El Guardiamarina Bolitho (25 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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¿Quién podía desear vivir allí? El poblado más cercano debía de estar a varias horas de camino.

Pyke observaba la construcción con un interés profesional.

—El hombre se llama Portlock —informó a Bolitho—. Hombre de mil oficios y ninguno bueno. Es cazador furtivo, sirve de señuelo para los jugadores, da pistas falsas a los vigilantes del gobierno, y también a veces denuncia a sus compañeros.

El contramaestre soltó una corta risa y añadió:

—Lo que no entiendo es cómo ha salvado el cuello hasta ahora. —Suspiró y repartió órdenes—: Robins, aváncese cien metros por el sendero y apóstese. Coote, rodee la choza. No hay ninguna puerta en la parte de atrás, pero por si acaso.

Finalmente se volvió hacia Bolitho:

—Será mejor que usted llame a la puerta.

—¿No dijo que había que intentar hacer la operación a escondidas?

—Todas las cosas tienen dos caras —explicó Pyke, aproximándose hacia la puerta del chamizo—. Hasta aquí hemos llegado sanos y salvos. Pero piense que es muy posible que alguien nos observe, señor Bolitho. Tenemos que representar la comedia. ¡Si actuamos sin disimulo la cabeza del tal señor Portlock puede rodar muy fácilmente!

Bolitho asintió en silencio. Era una nueva lección.

Desenvainó entonces el sable curvado y, tras un momento de vacilación, golpeó violentamente la puerta con la empuñadura.

Nada ocurrió durante unos instantes. Sólo el batir de la lluvia sobre el enramado y en las ropas de los hombres rompía el silencio, acompañado de los jadeos de los marineros.

Luego, una voz asustada preguntó:

—¿Qu… quién llama a estas horas?

Bolitho tragó saliva con fuerza. Tras las descripciones de Pyke, esperaba la respuesta de una voz ronca y amenazadora. En cambio la respuesta venía de una mujer, que por su tono parecía joven, y por ende asustada.

Notó a su alrededor la expectación creada entre los hombres.

—¡Abra la puerta, señora! ¡En el nombre de Su Majestad el Rey!

Alguien tiró, despacio y con temor, la hoja de la puerta hacia el interior de los muros. Una linterna sucia de hollín iluminaba con resplandor naranja a la altura de los pies. Pyke empujó el batiente con impaciencia y penetró al interior.

—Uno de guardia fuera —ordenó, agarrando la linterna y agitándola a su alrededor—: ¡Esto parece una tumba!

Bolitho contuvo el aliento ante el aspecto interior de la choza, que la lámpara dejaba ver en su desnudez.

Aun en la penumbra reinante se distinguía la suciedad. El suelo estaba cubierto de viejas cajas y barriles rotos. Contra las paredes, y también cerca de las cuatro ascuas que quedaban del fuego, se veían pilas de desechos del mar y madera traída por las olas.

Bolitho examinó a la chica que había abierto la puerta. Más que vestido llevaba cuatro harapos; sus pies, a pesar del frío del suelo de tierra, se veían desnudos. Se sintió enfermo. La muchacha tendría la misma edad que Nancy.

Junto a la pared del fondo esperaba un hombre; supuso que se trataba de Portlock. Su aspecto coincidía con lo imaginado por Bolitho: brutal, de facciones ásperas, un hombre capaz de cualquier cosa por un puñado de monedas.

—¡Yo no he hecho nada! —clamó con voz ronca el hombre—. ¿Con qué derecho invaden mi casa así, a estas horas?

Viendo que nadie le respondía se envalentonó y pareció crecerse.

—¿Qué clase de oficial se cree usted? —gritó.

Se enfrentó a Bolitho con ojos tan llenos de odio y maldad, que el guardiamarina casi notaba su fuerza.

—¡A mí no me da órdenes un mozo!

Pyke, como una sombra, cruzó la estancia. Su primer puñetazo doblegó las rodillas de Portlock, que jadeó rendido en el suelo. El segundo le tumbó de costado. Un hilo de color escarlata asomó por la comisura de su labio.

Pyke no había perdido la compostura.

—¿Qué te parece? Ese lenguaje sí lo entiendes, ¿verdad?

Se tiró atrás, en guardia sobre la punta de sus pies, mientras Portlock se alzaba del suelo gruñendo.

—En adelante sabrás que hay que respetar a los oficiales de Su Majestad, sea cual sea su edad. ¿Entendido?

Bolitho sintió que las cosas escapaban a su control.

—Usted sabe a qué hemos venido —dijo al hombre.

Los ojos de éste le vigilaban; en un instante pasaron de la furia al servilismo más abyecto.

—Tenía que asegurarme, joven señor.

Bolitho se volvió hacia la puerta, furioso y asqueado.

—Oh, haga las preguntas, no pierda tiempo.

Notó que una mano agarraba la manga de su casaca. Vio que la chica estrujaba la tela empapada, y en su mirada apreció la compasión que una madre mostraría por su hijo.

—¡Aparta de aquí, bruja! —exclamó un marinero. Luego, dirigiéndose a Bolitho, explicó—: No es la primera vez que veo esos ojos de lástima, señor. ¡Los ponen igual cuando arrancan la ropa de los condenados al cadalso!

—O de los desgraciados a quienes el temporal ha arrojado sobre la costa, ¿no es cierto? —masculló Pyke con ira contenida.

—¡Yo, de eso que dicen no sé nada de nada, señor! —clamó Portlock.

—Eso ya lo veremos. —Pyke clavó su mirada en el forajido—. Dime, ¿sigue el cargamento donde lo dejaron?

Portlock asintió fijando sobre el contramaestre una mirada de conejo herido.

—Sí, señor.

—Bien. ¿Cuándo vendrán a recogerlo? —Su voz sonaba ahora recia y sin fisuras—. No me mientas.

—Mañana por la mañana. Cuando baje la marea.

Pyke se volvió hacia Bolitho.

—Le creo. Durante la bajamar resulta más fácil atrapar los fardos usando el gancho. —Hizo una mueca—. Y los buques del gobierno tienen que alejarse para encontrar aguas profundas.

—Reunamos nuestros hombres, entonces —dijo Bolitho.

Pyke permanecía observando al confidente. Tras un momento le dijo:

—Tú te quedas aquí.

—Pero ¿y mi dinero? —protestó Portlock—. ¡Me prometieron…!

—¡Al diablo su dinero! —Bolitho no pudo contenerse, aun sabiendo que Pyke le contemplaba con una cierta dosis de diversión—¡Si nos traiciona, esté seguro que morirá de igual o peor manera que los de la banda a quien está traicionando ahora!

Miró entonces a la chica. Su mejilla mostraba una herida de feo aspecto; en sus labios se veían sabañones causados por el frío. Viendo que él alargaba la mano para consolarla se apartó furiosa, y le hubiese escupido de no interponerse en su camino un fornido marino.

Pyke abandonó la choza y se enjuagó la cara.

—Ahórrese la compasión, señor Bolitho. De la chusma sólo puede nacer chusma.

Bolitho anduvo a su costado. Las andanadas disparadas por una batería de navío de línea se sentían ahora más lejos que nunca, al igual que las pirámides de velas con cinco vergas cruzadas. Éste era el reino de la inmundicia, de la miseria más tremenda; cualquier asomo de decencia era considerado debilidad por esa gentuza.

—Larguémonos de aquí, pues —oyó que decía su propia voz—. No aguanto más este lugar.

La nieve se arremolinó saludando al pelotón de marineros. Un instante después, cuando Bolitho se volvió a mirar para atrás, la choza ya había desaparecido.

—Tanto da esperar aquí como en cualquier otro lugar.

Pyke se frotó las manos y echó aliento sobre sus palmas, intentando calentarlas. Era la primera ocasión en que demostraba estar incómodo.

Bolitho sentía que sus pies se hundían en el lodo y la hierba semihelada; por todos los medios intentaba no pensar en la sopa caliente de la señora Tremayne, o los vasos de leche azucarada que le traía a la cama por la noche. En el universo sólo existía aquella noche y aquel frío. Hacía dos horas que marchaban por el borde del acantilado, vigilando continuamente el viento que parecía querer arrojarles al vacío, conscientes, todos los hombres, del frío miserable que sentían y de su absoluta dependencia del instinto de Pyke.

—La bahía está más allá —explicó éste—. No tiene mucho que ver, pero está bien resguardada por las rocas, que la esconden al mar y sólo la dejan ver a quien se acerca. Cuando baje la marea la arena estará firme y formará talud.

Agitó la cabeza como quien ha tomado una decisión, y añadió:

—A esa hora será. Aunque también podrían hacerlo otro día.

Uno de los marinos lanzó un prolongado quejido.

—¿Qué esperabas? —regañó el contramaestre a la oscuridad—. ¿Una cama caliente y un galón de cerveza?

Bolitho desentumeció sus miembros antes de sentarse sobre un pequeño promontorio de tierra. A su alrededor se distribuyeron los hombres del destacamento, siete en total, intentando protegerse de lluvia y viento. Otros tres permanecían detrás, junto al bote. No era un grupo muy numeroso, en caso de lucha.

Aunque, también era cierto, se trataba de marinos profesionales. Duros, disciplinados, dispuestos a morir.

Pyke extrajo una botella del bolsillo de su abrigo y se la ofreció a Bolitho.

—Brandy. —Una risa silenciosa agitó su pecho—. Su hermano lo confiscó hace meses a unos contrabandistas.

Bolitho tragó y contuvo el aliento. Su garganta ardía, pero el calor sentaba bien. Pyke ofreció la botella a los hombres:

—Vayan pasando. La espera será larga.

Bolitho oyó cómo la botella pasaba de mano en mano, el sonido de los tragos y los murmullos de aprobación.

Acababa de olvidar la miseria e incomodidad cuando se incorporó de pronto:

—¡He oído un tiro!

Pyke agarró la botella y la guardó en su bolsillo.

—Sí, señor —dijo preocupado—, un arma pequeña. —Parpadeó oteando la oscuridad cercana—. Será una embarcación. Por ahí, hacia fuera. Quizá se encuentra en dificultades.

Bolitho sintió aún más frío. Aquella costa era famosa por los naufragios. Buques que llegaban del Caribe, del Mediterráneo o de cualquier tierra lejana tras leguas y leguas de travesía, se encontraban al final de su viaje con la terrible amenaza de Cornualles.

Rocas capaces de partir en dos una quilla. Acantilados que desafiaban al más ágil nadador.

Y por si eso fuese poco, lo que había aprendido pocos días antes: el horror adicional de los raqueros que confundían a los pilotos con luces falsas encendidas en la costa, para luego saquear los buques naufragados.

Intentó consolarse pensando que se había equivocado. Pero enseguida el eco de un segundo disparo resonó en las rocas cercanas y alcanzó la ensenada.

—Debe de haberse perdido —susurró con voz firme un marinero—. Confunde el cabo de Lizard con Land's End. Ocurre con frecuencia, señor.

—Pobres diablos —musitó Pyke.

—¿Qué podemos hacer? —Bolitho intentaba distinguir su cara en la oscuridad—. ¿No vamos a dejarles a su suerte?

—¿Cómo sabemos que el buque va contra la costa? Y en caso de que lo haga, tampoco es seguro que se hunda. Podría varar en la playa de Porhleven, o librarse y flotar libre con la marea.

Bolitho se volvió hacia el mar. Por Dios, a Pyke no le importaba nada el destino de unos pobres marinos. Sólo estaba interesado en su misión. Una captura rápida, un suculento botín.

Imaginó el buque. Cualquier buque de vela, posiblemente con carga y también pasajeros. Algunos de ellos podrían ser conocidos suyos.

Se levantó.

—Demos la vuelta a la ensenada, señor Pyke. Desde el otro extremo estaremos más cerca del mar. Es posible que pronto el buque esté a la vista.

—¡No servirá de nada, señor, se lo digo! —replicó Pyke, casi fuera de sí—. Lo hecho, hecho está. El comandante nos ha dado órdenes que debemos obedecer.

Bolitho tragó saliva. Sentía las miradas de los hombres fijas en él.

—Robins, baje hasta el bote y explique nuestro plan a los hombres de guardia. ¿Sabrá hallar el camino?

Bastaba con que Robins dijese que no, que se declarase ignorante, para que la iniciativa muriese antes de empezar. A duras penas recordaba algún otro nombre entre los marineros.

Pero Robins respondió con presteza.

—A la orden, señor. Sí, sé el camino. —Tras eso, vacilando, preguntó—: ¿Y luego, señor?

—Quédese junto a ellos —respondió Bolitho—. Si al romper el día avistan el
Avenger
, intenten por todos los medios informar a mi… al comandante de nuestro intento.

Ya estaba hecho. Había desobedecido las órdenes de Hugh, pasando por encima de Pyke y tomando él personalmente la responsabilidad de ir a buscar el buque a la deriva. No contaban con más que sus armas ligeras. Ni tan sólo llevaban los ciempiés de Pyke, con que podrían ayudar al buque a salir hacia aguas más seguras.

—Síganme, pues —ordenó con tono ofendido Pyke—. Pero sépalo usted bien, señor, yo no estoy de acuerdo con la decisión.

Avanzaron separados por el estrecho sendero; andaban silenciosos, cada cual ensimismado en sus propias meditaciones.

Bolitho recordaba el
bric
Sandpiper
, donde junto con Dancer se había enfrentado a una nave pirata del doble de su tamaño. Ésta era una situación distinta, pero también ahí deseaba que su amigo hubiese estado con él.

Dejaron al lado un montículo de cascotes sueltos.

—¡Mire, señor! ¡Luces! —exclamó uno de los marineros.

Bolitho las vio estupefacto, por más que ya esperaba algo parecido. Era el brillo de dos linternas algo separadas entre sí. Se divisaban a sus pies, en la pendiente que descendía hacia el mar, por el lado de la punta. Se movían muy lentamente; una de ellas estaba casi quieta.

—Imagino que las tienen montadas sobre unos ponis —avanzó Pyke—. Así, el capitán de ese buque las confunde con luces de navegación de otro barco al que cree anclado en un refugio seguro.

Pyke escupía las palabras con gesto de asco.

Bolitho imaginó la escena como si estuviese ocurriendo de veras, y él estuviese allí. Los oficiales del buque, unos segundos antes agobiados por las dudas, en estado de pánico. Y de pronto la visión de las dos luces de fondeo. Si pertenecían a un buque fondeado, allí debían de haber aguas tranquilas.

Cuando lo que les esperaba allí no eran más que rocas asesinas, y tras ellas una pandilla de facinerosos armados con garrotes y machetes.

—Hay que alcanzar esas luces —dijo—. Quizá lleguemos a tiempo.

—¡Se ha vuelto usted loco! —replicó Pyke—. ¡Los que esperan allí abajo son un ejército armado! ¿Qué podemos nosotros contra ellos?

El cuerpo de Bolitho temblaba de arriba abajo, pero alcanzó a volverse hacia Pyke. Su voz serena y autoritaria le sorprendió a él mismo.

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