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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (28 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Todos, incluido Jan, reciben la noticia en silencio. Pero está sorprendido: aún le quedan dos turnos de noche.

—Entonces, ¿solo habrá actividad durante el día? —pregunta Lilian.

—En efecto. —La jefa no parece descontenta con la resolución; prosigue—: Sabíamos que la actividad nocturna de Calvero no estaba pensada como solución permanente. Los niños deben vivir en un hogar de verdad, y Asuntos Sociales cree haber encontrado buenas familias para Mira y Leo. Así que todo irá bien.

Jan se inclina hacia delante y pregunta:

—¿Cuándo tendrá lugar el cierre?

—Dentro de poco. Pasaremos a la actividad diurna a mediados de noviembre. —Marie-Louise parece ver un aire de preocupación en la mirada del joven, ya que continúa—: Pero no te preocupes, Jan, este cambio no afectará a tu suplencia… No afectará a nadie, tendremos que rehacer los turnos para adaptarlos al horario diurno. —Les sonríe satisfecha—. Tendremos más relaciones sociales y menos soledad.

Jan también se alegra, pero solo por fuera. Espera una respuesta de Rami. ¿Cómo la conseguirá ahora? Además, está seguro de que cierran la escuela por las noches por medidas de seguridad. Quizá se deba al intento de fuga, o a que Marie-Louise encontró la puerta del sótano abierta. Quizá su jefa ya no confíe en el personal.

El resto de los empleados han abandonado la habitación, Jan se queda con ella.

—¿Te has enterado de algo más sobre lo sucedido anoche?

Marie-Louise asiente lacónica, como si deseara pensar en otra cosa.

—Sí. Se trataba de un paciente en régimen cerrado que se escapó de la planta y llegó hasta la verja. Ocurre a veces. Pero no logró traspasarla, y ahora se han incrementado las medidas de seguridad… Aún más.

—¡Qué bien! —exclama Jan, a pesar de que el aumento de las medidas de seguridad sea la segunda mala noticia del día.

Esa noche el teléfono suena entre el caos de muebles. Jan espera un par de tonos antes de alargar la mano hacia el revoltijo de trastos y cachivaches y responder.

Confía que sea su madre desde Nordbro, pero se trata de una voz de mujer joven. Tarda un par de segundos en reconocer a Hanna Aronsson.

—¿Te has enterado de lo del turno de noche?

Ella tenía el día libre.

—Sí —responde Jan—. ¿Ya lo sabes?

—Lilian me ha llamado.

—Se terminó el turno de noche —dice Jan.

Sabe que Hanna entiende a qué se refiere. Se hace un silencio al otro lado de la línea antes de que ella pregunte:

—¿Puedes pasarte un rato por mi casa? Está en Bellmans gränd número 5.

—Vale, pero ¿por qué?

—Quiero devolverte los libros —contesta—. Y hablar un rato.

Jan cuelga. Recuerda los ojos azules de Hanna y se pregunta si ahora tiene una nueva amiga, como Rami hace quince años.

Hanna vive en un edificio de ladrillo de nueva construcción cerca de Stortorget. La puerta se abre enseguida y ella lo recibe en un apartamento luminoso e impoluto, pintado de rosa y blanco.

—Hola… Pasa.

Lo conduce al interior, cabecea tensa y se dirige a la cocina.

Jan la sigue, pero se detiene en el salón. Siente envidia al ver lo grande y luminoso que es.

Hanna tiene una librería, y al acercarse ve que hay muchos ensayos sobre crímenes. Descubre títulos como:
El mayor asesino de la historia
,
El monstruo entre nosotros
,
Charles Manson con sus propias palabras
,
Las confesiones de Ted Bundy
y
The Serial Killers: a Study in the Psychology of Violence
.

Libros de asesinos, montones de ellos. Jan no ve ninguno sobre Patricia u otros santos, ya no se escribe sobre ellos.

—¿Vienes?

—Sí, claro.

Hanna prepara té para ambos. La cocina es pequeña y tan limpia como el salón, con pulcros paños de cocina blancos junto al fogón. Jan reconoce los cuatro libros que están sobre la mesa:
Las cien manos de la princesa
,
La creadora de animales
,
La enfermedad de la bruja
y
Viveca y la casa de piedra
. Se los entrega a Jan.

—Gracias por prestármelos.

—¿Los has leído?

—Sí —responde—. Las historias son bastante violentas. Como cuando la princesa consigue que las manos del vagabundo estrangulen a los ladrones… No son cosas para niños, ¿verdad?

Jan está de acuerdo, pero dice:

—No son peores que tus libros.

—¿Qué libros?

—Los que tienes en tu librería… Los libros de asesinos.

Hanna baja la vista.

—No los he leído todos —explica—. Pero después de ponerme en contacto con Ivan, he querido saber más cosas. Existen tanto ensayos sobre asesinos como quieras.

—A la gente le atrae la maldad —observa Jan. Guarda silencio, y añade—: Hay más gente que le escribe cartas a Rössel. ¿Lo sabías?

—No. —Hanna alza la vista hacia él, con renovado interés en la mirada—. ¿Cómo lo sabes?

—He visto algunas de las cartas que recibe.

—¿Eran de mujeres?

—Unas cuantas.

—¿Cartas de amor? —pregunta Hanna.

—Quizá… No las he leído.

No piensa reconocer ante nadie que abre y lee las cartas.

Hay un rimero de papeles impresos sobre la mesa de la cocina. Hanna alarga la mano y lo roza con la yema de los dedos.

—También quería enseñarte esto… Ivan me ha entregado el manuscrito.

—¿Cuando bajó a la escuela infantil?

Hanna niega con la cabeza.

—No fue él quien estuvo allí… No era nadie del hospital.

—¿Quién era entonces?

—No puedo decírtelo.

Jan se da por vencido. Mira el manuscrito y ve el título: «MI VERDAD». No aparece el nombre del autor, pero él sabe quién lo ha escrito.

—Las memorias de Rössel —dice.

—No se trata de unas memorias —replica Hanna, y le echa una rápida mirada a Jan—. Lo estoy leyendo, se trata de una especie de hipótesis.

—¿Una hipótesis? —repite Jan—. ¿Sobre cómo sucedieron los asesinatos?

Hanna asiente en silencio. El té está listo y lo sirve en unas tazas. Se sientan a la mesa, pero Hanna sigue observando el manuscrito, hasta que Jan pregunta:

—¿Estás enamorada de Ivan Rössel?

Ella alza la vista y niega rápidamente con la cabeza.

—¿De qué se trata entonces?

Hanna no responde. Se inclina hacia delante y sigue mirando a Jan un buen rato con sus ojos azules, como si lo estuviera evaluando.

«Quiere que la bese», piensa.

Quizá esta sea una de esas ocasiones en que la gente se besa. Pero al pensar en besos recuerda la boca de Rami apretada contra la suya en Bangen, y entonces siente que esto no está bien.

Tiene que pensar en otra cosa. En la escuela. En los niños de la escuela.

—Leo me preocupa —dice.

—¿Quién?

—Leo Lundberg… Leo, de Calvero.

—Sí —responde Hanna—. Ya sé quién es.

—Sí, bueno… He intentado hablar con él —prosigue Jan—. He intentado involucrarme, pero resulta difícil. Se siente mal… No sé cómo ayudarle.

—¿Ayudarle a qué?

—A olvidar lo que vio.

—¿Qué vio?

Jan niega con la cabeza. Se siente abatido al pensar en el pequeño, pero al fin responde:

—Creo que Leo vio cómo su padre mataba a su madre.

Hanna clava la vista en él.

—¿Se lo has contado a Marie-Louise?

—Algo, pero no está interesada.

—Tú tampoco puedes hacer nada —comenta Hanna—. Uno no puede borrar las heridas de otros, siempre siguen ahí.

Jan suspira.

—Lo único que quiero es que se sienta bien, como los demás niños… Que sienta que el mundo está lleno de amor.

Guarda silencio y él mismo oye que esto último ha sonado ridículo. «El mundo está lleno de amor.» Suena tan trascendental…

—Quizá intentes compensarlo por lo del otro niño —apunta ella.

—¿Qué niño?

—El que perdiste en el bosque.

Jan mira la mesa y luego a ella. Se siente obligado a hacer una confesión.

—No fue realmente así —revela al fin, con voz apagada—. No se me perdió.

—¿No?

—No… Lo abandoné en el bosque.

Hanna se lo queda mirando, y Jan se apresura a continuar:

—No fue durante mucho tiempo… y no sufrió ningún peligro.

—¿Por qué lo hiciste?

Jan suspira.

—Se trataba de una especie de venganza… contra sus padres. Contra su madre. Quería que se sintiera mal. Y creía que sabía lo que hacía, pero…

Guarda silencio.

—¿Te sentiste mejor después de eso? —pregunta Hanna.

—No lo sé, no lo creo… No suelo pensar en ello.

—¿Lo volverías a hacer?

Jan la observa y niega con la cabeza, mostrándose todo lo sincero que puede.

—Nunca le haría daño a un niño.

—Bien —responde Hanna—. Te creo.

Los ojos azules vuelven a mirarlo. Jan no tiene nada claro con respecto a Hanna. Quizá debería quedarse, hablar con ella e intentar saber qué piensa realmente de él, y de Rössel.

En cambio, se pone en pie.

—Gracias por el té, Hanna. Nos vemos en el trabajo.

Sale al frío de la noche y se dirige derecho a casa con la mochila llena con los libros ilustrados de Rami.

Bangen

El concierto que finalizó con un beso y una pelea tuvo lugar en la sala de la televisión.

Estaba previsto que empezara a las siete, pero a esa hora apenas se habían presentado tres personas. La primera fue la mujer vestida de negro que había asomado la cabeza en la habitación de Rami para recordarle su hora de terapia: aquella a la que había apodado la «Psicocharlatana». Jörgen, el celador, acudió junto a una chica bajita de tímidos ojos azules a la que Jan nunca había visto. Era tan tímida como él.

Jan había colocado la batería detrás del micrófono de Rami, para ser oído pero no visto. Ya se estaba arrepintiendo de la idea.

A las siete y cinco apareció más público: los fantasmas, como Rami los llamaba. Entraron arrastrando los pies y se sentaron con las piernas cruzadas en el suelo. Jan apenas conocía sus nombres, pero empezaba a reconocer a la mayoría de los internos de Bangen. Unos catorce o quince de ellos se encontraban en plena pubertad —la mayoría eran chicas, aunque también había algún chico—; unos iban con el pelo negro revuelto, otros bien peinados. Algunos se sentaban impacientes, otros se pasaban el tiempo dándose la vuelta nerviosos y mirando alrededor. ¿Eran drogadictos? ¿Se trataba de acosadores, o tal vez de acosados?

Jan no tenía ni idea de por qué estaban encerrados en Bangen. Solo conocía a Rami. Y cuando vio que una delgada quinceañera la miraba y luego le preguntaba a su amiga: «¿Quién es esa?», comprendió qué Rami se mantenía aún más apartada que él.

Ella se quedó todo el tiempo esperando en silencio junto al micrófono, con la espalda erguida, sujetando la guitarra con fuerza y con el rostro muy pálido. Jörgen se acercó a su lado con las manos en los bolsillos de los vaqueros, y paseó la mirada entre los adolescentes.

—Bueno, vamos a escuchar un poco de música… Nuestros amigos Alice y Jan van a deleitarnos con un par de canciones.

La presentación fue acompañada de risitas y una voz decepcionada:

—¿Y la tele? —Se trataba de un chico alto con chaqueta tejana. Jan no recordaba su nombre—. Esta tarde hay hockey sobre hielo… ¿No podemos ver la tele?

—Todo lo que quieras, pero después de la música —respondió Jörgen—. Ahora, silencio.

Pero los fantasmas no guardaron silencio, se empujaban unos a otros, se reían y cuchicheaban.

Rami también sentía miedo escénico. No tan intenso como Jan, pero este vio que cerraba los ojos y parecía querer olvidar que había gente en la habitación. Sin embargo, había una clara conexión entre el público y ella. Tan pronto como Rami abrió la boca, todos los presentes cerraron la suya. Todos clavaron la vista en ella.

—Bueno —dijo Rami con voz cansina al micrófono—, esta es una canción americana que he traducido…

Comenzó con «La casa del sol naciente». Jan se sintió bien, ese acompañamiento de batería era el que mejor se sabía. A continuación tocaron «Helpless» de Neil Young, que ella había traducido por «Indefensa», y «Ceremony» de Joy Division, que había bautizado como «Ritual». También habían ensayado esas canciones.

A medida que cantaba, Rami comenzó a relajarse y su rostro adquirió un color más sano. Al acabar «Ritual», de repente se giró, se acercó a Jan y le dio un beso en la boca.

Él dejó de tocar. El beso duró tres segundos, pero el mundo se detuvo.

Cuando terminó de besarlo, Rami sonrió. A continuación se acercó al micrófono.

—La siguiente canción se llama «Jan y yo» —anunció, y le indicó a Jan con la cabeza un compás de cuatro por cuatro.

Jan nunca había oído el título de esa canción. Tras el beso se sentía turbado, pero finalmente, después de la indicación, empezó a tocar la batería. Rami hizo sonar un acorde menor y comenzó a cantar:

Estoy tumbada en la cama

y Jan está a mi lado.

Sabemos dónde estamos,

adónde nos conduce el viaje.

Nos conduce al espacio

y allí hace mucho frío,

mas la oscuridad es tan bella

que uno puede olvidarlo todo.

Cerró los ojos y continuó con el estribillo:

Jan y yo, yo y Jan,

cada noche, cada día…

A Jan le sorprendió tanto la letra que casi perdió el compás. Sonaba como si Rami y él estuvieran «juntos», pero no lo estaban. Él había sentido su aroma, pero ella jamás le había tocado.

Cuando la canción acabó, Rami se puso a entonar otros acordes siguiendo el mismo compás. Se inclinó sobre el micrófono y miró por primera vez al público. Jan la vio sonreír cuando anunció:

—Esta es una canción sobre mi psicóloga.

Atacó un fuerte riff con la guitarra, cabeceó hacia Jan y lo animó a seguirla con la batería.

Rami se sumió en el ritmo, cerró los ojos de nuevo y entonó con fuerza la siguiente letra:

Engendraste un látigo en tu boca.
.

Engendraste una sierra en tu espalda.
.

Engendraste pequeñas lapas
.

en los profundos pozos de tu mente,
.

y allí me lanzabas cuando era mala.
.

A continuación contuvo la respiración ante el estribillo, que tocó aún más fuerte:

¡Psico, psico, psicocharlatana!
.

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