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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (31 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Bajó a toda prisa el bulto con las cosas hasta terreno llano, se alejó del búnker ciento veinte pasos exactos y lo ocultó todo debajo de un frondoso abeto. Pasaría a recogerlo más tarde, cuando hubiera encontrado a William.

Jan miró alrededor. Anochecía, nada se movía en el bosque.

¿Por dónde podría empezar a buscar?

41

El domingo Jan acude al trabajo más temprano para llegar al hospital antes de que se haya puesto el sol. Esa tarde brilla dorado y redondo en el cielo azul. En otoño a veces puede hacer un tiempo muy claro y fresco.

Los rayos del sol son perfectos, ya que tras la respuesta de Rami desea ver la fachada del hospital a la luz del día.

«Mi morada es especial —le había dicho en la carta—. Sal del bosque y búscala.»

El bosque se encuentra en la parte de atrás de Santa Patricia, así que Jan toma un desvío. Es una situación arriesgada: tiene que mantenerse alejado de las cámaras y las alarmas. Pero la pendiente hacia el arroyo que corre a lo largo de la verja está cubierta de matorrales y frondosos abetos, y logra mantenerse oculto entre las sombras.

Se detiene junto a dos abetos y mira por encima de la verja hacia las ventanas. Desde el borde del bosque descubre algo nuevo en la fachada de piedra: algo ondea al viento allí arriba.

Una bandera blanca. Parece hecha con una sábana rasgada o un pañuelo, y cuelga debajo de una ventana.

Ahora comprende a qué se refería la ardilla cuando decía que tenía una morada especial.

Jan cuenta en silencio y ubica la ventana con la bandera en el mapa de la fachada: «Cuarta planta empezando por abajo, séptima ventana desde la derecha». Tiene que recordar esa posición.

No se ve a nadie detrás de la ventana, está a oscuras, pero Rami le ha mostrado con exactitud dónde se encuentra.

Ahora solo queda entrar, y el único camino de acceso es a través de los pasillos del sótano.

Antes de cenar, Leo y Mira juegan a los médicos. Sus peluches están enfermos y los niños tienen que curarlos. Jan les ayuda a preparar las pequeñas camas del dormitorio, y luego tiene que acostarse para hacer, también él, de paciente.

Después de cenar salen un rato al frío del jardín. Leo y Mira se sientan en los columpios, pero Jan está como ausente del juego. Después de darles impulso, mira de reojo hacia la verja. Anochece, y ya han encendido los focos, que emiten destellos sobre las hojas húmedas y las afiladas púas de la alambrada.

Han pasado quince años, pero Jan confía en que Rami aún exista. «Su» Rami, claro. Aquella que existió durante un tiempo en la habitación contigua a la suya en Bangen, aquella que lo aceptó tal como era y que fue la primera persona en su vida que parecía creer que él era alguien con quien se podía hablar. No solo lo parecía: ella se sentía a gusto con Jan. Lo abandonó y se escapó como una ardilla, pero eso se debió a otras causas.

Los niños se duermen tarde, poco antes de las nueve.

Ahora Jan debería poder relajarse, pero le resulta imposible. A Leo le ha costado mucho conciliar el sueño y lo ha llamado varias veces. Jan se siente muy nervioso, esa noche tiene un largo paseo por delante. Largo e inseguro… aunque conozca su meta.

«Cuarta planta, séptima ventana desde la derecha.»

A las once y cuarto echa un vistazo a Mira y Leo antes de bajar las escaleras al sótano, con uno de los Ángeles en el cinturón. Todo está en silencio, los niños llevan durmiendo tranquilos más de dos horas.

Abre la primera puerta del refugio, y la segunda sigue sin estar cerrada con llave. La abre hacia dentro, hacia la oscuridad.

Ha regresado a los pasillos del sótano del hospital mejor preparado que la última vez. El Ángel tiene pilas nuevas y su pequeña linterna recorre las viejas paredes de azulejos. Reconoce el lugar, pero no consigue tranquilizarse. La última vez Hanna velaba por él; esta noche se encuentra solo.

Emprende la marcha. Lleva en la mano el tosco mapa del sótano que dibujó Legén; las flechas que hay en él le indicarán el camino.

Lleva algo más en el bolsillo, por si se pierde: trocitos de papel blanco. Antes de bajar se sentó en la cocina y cortó varias hojas en pequeños trozos. Ahora los saca y los va dejando caer, de uno en uno, a cada dos metros de distancia.

Señalan la retirada.

Por fin llega a las sucias salas hospitalarias, y se guarda la linterna bajo el jersey para que la luz no sea tan visible, por si hay algún paciente del hospital deambulando por allí. Se aproxima a la lavandería, y aun cuando Legén le aseguró que los domingos está cerrada, no desea pregonar su llegada.

Alza la vista. Gruesos cables serpenteantes se deslizan por el techo.

Y en algún lugar encima de él se encuentran las habitaciones de los pacientes. Un centenar, le dijo Högsmed. Espera que en una de ellas, en la cuarta planta, se halle Alice Rami.

Llega a la lavandería. La puerta está cerrada. ¿Con llave? Alarga la mano hacia el picaporte y empuja hacia abajo. La puerta es pesada, pero se abre.

La última vez que estuvo aquí la luz estaba encendida; ahora está apagada. El interior de la sala es como una cueva negra, apenas unas luces rojas brillan sobre los contadores eléctricos y las lavadoras como enrojecidos ojos de animales. Los extractores emiten un zumbido sordo de fondo, el aire está caliente y cargado.

Entra con el mapa de Legén en la mano.

Busca una puerta ancha, pero no quiere encender la luz. Sí, quiere encenderla, pero no se atreve. Avanza a tientas, pasa de largo hileras de armarios de metal con candados y una mesa repleta de tazas de café sucias. A continuación llega a una habitación más pequeña sin bombillas, donde se ve obligado a encender la linterna.

La luz ilumina una enorme lavadora con rostro de acero y una gran boca redonda. Largas estanterías con paquetes de ropa recorren las paredes, y arriba, en el techo, hay una especie de raíl de acero del que cuelgan alineadas perchas con ropa blanca, como si fueran delgados ángeles blancos.

Jan prosigue la búsqueda con el haz luminoso de la linterna y al cabo de un rato alumbra una ancha puerta negra de acero.

Según el mapa, es la que conduce a la habitación de secado. Unos metros a la izquierda hay una estrecha puerta de madera con un pomo redondo. Jan se dirige hacia ella y la abre.

Las estancias de la lavandería son cada vez más pequeñas, y esta es la menor de todas. Un almacén de paredes de piedra. Hay un viejo interruptor junto a la puerta, y lo enciende para ahorrar la luz del Ángel.

Una bombilla polvorienta ilumina una habitación sin ventanas repleta de basura, viejas cajas de madera, cartones de detergente vacíos y una percha rota. Y junto a una estantería se encuentra lo que Legén había prometido: la puerta de un ascensor con picaporte de metal. Una pequeña puerta, o mejor dicho, una trampilla grande. Tiene apenas un metro de ancho y no mucho más de alto. Cuando Jan se acerca y la abre, observa que no se trata de un ascensor para personas. Es un montacargas de madera construido hace varias décadas para transportar cestas de colada entre las plantas de Santa Psico.

El interior es muy estrecho y bajo, parece imposible estar de pie dentro. Jan clava la vista en la abertura y duda. A continuación se agacha e introduce la cabeza y los hombros.

Es como meterse en el maletero de un autobús. O en un gran baúl.

A pesar de resultar claustrofóbico, introduce todo el cuerpo.

Las pelusas de polvo se arremolinan bajo sus manos y rodillas cuando se sienta en el ascensor. Es imposible ponerse en pie, aunque con un poco de esfuerzo puede doblar las piernas y darse la vuelta.

Antes de cerrar, Jan echa un vistazo al Ángel. ¿Qué haría si ahora se despertara uno de los niños y lo llamara? No puede pensar en eso, se encuentra demasiado cerca de Rami.

«Cuarta planta, séptima ventana.»

Vuelve a encender la linterna. Las paredes de madera le oprimen, su propia sombra danza en el techo. A la luz de la linterna ve una hilera de puntos negros. Siete botones. Son viejos y están agrietados, parecen de baquelita. Uno de ellos indica «PARADA DE EMERGENCIA». Los otros seis no están numerados, y cuando cierra la portezuela prueba suerte y aprieta el cuarto botón desde la derecha.

Se oye un ruido sordo y la caja del ascensor comienza a moverse poco a poco. Hacia arriba. La pared se desliza despacio hacia abajo, el ascensor chirría y traquetea.

Jan se encuentra ahora en el interior del hospital. El destino es incierto, pero espera que sea la cuarta planta.

Cierra los ojos. No quiere pensar en ello, pero el ascensor parece un féretro de madera.

Bangen

Al cabo de algo más de una semana, Jan comenzó a contar por qué se había tirado al pantano. No fue al psicólogo, sino a Rami. Se trató de una larga confesión, tras la puerta cerrada de la habitación de ella.

Esa tarde Rami estaba inquieta. Saltó sobre su cama deshecha antes de tumbarse con la almohada sobre la cara. Luego se incorporó con la guitarra, se puso en pie en el filo del colchón y contempló las telas negras de la habitación como si hubiera público frente a ella.

—Me gusta el caos —anunció—. El caos y la libertad. Cuando canto quiero rendir tributo a la inseguridad… Es como estar al borde del escenario, y despeñarse.

Jan se hallaba sentado en el suelo, a sus pies, pero no dijo nada. Rami no lo miraba, seguía hablando:

—Si alguna vez consigo grabar un disco, será como una carta de suicidio. Pero sin suicidio.

Jan guardó silencio un rato más, antes de bajar la vista al suelo y decir:

—Yo lo he hecho.

Rami entonó un acorde con su guitarra, potente y oscuro.

—¿Qué has hecho?

—Intenté quitarme la vida —respondió Jan—. La semana pasada.

Rami rasgueó otro acorde.

—La gente debería morir por la música —expuso—. Una canción tiene que ser tan buena que la gente quiera morir después de escucharla.

Jan dijo:

—Yo deseaba morir antes de venir aquí… Y casi lo consigo.

Rami guardó silencio, al fin parecía escuchar. Reculó un par de pasos y se apoyó contra la pared.

—¿Así que querías morirte? ¿De verdad?

Jan asintió con timidez.

—Quería… Me habría muerto de cualquier manera.

—¿Por qué?

—Me habrían matado.

—¿Quiénes?

Jan contuvo la respiración sin mirar a Rami. Relatar lo sucedido era duro, a pesar de que la puerta estuviera cerrada, a pesar de que la verja lo protegiera. Creía que Torgny Fridman estaría sentado escuchando tras la pared.

—Una banda —respondió al fin—. Son chicos de mi colegio… Están en noveno y se hacen llamar la Banda de los Cuatro, o quizá sean los demás quienes los llaman así. Son los reyes del colegio, por lo menos de los pasillos. Los profesores no se enteran de nada. No hacen nada… Todos les hacen la pelota.

—¿Y tú no?

—Fui tonto, no pensé en ello. —Jan suspiró—. Una vez, Torgny Fridman me dijo que me apartara de la fila. Quería pasar antes que yo, pero no le dejé… Me quedé en mi sitio, y al final llegó el profesor y le reprendió, de modo que tuvo que ponerse al final de la fila. Nunca lo olvidó.

Jan volvió a suspirar.

—Así que después de eso solo hubo terror, Torgny me declaró la guerra. Me incordiaba cada vez que me veía, o me gritaba que era un pringado de mierda, o me pegaba.

Jan guardó silencio.

—Así que me mantenía alejado de la banda. Contaba los días y creía que conseguiría salvarme.

Es viernes por la tarde, un gélido día de marzo. La última clase del día ha sido la de gimnasia, pero ya ha finalizado. La semana escolar casi ha acabado, y ha sido bastante tranquila. No ha habido ninguna pelea
.

No queda nadie más en el vestuario. Puede que esté él solo en todo el gimnasio. Este se encuentra a un centenar de metros del resto de la escuela, y todos los demás se han marchado. Todos los chicos de la clase han aguardado a sus amigos, nadie ha esperado a Jan
.

No le molesta, siempre es igual
.

Coge su toalla, se la enrolla al cuerpo y se dirige a la ducha; el agua gotea emitiendo un sonido que resuena entre las pequeñas cabinas. Cuelga la toalla y se mete en la ducha más cercana a la puerta de madera de la sauna
.

Abre el grifo de agua caliente, se mete bajo el chorro y se enjabona
.

—Estaba en la ducha, sentía las piernas cansadas después de la gimnasia y tenía la mente vacía —le cuenta Jan a Rami—. No pensaba en nada… A veces, cuando uno se ducha con agua caliente, es como si soñara, ¿no? Quizá estaba pensando en el fin de semana, pues me iba a quedar solo en casa. Mis padres iban a viajar a alguna parte… Así que terminé de ducharme y me di la vuelta para coger mi toalla. Entonces sentí el olor a tabaco. Y vi que había alguien fuera de la ducha. Era Torgny Fridman.

Torgny completamente vestido, con vaqueros, chaqueta tejana y botas
.

Se encuentra junto a las duchas, bloqueando la salida. Mira a Jan y esboza una sonrisa
.

Torgny no es el líder de la banda, pero quiere impresionar a Peter Malm. Peter es el jefe, nunca se ha metido con Jan. Pero Torgny es peligroso
.

Parece muy contento de tener a un chico de octavo desnudo frente a él
.

Jan le devuelve la mirada. No hace nada más. Quizá podría enderezar la espalda y pasar junto a Torgny, pero entonces no sería Jan Hauger
.

Así que se queda quieto y comienza a sonreír
.

Siempre sonríe cuando se encuentra en situaciones de peligro, a pesar de no querer hacerlo. Cuanto más miedo tiene, más sonríe
.

Torgny también sonríe, pero triunfante. Muestra los dientes al dirigir una amplia sonrisa a Jan. Después vuelve la cabeza y le grita algo a alguien. Sonríe y grita unos nombres, y cuando deja de gritar vuelve a hacerse el silencio durante unos segundos
.

Entonces se abre la puerta de la sauna y salen sus tres amigos
.

El rebaño, la Banda de los Cuatro. Tienen cigarrillos encendidos en las manos
.

¿
Es posible pasar entre ellos y alcanzar la libertad
?

No, es demasiado tarde
.

—¿Estaban en la sauna? —preguntó Rami—. ¿Por qué?

—Se escondían de los profesores —respondió Jan—. Habían ido a fumar a escondidas. La sauna estaba cerrada, así que se encontraban allí sentados, esperando a que llegara el fin de semana… Eran Torgny, Niklas, Christer y Peter Malm, el jefe. Y todos salieron de la sauna, y al verlos retrocedí.

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