El comandante Conway apareció procedente de la toldilla. Como siempre llevaba las manos cruzadas en la espalda y su cuerpo inclinado hacia adelante.
El timonel principal dio un codazo a su compañero.
—¡Todo en orden, señor! Sureste y una cuarta al Sur —gritó con voz marcial.
El comandante asintió y esperó a que el oficial de guardia se apartase discretamente a sotavento y le dejase solo para dar su acostumbrado paseo nocturno.
Anduvo arriba y abajo por el costado de barlovento. Sus zapatos chocaban con la madera reblandecida. Hizo una pausa y levantó la mirada hasta las dos siluetas que, en el crepúsculo, destacaban montadas a horcajadas en la verga del sobrejuanete, como pájaros en la rama de un árbol.
Su atención duró poco. El paseo le tenía ensimismado, y su cerebro sólo se dedicaba a pensar en los acontecimientos del día siguiente.
El cielo era aún oscuro cuando los hombres fueron arrancados de sus hamacas y recibieron una escudilla de gachas, varias galletas de barco y un gran tazón de cerveza que repartían a toda prisa los asistentes de cocina.
—Eso de llenarnos así el estómago por la mañana es mala señal —afirmó sombrío un marino veterano—. El comandante prevé disgustos.
En efecto, empezaba a brillar el primer rayo de sol por el Este, y los cocineros habían apagado los fogones de la cocina, cuando una orden salió del puente de mando:
—¡Dotación a cubierta! ¡Todos a sus puestos, zafarrancho de combate!
Los hombres corrieron por cubiertas y entrepuentes azuzados por los gritos y amenazas de los oficiales. Los tambores redoblaban en el alcázar. A bordo la tensión aumentaba. En pocos minutos la dotación del
Gorgon
estaba lista para iniciar una nueva práctica de combate. Desde que zarparon, en Inglaterra, habían realizado docenas de ellas bajo la lluvia, la nieve o el ardiente sol. Cada uno sabía ya cuál era su puesto, qué equipo debía usar y dónde estaban sus armas; habían aprendido de memoria cómo actuar, qué jarcias usar y qué trabajos hacer cuando el navío entrase en combate.
Los hombres más curtidos iniciaron la práctica del día con mayor cuidado del habitual, intuyendo quizá que esa vez no se trataba de un simulacro sino de algo real. En cambio, los novatos, y entre ellos el joven Edén, corrían excitados como niños a los que ni las maldiciones de los tenientes furiosos ni las amenazas de sus compañeros lograban controlar.
Bolitho, en su puesto del entrepuente, sentía el acelerado latido de su corazón. La penumbra reinante bajo los baos no le impedía ver la nerviosa actividad de artilleros y servidores de las piezas, ajetreados alrededor de los macizos cañones de treinta y dos libras. El movimiento de numerosos pies descalzos hacía crepitar la arena, que varios grumetes esparcían sobre el piso de madera para evitar los resbalones durante la acción.
El tenue resplandor de la lumbrera bastaba para distinguir a los servidores que ajustaban en su lugar los cañones, soltaban los gruesos bragueros que le afirmaban al costado, ordenaban los palanquines de retroceso y comprobaban una y otra vez el estado de sus herramientas.
Dos cubiertas más arriba se oía el sordo rumor de las poleas con que los marineros templaban las redes protectoras del combés, destinadas a proteger a los hombres que pudieran caerse de las jarcias durante el combate. ¿Cuántas veces habían repetido esos gestos durante las últimas cuatro mil millas?
Varios hombres pasaron corriendo por su lado guiados por la voz rotunda del contramaestre. Mamparas, cofres, mesas y otros útiles innecesarios eran transportados al sollado.
La voz de Tregorren tronó en la penumbra.
—¡Más rápido, chusma! ¡Vamos retrasados!
Además de los marinos y artilleros ocupados por la doble batería de piezas de treinta y dos libras, en el entrepuente había destinados cuatro guardiamarinas y dos tenientes. Tregorren estaba al mando, y le asistía el señor Wellesley, el teniente más joven de a bordo.
Los guardiamarinas se distribuían por los callejones de combate, en los que se ocupaban de transmitir órdenes o hacer fuego por su cuenta si hacía falta. También llevaban mensajes al puente de mando. Bolitho y Dancer tenían a su cargo las baterías de babor. A estribor se hallaban Edén, el pequeño, junto con un joven y sombrío guardiamarina llamado Pearce.
Tregorren se situaba en el centro y apoyaba su ancha espalda contra el mástil de la mayor; con los brazos cruzados, agachaba la cabeza para alcanzar con su vista los rincones alejados de su dominio. En el paso de la escala a cubierta, hacía guardia un centinela. Otros igualmente armados vigilaban las escotillas. Su misión era evitar que ningún marino de cubierta se escondiese en el sollado durante el combate.
El sexto teniente, Wellesley, recorrió el callejón de babor. Se detenía ante cada una de las piezas, con el sable golpeándole el flanco, y esperaba a que el cabo responsable de cada cañón le diese novedades:
—¡Listo, señor!
Por fin terminaron los preparativos. En el entrepuente se hizo el silencio, interrumpido ya, únicamente, por el periódico crujido de poleas y ruedas de las piezas desplazadas por el balanceo del casco.
Bolitho percibía la tensión del ambiente y el sudor de los hombres. Sentía la profundidad del casco bajo sus pies. Intentó no pensar en el camarote de los guardiamarinas, llamado el sollado de popa, transformado para el combate en enfermería siguiendo las órdenes del comandante Conway. Allí esperaban ahora el doctor y sus ayudantes, con su instrumental listo y las lámparas de petróleo encendidas.
—Señor Wellesley, ¿se puede saber a qué esperamos? —gritó Tregorren.
El sexto teniente se precipitó hacia él, alborotado, y estuvo a punto de tropezar con una argolla del piso.
—¡Batería baja lista para el combate, señor!
En la batería superior sonó un silbato y una voz.
—¡Zafarrancho listo, señor!
—¡Maldita sea, nos han vuelto a ganar! —ladró furioso Tregorren—. Señor Edén, transmita el mensaje. ¡Despierte!
Un instante después volvía el joven corriendo y sin aliento.
—El primer teniente nos ha felicitado, señor, el zafarrancho ha tardado doce minutos —informó, dudando—, aunque…
—¿Qué?
—Que hemos sido los más lentos, señor.
Nuevas series de órdenes llegaban a través de las escotillas, gritadas por los contramaestres con sus voces agudas.
—¡Abran portas!
Bolitho se avanzó para detener el movimiento de sus artilleros. Aunque en el entrepuente reinaba un calor insoportable, las portas debían abrirse al unísono en todo el navío.
Así que empezaron a elevarse los pesados maderos sintió el aire fresco que limpiaba el ambiente. La irreal luz del alba dio una nueva forma a los hombres que le rodeaban, desnudos hasta la cintura y con los torsos sudorosos. Lanzó una rápida mirada hacia atrás y vio la señal que le mandaba Dancer.
A media guardia de la mañana se había dado orden de cambiar el rumbo, aprovechando que el viento rolaba hacia el Norte, para navegar hacia Este—Sureste. El casco avanzaba algo escorado y muy estable. Al recibir el viento por la aleta de babor, los cañones a cargo de Bolitho quedaban mirando hacia el cielo y no recibían rociones ni espuma.
Bolitho observó la mar a través de la porta más cercana. Por encima de las crestas blancas de las olas se veían volar unos peces desconocidos, que saltaban por encima de la estela del
Gorgon
. Se asomó más, agarrado a la boca del cañón, y vio una forma oscura que parecía el casco del
City of Athens
. ¿Qué debía ocurrir en su cubierta? Parecía que el buque apresado hubiese dejado su posición a sotavento; iba ganando terreno a barlovento, probablemente para colocarse en línea entre el
Gorgon
y la costa. Desde la posición de Bolitho no se veía ni rastro de tierra.
—¿Hay tierra a la vista, señor? —La pregunta venía de un joven marinero, de aspecto saludable y honesto, que procedía de la región de Devon. Bolitho le había oído contar su historia durante las guardias nocturnas y en las esperas de los ejercicios. Su familia, al parecer, estaba al servicio de un caballero local, hombre muy exigente y también inclinado a abusar de las hijas de sus granjeros y siervos.
Hasta aquí habían llegado sus confidencias, aunque Bolitho sospechaba el resto de la historia: el joven se había enfrentado al caballero en una pelea, tras lo cual huyó y se embarcó en el
Gorgon
para librarse del castigo.
—No puede estar lejos, Fairweather. Ya nos sobrevuelan las gaviotas, que supongo vienen a echarnos un vistazo.
—¡Silencio en el entrepuente! —la furia de Tregorren parecía contagiarse entre oficiales y marineros.
Alguien soltó un grito de dolor, probablemente tras recibir un golpe de chicote dado por un cabo de cañón. Desde atrás se oyó que Wellesley avisaba de forma mecánica:
—A ver, ¿quién ha gritado? Responda ante mí.
Nadie parecía saber de quién venía el grito, o a quién iba dirigida la orden, por lo que Bolitho comprendió que el teniente pretendía únicamente salvar su pellejo y ahorrarse una bronca de Tregorren.
El entrepuente vivía extrañamente alejado del resto del navío. La claridad del día comenzaba a dibujar formas negras y amarillas en el mar, pero el cielo aún no se separaba del horizonte. La porta, recortada en la gruesa madera de roble del casco, le pareció a Bolitho un cuadro; pero a medida que avanzaba el día y la luz del sol se estiraba, reflejándose en el largo tubo del cañón de treinta y dos libras, todo parecía componer una misma imagen. Empezaron a distinguirse los colores de los objetos. Pronto se hizo visible la pintura granate que cubría el costado del navío y gran parte del piso. Todos sabían que ese color se usaba para disimular las manchas de sangre de los heridos. Bolitho echó una mirada a las portas del otro lado. El brillo del sol no les había llegado todavía, aunque se distinguían de vez en cuando manchas blancas de la espuma levantada por el casco al avanzar.
Vio que Tregorren hablaba en voz baja a Jehan, el jefe de artilleros, quien le escuchaba en silencio. Jehan vestía unas zapatillas de fieltro grueso destinadas a evitar las chispas cuando se atareaba cerca de los barriles de pólvora de la santabárbara. Jehan se escurrió por la escala que conducía al sollado inferior. Quizá Dancer no se había dado cuenta, pensó Bolitho, pero la masa de explosivos más peligrosa en tiempo de combate se hallaba justo bajo sus pies.
El resplandor del primer rayo de sol, que por fin franqueó el agua y penetró por las portas, produjo casi un suspiro en el ambiente. Bolitho se apoyó en la recámara del cañón y observó el horizonte, por fin definido. Ya se divisaba la costa.
—¿Será África? —preguntó Fairweather excitado.
Su cabo de cañón mostró su dentadura irregular.
—A ti qué te importa lo que sea, jovencito. Tú ocúpate de tu amiga
Freda
, de que no le falte pólvora ni proyectil, pase lo que pase. ¡Con que sepas eso ya basta!
Por la escala, de la cubierta superior apareció un guardiamarina que buscaba a Tregorren.
—Enhorabuena de parte del señor Verling, señor. —Se trataba del joven Knibb, tan menudo y aniñado como Edén, a quien superaba sólo en un mes de edad—. No hay orden de cargar por el momento.
—¿Entonces, qué ocurre? —ladró Tregorren.
Knibb parpadeaba intentando divisar a sus compañeros en la penumbra.
—El vigía ha avistado dos navíos fondeados tras la punta, señor.
Al decir eso pareció ganar confianza en sí mismo, convencido como estaba de que todos escuchaban sus palabras con la avidez de descubrir qué ocurría en el mundo exterior.
—El comandante ha ordenado que el bergantín suelte más vela y se adelante, señor.
El cabo de cañón de la sección de Bolitho daba explicaciones a sus servidores.
—Conozco bien estas aguas, muchachos. Infestadas de bajos y arrecifes. Apuesto a que llevamos dos hombres con escandallo sondando el fondo en la proa; el comandante no se aventura en este canal sin medir el agua que queda bajo la quilla.
Bolitho oyó esta frase sin prestar atención. Pensaba todavía en el bergantín abandonado y en el cadáver de su camarote. Quizá el malhumor de Tregorren obedecía a que le hubiesen negado el mando del
City of Athens
.
El comandante había decidido mandar allí al tercer teniente, de rango inmediatamente superior a Tregorren, asistido por el guardiamarina Grenfell, el más veterano del grupo. Si la misión salía bien, el guardiamarina aprovecharía ese éxito en su carrera para obtener el deseado ascenso. Bolitho se alegraba por él, aunque envidiaba su libertad.
Desde el primer día, Grenfell se había comportado como un buen compañero. Amable, procuró que tanto Bolitho como los más novatos se sintiesen cómodos a bordo. Eso era raro en un guardiamarina veterano, que podía convertirse en dictador con los recién llegados.
Dos navíos fondeados, había dicho Knibb. ¿Piratas, o tratantes de esclavos? En ambos casos se llevarían un buen susto al ver aproximarse el
Gorgon
.
En la cubierta superior se oía movimiento de pies y jarcias. Las vergas cambiaban de posición, las velas se reglaban para adaptarse al nuevo rumbo del navío.
Retrocedió hacia el centro del casco y puso sus manos sobre el cabrestante usado para izar las vergas más pesadas o los botes. Tregorren seguía hablando con Wellesley y Pearce.
Más allá se veían las portas ya bien delineadas por el sol. Por un momento, Bolitho pensó que había perdido el sentido de la orientación, pues ahora veía la tierra por el lado de estribor. ¿Cómo era posible, si un momento antes la había visto por babor? De pronto recordó que el comandante había hablado de una isla. Por supuesto, el
Gorgon
debía de haber ya entrado en el estrecho que separaba la isla de tierra firme. Probablemente los buques fondeados se hallaban hacia proa, invisibles de momento desde el entrepuente de cañones.
—Miren, sobre el acantilado de la isla tienen una especie de castillo, yo diría que es más viejo que el propio Moisés. —Tregorren daba ahora muestras de mejor humor—. Esperen a ver los cuerpos de esas chicas negras. Son más bellas que… —y aquí se interrumpió.
Un momento antes Bolitho creyó ver algo parecido a un delfín que nadaba en la agitada corriente de tierra. Pero en cuanto oyó el lejano retumbar de una explosión comprendió lo que ocurría. Desapareció al instante la fila de crestas blancas. Un coro de maldiciones recibió el impacto del proyectil que acababa de chocar contra el costado del casco.