Las pupilas de sus ojos se fijaron en el cuerpo más enclenque del grupo, firmes al final de la fila. Era el joven guardiamarina que se mareó durante el trayecto en lancha. Por su aspecto, se hallaba aún enfermo.
—¡Usted!, ¿cómo se llama?
—Edén, se… señor.
—¿Edad? —La pregunta silbó como una hoja de sable.
—Do… doce años, se… señor.
—Es tartamudo, señor —avisó Hope. Casi toda su beligerancia había desaparecido ante la presencia del superior.
—Así que tartamudo. El contramaestre le habrá curado de eso antes de que cumpla los trece, estoy seguro. Si es que llega a cumplirlos, claro.
Verling pareció aburrido ya de su encuentro con los recién llegados.
—Que se retiren a los camarotes, señor Hope. Mañana por la mañana levamos anclas, si es que este viento continúa. Tenemos un montón de trabajo —zanjó Verling, quien se marchó sin dirigir otra señal hacia los recién llegados.
—El señor Grenfell les guiará al entrepuente —explicó Hope con voz desmayada.
Grenfell era el guardiamarina veterano, con experiencia a bordo del
Gorgon
. Robusto, de cara muy seria, debía de tener unos diecisiete años. En cuanto Hope se marchó hacia proa pareció tranquilizarse.
—Vengan por aquí —indicó—. El señor Hope no es mala persona, pero le preocupa mucho su ascenso.
Bolitho sonrió. La cuestión del ascenso en un navío de línea era siempre difícil, especialmente en tiempos de paz. Las guerras creaban más vacíos en el escalafón. El quinto teniente de navío, Hope, tenía un único oficial bajo su mando; sólo lograría ascender si los tenientes superiores a él eran ascendidos a su vez. A menos que fuesen trasladados a otros navíos, o muriesen por cualquier razón.
—Lo entiendo —explicó Dancer—. ¡En el navío almirante, el quinto teniente tenía tantas ganas de ascender que aprendió a tocar la flauta porque a la esposa del almirante le gustaba la música!
Siguieron en silencio los pasos del primer guardiamarina, que descendía por la escala hacia la cubierta inferior. Su destino era el entrepuente, aún un piso más abajo. A medida que penetraban en el interior del casco todo parecía más encerrado y angosto. Les rodeaban oscuras siluetas desprovistas de cara, irreales en la penumbra reinante. Todos andaban con la cabeza gacha, obligados por la escasa altura de los baos de madera que sostenían el piso, y de donde colgaban todos los útiles destinados a manejar los cañones.
También los olores del barco venían a saludarles. Carne salada y alquitrán se mezclaban con el acre perfume de los hombres sudorosos y el hedor de la sentina, mientras a su alrededor crujían las maderas del sólido casco. Era como adentrarse en el intestino de un ser vivo, iluminado a veces por los mortecinos faroles que ora proyectaban sombras sobre los tablones de la amurada, ora iluminaban de pronto una cara, en medio de un inmenso claroscuro.
El camarote de los guardiamarinas se hallaba en la cubierta del sollado. Quedaba un piso más bajo que la primera cubierta de cañones, por supuesto bajo la línea de flotación del navío, y únicamente le llegaba la luz tenue que se deslizaba por los escotillones, ayudados por faroles colgados de los baos.
—Aquí estamos —dijo sin ceremonia Grenfell—. Dormimos con los asistentes del piloto, aunque ellos prefieren guardar distancias —añadió señalando con una mueca una mampara pintada de blanco.
Bolitho miró a sus compañeros. No era difícil imaginar lo que sentían. Recordaba cómo sufrió sus primeras horas a bordo, dispuesto a dar cualquier cosa por el menor gesto de amistad.
—Es correcto —dijo—. Mucho mejor que en mi último embarque.
—¿De veras? —preguntó sorprendido el chico llamado Edén.
Grenfell sonrió con suficiencia.
—Es lo que uno hace de ello —dijo, y se revolvió para dejar paso a una diminuta figura que entraba por la puerta—. Éste es nuestro sirviente. Se llama Starr y no es muy hablador. Cualquier cosa que necesiten, pídansela a él, y yo lo arreglaré con el contador.
Starr era aún más joven que Edén. No debía de tener más de diez años y se le veía poco desarrollado para su edad. Tenía la expresión de los hijos de barrios pobres; sus brazos eran flacos como palillos.
—¿De dónde eres? —le preguntó Bolitho.
El chico le miró con aprensión.
—De Newcastle, señor. Mi padre trabajaba allí en la mina y una avalancha lo mató. —Starr hablaba en tono monótono, como si su voz viniese de otro mundo.
—¡Yo te mataré a ti, como vuelvas a maltratar así una camisa mía!
Bolitho se volvió hacia otro guardiamarina que, enrojecido por el viento y la lluvia, avanzaba hacia ellos agachando la cabeza bajo los baos. Sin duda se trataba de uno de los tres guardiamarinas reenganchados de la última misión del
Gorgon
, al igual que Grenfell. Como su compañero, esperaba la oportunidad de examinarse y ascender a teniente.
Elegante, el joven uniformado andaba con el porte de los que han nacido para mandar, aunque su cara revelaba malhumor.
—Calma, Samuel —dijo Grenfell—. Acaban de llegar los nuevos.
El otro se dio cuenta de pronto de la incómoda presencia de los recién llegados.
—Samuel Marrack —se presentó—. Guardiamarina encargado de señales, y mensajero del comandante.
—Su puesto parece importante —dijo Dancer.
Marrack le fulminó con la mirada.
—Lo es. Y cuando uno se presenta ante nuestro ilustre comandante, le cuesta menos sobrevivir si se ha puesto una camisa limpia.
Dio un azote con su sombrero al joven criado y le gritó:
—No vuelvas a olvidarlo, mequetrefe.
Luego se echó sobre uno de los arcones y ordenó:
—Tráeme vino. Estoy más seco que el polvo.
Bolitho se sentó también junto a Dancer. Los demás abrían sus arcones y los volvían a cerrar. Sus gestos imprecisos les hacían parecer ciegos. Preferiría haber sido destinado a una fragata, al igual que su hermano. Libre del peso de las autoridades de la Armada, podría recorrer grandes distancias en un tercio del tiempo que emplearía el inmenso
Gorgon
, y tendría al alcance las aventuras que siempre había soñado.
Había que resignarse. El
Gorgon
sería su hogar los próximos meses. Aprovecharía para aprender todo lo que pudiese del navío mientras la Armada se lo ordenase. Era un navío de línea.
—¡Gavieros arriba! ¡Todo el mundo a cubierta! ¡A tomar un nuevo rizo en las gavias!
La orden se oía una y otra vez por las cubiertas y entrepuentes del
Gorgon
, resonando como una pesadilla. Pronto los maderos del
Gorgon
crujieron bajo el pesado andar de los hombres fuera de guardia, que se apresuraban a alcanzar sus lugares de formación.
Bolitho agarró del hombro a Dancer y lo agitó con fuerza hasta casi echarlo de su hamaca.
—¡Arriba, Martyn! ¡Toca reducir trapo otra vez!
Dejó que Dancer se arrastrase hasta sus zapatos y su abrigo impermeable; luego, juntos, corrieron hasta alcanzar la escala más próxima. Tres días o, mejor dicho, casi cuatro días duraba ya aquel tiempo cruel que les castigaba. Desde que el «setenta y cuatro» levó anclas y puso proa al canal de la Mancha en dirección al Atlántico, la dotación vivía una continua batalla de maniobras de velas y trabajos en la arboladura; aferraban sus cuerpos exhaustos a los obenques, soportando como podían los latigazos del viento, y se desplazaban haciendo equilibrios sobre las vergas temblorosas.
Abajo, en el alcázar, el primer teniente del navío dirigía la operación dando órdenes sin parar. Eso todavía se parecía más a una pesadilla, pues Verling usaba una bocina metálica para que sus órdenes se impusieran al rugido del viento y la mar; la voz, ya de por sí afilada, alcanzaba un tono acerado que perseguía sin parar a los jadeantes guardiamarinas.
Los novatos siempre sufrían más, por supuesto. Si ser guardiamarina era muy poca graduación en un navío del Rey, ser marino de segunda era nada.
Bolitho sabía que cualquier falta de disciplina de los hombres durante una virada con viento duro podía significar un desastre a bordo, pero le asqueaba que se usara una violencia innecesaria sobre un hombre, cuyo miedo era tan grande al trabajar a treinta metros de cubierta que le impedía entender lo que se pedía de él.
Nada parecía haber cambiado desde la última maniobra. Aún no apuntaba el alba, pero un tenue color gris en el cielo reflejaba ya las nubes más bajas por el Este, y bastaba para hacer visibles los flechastes de la obencadura. Los tenientes al mando de cada grupo se agitaban impacientes al pie del mástil que les correspondía, mientras sus brigadas y sargentos pasaban lista de todos sus hombres. Los marineros se agruparon a popa, junto a las brazas de mesana; sus botas resbalaban en la tablazón mojada. Junto a la brazola del alcázar, el primer contramaestre agitaba los brazos, señalaba, movía su bocina para llamar la atención de quienes preparaban la maniobra.
Bolitho se volvió para mirar la bitácora, flanqueada por su enorme doble rueda. Cuatro timoneles se peleaban con los radios. Entendió que el fuerte oleaje aún forzaba demasiado el casco y el timón, empujado a gran velocidad por las velas. Junto a los timoneles estaba el viejo Turnbull, piloto del
Gorgon
, protegido por su pesado impermeable, del que asomaban unos puños rojos como cangrejos cuando gesticulaba a su asistente.
Solo, junto a la batayola protectora de barlovento, se veía al comandante. Un largo capote impermeable le protegía de la lluvia. El viento agitaba su cabello, y su cabeza, sobresalía observando las gavias rizadas, únicas velas que conservaba desplegadas el
Gorgon
además de los foques.
Bolitho no había estado tan cerca del comandante desde que subió a bordo. Desde su posición, lo vio frío y digno, como si la confusión de los marinos apresurados y los brigadas histéricos no le afectaran.
A Dancer le rechinaban los dientes.
—¡Mierda!, me estoy helando.
El teniente Hope, al mando del mástil de trinquete, gritó:
—¡Mande usted a los hombres a las vergas, señor Bolitho! ¡Y si quiere verme contento, ahorre minutos y segundos!
A toque de silbato comenzó de nuevo el zafarrancho. Los hombres más experimentados saltaban a los flechastes, trozos de cabos amarrados a los obenques por los que se trepaba a los palos. Los nuevos y los temerosos seguían detrás, empujados por amenazas y algunos golpes de cinto y de chicote que los brigadas les distribuían para meterles prisa.
Por encima de todo ello tronaba la inhumana voz de Verling, distorsionada por la bocina; el primer teniente controlaba y guiaba a todo el mundo.
—¡Templen más la contrabraza de trinquete! ¡Señor Tregorren, he visto en su grupo un hombre que precisa entrenamiento! ¡Malditos sus ojos, señor! ¡Añadan dos hombres a las brazas de mesana!
Verling no paraba nunca.
Saltar a los flechastes delgados y temblorosos, trepar por ellos y, una vez en la cofa, zafarse hacia fuera para librar los obenques de mastelero y las arraigadas, a plomo sobre el casco y la mar furiosa y llena de espuma; agarrarse con pies y manos para no caer al vacío. Seguir luego, ya sin aliento, por los obenques de mastelero y ver algunos de los hombres alcanzando la verga de gavia; la mitad hacia un lado, la otra mitad hacia el otro, como simios, luchando para agarrarse, peleando con uñas y puños contra el grueso tejido, endurecido por el frío, para entrar el nuevo rizo mientras el trapo intentaba tumbarlos a golpes o soltarlos de la verga y lanzarlos al mar. Maldiciones y llantos; hombres gritando y renegando a cada uña que les robaba un gualdrapazo de la vela; o esquivando a puñetazos al compañero de marchapié que, aterrorizado, se les agarraba y amenazaba con echarlos abajo.
Bolitho se agarró a un cable de estay y contempló lo que ocurría en los otros mástiles. Ya casi había finalizado la maniobra y el casco respondía, aliviado tras la reducción de trapo. Allí abajo se veía también a los oficiales de cubierta, reducidos a estatura de enanos, y a los marinos de la guardia de reserva que adujaban drizas y brazas. El comandante no había dejado de observar las vergas desde el costado de barlovento. ¿Estaba preocupado?, se preguntó Bolitho. En cualquier caso no lo mostraba.
—¡Firme, señor Hope! —Tras esa voz que indicaba el fin de la maniobra, Verling no pudo resistir el placer de añadir—: Se diría que en su división tiene usted algún paralítico. ¡Le sugiero una sesión de prácticas de maniobra antes de mediodía!
Bolitho y Dancer descendieron hacia la cubierta colgados de una burda y se encontraron con el señor Hope, que continuaba furioso.
—¡Maldita sea, me colgarán por ésa!
Tras esa reflexión, Hope recuperó su semblante y añadió dirigiéndose a Bolitho:
—¡Y a usted también, por ser tan blando con sus hombres!
En cuanto Hope hubo andado unos pasos hacia la popa, Bolitho dijo:
—Ladra pero no muerde. Anda, Martyn, veamos si ese chico, Starr, nos ha reservado algo para desayunar. Ya no vale la pena volver a la hamaca. Nuestra guardia saldrá dentro de nada.
Llegaban corriendo al rancho de los guardiamarinas, que parecía seguro y húmedo, cuando se encontraron con un hombre ataviado con chaqueta azul y sin galones, de semblante severo y cara afilada. Bolitho sabía su nombre; Henry Scroggs era secretario del comandante y comía junto con sus vecinos, los asistentes del maestre de a bordo.
—Bolitho, ¿es usted? —chasqueó su voz. No esperó respuesta—. Preséntese al comandante. El señor Marrack se ha lastimado un brazo y el señor Grenfell está en la segunda guardia.
Se quedó allí firmes, con su inexpresiva cara.
—Y muévase, al instante, ¡si es que pretende seguir vivo a bordo!
Bolitho le dirigió una mirada y recordó lo que Marrack había mencionado de las camisas limpias; era consciente de su aspecto desaliñado.
—Te ayudo a cambiarte y a vestirte —se ofreció Dancer.
La voz del secretario crepitó de nuevo.
—¡Inmediatamente! Usted es quien tiene más experiencia tras Grenfell y Marrack, Bolitho. El comandante ha dado órdenes muy claras.
Scroggs se ladeó para no perder el equilibrio con la súbita escora del buque, que balanceaba y embarcaba agua por cubierta.
—¡Le sugiero que no se quede quieto!
Bolitho alcanzó su sombrero.
—Entendido —soltó con voz apagada, y se deslizó hacia la popa, inclinándose para salvar los baos.