Le agradecí su hospitalidad. Nunca dejábamos de agradecérsela, los demás y yo.
—Adiós —grité—. El desayuno ha sido estupendo, Gatsby.
En Nueva York estuve un rato tratando de anotar las cotizaciones de una lista interminable de acciones, y luego me quedé dormido en mi silla giratoria. Me llevé un susto cuando, poco antes de las doce, me despertó el teléfono. La frente se me llenó de sudor. Era Jordan Baker: solía llamarme a esa hora porque la incertidumbre de sus propios desplazamientos entre hoteles, clubes y casas particulares hacía que fuera difícil localizarla de otra manera. Habitualmente su voz me llegaba a través del hilo telefónico como algo joven y fresco, como si un puñado de césped del campo de golf hubiera entrado volando por la ventana de la oficina, pero aquella mañana me pareció áspera, seca.
—He dejado la casa de Daisy —dijo—. Estoy en Hempstead y me voy a Southampton esta tarde.
Probablemente había sido una prueba de tacto dejar la casa de Daisy, pero me molestó, y lo que dijo después consiguió ponerme en tensión.
—Anoche no fuiste demasiado amable conmigo.
—¿Y qué importancia tenía eso anoche?
Silencio. Y luego:
—De todas formas, me gustaría verte.
—A mí también me gustaría verte.
—¿Y si no voy a Southampton y voy a la ciudad esta tarde?
—No, no puedo esta tarde.
—Muy bien.
—Esta tarde me es imposible. Tengo varios…
Así estuvimos hablando un rato, y luego, de pronto, dejamos de hablar. No sé cuál de los dos colgó el teléfono bruscamente, pero sé que me dio lo mismo. Ese día no hubiera podido sentarme a hablar y tomar el té con ella, aunque eso me costara no volver a hablarle en mi vida.
Llamé a casa de Gatsby al cabo de unos minutos, pero la línea estaba ocupada. Lo intenté cuatro veces. Por fin una telefonista desesperada me dijo que la línea estaba a la espera de una llamada a larga distancia desde Detroit. Miré mi horario de trenes y marqué con un círculo el tren de las tres cincuenta. Me retrepé en la silla e intenté pensar. Eran exactamente las doce.
Cuando aquella mañana pasé en tren por los montones de cenizas, preferí sentarme al otro lado del vagón. Supuse que en el lugar del accidente habría una multitud de curiosos, y chiquillos a la busca de manchas siniestras en el polvo, y algún charlatán que contaría una y otra vez lo sucedido, hasta que todo se fuera volviendo menos real, incluso para él, que ya no podría seguir contado su historia, y la trágica gesta de Myrtle Wilson caería en el olvido. Pero ahora quisiera volver atrás un poco y contar lo que sucedió en el garaje después de que nosotros nos fuéramos la noche anterior.
Hubo problemas para localizar a la hermana, Catherine. Parece que esa noche infringió su norma de no beber, porque cuando llegó estaba atontada por el alcohol y era incapaz de entender que la ambulancia había salido ya para Flushing. Inmediatamente, cuando por fin pudieron convencerla, se desmayó, como si ese detalle fuera lo único intolerable del asunto. Alguien, amable o curioso, la llevó en su coche tras el rastro del cadáver de su hermana.
Hasta muy pasada la medianoche, una multitud siempre renovada disfrutaba del espectáculo ante el garaje, mientras, dentro, George Wilson se mecía a sí mismo en el sofá. Se quedó abierta un momento la puerta de la oficina y todo el que entraba en el garaje no podía evitar asomarse. Alguien dijo por fin que era una vergüenza, y cerró la puerta. Con Wilson estaban Michaelis y varios más, cuatro o cinco al principio, luego dos o tres. Más tarde, Michaelis tuvo que pedirle al último recién llegado que esperara quince minutos más mientras él iba a su local y preparaba café. Y, después, se quedó solo con Wilson hasta que amaneció.
Hacia las tres de la madrugada cambió el carácter del murmullo incoherente de Wilson, que se fue serenando y empezó a hablar del coche amarillo. Anunció que sabía cómo averiguar a quién pertenecía el coche amarillo, y dejó escapar que un par de meses antes su mujer había vuelto de la ciudad con la cara amoratada y la nariz hinchada.
Pero, cuando se oyó decir aquello, hizo una mueca de dolor y empezó a quejarse, «Dios mío, Dios mío», con voz gemebunda. Michaelis intentó distraerlo sin demasiada habilidad.
—¿Cuánto tiempo llevabais casados, George? Vamos, quédate quieto un momento y contéstame. ¿Cuánto llevabais casados?
—Doce años.
—¿No habéis tenido hijos? Venga, George, para. Te he hecho una pregunta. ¿No habéis tenido hijos?
Los escarabajos, pardos y duros, seguían produciendo un ruido sordo cuando chocaban contra la pobre luz eléctrica, y cada vez que Michaelis oía pasar un coche a toda velocidad por la carretera creía oír el coche que no había parado unas horas antes. No le gustaba entrar en el garaje porque, sobre la mesa, en el sitio donde había yacido el cadáver, se veía una mancha, así que no dejaba de dar vueltas, incómodo, por la oficina —antes de que se hiciera de día ya se había aprendido cada uno de los objetos que había dentro— y de cuando en cuando se sentaba con Wilson e intentaba tranquilizarlo.
—¿Tienes alguna iglesia a la que vayas alguna vez, George, aunque haga mucho que no vas? Yo podría llamar para que viniera un sacerdote a hablar contigo, ¿no?
—No pertenezco a ninguna iglesia.
—Deberías tener una iglesia, George, para ocasiones como ésta. Alguna vez habrás ido a la iglesia. ¿No te casaste en una iglesia? Escucha, George, escúchame. ¿No te casaste en una iglesia?
—De eso hace mucho tiempo.
El esfuerzo para responder rompió el ritmo de su balanceo: calló un momento. Luego los ojos desvaídos recuperaron su expresión entre astuta y desconcertada.
—Mira en ese cajón —dijo, señalando al escritorio.
—¿En qué cajón?
—En ése, en el único que hay.
Michaelis abrió el cajón que tenía más cerca. Lo único que había dentro era una correa de perro, muy cara, de piel con adornos de plata. Parecía nueva.
—¿Esto? —preguntó, levantándola.
Wilson la miró fijamente y asintió.
—La encontré ayer por la tarde. Ella trató de explicármelo, pero yo me di cuenta de que había algo raro.
—¿Quieres decir que la compró tu mujer?
—La guardaba en el tocador, envuelta en papel de seda.
Michaelis no veía nada raro y le dio a Wilson una serie de razones por las que su mujer podía haber comprado la correa de perro. Pero no era difícil imaginar que Wilson ya había oído antes alguna de esas explicaciones, y precisamente a Myrtle, porque empezó otra vez a murmurar «Dios mío, Dios mío», y el amigo que lo consolaba dejó varias explicaciones en el aire.
—Luego la mató —dijo Wilson.
La boca se le abrió de repente.
—¿Quién la mató?
—Sé cómo averiguarlo.
—No seas morboso, George —dijo su amigo—. Has tenido que soportar una tensión muy fuerte y no sabes lo que dices. Es mejor que descanses hasta mañana.
—La asesinó.
—Fue un accidente, George.
Wilson negó con la cabeza. Se le entrecerraron los ojos y los labios se dilataron ligeramente al insinuar un «humm» de superioridad.
—Lo sé —dijo rotundo—. Soy uno de esos tipos confiados que no piensan mal de nadie, pero cuando sé una cosa la sé. Fue el hombre que iba en ese coche. Ella salió corriendo para decirle algo y él no paró.
También Michaelis lo había visto, pero no pensó que aquello tuviera ningún significado especial. Creyó que mistress Wilson quería huir de su marido, más que parar un coche determinado.
—¿Y por qué lo hizo?
—Es muy lista —dijo Wilson, como si con eso resolviera la cuestión—. Ahhh…
Se mecía otra vez, y Michaelis se levantó, retorciendo la correa entre los dedos.
—¿Tienes algún amigo al que pueda llamar por teléfono, George?
Era una esperanza remota; Michaelis estaba casi seguro de que Wilson no tenía ningún amigo: no daba de sí ni para su mujer. Se alegró cuando notó un cambio en la habitación, un signo de vida azul en la ventana, y se dio cuenta de que no faltaba mucho para que amaneciera. A eso de las cinco el azul del exterior se hizo lo suficientemente intenso como para apagar la luz.
Los ojos vidriosos de Wilson se dirigieron hacia los montones de ceniza, donde nubecillas grises adquirían formas fantásticas y corrían de acá para allá con la brisa del amanecer.
—Hablé con ella —murmuró después de un largo silencio—. Le dije que a mí podía engañarme, pero que no podía engañar a Dios. La llevé a la ventana —se puso de pie con esfuerzo y fue a apoyarse en la ventana del fondo de la oficina, con la cara pegada al cristal— y le dije: «Dios sabe lo que has hecho, todo lo que has hecho. ¡A mí puedes engañarme, pero a Dios no!»
De pie, detrás de él, Michaelis vio con un sobresalto que Wilson miraba a los ojos del doctor T. J. Eckleburg, que acababan de emerger, enormes y pálidos, de la noche en disolución.
—Dios lo ve todo —repitió Wilson.
—Eso es un anuncio —le aseguró Michaelis.
Algo le hizo dejar de mirar por la ventana y volver la vista a la habitación.
Pero Wilson se quedó en la ventana mucho tiempo, pegado al cristal, asintiendo con la cabeza a la luz crepuscular.
Poco antes de las seis Michaelis, deshecho, oyó con agradecimiento que un coche se detenía ante el garaje. Era uno de los mirones de la noche anterior que había prometido volver, así que preparó desayuno para tres, que el hombre y él tomaron juntos. Wilson estaba ya más tranquilo, y Michaelis se fue a dormir a casa; cuando despertó cuatro horas más tarde y volvió inmediatamente al garaje, Wilson se había ido.
Sus movimientos —siempre a pie— fueron reconstruidos más tarde: de Port Roosevelt a Cad’s Hill, donde compró un sándwich que no se comió y un café. Debía de estar cansado y caminar despacio, pues no llegó a Cad’s Hill hasta el mediodía. No fue difícil hasta ese momento reconstruir sus horas: había chicos que vieron a un individuo que se comportaba «como un loco», y conductores a los que se quedaba mirando de un modo extraño desde la cuneta. Luego desapareció durante tres horas. La policía, basándose en lo que le había dicho a Michaelis, que «sabía cómo averiguarlo», supuso que se había dedicado a ir de garaje en garaje de la zona, preguntando por un coche amarillo. Pero, entre los dueños de garaje, ninguno declaró haberlo visto, y quizá recurriera a un modo más fácil y seguro de averiguar lo que quería saber. No más tarde de las dos y media estaba en West Egg, donde le preguntó a alguien el camino de la casa de Gatsby. Así que a esa hora conocía ya el nombre de Gatsby.
A las dos Gatsby se puso el bañador y dejó dicho al mayordomo que si lo llamaban por teléfono le avisaran en la piscina. Se entretuvo en el garaje a coger un colchón hinchable que había divertido a sus invitados durante el verano, y el chófer lo ayudó a inflarlo. Luego Gatsby le dio instrucciones de que no sacara el coche descapotable bajo ninguna circunstancia, algo extraño, porque al guardabarros delantero derecho le hacía falta una reparación.
Gatsby se echó al hombro el colchón y se dirigió a la piscina. Se paró una vez para cogerlo mejor, y el chófer le preguntó si necesitaba ayuda, pero él dijo que no con la cabeza y desapareció entre los árboles, que ya amarilleaban.
Nadie llamó por teléfono, pero el mayordomo se quedó sin siesta y estuvo esperando hasta las cuatro: hasta mucho después de que no hubiera nadie a quien avisar en caso de llamada. Tengo la impresión de que ni Gatsby esperaba ya esa llamada, y de que probablemente no le importaba lo más mínimo. Si esto es verdad, debió de sentir que había perdido su antiguo mundo, su calor, y que había pagado un alto precio por vivir demasiado tiempo con un solo sueño. Debe de haber mirado un cielo extraño a través de la hojarasca aterradora, y tiritado al descubrir lo grotesca que es una rosa y lo cruda que es la luz del sol sobre una hierba aún sin acabar de crear. Un mundo nuevo, material pero no real, donde pobres fantasmas que respiran sueños en vez de aire se movían sin sentido, al azar…, como esa figura cenicienta y fantástica que se deslizaba hacia él a través de los árboles informes.
El chófer —era uno de los protegidos de Wolfshiem— oyó los disparos; luego se limitó a decir que no les había prestado atención. Yo fui directamente de la estación a la casa de Gatsby y mi carrera angustiada por las escaleras del porche fue lo primero que causó alarma. Pero ya lo sabían, estoy seguro. Sin apenas decir una palabra, cuatro personas, el chófer, el mayordomo, el jardinero y yo, corrimos hacia la piscina.
Había en el agua un movimiento débil, apenas perceptible: el chorro limpio que entraba por un extremo fluía hacia el desagüe del otro lado. Con ondulaciones mínimas que no llegaban ni a sombras de olas, el colchón transportaba su carga, errático, por la piscina: un soplo de viento que apenas arrugaba la superficie bastaba para perturbar su curso fortuito con su carga fortuita. El roce con un amasijo de hojas lo hizo girar lentamente, trazando, como un compás, un círculo rojo en el agua.
Llevábamos ya a Gatsby hacia la casa cuando el jardinero vio el cadáver de Wilson entre la hierba, y el holocausto se consumó.
D
os años después recuerdo el resto de ese día, y aquella noche, y el día siguiente, como un inacabable entrar y salir de policías, fotógrafos y periodistas por la puerta principal de la casa de Gatsby. Una cuerda, atada de un extremo a otro de la cancela, y un policía mantenían a raya a los curiosos, pero los chiquillos descubrieron pronto que podían entrar por mi jardín, y siempre había un grupo alrededor de la piscina, con la boca abierta. Alguien de gestos decididos, un detective quizá, usó la expresión «loco» cuando se inclinó esa tarde sobre el cadáver de Wilson, y la imprevista autoridad de su voz estableció el tono de los reportajes que publicaron los periódicos a la mañana siguiente.
La mayoría de esos reportajes eran una pesadilla: grotescos, intrascendentes, tendenciosos y falsos. Cuando el testimonio de Michaelis durante la investigación sacó a la luz las sospechas de Wilson sobre su mujer, pensé que inmediatamente algún periodicucho sensacionalista nos serviría la historia completa, pero Catherine, que podría haber dicho cualquier cosa, no dijo una palabra. Demostró una sorprendente firmeza de carácter: miró al
coroner
con ojos llenos de determinación bajo sus cejas depiladas, y juró que su hermana no había visto a Gatsby en su vida, que su hermana era completamente feliz con su marido, que su hermana jamás había dado un mal paso. Se convenció a sí misma de lo que juraba y empapó de lágrimas el pañuelo, como si la menor insinuación ya fuera más de lo que podía soportar. De modo que Wilson fue reducido a individuo «trastornado por el dolor» para simplificar el caso al máximo, y ahí quedó todo.