El Guardiamarina Bolitho (9 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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—¿Se atreven esos canallas a disparar contra nosotros? —preguntó incrédulo el veterano cabo de cañón—. ¡Insolentes, por Dios!

El buque cobró vida con el alboroto de órdenes confusas y el sonido de la corneta. Gemían las poleas, los carros de los cañones avanzaban hacia sus posiciones. No tardó en llegar la orden.

—¡Todas las piezas cargadas y listas para asomar. La batería de estribor hará fuego en primer lugar!

Tregorren miraba las solapas del oficial que había traído el mensaje, inmaculadas en la escala del tambucho. Parecía que le costase dar crédito a sus oídos. Al cabo de un instante repitió la orden.

—¡Carguen ambos lados! ¡Baterías de estribor, listas para hacer fuego!

El marino llamado Fairweather siguió a Bolitho hacia el costado opuesto del casco, mientras el resto de los hombres, empapados de sudor sus torsos desnudos, se afanaban transportando de un lado a otro del entrepuente cartuchos de pólvora, detonadores y herramientas. En las cajas donde esperaban las balas, los cabos de cañón elegían con cuidado un proyectil bien redondo y pulido, y frotaban su superficie antes de dejar que sus hombres lo embutieran en el ánima.

Las manos trabajaban a toda prisa, mientras los ojos observaban al fornido teniente.

—Batería cargada, señor.

—¡Asomen cañones!

Se colgaron sobre los cabos de los palanquines que movían los pesados cañones hacia las portas. Las ruedas gemían y protestaban como cerdos yendo al matadero. Los cañones se quedaron en la sombra del costado de estribor, pero los hombres, asombrados, pudieron ver perfectamente los muros fortificados de la fortaleza. Los antiguos sillares con que estaba construida tenían un brillo de oro a la luz temprana, y sus formas parecían amalgamarse con las rocas sobre las que cabalgaba.

Por encima de los baluartes volaban oscuras nubecillas que Bolitho creyó que eran, en un primer momento, cúmulos de mosquitos. Pero un marinero cercano a él le sacó del error.

—Esos canallas están calentando las balas al rojo vivo —murmuró el hombre para sí—. ¡Han encendido hogueras junto a los cañones!

—El próximo que hable será azotado —interrumpió Tregorren. Su voz, sin embargo, mostraba que la información le había puesto nervioso.

Y con razón. Bolitho recordaba haber oído cómo su padre comentaba lo terribles que eran los proyectiles al rojo vivo. En un instante podían prender fuego a un buque, construido en madera a menudo muy seca y equipado de cabuyería y velas combustibles.

Una voz transmitió por fin la orden.

—¡Listos para hacer fuego en estribor! ¡Máxima elevación, disparen contra el balance!

Un brigada dio un codazo al marinero que tenía a su lado; el hombre se sobresaltó como si hubiese recibido un disparo.

—Ese pañuelo, bien envuelto alrededor de las orejas, si no quieres quedarte sordo para el resto de tu vida.

Guiñó el ojo a Bolitho. Éste comprendió al instante que el brigada quería advertirle a él, pero se había dirigido en voz alta al marinero para no humillar a un superior.

—¡Listos para hacer fuego!

El navío se inclinó empujado por el viento y el timón. Al lado de cada una de las piezas de artillería esperaba en cuclillas el cabo, vigilando la boca del cañón, y tras ella el cielo y la fortaleza.

—¡Fuego!

5
UN REVÉS DE LA FORTUNA

A medida que la voz de fuego pasaba de una cubierta a otra, los cabos de cañón introducían la mecha en cada llave de fuego y se apartaban corriendo. La explosión tardaba menos de un segundo, aunque a Bolitho, apostado en el callejón de combate entre dos piezas del treinta y dos libras, le pareciese una eternidad. En ese instante todo se volvía evidente e inmóvil, como parte de una pintura. A un lado, los servidores de torso desnudo, agarrados a los cabos o sosteniendo los útiles. Más allá, los cabos, sombríos y concentrados en la responsabilidad de su porta y la puntería. Y a través de cada porta, la visión de la fortaleza en el sol, el cielo pálido desprovisto de la menor nube.

Y de pronto cambiaba todo. El entrepuente bajo parecía estallar por completo con los estampidos de los cañones. Las cuadernas, el forro, todo el casco temblaba como atrapado bajo una avalancha. Uno a uno los cañones retrocedían hasta quedar frenados por sus bragueros. Enseguida se afanaban los servidores en remojar las pavesas, en prevención de que sus chispas incendiasen el nuevo cartucho de pólvora. Luego limpiaban el ánima, cebaban de nuevo el cañón, colocaban la bala y alineaban el cañón en su posición, listos para disparar.

La densa humareda de las explosiones voló empujada por el viento y se alejó del casco. Durante un momento nubló las formas de la fortaleza y enmascaró el aire en una niebla marrón.

—¡Tapar los respiraderos! —gritaba Tregorren—. ¡Limpiar! ¡Recargar!

Pero tras la primera andanada, en que los oídos y cerebros parecían haber perdido sensibilidad, los gritos de Tregorren ya no llegaban tan intensos, sino más lejanos y como a través de un espeso telón.

El efecto del primer disparo se hizo pronto patente entre los hombres, que abandonaron el nerviosismo inicial. Brotaba en el callejón de combate una especie de brutalidad, que embargaba a artilleros y servidores y les hacía reírse, esforzarse y bromear como chiquillos. Esta vez ya no era una práctica, era fuego real y destinado a un enemigo.

—¡Asomen de nuevo!

Las ruedas de las cureñas rechinaron otra vez sobre el piso, movidas a fuerza bruta por el peso de los marineros que se colgaban de los palanquines en su ánimo de hacer asomar el cañón antes que el resto.

—Como hay Dios —Bolitho oyó que exclamaba Wellesley—, dos andanadas como ésa y cambiará el tono de su música.

—¡Sean quienes sean esos bandidos! —confirmó Tregorren.

Durante la pausa, mientras los marinos se apretujaban para escudriñar a través de las portas, Bolitho escuchó el alboroto de hombres y aparejos procedente de cubierta. Si en tierra había alguien dispuesto a admirarlo, el
Gorgon
debía ofrecer un gran espectáculo. Navegaba sin duda lento y con pocas velas desplegadas; pero sus cañones asomando por los costados debían brillar al sol, mientras su casco se adentraba en el estrecho paso.

Se dio cuenta de que no sabía quién había disparado contra ellos ni por qué; extrañamente, tampoco le importaba. En esos escasos minutos, él, el navío y los hombres que lo ocupaban se habían convertido en un único ser.

—¡Listos! ¡Tiro a nivel! ¡Fuego!

De nuevo el casco tembló enloquecido. La tablazón del piso crujía bajo los pies cuando el enorme peso de los cañones resbalaba hacia dentro. La cortina de humo taponaba por completo el exterior de las portas.

Edén daba ánimos en voz alta sin fijarse en las miradas furiosas de Tregorren, y varios marineros reían a mandíbula batiente.

—¡Espero que en el puente se enteren de lo que ocurre! —exclamó Dancer—. ¡Desde aquí se diría que disparamos contra el cielo!

Inmediatamente dio un respingo, al notar algo que rozaba contra el casco. En cubierta se oyó un coro de gritos y maldiciones.

Bolitho le hizo un gesto lleno de significado. El proyectil les había alcanzado. Fuesen quienes fuesen esos enemigos, no se arredraban ante sus disparos.

Oyeron cómo una bomba de agua, accionada por numerosos hombres, empezaba a funcionar en una bodega profunda. Bolitho pensó que la bala al rojo vivo había penetrado en la madera y se precisaba agua para enfriarla antes de que prendiese fuego.

Un marino cercano a él señaló hacia arriba.

—Así les dan algo en que ocuparse a esos gandules, ¿no?

Pero nadie rió la gracia, y en cambio Bolitho vio cómo Wellesley se frotaba la barbilla con gesto nervioso. Costaba creer que alguien tuviese la osadía de disparar contra un navío del rey.

—¡Cargado y listos, señor!

Un mensajero apareció por la escala.

—¡Vamos a virar por avante, señor! ¡Preparados para hacer fuego con la batería de babor! —gritó con voz aguda, y desapareció corriendo.

Fairweather se dirigió a Bolitho, que veía sólo sus blancos dientes a través del humo.

—Les hemos dado una buena, ¿eh, señor? Y ahora vamos a darles con la otra batería.

El cabo de cañón más cercano dio un palmetazo sobre la cureña de su pieza.

—¡Son ellos quienes ganan, estúpido! ¡Estamos dando media vuelta!

Bolitho vio la sorpresa dibujarse en la cara de Fairweather. Las palabras del artillero corrían de hombre en hombre por todo el entrepuente.

Tregorren desfiló por el centro, con su cabeza gacha casi rozando los baos.

—¡Terminen de atender los cañones! ¡Listos para asomar por las portas!

Tras una pausa, se encaró con Bolitho.

—¿Se puede saber qué mira?

—Estamos cambiando de amura, señor —explicó Bolitho con voz calmada, consciente de que se oía a lo lejos el fragor de más cañones enemigos. El mando de la fortaleza disponía de mucha artillería.

—¡Una observación muy sabia, señor Bolitho!

Tregorren se agarró a uno de los baos en cuanto el
Gorgon
cambió de escora. La nueva escora, con el navío orzando al viento, hacía penetrar el agua por las portas abiertas de sotavento.

—¿Quizá la batalla ha sido demasiado dura para usted?

—No, señor —respondió Bolitho, consciente de la hostilidad del superior—. Diría que nos hemos acercado demasiado. Estamos al alcance de la fortaleza.

Los hombres, que un segundo antes se ajetreaban transportando hacia el otro lado sus picas y cartuchos, se detuvieron de repente para observarlos. La enorme masa del teniente se alzaba, poderosa, frente al flaco guardiamarina; ambos tenían que inclinarse para caber bajo el techo, pero se habían colocado uno frente a otro con los brazos abiertos, como adversarios antes de entrar en duelo.

—El capitán sabe lo que hace —dijo nervioso Wellesley.

Tregorren le miró.

—¿Acaso hay que dar explicaciones a un guardiamarina? —Tras decir eso se dirigió a los demás—: ¡Todo el mundo a sus puestos!

Pero la orden de hacer fuego para la batería de babor no llegó nunca. Se produjo un silencio espeso e incierto, roto únicamente por el trasegar de los marinos que, en la cubierta principal, obedecían los silbatos de las órdenes y laboreaban vergas y drizas para ajustar el aparejo a la nueva dirección del viento.

El cabo de cañón cercano a Bolitho asintió con la cabeza.

—Se lo dije, el capitán da la vuelta y sale a mar abierto. Si me pregunta a mí, me parece muy bien.

Jamás, durante las prácticas de tiro, había tenido ocasión Bolitho de sentir lo apartado que el entrepuente quedaba del resto del navío. Crecía ahora en su interior un sentido de aprensión y vulnerabilidad, aumentado por la visión de los oficiales y los marineros asomándose por las portas. Según veía el ángulo de dónde venía el sol dedujo que el navío se alejaba de la costa, pero poca cosa más podía, alguien encerrado en el entrepuente, adivinar de lo que ocurría; era frustrante sentirse tan alejado del mundo de allí arriba.

—¡Trinquen las baterías! —gritó un mensajero desde la portilla, mostrando sus blancos calzones que reflejaban la luz del sol—. ¡Los oficiales al puente, por favor!

—Ya antes del ataque el capitán no las tenía todas consigo, Martyn —dijo Bolitho a Dancer.

Dancer le miró con cara interrogante.

—Pero ¿no hay deshonra en eso de salir huyendo ante unos miserables piratas?

—Mejor eso que encontrarse nadando y sin navío, ¿no? —replicó Bolitho para levantar el ánimo—. Yo no lo dudaría un instante.

Así como el entrepuente parecía remoto y sin contacto con lo que ocurría, la cubierta del alcázar, en popa, era el centro de la acción. Bolitho se mantuvo firmes en la brillante luz. La vela de gavia de mayor mostraba dos orificios de bala bien recortados. Sobre la tablazón de cubierta, una mancha escarlata marcaba el lugar donde un hombre había caído, malherido o muerto. Más allá de la brazola se veía la línea de la costa que el aire recalentado hacía temblar. Desde aquella posición, la isla y su fortaleza quedaban enmascaradas sobre la tierra, escondiendo casi por completo los mástiles de los buques fondeados. Ni se apreciaba el cabo que pocas horas antes el
Gorgon
había, franqueado con arrogancia. Tampoco había rastro del bergantín.

—¿Qué les habrá ocurrido a los del
City of Athens
? —preguntó con ansiedad Dancer.

—Se ha q… quedado cerca de tierra para vi… vigilar el enemigo —le respondió Edén.

—Tuvimos suerte apresándolo —reconoció Dancer.

Se callaron en cuanto Verling ordenó que los servidores de los cañones de nueve libras abandonasen el alcázar. Los oficiales se agruparon junto al segundo. El primer teniente se mostraba tan irritable como siempre, pensó Bolitho; su enorme nariz cambiaba continuamente de dirección, controlando quién había llegado y quién faltaba todavía.

El comandante Conway cruzó desde el costado de barlovento y se acodó contra la barandilla. Su mirada se perdía sobre la batería de dieciocho libras del combés, que los servidores atendían y limpiaban.

El aire olía a pólvora, a metal recalentado y a madera quemada.

—No falta nadie, señor —informó Verling.

El comandante se volvió y les observó pensativo. Su espalda se apoyaba sobre la barandilla y sus manos acariciaban la madera brillante.

—Hemos salido a mar abierto para alejarnos siguiendo la costa y buscar un lugar donde fondear por la noche. Ya habrán notado que han disparado contra nosotros, y por cierto que con una osadía muy desagradable. —Hablaba tranquilo y sin prisas, carente de la emoción que Bolitho le adivinó cuando ordenó azotar al marino—. El enemigo está muy preparado; nuestras andanadas, por lo que he visto, no produjeron ninguna impresión. Pero había que asegurarse. Gracias a esa incursión, ahora sabemos contra qué nos enfrentamos.

Bolitho, observando las expresiones de algunos oficiales cercanos que habían vivido la escaramuza desde el alcázar, pensó que el capitán no había terminado. Y así era.

—Hace algunos meses un
bricbarca
de la escuadra destinado a esta zona se dio por desaparecido, tras un retraso suficientemente importante. Se sabía de numerosos temporales en aguas africanas, que provocaron el naufragio de varios buques mercantes.

Se interrumpió para estudiar la dirección del gallardete que ondeaba sobre el mayor. Sus ojos brillaban en la atmósfera luminosa.

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