Daisy y Tom se sentaban a la mesa de la cocina, uno frente al otro, con un plato de pollo frío entre los dos y dos botellas de cerveza. Él hablaba con absoluta concentración y, muy serio, apoyaba la mano en la mano de Daisy, cubriéndosela. De vez en cuando ella levantaba la vista, lo miraba y asentía con la cabeza.
Estaban tristes, y no habían tocado ni el pollo ni la cerveza, pero no se sentían desdichados. Había en la escena un aire de intimidad, de naturalidad, y cualquiera los hubiera tomado por dos conspiradores.
Cuando salía de puntillas del porche, oí mi taxi, que se acercaba a la casa por la carretera a oscuras. Gatsby esperaba en el sendero, donde lo dejé.
—¿Está todo tranquilo? —me preguntó, preocupado.
—Sí, está todo tranquilo —titubeé—. Sería mejor que te vinieras a casa, a dormir.
Dijo que no con la cabeza.
—Esperaré aquí hasta que Daisy se acueste. Buenas noches, compañero.
Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y volvió a escudriñar celosamente la casa, como si mi presencia manchara lo sagrado de su misión de centinela. Así que me fui y lo dejé allí, a la luz de la luna, vigilando la nada.
N
o pude dormir en toda la noche; una sirena antiniebla no dejó de gemir en el estrecho, y yo me debatí como un enfermo entre la realidad grotesca y pesadillas desquiciadas y pavorosas. Hacia el amanecer oí que un taxi subía el camino a la casa de Gatsby, e inmediatamente salté de la cama y empecé a vestirme: sentía que tenía algo que decirle, que debía avisarle de algo, y que por la mañana ya sería demasiado tarde.
Cuando cruzaba el césped, vi que la puerta principal estaba abierta todavía y que Gatsby se apoyaba en la mesa del vestíbulo, vencido por el abatimiento o por el sueño.
—No ha pasado nada —dijo, sin fuerzas—. Esperé, y a eso de las cuatro Daisy se asomó a la ventana un minuto y luego apagó la luz.
La casa no me había parecido nunca tan enorme como aquella madrugada, cuando nos lanzamos a la caza de cigarrillos por las habitaciones inmensas. Descorrimos cortinas que eran como carpas y buscamos a tientas interruptores de la luz por innumerables metros de paredes en tinieblas. Me caí una vez escandalosamente sobre el teclado de un piano fantasma. El polvo lo cubría todo de un modo inexplicable, y las habitaciones olían a cerrado como si no las ventilaran desde hacía muchos días. Encontré el estuche del tabaco en una mesa en la que nunca había estado, con sólo dos cigarrillos amarillentos y secos. Abrimos las cristaleras del salón y nos sentamos a fumar en la oscuridad.
—Deberías irte —le dije—. Localizarán el coche, seguro.
—¿Irme precisamente ahora, compañero?
—A Atlantic City una semana, o incluso a Montreal.
No quería ni pensarlo. No podía separarse de Daisy antes de saber lo que ella iba a hacer. Se aferraba a una última esperanza y yo no me sentía capaz de zarandearlo hasta liberarlo.
Esa madrugada me contó la extraña historia de su juventud con Dan Cody. Me la contó porque «Jay Gatsby» se había roto como un cristal contra la malicia implacable de Tom, y el espectacular montaje y su secreto, que tanto habían durado, llegaban a su fin. Creo que en aquel momento hubiera admitido cualquier cosa, sin reservas, pero quería hablar de Daisy.
Era la primera chica «bien» que había conocido. En algún trabajo que no me precisó había tenido contacto con gente parecida, pero siempre con una alambrada invisible por medio. Daisy le pareció arrebatadoramente deseable. Fue a su casa, al principio con otros oficiales de Camp Taylor, luego solo. Estaba asombrado: nunca había pisado una casa tan maravillosa. Pero lo que le daba a la casa un aire de intensidad que hacía difícil respirar era que Daisy vivía allí. Y a ella la casa le parecía tan normal como a Gatsby su tienda en el campamento. Honda y misteriosa, prometía dormitorios más hermosos y frescos en el piso de arriba que otros dormitorios, actividades radiantes y alegres a lo largo de sus pasillos, romances que no olían a cerrado y lavanda, sino nuevos, fragantes y palpitantes como los espléndidos coches último modelo, como los bailes en los que las flores apenas habían empezado a marchitarse. Y aumentaba su fervor el que muchos hombres ya hubieran querido a Daisy: esto la hacía más valiosa a sus ojos. Sentía la presencia de aquellos extraños en cada rincón de la casa, impregnando el aire con las sombras y los ecos de emociones que aún vivían.
Pero sabía que estaba en casa de Daisy por un colosal azar. Por glorioso que pudiera ser su futuro como Jay Gatsby, por el momento sólo era un joven sin dinero y sin pasado, y de la noche a la mañana la capa que lo volvía invisible, su uniforme de oficial, podía caérsele de los hombros. Así que aprovechó el tiempo al máximo. Tomó todo lo que tuvo a su alcance, vorazmente, sin escrúpulos. Y tomó a Daisy una noche tranquila de octubre. La tomó porque no tenía derecho a cogerle la mano.
Podría haberse despreciado a sí mismo, porque es innegable que la consiguió con engaños. No digo que recurriera a sus millones fantasmagóricos, pero, con premeditación, le dio a Daisy una sensación de seguridad, le hizo creer que era una persona de su misma clase social: que estaba plenamente capacitado para hacerse cargo de ella. La verdad es que no eran ésas sus posibilidades: no contaba con el respaldo de una familia acomodada, y estaba sujeto al arbitrio impersonal de un gobierno que podía mandarlo a cualquier lugar del mundo.
Pero no se despreció a sí mismo y las cosas no salieron como él había imaginado. Probablemente su intención era coger lo que pudiera e irse, pero de pronto se dio cuenta de que se había consagrado a la busca del Santo Grial. Sabía que Daisy era extraordinaria, pero no era consciente de hasta qué punto puede ser extraordinaria una niña «bien». Daisy se desvaneció en su casa riquísima, en su vida de riquezas y plenitud, y a Gatsby no le dejó nada. Él se sentía casado con ella, eso era todo.
Cuando volvieron a verse, dos días después, era Gatsby el que estaba exhausto y, en cierto modo, el traicionado. El lujo recién comprado de las estrellas iluminaba el porche; el sofá de mimbre se estremeció y crujió a la última moda cuando ella miró a Gatsby y él la besó en la boca, preciosa y rara. Daisy había cogido un resfriado y tenía la voz más ronca, más seductora que nunca, y Gatsby era abrumadoramente consciente de la juventud y el misterio que la riqueza encierra y preserva, de la lozanía que da un buen vestuario, y de Daisy, resplandeciente como la plata, orgullosa y a salvo, por encima de las agrias luchas de los pobres.
—No sé describirte cómo me sorprendió descubrir que me había enamorado de ella, compañero. Incluso, por un tiempo, tuve la esperanza de que me dejara, pero no lo hizo, porque también ella se había enamorado de mí. Creía que yo sabía muchas cosas porque sabía cosas distintas de las que ella sabía… Bueno, allí estaba yo, muy lejos de mis ambiciones, cada vez más enamorado, y de pronto todo eso dejó de importarme. ¿Para qué hacer grandes cosas si podía divertirme más contándole lo que iba a hacer?
La tarde antes de partir hacia Europa tuvo a Daisy entre sus brazos mucho tiempo, en silencio. Era un día frío de otoño, había fuego en la chimenea, y ella tenía las mejillas encendidas. De vez en cuando se movía, y él cambiaba ligeramente el brazo de postura y en cierto momento le besó el pelo oscuro y resplandeciente. La tarde les había concedido un instante de tranquilidad, como para dejarles un recuerdo muy hondo antes de la larga separación que prometía el día siguiente. Nunca se habían sentido tan cerca en su mes de amor, nunca se habían entendido tan profundamente, como cuando ella, en silencio, rozaba con los labios la hombrera del uniforme, o cuando él le tocaba con cuidado la punta de los dedos, como si estuviera dormida.
Su comportamiento en la guerra fue extraordinario. Era capitán antes de salir hacia el frente y, después de las batallas de Argonne, lo ascendieron a mayor y asumió el mando de la sección de ametralladoras de su división. Después del armisticio trató desesperadamente de volver a casa, pero algún malentendido o alguna complicación acabó llevándolo a Oxford. Estaba preocupado: las cartas de Daisy tenían un fondo de desesperación y ansiedad. No entendía por qué no volvía. Le afectaba la presión del mundo exterior, y quería verlo y sentir su presencia y la seguridad de que, a pesar de todo, estaba haciendo lo adecuado.
Pues Daisy era joven y su mundo artificial olía a orquídeas, a agradable y alegre esnobismo, a orquestas que marcaban los ritmos del año, fundiendo en nuevas melodías la tristeza y la fascinación de la vida. Toda la noche los saxofones aullaban su comentario sin esperanza a
Beale Street Blues
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mientras cien pares de dorados y plateados zapatos de baile se arrastraban sobre polvo luminoso. A la hora gris del té había siempre habitaciones que seguían palpitando con aquella fiebre dulce y suave, inagotable, mientras caras jóvenes flotaban por todas partes como pétalos de rosa que los tristes instrumentos de metal soplaran sobre la pista.
En este universo crepuscular volvió Daisy a moverse cuando empezó la temporada; de pronto se vio de nuevo con seis citas al día con seis hombres distintos, y cayéndose de sueño al amanecer, con las cuentas y gasas del vestido de noche hechas una maraña en el suelo, entre las orquídeas moribundas. Y algo en su interior nunca dejaba de exigirle una decisión. Quería que su vida tomara forma ya, inmediatamente, y la decisión había de ser impuesta por alguna fuerza —amor, dinero o indiscutible sentido práctico— al alcance de su mano.
Esa fuerza se corporizó en plena primavera con la llegada de Tom Buchanan. Su persona y su posición social tenían un volumen saludable, y Daisy se sintió halagada. Hubo, sin duda, algo de resistencia y algo de alivio. La carta le llegó a Gatsby cuando todavía estaba en Oxford.
Ya había amanecido en Long Island y fuimos abriendo las otras ventanas del piso de abajo, llenando la casa de una luz que viraba del gris al dorado. La sombra de un árbol cayó bruscamente sobre el rocío y pájaros fantasma empezaron a cantar entre las hojas azules. Había en el aire un movimiento agradable y suave, apenas una brisa, que prometía un día fresco, precioso.
—No creo que lo haya querido nunca —Gatsby le dio la espalda a la ventana y me miró, desafiante—. Acuérdate, compañero, de lo nerviosa que estaba ayer por la tarde. Él le dijo todas esas cosas para asustarla, para presentarme como si yo fuera un vulgar estafador. Y el resultado fue que al final ella apenas sabía lo que decía —se sentó, abatido—. Sí, puede que lo quisiera un momento, cuando acababan de casarse, e incluso entonces me quería a mí más, ¿me entiendes? —y concluyó con una observación extraña—. En cualquier caso, eso es algo personal.
¿Qué reacción cabía ante aquellas palabras, si no sospechar que la noción que Gatsby tenía del asunto superaba en intensidad cualquier medida?
Volvió de Francia cuando Tom y Daisy aún estaban de viaje de novios, y gastó lo que le quedaba de su paga de soldado en una visita desgraciada e inevitable a Louisville. Se quedó allí una semana, recorriendo las calles donde sus pasos habían resonado juntos aquella noche de noviembre y volviendo a los lugares apartados a los que iban en el coche blanco. Y, así como la casa de Daisy le había parecido siempre más misteriosa y alegre que las otras casas, una belleza melancólica seguía impregnando su idea de la ciudad, aunque Daisy ya no estuviera.
Se fue con la sensación de que si hubiera buscado más a fondo la habría encontrado, de que se la había dejado atrás.
En el tren más barato que encontró —se le había acabado el dinero— hacía mucho calor. Salió a la plataforma abierta, ocupó un asiento abatible, y la estación empezó a moverse lentamente, y vio cómo se alejaba la espalda de edificios que no conocía. Entonces aparecieron los campos en primavera, donde un tranvía amarillo resistió la velocidad del tren unos segundos, llevando a gente que quizá había visto alguna vez, en una calle cualquiera, la cara de Daisy, pálida y mágica.
La vía hacía una curva y se iba apartando del sol, que, al ponerse, parecía derramarse en una bendición sobre la ciudad en la que ella había respirado, y que se desvanecía poco a poco. Alargó la mano desesperadamente como para coger por lo menos un soplo de aire, para conservar un fragmento del lugar que Daisy había convertido en extraordinario para él. Pero todo pasaba ya demasiado deprisa por sus ojos empañados y supo que había perdido aquella realidad, la mejor y la más viva, para siempre.
Eran las nueve de la mañana cuando terminamos de desayunar y salimos al porche. La noche había cambiado el clima de improviso y el aire ya sabía a otoño. El jardinero, el último de los antiguos sirvientes de Gatsby, se acercó al pie de la escalinata.
—Voy a vaciar hoy la piscina, mister Gatsby. Las hojas han empezado a caer demasiado pronto, y luego siempre hay problemas con los desagües.
—No la vacíe hoy —contestó Gatsby. Se volvió hacia mí, como disculpándose—. ¿Sabes, compañero, que no he usado la piscina en todo el verano?
Miré el reloj y me levanté.
—Mi tren sale dentro de doce minutos.
Yo no tenía ganas de ir a la ciudad. No estaba en condiciones de trabajar decentemente, y había algo más: no quería dejar solo a Gatsby. Perdí aquel tren, y el siguiente, antes de irme.
—Te llamaré por teléfono —dije por fin.
—Sí, compañero.
—Te llamaré a eso del mediodía.
Bajamos despacio los escalones.
—Supongo que Daisy también llamará —me miró con ansiedad, como con la esperanza de que yo se lo confirmara.
—Supongo que sí.
—Adiós.
Nos dimos la mano y eché a andar. Antes de llegar a la verja, me acordé de algo y me volví.
—Son mala gente —le grité a través del césped—. Tú vales más que todos ellos juntos.
Siempre me he alegrado de habérselo dicho. Fue el único halago que le hice nunca, porque me parecía censurable de principio a fin. Primero asintió, muy educado, y luego se le iluminó la cara con una sonrisa radiante y cómplice, como si en aquel asunto hubiéramos sido en todo momento compinches inquebrantables. Los andrajos magníficos de su traje rosa eran una mancha de color vivo contra los escalones blancos, y recordé la noche en que fui a su casa ancestral por primera vez, tres meses antes. El césped y el camino estaban invadidos entonces por las caras de los que especulaban sobre su corrupción, mientras él, de pie en aquellos escalones, ocultando su sueño incorruptible, les decía adiós con la mano.