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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (33 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Se encamina despacio hacia allí, pasa de largo las otras puertas. Cada una de ellas está provista de un tirador de metal, y una cajita metálica en un lateral.

Se acerca a la puerta número siete, que está cerrada como el resto.

¿Debería llamar a la puerta de Rami o intentar abrirla?

Se decide: llamará a la puerta.

—¿Hola? ¿Quién eres?

Al oír la voz Jan se sobresalta.

Lo han descubierto. Alguien ha abierto la puerta del fondo del pasillo y clava la mirada en él. No se trata de Rettig ni de Carl, es una mujer mayor.

Da un par de pasos hacia él.

—¿De dónde vienes?

Jan parpadea tenso, buscando una respuesta.

—De la lavandería.

—No tendrías que estar aquí —responde la celadora—. ¿Qué haces aquí?

—Me he perdido —responde Jan.

La celadora lo mira fijamente, pero no dice nada más. Después se da media vuelta y desaparece por la puerta con paso apresurado. ¿Irá a buscar ayuda?

Tiene que huir. Echa una última mirada a la puerta de Rami. A pesar de estar tan cerca, ahora no puede hacer nada. No tiene nada que ofrecerle.

Sí, quizá haya algo.

Abre la cajita metálica que hay junto a la puerta. Escudriña el interior. Solo hay un par de hojas de papel. Una de ellas es el menú, y la otra información sobre el próximo simulacro de incendio.

Se apresura a quitarse el Ángel del cinturón, lo introduce en el buzón y lo oculta tras los papeles. A continuación cierra la portezuela.

El pasillo sigue desierto y Jan se dirige a toda prisa de vuelta al almacén. Retira los trozos de papel que impedían que la puerta se cerrara e introduce uno de ellos en la cerradura para mantener fijo el dispositivo de cierre.

Al tirar de la puerta oye pasos en el pasillo. Los vigilantes están en camino.

El ascensor de la colada oculto tras el armario resulta tan estrecho como antes, pero esta vez se introduce en él sin dudarlo. Aprieta el botón de la derecha.

El ascensor obedece, y se pone en movimiento.

Cierra los ojos durante todo el trayecto.

Cuando se detiene abre enseguida la trampilla. Está nervioso y ahora pone menos cuidado, ya pasa de medianoche y quiere abandonar el hospital cuanto antes.

Avanza a tientas, encuentra el camino de salida de la lavandería, y atraviesa las salas de enfermos. Ya no tiene el Ángel para alumbrarse, aunque percibe una luz que parpadea en alguna parte frente a él.

Y una canción. ¿Es un salmo lo que resuena en las salas?

Sigue avanzando vacilante y escudriña el suelo.

¿Dónde están los trocitos de papel? En la oscuridad no acierta a ver ninguno.

Atraviesa los largos pasillos. La luz se vuelve más intensa. Finalmente dobla una esquina y allí encuentra un umbral iluminado. Observa que la luz procede de unas velas. Hay cirios encendidos en un par de candelabros de madera que cuelgan de las paredes.

Jan se encuentra en una pequeña habitación con filas de bancos de madera. Delante de estos ve unos sacos de tela tirados en el suelo. Se trata de una pequeña capilla. Al fondo cuelga un cuadro sobre el altar. Representa una vieja imagen cuarteada de una mujer de sonrisa afable.

Se acerca un par de pasos, observa el cuadro y en el marco ve el nombre de «PATRICIA» escrito con letras góticas.

Patricia, la santa protectora.

Se da la vuelta, y entonces los sacos comienzan a moverse.

Se trata de pacientes. Tres hombres en chándal tan gris como sus rostros. El mayor presenta unas mejillas afiladas y los jóvenes llevan la cabeza rapada. Clavan la vista en Jan, tienen la mirada brillante y perdida. Seguramente a causa de la medicación.

El de más edad señala el cuadro del altar y habla con voz mecánica:

—Patricia desea paz y tranquilidad.

—Nosotros también —añade otro.

—Yo también —dice Jan con voz apagada.

—¿Eres de aquí? —pregunta uno de ellos.

—Sí —responde Jan—. Soy de aquí abajo.

El mayor asiente, Jan se abre camino entre ellos. Despacio y con cuidado, le advirtió Rettig. Los pacientes se quedan inmóviles, y Jan regresa al pasillo.

Al fin encuentra uno de sus papeles en el suelo. Luego otro. Le muestran el camino, y Jan anda deprisa siguiendo el rastro blanco. Oye voces en la capilla que ha dejado atrás. Los hombres vuelven a entonar un salmo. Jan acelera el paso hacia el fondo del pasillo.

Entra en otro corredor, dobla varias esquinas y llega por fin al refugio.

Cierra la puerta de acero. Regresa al pasadizo que ya le es tan familiar, a los cuadros de animales y a la escalera. El paseo ha terminado.

Lo último que hace antes de cerrar la puerta del sótano es comprobar si se oyen pasos en el subsuelo. Pero nadie le ha seguido.

Cierra la puerta con llave y respira hondo, pero no consigue relajarse. Entra en la habitación de los niños, y se queda paralizado.

Solo sobresale una cabeza de las camas. Es la de Leo. La cama de Mira está vacía.

El pánico se apodera de él. «Eres un ser despreciable. Has vuelto a perder a un niño. Ha desaparecido, desaparecido…»

Entonces oye que alguien tira de la cadena del cuarto de baño.

Mira tiene casi seis años, y ya ha aprendido a limpiarse sin ayuda de los mayores.

Sale del cuarto de baño y pasa junto a Jan medio dormida. No se ha dado cuenta de que él no estaba.

—Buenas noches, Mira.

—Mmm… —responde ella, y vuelve a acostarse.

Unos minutos después parece haberse dormido, y Jan empieza a relajarse. Vuelve a entrar en la habitación de los niños y recoge el segundo Ángel. Lo guarda en su taquilla. Si todo va bien, será su enlace con el hospital. Un emisor de mensajes secretos.

43

—¿Qué tal estáis? —pregunta Marie-Louise.

—Mmm…

Todos responden en voz baja. El invierno se acerca. Estamos ya a finales de otoño, y es un oscuro lunes gris por la mañana en la escuela infantil.

Jan no responde, pero nadie parece notarlo. En realidad, su turno de noche acabó hace una hora, pero a pesar del cansancio se ha quedado para asistir a la reunión de los lunes. Quiere saber si han descubierto su paseo por el hospital, si ha llegado algún informe del doctor Högsmed sobre «la incursión ilícita». La celadora se hallaba bastante lejos, no ha podido ver su rostro con claridad, pero…

Marie-Louise no lo menciona. Se comporta como de costumbre, si acaso parece algo más abatida. Quizá se deba a la oscuridad otoñal que reina al otro lado de las ventanas.

De todos, la que se ve más apagada es Lilian. Ha inclinado la cabeza sobre su taza de café, de forma que su pelo rojo le oculta el rostro. Parece amodorrada. No mira a Marie-Louise cuando esta se vuelve hacia ella.

—Lilian —dice Marie-Louise en tono suave—. ¿Qué tienes ahí?

—¿Qué? ¿Dónde?

Lilian alza la cabeza, y Jan ve que aún tiene una serpiente pintada en la mejilla. El tatuaje del fin de semana.

—En la mejilla… ¿Llevas algo pintado?

—¿Esto? —Lilian se pasa los dedos por el rostro, y sus yemas se oscurecen—. ¡Huy! Es mi maquillaje de fiesta… He olvidado quitármelo. Lo siento mucho.

Tose y contiene un eructo. Un olor a alcohol se esparce por la mesa. Marie-Louise frunce el ceño.

—Lilian… ¿Puedo hablar contigo a solas?

Lilian aprieta los labios.

—¿Por qué?

—Porque estás ebria.

El tono de Marie-Louise ha dejado de ser suave. Lilian la mira durante unos segundos, a continuación se pone en pie y se aleja de la mesa con la boca apretada. Sale de la habitación. Vuelve la cabeza hacia los demás.

—No estoy borracha —murmura—. Tengo resaca.

Marie-Louise la sigue a toda prisa.

—Ahora vuelvo.

Al parecer las dos mujeres se dirigen al guardarropa, sus voces proceden de allí. La conversación empieza como una ligera discusión, aunque pronto sube de tono. Marie-Louise habla con voz queda, pero Lilian responde con preguntas estridentes.

—¿Es que una no puede salir y relajarse después de trabajar? ¿No puede desahogarse un poco? ¿Tiene que consagrar su vida a los niños como haces tú?

—Tranquilízate, Lilian, los niños pueden oírte…

—¡Estoy tranquila, joder!

Alrededor de la mesa reina el silencio. Hanna y Andreas permanecen sentados sin levantar la mirada, y a Jan no se le ocurre nada que decir.

Al otro lado de la puerta los gritos prosiguen:

—¡Estás enferma! ¡Deberías ir a terapia!

¿Quién grita? ¿Lilian o Marie-Louise? Jan no las distingue, la voz que suena ahora es un chillido estridente:

—¡Y tú eres jodidamente perfecta! Ya no aguanto más ser como tú… ¡Los pirados pueden cuidar de sus putos hijos!

Jan comprende que esos gritos proceden de Lilian. La respuesta de Marie-Louise es seca y fría:

—Lilian, estás histérica.

«La histeria ya no se acepta como diagnóstico hoy día», Jan recuerda las palabras del doctor Högsmed.

Andreas actúa como si la discusión le produjera náuseas. Sacude el cuerpo y se pone en pie.

—Voy a ver a los niños.

Se dirige al cuarto de juegos, y Jan oye que enseguida pone unas alegres canciones en el tocadiscos para ahogar los gritos del recibidor.

Pero, como la mayoría de las peleas, esta acaba pronto. Al cabo de unos minutos, la puerta de la calle se cierra de un portazo. A continuación se hace el silencio, Marie-Louise reaparece y sonríe de nuevo.

—Lilian se ha ido a casa —anuncia—. Necesita descansar un poco.

Jan asiente en silencio, pero Hanna mira a su jefa y pregunta con voz dulce:

—¿Recibirá algún tipo de ayuda?

La sonrisa se borra del rostro de Marie-Louise.

—¿Ayuda?

—Para dejar de beber —responde Hanna con calma.

Jan siente cómo la tensión crece en el ambiente, y ve que Marie-Louise se cruza de brazos.

—Lilian no es una niña… Tiene que ser responsable de sus actos.

—Pero el empleador también tiene una responsabilidad —apunta Hanna. Y continúa como si leyera un libro de derecho—: Deberá preverse un plan de rehabilitación para quien beba en su puesto de trabajo.

—«Rehabilitación» —repite Marie-Louise—. Eso suena muy bonito.

Hanna no cede.

—¿Existe algún plan de rehabilitación para Lilian?

Marie-Louise la observa.

—Tenemos muchas miradas puestas en nosotros —responde al cabo—. Piensa sobre ello, Hanna.

A continuación da media vuelta y abandona la sala de empleados.

Ahora solo quedan ellos dos en torno a la mesa. Hanna alza los ojos al techo con expresión resignada, pero él niega con la cabeza.

—Vaya —dice en voz baja—. Ahora pensará que eres una agitadora.

Hanna suspira.

—Me preocupa Lilian —responde—. ¿A ti no?

—¡Sí, claro!

—¿Por qué bebe tanto? ¿No te lo has preguntado?

Jan no lo ha hecho.

—Para emborracharse —contesta al fin.

—Pero ¿por qué quiere emborracharse?

Jan se encoge de hombros.

—Seguramente no es feliz —apunta—. Pero el mundo está lleno de infelicidad. ¿O no?

—No sabes nada… No entiendes nada —replica Hanna, y se pone en pie.

Jan también se levanta. Se siente aliviado al dejar la mesa y salir por fin de la escuela. La mañana del lunes no ha ido bien: la sesión de convivencia grupal ha resultado un fracaso.

Lo único que desea es llegar a casa y dormir. Desea ser normal. Desea mirar adelante, vivir la vida.

«No volver a estar encerrado», piensa.

No tiene a nadie con quien compartir la vida. Quizá eso sea lo peor de todo. No le duele pasar por situaciones desagradables, sino no tener a nadie que le escuche.

Bangen

Rami salió de la cama y se sentó en el suelo junto a Jan. Al fin la había atrapado con su relato sobre la Banda de los Cuatro.

—¿Te encerraron con llave en la sauna?

—Con llave no… No había cerradura —respondió—. Pero pusieron algo en la puerta… No sabía qué era, pero no conseguía abrirla.

—Así que te quedaste encerrado en medio de aquel calor —dijo Rami.

Él asintió.

—¿Cómo conseguiste salir?

—No pude salir —contestó Jan—. Era viernes… Todos se habían ido a casa.

La sauna continúa en silencio. No se oyen portazos. Ningún bedel se asoma a las duchas y dice: «¿Hola?»
.

La puerta no se mueve
.

Y la sauna está caliente. Podría ser aún más sofocante, pero hace mucho calor. Cuarenta grados, quizá cincuenta
.

Lo único que puede hacer es tantear las tarimas de madera en la oscuridad. Su mano choca con un cubo de plástico que hay en el suelo, el agua le salpica
.

La sauna está recubierta de madera. Madera sin tratar en el suelo, en las paredes y en las largas tarimas que forman dos bancos de diferente altura a lo largo de la pared. Es ahí donde uno se sienta para tomar los vapores o para fumar a escondidas
.

Jan se sienta un rato. Está sudando
.

Alguien tiene que venir
.

Luego no piensa mucho más, tiene la mente vacía. Le escuecen un poco las nalgas, pero ahora se encuentra más tranquilo. La Banda de los Cuatro se ha marchado
.

No aparece nadie más. Todo está en silencio al otro lado de la puerta
.

Y la temperatura aumenta
.

Jan estaba sentado en el suelo de la habitación de Rami con la cabeza agachada. Ella le tomó la mano y él sintió que estaba a su lado, pero en su interior se encontraba solo. Aún seguía en la sauna.

—Tuve mala suerte —dijo—. Era viernes, y el gimnasio no abriría hasta el lunes siguiente.

—¿Qué pasó entonces?

Jan la miró.

—No lo sé.

No recordaba los detalles, intentó evocar la escena. ¿Qué hizo en realidad? ¿Qué hace uno para sobrevivir varios días en una tórrida sauna?

Aporrea la puerta. Golpéala una y otra vez, hasta convencerte de que ya nadie vendrá. Peter Malm y su banda no regresarán. Han bloqueado la puerta y se han largado, y ya se habrán olvidado de ti
.

Puedes gritar y golpear un poco más, antes de rendirte. Las manos te duelen y te escuecen, las astillas de la áspera madera se te han clavado en los dedos y en las palmas
.

Palpas alrededor y te das cuenta de que puedes ver un poco en la oscuridad, un pequeño rayo de luz se filtra por debajo de la puerta, y descubres un pequeño punto titilante en una válvula de aire bajo el techo. Así que no estás completamente ciego. Puedes ver tus manos como manchas cenicientas frente a ti
.

BOOK: El guardián de los niños
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