Pyke voceó haciendo bocina con las manos:
—¡Prepárense a trepar a las vergas, muchachos!
Miró de soslayo las facciones de su comandante, buscando una señal que rebajase sus demandas de aumento de trapo. Al no hallarlas, añadió con voz confiada:
—¡Quizá habrá que tomar un rizo una vez larguemos el trapo!
Bolitho intentó aprenderse de memoria cada sección de la cubierta, ya oscura, y trasladar las técnicas aprendidas en otros buques a aquella colección de hombres atareados, maderas crujientes, jarcias y motones que convertían el
Avenger
en una embarcación viva.
Tanto el maestre como Hugh, era obvio, estaban satisfechos viendo el trabajo de la gente y la forma de las velas; miraban de vez en cuando la aguja magnética para confirmar el punto del rumbo, y a lo sumo daban alguna orden.
Voy a dar un gran paso adelante, pensó Bolitho. De ser guardiamarina, paso a ocupar un puesto en el alcázar. Su hermano, de forma similar, a los veintidós años estaba ya en un plano superior. Años después habría sin duda olvidado ese minúsculo primer cargo al mando de un barco, cuando fuese amo y señor de una fragata. Pero ese episodio tendría un papel vital en su carrera. Siempre y cuando, se corrigió Bolitho, su hermano lograse no meterse en problemas y mantener la hoja de su sable envainada.
—¡Señor Bolitho!
La voz de Hugh le sobresaltó.
—Ya le dije antes que a mis órdenes no tolero pasajeros. Despierte y envíe más gente a las escotas de foque. Hay que izarlo en cuanto los gavieros alcancen el mastelero.
A medida que el crepúsculo daba paso a la oscuridad de la noche, el
Avenger
se abrió camino hacia las crestas más pronunciadas del mar abierto. Alzando la proa, luego hincándola en el agua, lanzando a su alrededor sábanas de espuma que surgían de las amuras, el macizo casco cambió de rumbo para dirigirse hacia el sur.
Sin pausa, hora tras hora, Hugh Bolitho repartió órdenes hasta que el último de los marinos quedó exhausto. Los dedos insensibles de los hombres, con los ojos cegados por el picor de la sal, se esforzaban una y otra vez en dominar el violento batir de las velas que la humedad volvía incontrolables. Su fragor de trueno ahogaba incluso el rugido de las olas. Se unían a éste el gemido de los motones que sufrían cuando un cordaje hinchado por la humedad se abría paso por ellos, la marcha de los pies por la cubierta y los gritos que venían de la toldilla, todo formaba parte de un coro ininterrumpido de esfuerzos y dolor.
Hasta el joven comandante del
Avenger
tuvo que aceptar que habían largado demasiado trapo, y pronto, aunque a disgusto, dio orden de aferrar la gavia y el foque para las horas de la noche.
Hecho esto, la guardia libre pudo arrastrarse hasta el sollado para reposar, sus hombres magullados y deshechos. Algunos prometían no volver a pisar el barco en cuanto llegasen a puerto y pudiesen desembarcar. Era la bravata de todos los días. Casi todos acababan regresando.
Otros, demasiado fatigados para pensar, se desplomaban sobre las pilas de pertrechos, mezclados con agua de sentina y ropas sucias que ocupaba la mayor parte del casco del buque, y perdían el sentido hasta que oían la próxima orden proveniente de cubierta.
—¡Guardia de babor a cubierta! ¡Listos para rizar la mayor!
No pasaba mucho rato sin que esa orden llegase. Bolitho intentó descansar en una litera apañada en la cámara. El salvaje movimiento del buque le zarandeaba sin piedad. Qué habría ocurrido, se preguntó, di haber aceptado la invitación de Dancer para ir a Londres durante el permiso.
Una sonrisa apareció en sus labios. Acababa de entrar en un sueño profundo, no sin tiempo de responderse: habría sido totalmente diferente a aquello.
El teniente de navío Hugh Bolitho reposaba bien apoyado en un rincón de la baja cabina del
Avenger
. Uno de sus pies, proyectado contra la cuaderna, le mantenía estable. El casco entero del cúter crujía y gemía en un canto singular, que su perezoso avance contra el viento, en medio de una cortina de agua nieve, provocaba.
Le acompañaban los dos guardiamarinas más Gloag, el piloto en funciones, y Pyke, el contramaestre de cara traviesa. El estrecho espacio de la cámara se había llenado de la pesadez de la humedad, que acompañaba al aroma de brandy.
Bolitho ya no recordaba la última vez que tuvo una pieza de ropa seca. Hacía ya dos días que el
Avenger
ceñía contra el viento o corría con él al través del litoral de Cornualles. No había logrado dormir más que algunos minutos de una sola tirada. Hugh parecía no descansar jamás. Continuamente exigía apostar nuevos vigías y examinar nuevos pasos, por más que resultase impensable que alguien se hiciera a la mar en aquel tiempo, salvo algún poseso como él.
Y aunque en la oscuridad de la noche fuese imposible adivinar la tierra, todos ellos notaban su presencia, y sentían que no era amiga sino traidora y malévola, dispuesta a arrancar la quilla del buque al primer error que cometiesen.
A Bolitho le impresionaba la calma mostrada por su hermano y la seguridad con que planteaba sus ideas y órdenes, fuera de toda duda. Era obvio que Gloag confiaba en el sentido común de su superior, aun pudiendo, por edad, ser su padre.
Hugh se explicaba:
—Mi plan era mandar una misión a tierra, o quizá desplazarme yo en persona, para hablar con el confidente. Pero la meteorología no comparte mis ideas. En este tiempo un bote podría zozobrar fácilmente. Aparte de que se perdería el efecto sorpresa.
Bolitho examinó a Dancer. ¿Le resultaban esas tácticas tan extrañas como a él? Confidentes, desembarcos a escondidas, citas en la oscuridad… eso no ocurría en la Armada que ellos conocían.
—Conozco bien el rincón, señor —dijo Pyke con franqueza—. Muy cerca de donde hallaron el cuerpo de ese tal Morgan, el agente de impuestos. Un punto bien elegido para sacar a tierra cualquier mercancía.
Los ojos de Hugh se fijaron en él con curiosidad.
—¿Se cree usted capaz de reunirse con ese personaje? Al fin y al cabo si, como él dice, los pájaros ya han volado, no hay razón para que yo merodee por aquí.
Pyke mostró las palmas abiertas de sus manos.
—Puedo intentarlo, señor.
—¿Intentarlo? ¡Maldita sea! ¡Eso a mí no me basta!
Bolitho observaba. Una vez más el genio escondido de Hugh le llevaba por mal camino. Vio el esfuerzo, casi físico, que su hermano debía hacer para serenarse.
—¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó el teniente.
—Sí, señor. Siempre que logremos alcanzar la costa sin hacer astillas el bote, luego nos acercamos a su choza, como usted había planeado.
Hugh asintió con fruición.
—Muy bien. Elija el pelotón y embarquen en el bote cuanto antes mejor. Consiga averiguar lo que sabe ese tipo, pero no le dé nada. Antes de eso debemos estar seguros.
Se dirigió entonces a su hermano.
—Tú, Richard, acompañarás al señor Pyke. Digamos que la presencia de mi… eh… segundo de a bordo dará más seriedad a la reunión. ¿No?
Gloag se frotó la calva con la mano.
—Voy a comprobar el horario de la marea, señor. Convendría no perder a su hermano en la primera misión, ¿no le parece? —soltó con sorna, y se levantó riendo para sí.
Su risa, sin embargo, fue interrumpida por una voz que venía de cubierta:
—¡Rompientes por la amura de sotavento, señor!
Quien avisaba era Truscott, el cabo de cañones, que había quedado al cargo en cubierta mientras sus superiores discutían los asuntos de estrategia.
—Esta costa está infestada de arrecifes —masculló Hugh Bolitho—. Señor Dancer, suba a cubierta. Que suelten las trincas del bote. Haga formar el pelotón que bajará a tierra. Ocúpese de que vayan armados, pero vigile que nadie salte al bote con sus armas de fuego cargadas. No quiero que a un idiota asustado se le escape un tiro por error.
Miró a Dancer con ojos chispeantes:
—Responderá de ello ante mí.
Tras ello su expresión se relajó.
—Eso es cuanto podemos hacer. Según dicen, depositaron un cargamento de mercancías de contrabando en la ensenada situada al nordeste de donde vais a desembarcar. También cuentan que el cargamento permanecerá allí hasta que sus dueños estén convencidos de que el
Avenger
ha levantado el vuelo.
Dio un violento puñetazo sobre la mesa.
—¡Dicen y cuentan muchas cosas, pero nunca nada que valga la pena!
—Es un buen plan, señor —dijo con calma Pyke—. Por si acaso, me llevaré un par de ciempiés.
—¡Bote listo, señor! —gritó una voz desde el exterior—. ¡Con todos los respetos del señor Gloag, si por favor el joven caballero puede subir a cubierta enseguida!
—De inmediato —asintió Hugh, que abrió el camino de subida a cubierta.
La humedad mordió a Bolitho en lo más profundo de sus huesos. La vida regalada de los días en casa, si bien corta, había bastado para mellar su resistencia. Tras cuarenta y ocho horas de mar y viento se sentía flojo y bajo de moral.
Se asomó hacia el bote que saltaba en el agua, junto a la borda. La noche era tan negra que costaba adivinar su forma. No era más que una masa oscura, zarandeada en medio de una masa de espuma blanca.
Sintió que Dancer corría a su costado.
—Me gustaría acompañarte.
Bolitho le apretó el brazo.
—A mí también. Entre esta gente me siento como un auténtico novato.
Su hermano avanzó por la tablazón resbaladiza.
—Procedan de inmediato. Adelante, contramaestre.
Esperó a que Pyke desapareciese por la borda y advirtió a Bolitho:
—Mantén los ojos bien abiertos. Me acercaré a la costa tan pronto como pueda. En cualquier caso, cuando rompa el alba estaré cerca de aquí. Si hay algo de cierto en las informaciones que me han dado, aún tenemos alguna posibilidad.
Bolitho pasó su pierna por encima de la orla. Dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Un paso en falso y el agua le arrastraría como una corteza de árbol perdida en un torrente.
Sueltas ya las amarras, el bote se apartó del
Avenger
sin darle tiempo ni a recuperar el aliento. Pyke, manejando con una mano la caña del timón, oteaba por encima de las cabezas de los remeros buscando un camino en la raya de olas rompientes que tenía a proa.
—Señor Pyke, ¿qué son los ciempiés? —preguntó Bolitho, deseando calmar sus nervios con la conversación.
El primer remero mostró una sonrisa malévola que hacía destacar sus blancos dientes en la oscuridad.
—¡Éstos, señor! —señaló con una patada de su pie, antes de aplicar el peso de su cuerpo al ritmo de sus compañeros.
Bolitho se agachó para tocar lo que había señalado el marino. Eran dos enormes hongos de metal, como anclas para bote, pero distintos a los que hasta entonces había visto: de todo su perímetro sobresalían varios ganchos, curvados hacia arriba, parecidos a anzuelos.
Pyke le explicó sin quitar su vista de la línea de costa:
—Esos condenados contrabandistas hunden el cargamento para esconderlo mientras hay vigilancia en la costa. En cuanto se creen seguros, lo izan a bordo y lo llevan a tierra. Con esos ciempiés puedo rastrear el fondo y hallar cualquier cosa que tengan por ahí. —Su risa era hueca, casi sin sonido—. En mis tiempos no hacía otra cosa.
—¡Tierra a proa, señor! —avisó el proel.
El bote se deslizaba por el seno de una ola, rodeado de espuma que hervía entre las palas de los remos y rebotaba hacia los remeros ya empapados.
—¡Alto todos!
Una roca alta y pulida desfiló por el costado de estribor; una vez pasada, el sonido de los rompientes pareció alejarse.
El bote varó en arena dura con un choque seguido de un violento temblor. Algunos hombres, caídos al agua por la violencia del impacto, soltaron retahílas de maldiciones. Otros se afanaban sobre la orilla para dirigir la proa y evitar los cascotes.
Bolitho intentaba controlar el castañeo de sus dientes. Se esforzaba en creer que tanto Gloag como Pyke sabían lo que se hacían; el plan ideado por su hermano debía tener algún sentido. Sin duda aquella ensenada, que a él le parecía idéntica a cualquier otra, era la especificada para la cita.
Pyke gruñó, aunque resultaba difícil decidir si de satisfacción o de disgusto.
—Dos hombres de guardia junto al bote —ordenó—. Ya pueden cargar sus armas. —Luego señaló hacia la oscuridad de la tierra firme y dijo:
—Ashmore, quédese de centinela. No quiero que ningún entrometido se acerque por aquí.
—¿Y si viene alguno, señor? —inquirió el invisible Ashmore.
—¡Ábrale la cabeza, como hay Dios!
Pyke se ajustó el cinto.
—El resto vendrán conmigo —dijo, para añadir dirigiéndose a Bolitho—: En una noche así, ningún problema.
Los copos de nieve revoloteaban a su alrededor. Se abrieron camino, lentamente, por un resbaladizo sendero que trepaba en zigzag por el acantilado. En un paso particularmente difícil, Bolitho se detuvo a darle la mano a un marinero que le seguía y pudo ver por debajo, a metros de distancia, el mar amenazador. Su negrura impenetrable brillaba cruzada por las líneas de las crestas que rompían al alcanzar la playa.
Pensó en su madre. Le parecía imposible que se hallase a unas doce millas de aquel lugar. Todo un universo separaba lo que era una distancia en línea recta de la trayectoria seguida por el
Avenger
para llegar a aquel punto.
Pyke parecía incansable. Sus flacas y larguiruchas piernas trepaban por el sendero como si lo hubiesen hecho todos los días de su vida.
Bolitho intentó olvidar el frío y el agua nieve que cegaba la vista. Cada paso era como andar hacia el abismo.
Topó con la espalda de Pyke. El contramaestre, inmóvil en el sendero, avisaba siseando:
—¡Quietos! La choza está por ahí arriba, no muy lejos.
Bolitho acarició con los dedos el puño de su sable envainado; luego aguzó el oído para intentar oír algo.
Pyke hizo un gesto.
—Por aquí.
E inmediatamente prosiguió la marcha por el camino, más llano ahora que los hombres dejaban atrás la vertical del mar.
Bajo la cortina de aguanieve que caía sin cesar, la choza sobresalía como una roca pálida. Tendría el tamaño de una única habitación, pensó Bolitho. Sus paredes eran bajas. En vez de tejado tenía una cubierta de ramaje espeso. Las ventanas no eran más que irregulares orificios.