Uno de los dos viejos marinos agitó el muñón de su brazo, amputado casi a nivel del hombro, y replicó con furia:
—¡No me trates como a un maldito mendigo! ¡Yo serví a bordo del
Marlborough
, un setenta y cuatro cañones, con el vicealmirante Rodney!
Se hizo un súbito silencio en la sala. Muchos de los guardiamarinas más jóvenes, advirtió Bolitho, sentían algo parecido al horror ante la presencia de los tullidos.
—¡Déjalo estar, Ted! —exclamó angustiado el segundo hombre—. Ese condenado no nos dará nada.
Dancer se levantó.
—Sírvales todo lo que pidan —dijo, bajando los ojos con timidez—. Yo pago.
Bolitho le observó. Compartía su preocupación, y también su vergüenza.
—Te felicito, Martyn —le dijo tocando su manga cuando se sentó—. Me alegro de compartir destino contigo.
Una sombra, que se interponía entre ellos y el farol más próximo, les obligó a levantar la mirada. Junto a ellos se hallaba el hombre sin brazo, mirándoles con gravedad.
—Gracias, jóvenes caballeros —dijo atropelladamente, alargando su única mano—. Que la suerte vaya con vosotros. Estoy convencido de que estoy ante dos futuros capitanes.
Se alejó tras los pasos de una de las camareras, que llevaba dos escudillas humeantes hacia una mesa. Mientras caminaba, se volvió hacia la sala y exclamó:
—¡Anoten el día de hoy! ¡Tomen ejemplo de esos dos jóvenes!
Poco a poco el alboroto volvió a inundar la sala. Un instante después, la redonda barriga del posadero llegaba junto a la mesa de los guardiamarinas.
—¡Muéstreme su dinero ahora mismo! —exigió mirando a Dancer—. Y luego…
—Luego —le interrumpió Bolitho—, amigo posadero, traerá dos copas de brandy para mi amigo y para mí.
La furia del hombre crecía. Bolitho le observó como si calculara la trayectoria de una bala de nueve libras.
—Yo de usted cuidaría sus modales. Tiene suerte de que mi amigo está de buen humor. Sepa que su padre es propietario de la mayoría de las tierras en esta zona.
El posadero tragó saliva.
—Pero… por supuesto, señor, bendito sea Dios, ¡sólo bromeaba! Les sirvo el brandy al instante. El mejor que tengo, y me permiten que invite la casa.
Se marchó a toda velocidad con la preocupación escrita en la cara.
—¡Pero si mi padre es un comerciante de tés en la City de Londres! —exclamó incrédulo Dancer—. ¡Juraría que no ha visitado Portsmouth en su vida!
Meneó su cabeza y continuó:
—¡Ya entiendo! ¡Para estar a tu altura me harían falta cuatro años más de servicio, Richard!
—Llámame Dick, por favor.
Ya degustaban el brandy cuando las puertas de la calle volvieron a abrirse de par en par. Pero esa vez no se cerraron tras dejar pasar a quien entraba. El teniente de navío que las había empujado permaneció en el umbral, cubierto aún por un impermeable que goteaba y un sombrero de fieltro empapado por la lluvia.
—¡Guardiamarinas destinados al
Gorgon
! —anunció con voz sonora—. ¡Preséntense inmediatamente en la fortificación del puerto! Ahí fuera esperan los hombres que acarrearán sus arcones hasta el bote.
Se acercó a las piedras del hogar, donde estaba el fuego, y aceptó el vaso de brandy que le ofrecía el posadero.
—Está soplando como nunca en la rada —explicó. Sus manos enrojecidas se acercaban a las llamas—. Que Dios nos ayude.
Un pensamiento pareció venirle a la mente:
—¿Quién de ustedes es el más veterano?
Alrededor de Bolitho se cruzaban miradas angustiadas; la cómoda alegría de un momento antes había dejado paso a algo parecido al pánico.
—Creo que soy yo, señor —dijo Richard Bolitho.
El teniente le atravesó con la mirada, examinándole con suspicacia.
—De acuerdo. Dirija la marcha hasta la fortificación. Preséntese al patrón de la lancha. Yo llegaré de inmediato.
Levantó la voz para que todos lo oyeran:
—En cuanto llegue allí, quiero que todo hijo de su madre esté en formación y listo para embarcar. ¿Entendido?
El más pequeño de los guardiamarinas se retorcía en su rincón.
—Creo que estoy mareado —dijo con desespero.
Alguien cerca de él rió. El teniente gritó furioso.
—«Estoy mareado, ¡señor!» ¡Cuando se dirigen a un oficial deben llamarle señor! ¡Maldita sea!
La esposa del posadero se acercó a observar la masa desordenada de guardiamarinas que salían a la lluvia.
—¿No es usted demasiado duro con ellos, señor Hope?
—Estimada señora, todos hemos pasado por eso —respondió el teniente con una mueca—. Y no crea, el comandante ya es bastante hueso, aun con la dotación marchando como un reloj. Si permito que se relaje la disciplina entre los nuevos guardiamarinas, quien recibirá seré yo.
Ya en la calle, varios marineros andaban con cuidado sobre los resbaladizos cantos del pavimento y cargaban los arcones sobre diversos carromatos. A Bolitho, viendo su piel curtida y los movimientos ágiles, le parecieron marineros experimentados. El comandante del
Gorgon
no mandaría a tierra a los hombres de la última leva, capaces de desertar si podían.
En las próximas semanas trabaría conocimiento con aquellos hombres y muchos más. No pensaba caer en las trampas de su último navío. Allí aprendió que la confianza de los hombres se la gana uno, y no viene dada automáticamente con el uniforme.
Hizo un gesto hacia el que parecía el cabecilla.
—Estamos listos para marchar.
—¿No es su primer embarque, verdad señor? —preguntó el hombre.
—Ni el último —respondió Bolitho poniéndose en fila junto a Dancer.
El patrón de la lancha les esperaba protegiéndose de la lluvia tras un muro de la fortificación. Más allá la agitada agua del Solent, brazo de mar que separa tierra firme de la isla de Wight. Las hileras de crestas blancas se sucedían sin parar y rompían en masas de espuma. Alguna gaviota, bastante atrevida para volar en aquel vendaval, daba vueltas en redondo.
El patrón saludó acercando los dedos al ala de su sombrero.
—Cuanto antes se embarquen mejor, señor. La corriente es muy fuerte y el primer teniente quiere que la lancha haga otro viaje antes de las cuatro. —Aquí bajó la voz para explicar—: El primer teniente se llama Verling, señor. Vayan con cuidado. Tiene muy mal genio con los novatos. Les hace pasar por todas las trampas del manual. —Se rió y añadió—: ¡Vaya pandilla! ¡Se los comerá para desayunar!
—Y a usted también —cortó Bolitho— si no se calla.
Dancer le miró sorprendido. El marino corrió hacia la lancha.
—Conozco a esos tipos —explicó Bolitho—. Primero toman confianza, y a la que la tienen te piden permiso para ir a tierra a por una pinta de ron. Eso no gustaría a nuestro teniente —añadió—, y menos aún al imponente señor Verling.
El oficial apareció, sus ojos algo vidriosos, corriendo a lo largo del muro.
—¡Todos a la lancha! ¡Parecen dormidos!
—Me parece que mi padre estaba en lo cierto —murmuró Dancer para sí.
Bolitho esperó mientras sus compañeros descendían por la resbaladiza escala y se hacían sitio en la lancha, que cabeceaba en el agua revuelta.
—Me alegro de volver a la mar —afirmó, sorprendido de la verdad de su frase.
El trayecto desde la fortaleza hasta donde estaba fondeado el navío de guerra duró casi una hora. Mientras se agarraban a los bancos de la lancha, que saltaba en medio del oleaje, los guardiamarinas capaces de combatir el mareo tuvieron tiempo de sobra para examinar su nuevo destino. El casco negro aumentaba paulatinamente de tamaño, medio escondido tras la implacable lluvia.
Bolitho había aprovechado el permiso para informarse sobre las características de su nuevo destino. Los «setenta y cuatro», como apodaban en la Armada a esos navíos de dos cubiertas y sólido casco, formaban el grueso de la flota de Su Majestad. Se juntaban en las grandes batallas navales navegando uno tras otro, en línea, y así multiplicaban la efectividad de su artillería. De ahí la denominación de «navíos de línea».
El arsenal los proyectaba y construía casi en serie, para que navegasen de forma parecida y a velocidades similares. Sin embargo, Bolitho sabía, tanto por experiencia como por habérselo oído contar a marinos veteranos, que no había uno igual a otro en sus reacciones o su forma de navegar.
Zarandeado por los esfuerzos de los remeros, que tiraban de la lancha sobre las crestas de las olas, se concentró en la observación del
Gorgon
. Cada uno de los altísimos mástiles sostenía cinco vergas cruzadas. El casco, negro y brillante, presentaba dos hileras de portas para cañones, cerradas casi herméticamente, pero dispuestas a abrirse en cuanto el navío entrase en combate. Los únicos colores que destacaban entre el gris del cielo y el agua venían de la bandera británica de la proa y la insignia escarlata que ondeaba a popa.
Los remeros, cansados por el duro trabajo, obligaron al patrón a dar varios golpes de timón. El teniente lanzó gritos y amenazas y pronto recuperaron el ritmo.
Bajo el sólido tronco del bauprés brillaba un mascarón pintado con pan de oro; parecía observar a los guardiamarinas recién llegados con una extraña carga de odio. La madera tallada era una espléndida muestra de artesanía, si bien su aspecto suscitaba más bien miedo. El mascarón del
Gorgon
consistía en una masa de doradas serpientes retorciéndose alrededor de una cara furiosa, cuyos ojos enormes alguien había pintado de encarnado para aumentar su efecto amenazador.
Jadeando, treparon como pudieron por el costado del buque, ayudados por manos desconocidas, empujados hasta caer sobre la cubierta sin ninguna ceremonia. Nada más alcanzar la cubierta del alcázar, sin embargo, se hallaron de pronto en un lugar protegido y a cubierto.
—Parece un barco capaz, Martyn —dijo Bolitho.
Su mirada recorrió los cañones de nueve libras colocados en dos hileras, una a cada lado del alcázar, que brillaban bajo la lluvia. Sus cureñas de madera se veían recién pintadas, y la cabuyería de los palanquines era nueva y estaba perfectamente enrollada.
En todas las vergas se veían hombres que trabajaban velas y aparejos. Otros circulaban por los pasamanos que, a borda y borda, unían el alcázar con el castillo de proa.
Bajo esos pasamanos se hallaba la cubierta de combés, con sus baterías de cañones de dieciocho libras. Otro piso más abajo estaba la cubierta de entrepuente, donde se alineaban los cañones de treinta y dos libras, el más potente armamento de un navío de línea. En total sumaban setenta y cuatro cañones, treinta y siete en cada costado. Allí donde hiciera falta el
Gorgon
podía hacerse oír con autoridad.
—¡Acérquense! —gritó el teniente.
Los asustados novatos se apresuraron a obedecer. Los más nuevos se movían temerosos, perdidos en la inmensidad de la cubierta. Otros andaban con más calma y atendían a lo que se les iba a ordenar.
—Prepárense para instalarse en su camarote.
El teniente tenía que alzar la voz para imponerse al batir de la lluvia, el silbido del viento y los crujidos de las velas plegadas sobre las vergas.
—Antes, sin embargo, quiero advertirles que han sido destinados a uno de los mejores navíos de la Armada de Su Majestad. Un navío donde se exige conducta impecable y donde los holgazanes sobran. En la dotación del
Gorgon
se cuentan doce guardiamarinas, incluidos ustedes. No son muchos. O sea, que si hay algún niño mimado, le aconsejo que redoble el esfuerzo, o se las verá conmigo. Cada uno de ustedes recibirá instrucción en varios destinos, tanto en las baterías de cañones como en otras secciones del navío, hasta que aprendan a mandar a los hombres sin darles mal ejemplo.
Bolitho se volvió hacia un grupo de hombres que andaban aprisa, vigilados por un segundo contramaestre de aspecto autoritario. Se embarcaban por primera vez, pensó. Los reclutaban en las prisiones de deudores o en tribunales de Justicia. De no ser por la constante falta de manos que sufría la Armada, esos hombres se hubiesen quedado hacinados en sus celdas, a la espera de ser trasladados a las colonias.
La Armada de Su Majestad se mostraba insaciable en su hambre de nuevos marineros. En tiempos de paz aún era más difícil atender esa necesidad. Bolitho, viendo el grupo que se movía apresurado, encontró ilógicas las palabras del teniente. No sólo los guardiamarinas necesitaban instrucción a bordo, sino también la mayoría de la dotación.
La lluvia le obligaba a entrecerrar los ojos. Lo más impresionante de un navío como aquél era que consiguiese acomodar tal cantidad de seres humanos. Le constaba que las mil setecientas toneladas del
Gorgon
, aquel navío panzudo y negro, albergaban una dotación de seiscientos hombres; entre marineros, infantes de marina, suboficiales y oficiales. Sin embargo, era raro observar que más de una treintena de personas se movieran por su cubierta y aparejo en un momento dado.
—¡Usted!
El grito del teniente le arrancó de sus meditaciones y le obligó a volverse.
—¿Acaso le aburre lo que estoy diciendo?
—Disculpe, señor —respondió Bolitho.
—Lo tengo en el punto de mira.
El teniente se puso firmes al notar la proximidad de otro oficial que venía de la toldilla.
Ese nuevo oficial debía de ser, imaginó Bolitho, el primer teniente de navío. El señor Verling era alto y delgado; sus facciones mostraban la severidad de un juez dispuesto a sentenciar a muerte a un reo, todo lo contrario de alguien que da la bienvenida a los nuevos oficiales. Bajo el ala de su sombrero sobresalía una enorme nariz en forma de pico que parecía husmear a su alrededor en busca de crímenes e indisciplinas. Sus ojos no mostraron el menor rastro de piedad mientras recorrían la formación de guardiamarinas paralizados sobre la madera.
—Soy el primer oficial de este navío —su voz sonaba casi metálica, carente por completo de calor humano—. Mientras estén aquí, sus obligaciones estarán por encima de todo. Están ustedes continuamente de guardia. Su preparación, la instrucción militar, el aprendizaje de la navegación y todo lo que lleva a la promoción a teniente les importará más que cualquier otra cosa. La mínima diversión que les distraiga de esa obligación será considerada egoísta y fuera de lugar, incluso entre ustedes mismos.
Verling señaló hacia el otro teniente.
—El señor Hope es el quinto teniente del navío; les vigilará mientras se les destina a las distintas guardias. Les recuerdo que el piloto, el señor Turnbull, espera de ustedes la máxima atención en los estudios de navegación, así como en todas las maniobras del navío.