—Saquear buques naufragados y hacer contrabando: para mí ambas cosas han ido siempre juntas, Martyn. Aunque si el almirante en jefe de Plymouth ha decidido enviar hasta aquí el
Avenger
, será que tiene informaciones más exactas que las nuestras.
—Oí que tu hermano había dejado a su segundo como oficial de presa en un buque confiscado, Dick. ¿Tú qué crees que ocurrió con el último comandante del
Avenger
? —preguntó con una sonrisa—. Tu hermano parece muy hábil desprendiéndose de la gente que le molesta —explicó; aunque, dándose cuenta de la metedura de pata, corrigió de inmediato—: Lo siento, acabo de decir una estupidez.
Bolitho le tocó el brazo.
—No, al contrario. Tienes razón. Posee esa rara habilidad.
A través del casco oyeron el choque de los remos contra la borda. Las maldiciones y amenazas del señor Gloag resonaron a lo lejos.
—El bote regresa hacia tierra —comentó Bolitho—. Hugh no tardará en presentarse a bordo.
Pero Hugh tardó en alcanzar el buque bajo su mando más de lo que su hermano sospechaba. Cuando lo hizo, venía empapado por los rociones, con cara sombría y evidente malhumor.
Entró en la cabina y se echó sobre una banqueta.
—Cuando llego a bordo, se supone que mis oficiales tienen que recibirme correctamente —masculló mirando fijamente a los guardiamarinas—. Aquí no estamos en un navío de línea, donde se pueden destinar diez hombres a cualquier tarea trivial. Estamos en…
Se interrumpió al ver la cara aterrorizada de un marinero que asomaba por la entrada:
—¿Dónde diablos te habías metido, Warwick? —soltó, para, sin esperar respuesta, añadir—: Tráeme una ración de brandy y algo de comida caliente, al instante.
El hombre desapareció.
Hugh volvió a dirigirse a los dos jóvenes.
—En un buque de Su Majestad, los oficiales están obligados a dar ejemplo siempre…
—Te ruego que me disculpes —explicó Richard—. Pensaba que al ser únicamente agregados bajo tu mando…
—Agregados, destinados, voluntarios, a mí qué me importa. Sois oficiales a mis órdenes hasta que se decida lo contrario. Y hay muchas tareas por hacer.
Levantó la mirada hacia Gloag, que entraba por la puerta con la espalda doblegada como un jorobado.
—Siéntese, señor Gloag. Vamos a tomar algo antes de zarpar. ¿Todo a punto?
El piloto despojó su cabeza del triste sombrero que llevaba. Bolitho, sorprendido, vio que era prácticamente calvo. Su cráneo parecía un huevo de color marrón rodeado de pelo, que en sus mejillas y su cogote creía espeso como para compensar la escasez del cuero cabelludo.
—Tú, Richard —explicó Hugh—, asumirás las responsabilidades del segundo de a bordo. El señor Dancer te asistirá. Dos mitades suman un todo, ¿no? —terminó sonriendo ante su ocurrencia.
Gloag estaba al tanto de la tensión existente entre ambos hermanos.
—¿Es cierto que entre ustedes dos tuvieron el valor de mandar un
bric
cuando sus tenientes estaban enfermos, o heridos, y no podían actuar?
Dancer asintió con ojos brillantes.
—Así fue, señor. El
Sandpiper
. ¡Dick tomó el mando, se portó como un veterano!
—Por fin, aquí llega el brandy —interrumpió Hugh, quien prosiguió hablando para sí mismo—: En la cubierta de este buque los héroes están de sobra, muchas gracias.
Richard dirigió la mirada a su amigo y le guiñó un ojo. Habían ganado la primera batalla sobre el sarcasmo de Hugh.
—¿Qué hay de los contrabandistas, señor Gloag? —preguntó aquél.
—Oh, algo por aquí, algo por allá. Licores, especias, sedas… esas mercancías que gastan los ricos. Según el señor Pyke, en dos días huirán como conejos.
Dancer se dirigió a él.
—¿Pyke?
Hugh Bolitho empujó sobre la mesa baja unas jarras.
—Pyke es mi contramaestre. Anteriormente trabajaba en la represión del contrabando, hasta que sentó cabeza y decidió enfundarse el uniforme de Su Majestad.
Levantó su jarra.
—Bienvenidos a bordo, señores.
El atribulado marinero llamado Warwick, que servía de criado en la cámara, entró sosteniendo un candil encendido y lo colgó con cuidado de un bao.
Richard Bolitho acercaba el tazón a sus labios cuando una rápida mirada de Dancer le puso sobre aviso. Bajó la mirada y descubrió una mancha parduzca en la media de su hermano. Había visto demasiadas manchas parecidas en los meses anteriores para no reconocer la sangre. En un primer momento pensó que Hugh estaba herido, o se había arañado la pierna al subir a bordo. Pero enseguida se cruzó con él la mirada de su hermano, desafiante y altiva.
El sordo rumor de pasos resonó sobre sus cabezas. Hugh posó su jarra sobre la mesa.
—Os turnaréis en las guardias. Una vez libremos el cabo pondremos rumbo sur y alcanzaremos mar abierto. Las informaciones de que dispongo todavía no son suficientes. No quiero que se encienda ninguna luz ni se dé ninguna orden que no sea imprescindible. La gente que tenemos a bordo sabe hacer su trabajo, pues la mayoría eran pescadores y hombres de mar: se mueven por cubierta con toda seguridad. Quiero reducir a esa pandilla de contrabandistas, o saqueadores, antes de que el problema se generalice. Eso ya ocurrió en alguna ocasión. Me han contado que, incluso en tiempos de guerra, el comercio florecía en las dos direcciones.
Gloag alcanzó a tientas su gorro y se deslizó hacia la puerta.
—Voy a preparar la salida, señor.
—Acompáñele —ordenó Hugh a Dancer—. Apréndase la cubierta de memoria. Esto no es el
Gorgon
.
Dancer se movió hacia la puerta, seguido por la sombra que producía la luz oscilante del candil, y Hugh añadió tras él:
—¡Ni el
Sandpiper
, no lo olvide!
Richard no se dejaba engañar por la actitud desdeñosa de su hermano. Dentro de Hugh latía el temor que acompaña todo puesto de mando, especialmente si es el primero y provisional como en su caso. A sus veintiún años, sin nadie encima de él a quien recurrir, su actitud era muy comprensible. En sus ojos se veía además una dureza defensiva mezclada con ansiedad.
No hubo de esperar mucho para confirmar sus sospechas.
—¿Ves esta mancha? —preguntó Hugh de sopetón—. Una lástima. Pero no hubo más remedio. ¿Puedo confiarte un secreto?
Richard observaba su genio, procurando que su cara traicionase sus pensamientos lo menos posible.
—¿Hace falta que lo preguntes?
—No, lo siento —dijo Hugh alcanzando la botella de brandy y sirviéndose una nueva taza sin ser consciente de ello—. Había que solucionar un asunto.
—¿Aquí? ¿En Falmouth? —Richard se frenó para no ponerse en pie—. ¿No piensas en mamá?
—Precisamente a causa de ella —suspiró Hugh—. Un idiota quería vengarse por un asunto de hace tiempo.
—¿Era el mismo asunto por el que desembarcaste del
Laertes
?
—Sí. —Sus ojos se perdían, distantes—. Exigía dinero, y yo respondí a sus insultos de la única forma honorable que existe.
—Le provocaste —acusó Richard, esperando descubrir un atisbo de culpa—, y a continuación le mataste.
Hugh extrajo su reloj y lo contempló a la luz del candil.
—Bueno, en lo segundo aciertas. ¡Así se condene!
Richard meneó su cabeza.
—Un día darás un paso en falso.
Hugh mostró una sonrisa aliviada. Era como si se alegrase, por fin, de haber revelado su secreto.
—Mientras no llega ese día, hermanito Richard, tenemos mucho trabajo. Sube a cubierta y reúne a la gente. Hay que levar anclas antes de que oscurezca. ¡No quiero terminar hecho astillas en los bajos de Saint Anthony Head por tu culpa!
En un momento el tiempo había empeorado considerablemente; nada más salir por la escotilla, Bolitho notó el puñetazo del viento sobre su cara. Los hombres corrían atareados de un lado a otro, con los pies descalzos, golpeando la tablazón mojada como colas de foca. A pesar del viento fresco, que traía continuos rociones, los marinos no vestían más que sus camisas a cuadros sobre pantalón blanco, ondeante, como si la temperatura no les afectase en absoluto.
Bolitho se apartó para dejar sitio al bote, que unos marineros izaban a cubierta y trincaban sobre la borda de sotavento. El agua helada que rezumaba su casco se derramó sobre los que tiraban con fuerza de los aparejillos. El contramaestre Pyke dirigió los trabajos hasta que el bote quedó firme sobre sus calzos. Viéndole, era fácil imaginarle como inspector de impuestos. Tenía esa mirada furtiva, mejor aún disimulada, común en el oficio; no se parecía a ningún contramaestre que hubiera conocido.
Habría que acostumbrarse a aquella confusión. Por todas partes surgían manos que desamarraban cabos de sus cabillas, y reseguían una y otra vez los metros adujados de brazas y drizas como si temiesen que el frío las hubiese congelado.
Pronto caería la noche. La tierra cercana se veía ya sombreada y borrosa. Contra el horizonte las murallas de Pendennis y Saint Mawes aparecían como una masa informe.
Gloag dio las órdenes.
—¡Tres hombres a la caña! ¡En cuanto este cascarón tome arrancada se encabritará como la hija del rector, muchachos!
Bolitho escuchó unas risas en la fila. Eso era buena señal. Gloag conseguía hacerse temer por los hombres, pero también era apreciado y respetado.
—Se acerca el comandante, Dick —avisó veloz Dancer.
Bolitho se volvió hacia la escotilla, por donde aparecía su hermano. A pesar del tiempo, venía sin abrigo ni capote impermeable que le protegiese. Las solapas de su casaca, blancas, destacaban en el ambiente sombrío de su alrededor. El sombrero reposaba sobre su cabeza en un ángulo estudiado, que le hacía parecer el personaje de un cuadro.
Bolitho se cuadró y acercó los dedos a su sombrero.
—El contramaestre me informa que estamos listos para zarpar, señor.
Le sorprendió la facilidad con que surgía de su boca el trato respetuoso. Aquí hablaba la Armada de Su Majestad. No era un hermano con otro hermano.
—Perfecto. Pueden levar anclas cuando quieran. Coloque a todos los hombres en sus puestos. En cuanto el ancla llegue a pique, icen la vela mayor y dejen que el barco caiga sobre ella. Veremos cómo toma arrancada. En cuanto libremos la punta quiero arriba el foque y la gavia.
—¿Un rizo en la vela, señor?
Los ojos se quedaron un momento fijos en él.
—Ya lo veremos.
Bolitho corrió hacia la cubierta de proa. Le parecía increíble que una nave como el
Avenger
pudiese soportar tanto trapo en un único mástil, y más aún con aquel viento.
Escuchó con placer el campanilleo de los dientes metálicos del cabrestante, que los hombres hacían girar empujando las palancas con todo su peso. Se imaginó el ancla bajo el agua; su uña debía estar a punto de arrancarse del fondo del mar, tirando hacia arriba, para liberar así al
Avenger
de su último contacto con la tierra. La idea le venía a menudo en momentos como ése.
Apartó esos pensamientos al oír que su hermano le llamaba:
—¡Señor Bolitho! ¡Ponga más hombres a la mayor! ¡Faltarán manos para izarla rápido!
Gloag aplaudía con sus manos, que parecían tablones.
—¡El viento rola a la izquierda, señor! —avisó; su boca abierta contra la espuma que traía el viento, sus mejillas goteando—. ¡Nos lo hace más fácil!
Bolitho alzó los pies para no tropezar con los palanquines de los cañones y las adujas de cabo desparramadas, y se dirigió, cruzándose con marineros y suboficiales que no conocía, hasta la roda de proa. El cablote del ancla entraba zarandeándose, tenso, por el orificio del escobén. Una nueva remesa de hombres tomaba el relevo en el cabrestante.
La corriente de marea saliente, chocando contra la amura del casco, habría hecho pensar que el
Avenger
navegaba ya libre.
El contramaestre se apresuró a reunirse con él.
—¡Excelente noche para eso, señor! —exclamó sin explicar más, pero añadiendo a su frase un movimiento circular de su puño. Luego, dirigiéndose a popa, avisó—: ¡Ancla a pique, señor!
Las cosas parecieron suceder todas al unísono. Al liberarse el ancla del fondo, y empezar a deslizarse, la banda de hombres se lanzó a tirar de las drizas del pico de la mayor como si la vida les fuese en ello. Bolitho tuvo que apartarse también cuando la trinqueta, sueltos los matafiones que la aferraban, empezó a gualdrapear al viento; un momento después le echó a un costado el vozarrón de Pyke, que gritaba:
—¡Ancla a bordo, señor!
Los efectos fueron inmediatos y espectaculares. La cubierta del
Avenger
se inclinó con violencia cediendo a la fuerza de viento y corriente, con la vela mayor y la trinqueta hinchadas como fuerzas de la naturaleza. El casco parecía derrapar de costado y dirigirse hacia su perdición.
Gloag dio instrucciones con voz recia:
—Cace las escotas a fondo, señor Pyke. ¡Rápido!
Bolitho se sintió perdido y sin saber qué hacer entre esas masas de hombres que corrían de un lado a otro; ni siquiera prestaban atención a las cascadas de agua que penetraban por las troneras de sotavento.
Y de pronto, sin más, todo volvió a su sitio. Bolitho regresó a la popa, donde tres marineros bregaban con la larga caña del timón, apoyados y con las piernas bien abiertas, los ojos nerviosos en su continuo ir y venir desde el timón a las velas y de las velas al timón. El
Avenger
ceñía contra el viento como ninguno de los buques que había visto hasta entonces, con su mayor y su trinqueta cazadas a fondo de la forma ordenada por Gloag, casi paralelas a la línea central del casco del cúter.
La espuma bullía bajo las orlas. Bolitho vio que Dancer le observaba desde la cubierta de proa. Su cara brillaba como la de un niño con un juguete nuevo.
Hugh le observaba a su vez con los labios prietos en una línea recta.
—¿Y bien? —La expresión escondía pregunta y amenaza al mismo tiempo.
—Anda muy bien, señor —respondió Bolitho—. ¡Como un pájaro!
El contramaestre saltó a la regala de barlovento y estudió la costa borrosa en la distancia.
—Usted lo ha dicho, señor. Y apuesto a que más de uno de esos bergantes están observando cómo navega ese pájaro desde tierra!
La tierra desfilaba por el costado envuelta en espuma. Bolitho vio el agua levantada al chocar contra los bajos de la punta, a la que se acercaban rápidamente.