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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (35 page)

BOOK: El guardián de los niños
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—Sí, correcto —respondió Jan con paciencia—. Fue ese jubilado… no recuerdo su nombre.

—Sven Axel Ohlsson —apuntó la inspectora.

—Sí… fue él quien se ocupó de William. Y luego me los encontré.

—¿Y antes de eso?

—¿Antes?

—¿Dónde crees que estuvo William antes de que lo encontraras?

—No sé… No he pensado en ello. Estaría vagando por el bosque.

La inspectora lo observó.

—William dice que estuvo encerrado.

—¿Ah, sí? —respondió Jan—. ¿En qué clase de habitación?

—No he dicho que fuera una habitación.

—No, pero será…

—¿Tienes alguna idea de quién lo pudo encerrar?

Jan negó con la cabeza.

—¿Creen en lo que dice?

La inspectora no respondió.

Se hizo un insoportable silencio en la sala. Jan tuvo que esforzarse por no romperlo y empezar a hablar y especular con distintas teorías que pudieran interpretarse como una confesión.

Pero los pensamientos no paraban de dar vueltas en su mente y se vio obligado a decir algo, así que preguntó:

—¿Cómo se encuentra Torgny?

—¿Quién? —preguntó ella—. ¿Quién es Torgny?

Jan clavó la vista en ella. Se había equivocado de nombre.

—William, quería decir William… ¿Cómo se encuentra? ¿Está con sus padres?

La inspectora asintió.

—Está bien. Dentro de lo que cabe.

Al fin la inspectora lo dejó marchar, sin ofrecerle ninguna clase de disculpa. Lo único que recibió de ella fue una última y larga mirada.

Jan hizo caso omiso. William había regresado sano y salvo, y él estaba libre.

Podía abandonar la comisaría e ir a donde quisiera, pero salió al aire frío con cierta sensación de decepción.

Todo había sucedido demasiado deprisa. Había planeado que durara más tiempo: cuarenta y seis horas.

44

Legén bebe un vino amarillento de una taza de café desportillada. Le sirve una buena cantidad a Jan, que está sentado a la desordenada mesa de la cocina.

—Toma.

—Gracias.

Jan está sediento, pero no precisamente de ese vino amarillento y tibio. Acepta la taza con el líquido y piensa en cómo podría vaciarla sin que el vecino se diera cuenta.

El apartamento de Legén tiene la mugre incrustada y está muy revuelto, pero a Jan le agradan esos momentos de tranquilidad. Ha llamado a la puerta del vecino al regresar del trabajo, ya que desea hablar con alguien. Pero ¿puede confiar en Legén? ¿Qué se atreverá a contarle?

—Creo que pronto nevará.

—Sí —responde Legén, y bebe de su vino—. Es el momento de cortar leña, si se tiene. Cuando yo era pequeño teníamos una leñera, pero allí almacenábamos todo tipo de cosas, así que no había espacio para la leña. Era un buen refugio para pasar un rato tranquilo…

El vino desata la lengua del vecino. Pero al fin hace una pausa, y Jan puede intervenir:

—El domingo bajé al sótano del hospital… Había pacientes.

—Siempre ha habido algo de movimiento por allí abajo —informa Legén. Le da un trago al vino y continúa—: Pero eso nunca me preocupó. En la lavandería, durante treinta años, solo nos ocupábamos de lo nuestro. Nos bajaban la ropa y nosotros la devolvíamos… Nos encontrábamos todo tipo de objetos. Monederos, envases de pastillas, de todo.

—Hay una capilla en el sótano —dice Jan—. ¿Lo sabías?

—Sí, pero nunca íbamos por allí —contesta Legén—. Allí abajo, cuando los jefes se han ido a casa, hacen un poco lo que quieren.

Al regresar a su apartamento intenta dibujar un rato para acabar
Las cien manos de la princesa
. Es el último libro ilustrado que aún no tiene dibujos de verdad, el cuarto libro de Rami.

Acaba cuatro dibujos, colorea tres de ellos, y después lo deja. Entonces saca su viejo diario.

Lo hojea despacio y lee sus pensamientos de adolescente, casi recuerda cómo era entonces. Al llegar a la mitad del cuaderno encuentra una vieja fotografía que recortó de un periódico local.

Jan se acuerda de ese recorte. Lo encontró por casualidad seis años después de los sucesos de Lince. Era una fotografía de la sección deportiva; se había celebrado un torneo de fútbol infantil y el equipo ganador aparecía fotografiado tras la final. Una docena de chicos de once años posaban juntos ante la cámara. En el centro se encontraba el portero con una pelota bajo el brazo, sonriéndole a Jan tras su flequillo.

Se trataba de William Halevi. Su nombre aparecía en el pie de foto, pero Jan reconoció el rostro antes de leerlo.

Se queda un rato mirando la fotografía. William parece contento, relajado, sin que los malos recuerdos del bosque le hayan dejado secuelas. Tenía once años cuando le hicieron esa fotografía; era futbolista y parecía tener muchos amigos. Le iría bien en la vida.

Jan no lo puede saber, pero espera que así sea.

Se pone en pie.

En la estantería del recibidor se encuentra el Ángel. Uno de ellos, el emisor; dejó el receptor en Santa Psico. El botón de «standby» parpadea con claridad; ha puesto pilas nuevas. Ha pensado varias veces en encenderlo, pero sabe que la distancia con respecto al receptor es demasiado grande. Tendrá que aproximarse más.

Jan observa el Ángel y piensa durante unos minutos. A continuación se pone en pie y se dirige a coger su mochila y un abrigo. Un abrigo oscuro.

En esta ocasión no utiliza la bicicleta, y tampoco el autobús. Va andando. Elige el mismo camino al hospital que el domingo pasado: un largo desvío a través del bosque. Cruza el arroyo que corre junto al recinto hospitalario, y sube la pendiente que se encuentra en la parte de atrás, a un centenar de metros de la verja.

Las nubes le persiguen por encima del cercado.

Jan está cerca. Ha anochecido, y no necesita ocultarse entre los abetos. Puede seguir por la cima de la pendiente que se alza desde el arroyo. Camina sin hacer ruido, como un lince.

La verja que rodea Santa Patricia está iluminada por focos como si fuera un escenario teatral, pero más allá, en el jardín, se vislumbran amplias zonas de sombra. Algunas de las pequeñas ventanas de la fachada brillan con una luz tenue, aunque la mayoría tiene las persianas bajadas. Los pacientes se ocultan tras ellas.

Jan se siente observado, aunque no por unos ojos, sino por el mismo hospital.

La pétrea fachada de Santa Psico clava su fría mirada en él, y Jan se estremece. Desea escabullirse al interior del bosque, pero continúa por el borde de la pendiente, hasta llegar a un gran peñasco que el casquete glaciar ha hecho emerger en la linde del bosque. Allí encuentra un sendero, un indicio de que la gente ha pasado durante años cerca del hospital, quizá para observar qué clase de bestias hay encerradas en su interior.

«¿Traéis plátanos para los monos?»

Jan recuerda que Rami había gritado esas palabras en Bangen, una tarde en que un grupo de señores trajeados realizaba una visita de estudio. Seguramente eran políticos. Todos la observaron con expresión asustada, y se apresuraron a alejarse por el pasillo.

El radio de acción de los Ángeles es de trescientos metros. Jan se encuentra más cerca del hospital, eso espera, y lejos del alcance de los focos.

A la izquierda, detrás de la zona hospitalaria, se halla la escuela infantil, pero la verja y los árboles la ocultan. Jan mira el reloj, son las nueve y cuarto. Hora de ponerse manos a la obra. Se quita la mochila y abre la cremallera. Saca el Ángel y pasa de «standby» a modo activo.

Jan se apoya en la roca y piensa. No sabe qué decir, ni tampoco si Rami estará escuchando allí a lo lejos. Tampoco puede pronunciar su nombre, quizá el Ángel haya caído en otras manos.

Pero al fin se lleva el micrófono a la boca.

—¿Hola? —dice en voz baja—. ¿Ardilla?

Nadie responde. No ocurre nada.

Mira hacia el hospital y cuenta en silencio las ventanas. Cuarta planta, séptima ventana. Si no ha contado mal, la de Rami es una de las que están iluminadas. Una pálida luz cenital. Una bombilla cubierta por una rejilla… ¿para que nadie la rompa?

Respira hondo y vuelve a probar.

—Si me oyes —insiste—, quiero que me hagas una señal.

Observa la séptima ventana y espera que aparezca una figura tras las rejas. No la ve. En cambio, sucede algo diferente. De pronto, la luz de la habitación se apaga. La ventana queda a oscuras durante unos segundos, luego vuelve a iluminarse.

Un escalofrío le recorre la espalda.

—¿Has sido tú la que has hecho eso, ardilla?

La luz vuelve a apagarse, esta vez apenas un par de segundos, luego se enciende.

Jan alza el Ángel.

—Bien —dice—. Si apagas una vez significa «sí». Y dos, «no».

La luz vuelve a apagarse. Ha establecido contacto.

—¿Sabes quién soy?

La luz se apaga y se enciende.

—Jan Hauger… Soy yo el que te ha enviado las cartas. Hace tiempo estuve internado en un psiquiátrico para jóvenes. En Bangen.

Ahora la luz no se apaga, pero es que sus palabras no han sido una pregunta.

—¿Te llamas Maria Blanker?

La luz se apaga y enciende de nuevo.

—¿Tenías otro nombre antes? —pregunta Jan.

La luz vuelve a apagarse y encenderse. «Sí.»

—¿Alice Rami? ¿Te llamabas así?

Se apaga y enciende de nuevo.

Por fin…

Jan baja el Ángel. Por fin está hablando con Rami. Han establecido contacto.

¿Qué puede decir ahora? Tiene tantas preguntas que hacerle, pero ninguna que se pueda responder con un sí o un no.

Los segundos pasan, los tambores resuenan. Se siente angustiado por su propia indecisión, lanza una pregunta.

—Rami, ¿podemos vernos de nuevo? ¿Tú y yo a solas?

Frente a una verja de seis metros de altura, resulta una pregunta bastante absurda. La luz se apaga unos segundos y vuelve a brillar.

—Bien… Hasta pronto. Gracias.

¿Por qué le da las gracias a Rami? Mira hacia el hospital, a todas las ventanas iluminadas, y siente un frío gélido, pero sobre todo se siente excluido. En ese momento desearía estar en el interior, sentado junto a Rami.

Emprende el camino de regreso por el bosque. En casa intentará acabar los libros ilustrados, para poder enseñárselos. Cuando se encuentren.

¿Quién es Rami en la actualidad? Es la creadora de animales. Ella ha creado a Jan para que encuentre la forma de saltar la verja y ayudarla a huir de la casa de piedra. Escapar de la isla desierta de la creadora de animales, salir del bosque donde la bruja enferma yace moribunda.

Bangen

Jan estaba sentado junto a Rami y ella le cogía de los brazos por encima de las muñecas vendadas. Se tenían el uno al otro. Él había acabado el relato de los días pasados en la sauna, y de cómo se tiró al pantano. No se sentía mucho mejor, pero lo había hecho.

Y Rami lo escuchó, como si el relato le importara. Después preguntó en voz baja:

—¿Se lo has contado a alguien más?

Él negó con la cabeza.

—Pero ellos creen que sí —respondió—. Uno de ellos… Torgny, me llamó hace tres días. Estaba asustado, se lo oí en la voz. Lo más seguro es que crean que los he denunciado, pero no lo he hecho. —Jan bajó la vista al suelo y prosiguió—: Sé que me esperarán en la escuela cuando vuelva… Piensan continuar.

Guardó silencio. Estaba allí sentado, aterrorizado de solo pensar en la Banda de los Cuatro. Acurrucado tras la verja de Bangen mientras la pandilla andaba por la calle, libre y feliz. Se tenían unos a otros, tenían infinidad de amigos. Él tan solo tenía a Rami.

—Y no importa —prosiguió—. A veces pienso que estaría bien que hubiera un botón que se pudiera apretar para que todo acabara. Cuando me golpearon en la sauna no opuse mucha resistencia… pensé que de alguna forma me lo merecía.

—No —replicó Rami.

—Sí —respondió Jan.

El silencio reinó en la habitación hasta que Rami dijo de pronto:

—Yo me ocuparé de ellos.

—¿Cómo?

—Todavía no lo sé… Cuando salga de aquí.

—¿Cuándo será?

—Pronto.

Jan la miró. Rami no solía hablar de «salir» de Bangen; solía hablar de «escapar».

—¿Cómo lo harás?

—Tengo contactos.

Rami se puso en pie y se acercó a una de las cortinas negras.

—Encontré esto en el almacén.

Alzó la cortina, y Jan descubrió un viejo teléfono negro en el suelo.

—¿Funciona? —preguntó.

Ella asintió.

—¿Quieres llamar a alguien?

Jan negó con la cabeza. No tenía a nadie a quien llamar.

—Suelo llamar a mi hermana que vive en Estocolmo —explicó Rami—. Puedo llamar a quien quiera.

Sonaba tan segura, pensó Jan, y su seguridad resultaba contagiosa.

—Tengo un catálogo del colegio —apuntó él—. Te puedo dar sus fotografías con nombre y dirección.

—De acuerdo.

Se hizo un silencio. Jan la miró fijamente y quiso decir algo profundo y sincero, pero Rami continuó:

—Tú también puedes hacer algo por mí.

—¿Qué?

Ella se puso en pie.

—Te lo voy a enseñar… Ven.

Lo condujo al pasillo, miró a un lado y a otro y continuaron hacia la sala de personal. Eran las seis y media, los empleados del turno de día se habían ido a casa y la puerta estaba cerrada. Junto a ella había una serie de nombres y fotografías en color, y encima el siguiente letrero:

«El equipo del ala 16».

Rami señaló la fotografía de una mujer sonriente con flequillo y gafas.

—Es esta.

Jan la reconoció: se trataba de la mujer a la que Rami llamaba la Psicocharlatana, con la que se había peleado en la sala de la televisión. Bajo la fotografía aparecía su nombre: «Emma Halevi, psicóloga».

—Fue ella la que interrumpió nuestro concierto —señaló Jan—. Y te encerró en el Agujero.

—Sí —respondió Rami—. Y luego cogió mi diario.

Jan asintió, lo recordaba.

—Y lo leyó —dijo Rami—. Yo tenía un cuaderno como el que te regalé… Había escrito cincuenta páginas, y me lo quitó.

Jan observó la fotografía. Oyó la voz apagada de Rami en su oído:

—Mañana me escaparé. Cuando me haya ido, puedes hacer algo con la Psicocharlatana… Como colarte en su oficina y mearte encima de la mesa, hacer una pintada en su puerta o alguna otra cosa así. Lo que quiero es que sienta miedo.

—De acuerdo —respondió Jan.

—¿Lo harás?

Jan asintió despacio, como si aceptara llevar a cabo una misión secreta. Haría que la Psicocharlatana sintiera miedo de verdad, por Rami.

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