, su tintineo, su canción de címbalos y campanillas… En la cumbre de un palacio blanco la hija del rey, la chica de oro…

Tom salió de la casa con una botella envuelta en una toalla, seguido de Daisy y Jordan, que se habían puesto unos sombreritos de un tejido metálico y llevaban en el brazo unas capas ligeras.

—¿Vamos todos en mi coche? —sugirió Gatsby. Palpó el asiento de piel verde, muy caliente—. Debería haberlo dejado a la sombra.

—¿El cambio de marchas es normal? —preguntó Tom.

—Sí.

—Entonces coja mi cupé y déjeme que conduzca su coche hasta la ciudad.

A Gatsby no le gustó la sugerencia.

—Creo que no tiene suficiente gasolina.

—Hay de sobra —dijo Tom, impetuoso. Miró el indicador—. Y si se acaba, puedo parar en un
drugstore
. Hoy día puedes comprar cualquier cosa en un
drugstore
.

Un silencio siguió a esta observación, aparentemente sin segundas intenciones. Daisy miró a Tom frunciendo las cejas, y una expresión indefinible, a la vez irremediablemente extraña y vagamente reconocible, como si yo sólo hubiera oído las palabras que la describían, pasó par la cara de Gatsby.

—Vamos, Daisy —dijo Tom, empujándola hacia el coche de Gatsby—. Te llevaré en este carromato de circo.

Abrió la puerta, pero Daisy eludió el círculo de su brazo.

—Lleva a Nick y Jordan. Nosotros te seguiremos en el cupé.

Se acercó a Gatsby y le tocó la chaqueta. Jordan, Tom y yo nos sentamos en el coche de Gatsby, los tres delante. Tom tanteó el embrague y la palanca de cambios que no conocía y salimos disparados hacia el calor oprimente, perdiendo de vista a los que quedaban atrás.

—¿Os habéis fijado? —preguntó Tom.

—¿En qué?

Me miró con intensidad, dándose cuenta de que Jordan y yo lo sabíamos todo.

—Creéis que soy imbécil, ¿no? —sugirió—. A lo mejor lo soy, pero tengo… A veces tengo un instinto especial que me dice lo que debo hacer. Puede que no lo creáis, pero la ciencia…

Calló. La situación de emergencia inmediata se le impuso, apartándolo del borde del abismo teórico.

—He hecho una pequeña investigación sobre el tipo ese —continuó—. Y, si hubiera sabido, habría profundizado más.

—¿Quieres decir que has ido a una médium? —preguntó Jordan de broma.

—¿Cómo? —nos miraba confundido mientras reíamos—. ¿Una médium?

—A preguntarle por Gatsby.

—¡Gatsby! No, no he ido. He dicho que he hecho una pequeña investigación sobre su pasado.

—Y has descubierto que estudió en Oxford —dijo Jordan, colaborando.

—¡Oxford! —exclamó, incrédulo—. ¡Qué estupidez! ¡Y lleva un traje rosa!

—Pero ha estudiado en Oxford.

—En Oxford, Nuevo México —Tom lanzó un bufido de desprecio—, o en algún sitio por el estilo.

—Dime, Tom. Si eres tan esnob, ¿por qué lo has invitado a comer? —preguntó Jordan de mal humor.

—Lo ha invitado Daisy: lo conoció antes de casarnos. ¡Dios sabe dónde!

Ahora los tres estábamos irritables porque pasaban los efectos de la cerveza y, dándonos cuenta, viajamos un rato en silencio. Cuando aparecieron al fondo de la carretera los ojos descoloridos del doctor T. J. Eckleburg, recordé el aviso de Gatsby sobre la gasolina.

—Tenemos suficiente para llegar a la ciudad —dijo Tom.

—Pero hay ahí mismo una estación de servicio —objetó Jordan—. No quiero quedarme parada en este horno.

Tom, impaciente, usó los dos frenos a la vez y nos deslizamos hasta un rincón árido y polvoriento bajo el letrero donde se leía Wilson. Al cabo de unos segundos el propietario surgió del interior del garaje y lanzó una mirada vacía al coche.

—¡Gasolina! —gritó Tom, brutal—. ¿Para qué cree que hemos parado? ¿Para admirar el paisaje?

—Estoy enfermo —dijo Wilson sin moverse—. Llevo enfermo todo el día.

—¿Qué le pasa?

—Estoy agotado.

—Bueno, ¿me sirvo yo? —preguntó Tom—. Por teléfono parecía estar perfectamente.

Wilson dejó con esfuerzo la sombra y el apoyo de la puerta y, respirando con dificultad, quitó el tapón del depósito. A la luz del sol tenía la cara verde.

—No era mi intención molestarlo durante el almuerzo —dijo—. Pero necesito dinero rápido y quería saber qué piensa hacer con su coche viejo.

—¿Le gusta éste? —preguntó Tom—. Lo compré la semana pasada.

—Es estupendo, amarillo —dijo Wilson, mientras se afanaba con la manivela del surtidor.

—¿Quiere comprarlo?

—Es demasiado —Wilson sonrió débilmente—. No, pero al otro podría sacarle algún dinero.

—¿Y para qué necesita dinero con tanta urgencia?

—Llevo aquí demasiado tiempo. Quiero irme. Mi mujer y yo queremos irnos al Oeste.

—Su mujer quiere irse —exclamó Tom, muy sorprendido.

—Lleva hablando de eso diez años —se apoyó un instante en el surtidor, protegiéndose los ojos del sol—. Y ahora se va a ir quiera o no quiera. Me la pienso llevar.

El cupé nos pasó a toda velocidad con un torbellino de polvo y el centelleo de una mano que saludó.

—¿Cuánto le debo? —preguntó Tom con voz desagradable.

—He notado algo raro estos últimos días —señaló Wilson—. Por eso me quiero ir. Y por eso lo he molestado con lo del coche.

—¿Cuánto le debo?

—Un dólar veinte.

El calor despiadado empezaba a aturdirme y me sentí mal unos segundos hasta que comprendí que Wilson no sospechaba de Tom. Había descubierto que Myrtle llevaba algún tipo de vida al margen del matrimonio, en otro mundo, y el golpe lo había puesto físicamente enfermo. Miré a Wilson y luego a Tom, que había hecho un descubrimiento paralelo una hora antes, y se me ocurrió que no existe diferencia entre los hombres, ni de inteligencia ni de raza, tan profunda como la diferencia entre los enfermos y los sanos. Wilson estaba tan enfermo que parecía culpable, imperdonablemente culpable, como si acabara de dejar embarazada a una pobre chica.

—Le venderé el coche —dijo Tom—. Se lo mandaré mañana por la tarde.

Aquel sitio tenía siempre algo inquietante, incluso a la luz clara de la tarde, y volví la cabeza como si me hubieran avisado de que algo acechaba a mi espalda. Sobre los montones de ceniza los ojos gigantescos del doctor T. J. Eckleburg seguían vigilantes, pero, al cabo de un momento, me di cuenta de que otros ojos nos miraban con especial intensidad a menos de seis metros de distancia.

En una de las ventanas de la planta superior del garaje las cortinas se habían movido, entreabriéndose, y Myrtle Wilson miraba hacia el coche. Estaba tan absorta que no era consciente de que la observaban, y una emoción tras otra aparecían en su cara como objetos en una foto que se va revelando despacio. Su expresión era curiosamente familiar: era una expresión que yo había visto muchas veces en caras de mujeres, pero que en la cara de Myrtle parecía gratuita e inexplicable hasta que descubrí que sus ojos, de par en par por el terror de los celos, no se clavaban en Tom, sino en Jordan Baker, a la que había tomado por su mujer.

No hay confusión parecida a la confusión de una mente simple y, mientras nos alejábamos, Tom sentía los latigazos del pánico. Su mujer y su amante, hasta hacía una hora seguras y sin mancha, escapaban precipitadamente de su control. El instinto lo llevaba a pisar el acelerador con el doble propósito de adelantar a Daisy y dejar atrás a Wilson, y corrimos hacia Astoria a ochenta kilómetros por hora hasta que, entre los pilares como patas de araña del tren elevado, vimos el cupé azul que circulaba sin prisa.

—Los cines grandes de la calle Cincuenta están refrigerados —sugirió Jordan—. Me encanta Nueva York en las tardes de verano cuando no hay nadie. Tienen algo muy sensual, como de fruta madura, como si fueran a caernos en las manos todo tipo de frutas exóticas.

La palabra «sensual» tuvo el efecto de inquietar aún más a Tom, pero antes de que pudiera inventar una protesta el cupé se detuvo, y Daisy nos indicó que paráramos a su lado.

—¿Adónde vamos? —gritó.

—¿Nos metemos en un cine?

—Hace demasiado calor —se quejó Daisy—. Meteos vosotros. Nosotros daremos una vuelta y luego os veremos —con un esfuerzo su ingenio levantó ligeramente el vuelo—. Nos encontraremos en cualquier esquina. Yo seré el hombre que esté fumando dos cigarrillos.

—Aquí no podemos hablarlo —dijo Tom con impaciencia, y en ese momento, detrás de nosotros, un camión pitó irritado—. Seguidme hasta la zona sur de Central Park, frente al Plaza.

Varias veces Tom se volvió a mirar su coche, y cuando el tráfico los obligaba a rezagarse disminuía la velocidad hasta que volvía a verlos. Creo que temía que tomaran una calle lateral y salieran de su vida para siempre.

Pero no lo hicieron. Y todos acabamos dando un paso mucho menos explicable: alquilamos el salón de una suite en el Hotel Plaza.

Se me ha olvidado la larga y tumultuosa discusión que acabó reuniéndonos en aquella habitación, aunque conservo un recuerdo físico y claro de que, en el curso del debate, los calzoncillos insistían en trepar por mis piernas como una serpiente y de que gotas frías de sudor me corrían intermitentemente por la espalda. La idea nació de la sugerencia de Daisy de que alquiláramos cinco cuartos de baño y tomáramos baños fríos, y luego asumió la forma más tangible de «buscar un sitio donde bebernos un julepe de menta». Todos repetimos y repetimos que era «un disparate», y todos hablamos a la vez con un conserje perplejo y pensamos, o fingimos pensar, que éramos muy divertidos…

En la habitación, muy amplia, hacía un calor agobiante y, aunque eran ya las cuatro, al abrir las ventanas apenas si entró el soplo caliente de los árboles del parque. Daisy se acercó al espejo y, dándonos la espalda, se arregló el pelo.

—Es una suite muy chic —murmuró Jordan muy seria, y todos nos reímos.

—Abrid otra ventana —ordenó Daisy, sin volverse.

—No hay más.

—Muy bien, entonces pediremos por teléfono un hacha.

—Lo que hay que hacer es olvidar el calor —dijo Tom impaciente—. Lo multiplicáis por diez protestando.

Desenvolvió de la toalla la botella de whisky y la puso en la mesa.

—¿Por qué no deja en paz a Daisy, compañero? Es usted el que quería venir a la ciudad.

Hubo un momento de silencio. La guía de teléfonos se desprendió del clavo y se estrelló contra el suelo, y Jordan murmuró «Perdónenme», pero esta vez no se rió nadie.

—Voy a cogerla —me ofrecí.

—Ya le he cogido —Gatsby examinó el cordel roto, soltó un «Hum» interrogativo y la dejó en una silla.

—Ésa es una de sus grandes expresiones, ¿no? —dijo Tom, cortante.

—¿Cuál?

—Eso de «compañero». ¿De dónde la ha sacado?

—Préstame atención, Tom —dijo Daisy, dejando de mirarse al espejo—, si vas a hacer alusiones personales no me quedaré aquí ni un minuto. Llama y pide hielo para el julepe de menta.

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