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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

El Guardiamarina Bolitho (5 page)

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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El esfuerzo pesaba sobre los hombres y creaba tensiones. A menudo estallaban las peleas entre marinos; algunas triviales, otras más graves. Un hombre se enfrentó con el segundo contramaestre porque, por tercera vez en una guardia, le mandaba trepar a la verga para rehacer unas gazas desgastadas. La disciplina de a bordo obligaba a castigar al rebelde, que fue conducido a la cubierta de popa.

Bolitho tenía doce años cuando vio por primera vez azotar a un hombre. Aunque jamás había logrado acostumbrarse al espectáculo, sabía en qué consistía. Los más nuevos y jóvenes lo desconocían.

Se oyó primero el aviso del segundo a través de la bocina:

—¡Todo el mundo a popa para presenciar el castigo!

Habían montado un enjarretado de madera sobre uno de los pasamanos. Los soldados se apiñaban en formación de banda a banda, alrededor de la toldilla, con sus casacas rojas cruzadas de cintos blancos que resaltaban sobre el cielo cubierto y gris. De escotillas y tambuchos surgían marineros que se acomodaban como podían en la jarcia, las brazolas, los cabulleros y las mesas de guarnición. Pronto la cubierta era una masa de cabezas silenciosas y expectantes.

El pequeño cortejo alcanzó el escenario dispuesto. Venía primero Hogget, el contramaestre; le seguía su segundo, el taciturno maestre de armas Beedle, seguido del tercero, el cabo Bunn. Cerraban el grupo el prisionero y Laidlaw, el doctor de a bordo. Los oficiales y sus ayudantes se habían colocado en el puente de mando, ordenados según su veteranía y grado. La tablazón se veía deslavada por la espuma y la sal. A sotavento se concentraban los doce guardiamarinas, formados en dos filas.

Se desnudó al prisionero para amarrarlo al enjarretado. Su pálida espalda destacaba sobre el tono sombrío de la madera. Ya tumbado sobre la plataforma y con la cara tapada, el reo escuchó la voz austera del comandante, que leía los artículos correspondientes del código militar. La lectura terminó con una orden:

—Dos docenas, señor Hogget.

Así, al ritmo marcado por el redoble de un tambor que tocaba un joven fusilero con la mirada fija en la verga de la mayor, se dieron los veinticuatro azotes reglamentarios de castigo. El segundo contramaestre era el encargado de usar el látigo de nueve colas sobre la espalda del reo. Sin ser un hombre de temperamento violento, tenía un cuerpo fornido y un brazo grueso como un tronco de roble. Cualquier muestra de clemencia por su parte, y eso lo sabía él al igual que el resto de la dotación, le hubiese hecho candidato a recibir un castigo él mismo.

A los ocho azotes la espalda del reo ya estaba cubierta de sangre. Llegando a la docena ya no parecía pertenecer al género humano. Y aún continuó. Redoblaba el tambor, e inmediatamente sonaba el latigazo sobre la desollada espalda.

Edén, el guardiamarina más bisoño, se desmayó. Otro casi tan joven como él, un pálido adolescente llamado Knibb, rompió en llanto. En el resto del grupo las tensas caras revelaban el horror interior.

Y tras lo que parecía una eternidad, Hogget reposó su brazo y gritó con voz áspera:

—¡Dos docenas, señor!

Bolitho se forzó a respirar profunda y pausadamente mientras miraba cómo desataban al hombre. Su espalda parecía destrozada por los zarpazos de una bestia maligna; los fragmentos de piel se veían ennegrecidos por la fuerza y peso de los azotes. No había soltado un grito durante todo el castigo. Bolitho se preguntó si habría muerto. Pero la voz del doctor le tranquilizó:

—Ha perdido el sentido, señor —informó el médico dirigiéndose al puente, una vez hubo retirado la tira de cuero que separaba los dientes del hombre. Luego ordenó a sus asistentes que le transportaran a la enfermería. Unos hombres frotaron con agua las manchas de sangre de cubierta. Otros desmontaron el enjaretado. El soldado del tambor y dos compañeros con flautines arrancaron a tocar en una charanga alegre y pegadiza, mientras la dotación rompía filas y retornaba sin prisas a sus puestos.

Bolitho echó una rápida mirada hacia el comandante. Sus facciones no mostraban ninguna emoción; sus dedos golpeaban el escudo de la empuñadura del sable, al ritmo de la música.

—¡Vaya forma brutal de tratar a un hombre! —exclamó Dancer con furia.

El viejo piloto, que le oyó, se revolvió hacia él y advirtió:

—Espere a ver un castigo de azotes por toda la Escuadra, joven. ¡Entonces sabrá lo que es sentir náuseas!

El oficial se refería a una condena, poco frecuente, en la que el reo era conducido en bote de uno a otro buque de la Escuadra y recibía una docena de azotes en cada uno de ellos.

Sin embargo, cuando al mediodía la compañía se reunió para masticar el rancho compuesto de buey salado y galleta dura como piedra, remojada con una pinta de vino peleón, Bolitho no consiguió oír protestas o muestras de rencor por boca de nadie. Recordó entonces la regla del entrepuente, aprendida en su anterior embarque: si te pillan, castigo. La falta no es romper la disciplina, sino que te pillen.

Esta resignación aparecía ya incluso en las relaciones del camarote de guardiamarina. La primitiva ansiedad, el asombro causado por la ignorancia de lo que había que hacer, daba paso ahora a una nueva unidad, una fortaleza de grupo que alcanzaba incluso a Edén.

Conseguir algo de comida, descansar en un rincón cómodo y no mojarse pasaban por delante de cualquier otra cosa. Se olvidaba así la incertidumbre del destino del buque, o las órdenes que los oficiales impartían.

El pequeño compartimiento, limitado por el curvo casco del navío, se había convertido en su hogar. Allí, apretujados entre el mamparo y los pesados cofres de su equipaje, los hombres compartían sus frugales comidas, se hacían confidencias, se comunicaban los miedos y aprendían a conocer a los demás algo mejor cada día.

Se diría que el
Gorgon
navegaba aislado en el océano. Desde la partida tan sólo se habían avistado dos buques lejanos y unos islotes minúsculos. La jornada de trabajo de los guardiamarinas incluía una sesión diaria de instrucción y navegación, desarrollada en la cubierta del alcázar bajo el ojo vigilante de Turnbull. Para algunos de esos hombres, el sol y las estrellas cobraron aquellos días un significado que no habían tenido hasta entonces. Otros, preocupados más que nada por su promoción al puesto de teniente, empezaron a verla menos distante e imposible.

Terminaban una sesión de instrucción con los cañones de treinta y dos libras, donde los fallos se habían sucedido uno tras otro, y Dancer explotó con furia:

—¡Ese hombre, Tregorren, está poseído por el diablo!

El joven Edén sorprendió al resto de los hombres con esta afirmación:

—Su… sufre de g… gota, si eso es lo que lla… llamas el diablo, Martyn.

Los demás se giraron hacia él. Edén añadió con su hilo de voz:

—Mi pa… padre es boticario en B… Bristol. Tra… tratan… muchos casos como ése —dijo con firmeza—. El s… señor Tregorren bebe demasiado co… coñac y no le s… sienta bien.

Esa información les permitió considerar la conducta de su teniente bajo una nueva perspectiva. Tregorren avanzaba cabeceando bajo los baos del entrepuente, seguido por su sombra, que cruzaba como un espectro la abertura de las portas. Junto a cada pieza, los servidores y el cabo de cañón esperaban sus órdenes y se ocupaban de cargar, avanzar, alzar o descender el nivel según le placiera al teniente.

Cada pieza pesaba tres toneladas; estaba atendida por una dotación de quince servidores al mando de un cabo, los mismos que se ocupaban de la pieza simétrica colocada en el lado contrario. La misión de cada uno de los hombres era precisa y delicada: de ahí tan duro aprendizaje. Debían actuar sin errores y estar dispuestos a no detenerse ocurriese lo que ocurriese. Lo advertía así, a menudo, Tregorren:

—Yo les voy a hacer sudar sangre, pero eso no es nada comparado con lo que hará el enemigo. ¡No se queden quietos!

Bolitho, sentado ante la mesa basculante de la cámara de guardiamarinas, escribía una carta a su madre. Una vela prendida sobre media concha de ostra se sumaba al escaso resplandor que filtraba la lumbrera del techo. Aun sin saber cuándo llegaría la carta a manos de su madre, escribirla le producía alivio y le hacía sentir que mantenía el contacto con su hogar.

Gracias a las nociones de navegación aprendidas junto a Turnbull, a quien asistía en las lecciones, tenía alguna pista de la posición del
Gorgon
. Había ojeado por encima las cartas marinas donde el piloto anotaba diariamente el avance del buque. La primera parte de la travesía tocaba a su fin.

Cuatro mil millas, había dicho el comandante. Estudiando el oscilante trazo de la estima marcada en la carta, con las posiciones obtenidas mediante alturas de sol y cálculos de velocidad y rumbo, sintió de nuevo esa excitación que produce en los marinos la cercanía de la tierra. Seis semanas llevaban navegando desde que levaron anclas frente a Spithead. No podía ni contar las innumerables viradas, maniobras, reducciones de trapo y cambios de velas. La derrota recorrida por el buque, que registraba la carta, formaba una línea aserrada que parecía la huella de un cangrejo herido. Ya lo había pensado Bolitho antes de embarcarse: una fragata, mucho más veloz que el
Gorgon
, habría en ese tiempo llegado al destino y vuelto a Inglaterra.

Unos gritos que resonaban en la cubierta superior le obligaron a detener su escritura y a permanecer con la pluma entre los dedos. Apagó la vela y reunió sus utensilios para guardarlos en el cofre. La carta a medio escribir quedó escondida entre la tela de una camisa limpia.

Alcanzó el aire fresco de la cubierta y se acercó al pasamano de babor donde Dancer y Grenfell, agarrados a la red de la batayola, oteaban el mar, brillante por el reflejo del sol. Bolitho saltó para trepar junto a ellos.

—¿Se ve tierra? —preguntó.

—¡No, Dick, es un velero! —Dancer le dedicó una mueca sonriente. Su cara, bronceada por el sol, brillaba de excitación.

Con aquel clima costaba acordarse del viento helado y la lluvia sufridos cuando dejaban Inglaterra, constató Bolitho. En aquellas latitudes el mar era tan azul como el cielo, y la brisa, aunque fresca, se mostraba benévola y desprovista de furia. En lo alto del aparejo se hinchaban los juanetes y sobrejuanetes, brillando como conchas pálidas, coronados por el gallardete que volaba hacia la amura de sotavento, apuntando el horizonte con su flecha encarnada.

—¡Atento, cubierta! —Alzaron la cabeza hacia el vigía, una forma oscura y diminuta que se divisaba en la cofa alta—. ¡No responde a los mensajes, señor!

Bolitho se dio cuenta entonces de que ése no era un encuentro ordinario. El comandante había subido al alcázar y permanecía apoyado en la barandilla, con sus brazos cruzados, la cara en la sombra. Cerca de él se afanaba Marrack con el equipo de señaleros, ocupados en las drizas con que izaban las banderas alfabéticas a la verga de mayor.

«¿Nombre del buque?», preguntaban en lenguaje cifrado.

Bolitho, desplazándose sobre la red, notó en los labios y la cara los rociones de espuma levantados por el costado del
Gorgon
. Finalmente alcanzó a ver el casco negro y el aparejo de bergantín del otro navío. Contra el brillo plateado del horizonte se silueteaba el aparejo de vergas que se balanceaban al ritmo del oleaje, con las velas sueltas flameando al viento.

Bolitho se desplazó más hacia popa. El señor Hope, al mando de la guardia, exclamó:

—¡Por Dios, señor, creo que alguien que no responde a nuestras señales no debe llevar muy buenas intenciones!

Verling se volvió hacia él y con su nariz hizo una mueca desdeñosa.

—Si quisiera, señor Hope, ese bergantín correría viento en popa y nos dejaría atrás en menos de una hora.

—Por supuesto, señor —respondió alicaído Hope.

El comandante parecía no oír aquella conversación. De pronto ordenó:

—Haga el favor de transmitir la orden al maestre de armas. Que cargue un cañón de mira en la amura de proa y apunte para cortarle la proa sin tocarlo. Esa gente, o están todos borrachos, o se han dormido en sus cámaras.

Pero el cráter de espuma, causado por el solitario impacto del proyectil del nueve, no hizo salir a nadie a la cubierta del bergantín. A bordo del
Gorgon
, en cambio, los hombres surgieron en manada por las escotillas. El bergantín continuaba a la deriva con sus velas de trinquete en facha y las mayores de mayor y mesana, desventadas por ellas, agitándose bajo el sol.

—Señor Verling —ordenó el comandante—, aferren las gavias y ponga el navío en facha. Quiero que envíe de inmediato un bote a investigar. Este asunto me tiene inquieto.

La cubierta se llenó de órdenes y gritos de los hombres. En pocos minutos el
Gorgon
, siguiendo las órdenes del comandante, hizo pivotar su pesado casco y quedó proa al viento, vibrando por el flameo de las velas que transmitían mástiles y obenques.

Dancer se aproximó a Bolitho, que esperaba bajo las redes de popa.

—¿Tú crees que…?

—Quédate aquí y no hagas ruido —le interrumpió Bolitho con un susurro.

Bolitho observaba cómo el contramaestre, en el otro extremo de cubierta, reunía un grupo de hombres. Una vez el
Gorgon
perdiese toda su arrancada, con todo su aparejo gimiendo y el viento a fil de roda, el contramaestre Hogget mandaría el arriado del bote de popa y lo haría colocar contra la banda.

El comandante discutía algún asunto con Verling, pero sus palabras se perdían en el fragor de cables y velas. El primer teniente se inclinó de pronto hacia la cubierta agitando su larga nariz como una veleta.

—¡Pasen la orden! Que venga el señor Tregorren a popa y se haga cargo de la dotación del bote. —La afilada nariz no dejó de moverse mientras la orden avanzaba por cubierta—. ¡Esos dos guardiamarinas! ¡Ármense y estén listos para acompañar al primer teniente!

Bolitho se llevó los dedos al sombrero.

—¡A la orden, señor! —respondió, y luego añadió dirigiéndose a Dancer—: Sabía que elegiría a los dos que tuviese más a mano.

Dancer le sonrió. Sus ojos brillaban con excitación.

—¡Por fin haremos algo distinto!

El grupo de remeros y fusileros se iba formando a toda prisa junto al portalón, sobre los reflejos del agua azul. Todos dirigían las miradas hacia el velero misterioso, que había derivado hasta quedar sobre el través del
Gorgon
y a media milla de distancia.

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