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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (43 page)

BOOK: El guardián de los niños
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—Yo era el último mono —replica Jan.

—No —niega Torgny con la cabeza—. Tú no significabas nada para nosotros… Solo te cruzaste en nuestro camino.

Jan vuelve a abrir la boca, pero de repente se gira. El Tímido ha desaparecido.

Torgny también mira alrededor.

—¿Filip? —llama—. ¿Filip?

Jan suelta el hacha y se aparta del mostrador. Su espalda choca contra algo, otro cliente, pero no se detiene. Sale corriendo.

Afuera, al frío otoñal. Ahora hay más gente en la calle, rostros desconocidos.

Jan ve cómo el Volvo sale del aparcamiento. Distingue al Tímido sentado al volante, y en el asiento de al lado sobresale una pequeña cabeza. Un niño de cinco años.

Jan acelera el paso. Corre por el asfalto, grita y agita la mano, pero El Tímido ni siquiera mira en su dirección. El coche entra en la calle y se aleja entre el tráfico.

—¡Rössel!

Desde el asiento del copiloto, el niño parece oír el grito de Jan. Vuelve la cabeza y mira hacia atrás, pero el coche no se detiene.

Jan sabe adónde se dirige El Tímido: al búnker junto al lago de las aves. Llevará al niño al lugar oculto entre muros de hormigón, y allí lo encerrará. Esta vez no será un día o dos, sino mucho más tiempo. Semanas, meses, quizá para siempre. ¿No era esa la fantasía de Jan? La última venganza contra la Banda de los Cuatro: secuestrar a uno de sus hijos.

—¡Rössel! —grita—. ¡Detente!

Las cabezas se vuelven a mirarlo, pero a él no le preocupa. Estira las piernas al máximo, corriendo a toda velocidad por la acera. Ve cómo El Tímido reduce la velocidad y se detiene, pero solo se trata de un semáforo en rojo. El Volvo ha encendido el intermitente derecho, pronto girará y desaparecerá para siempre con el hijo de Torgny. Sin dejar rastro.

Jan no puede hacer nada, y ahora se arrepiente de todo. Se arrepiente de todas sus fantasías. Cierra los ojos, con un solo pensamiento en su mente:

«Mala elección».

54

Jan conduce con la mirada fija en la autopista. Ha fantaseado con seguir un camino a través de la noche, pero al final ha elegido otro. No regresará a Nordbro con Rössel, no se encontrará con Torgny ni secuestrará a su hijo.

Toda su sed de venganza ha desaparecido tras haber dejado volar su imaginación. Sabe que, al hacerse realidad, todos los impulsos vengativos acaban de la misma manera: provocan horror, arrepentimiento y soledad.

Tras casi una hora en la carretera, llegan a las afueras de Gotemburgo. Rössel lo ha dirigido hacia allí, y en cuanto Jan obedeció, la cuchilla dejó de presionar su garganta.

—Sabía que esta sería tu elección —dice Rössel.

Sigue sentado como un rey en el asiento trasero, pero ahora se inclina hacia delante.

—Vamos por buen camino. Iremos al bosque… allí encontraremos una tumba. Tengo que cumplir mi promesa.

—Ya —contesta Jan—. ¿Y después de eso? ¿Volverás al hospital?

—Sí, claro.

—Seguro que hay psicólogos en Santa Patricia que pueden ayudarte —comenta Jan.

Rössel se echa a reír.

—Psicólogos… —responde, como si hablara de animales dañinos—. Los psicólogos buscan respuestas, pero no saben cómo obtenerlas. Me hacen preguntas sobre mi infancia, si en mi familia ha habido antecedentes de enfermedad mental… Quieren encontrar una buena razón para explicar por qué viajaba en mi autocaravana durante el verano recogiendo a jóvenes, pero no existe ninguna razón. El mundo es incomprensible… ¿Quieres saber por qué lo hacía?

—No —contesta Jan—. Y no quiero que…

—Los secuestraba porque soy un ser maligno —continúa Rössel—. Porque soy el hijo de Satanás y quiero tener control sobre la vida y la muerte… O porque se trataba de jóvenes borrachos indefensos, y yo era fuerte y estaba sobrio. —Se inclina hacia delante—. O quizá sea inocente… ¿quién sabe? Solo el tiempo lo dirá.

Jan desea acabar con las bromas de Rössel y mira por el retrovisor.

—¿Estuviste alguna vez en los bosques cercanos a Nordbro? —pregunta—. ¿Acampaste por allí?

—¿Nordbro? No… nunca llegué tan al norte.

Jan no sabe si Rössel miente. Probablemente no. Quizá la sencilla respuesta que surgió en el subconsciente de Jan durante su ensoñación sea cierta: un miembro de la Banda de los Cuatro mató a dos de ellos.

El mundo es incomprensible y oscuro. Así que Jan sigue conduciendo, sujetando el volante con fuerza. El indicador de la gasolina se está acercando a la línea roja, no ha repostado antes de emprender aquel viaje. Ve un letrero de Statoil junto a la autopista y lo señala.

—Tenemos que llenar el depósito.

Del asiento trasero no llega respuesta alguna. Cuando mira por el retrovisor ve que Rössel está recostado con los ojos cerrados. La cuchilla de afeitar reposa a un lado, y en una mano sostiene el bote de gas lacrimógeno.

Jan entra en la gasolinera, conduce despacio entre un par de camiones y se detiene junto a un surtidor bajo unas crudas luces de neón.

Saca su tarjeta de crédito de la cartera y sale al frío de la noche.

Al bajar del vehículo siente cómo las bridas de plástico se le clavan ligeramente en el abdomen. Ahí siguen las esposas que le cogió a Carl y que ocultó debajo del jersey. ¿Las utilizaría con Rössel si tuviera oportunidad de hacerlo?

¿Y si pasara un coche patrulla? ¿Avisaría a la policía? En ese caso detendrían a Rössel, y Jan recuperaría la libertad.

Pero entonces nunca encontrarían al hermano de Lilian.

Y esa es la razón de que se encuentren allí.

Jan descuelga la manguera del surtidor y empieza a llenar el depósito, mientras lanza miradas furtivas al interior del vehículo. El techo del coche oculta la cabeza y el rostro de Rössel, pero puede ver el cuerpo y los pantalones grises en el asiento trasero. Está completamente inmóvil. ¿Se habrá dormido de verdad?

Continúa echando gasolina y mira las rectas hileras de surtidores que le rodean bajo las luces de neón. Más allá, los camiones pasan emitiendo un sordo zumbido.

El surtidor emite un clic. El depósito está lleno, y Jan cuelga la manguera.

Vuelve a echar un vistazo al coche y se queda de piedra: el asiento trasero está vacío.

Rössel ha desaparecido, y con él la cuchilla y el gas lacrimógeno.

Jan mira alrededor. El aparcamiento está desierto. No se ve a nadie, pero está repleto de camiones. Se hallan alineados a diez o doce metros de distancia, aparcados tan cerca los unos de los otros que forman un laberinto sobre el asfalto.

¿Se habrá escabullido Rössel entre ellos?

Se aleja del coche y se dirige con cuidado hacia los camiones.

Se agacha e intenta mirar por debajo, pero no ve ningún movimiento de piernas enfundadas en un pantalón gris.

Le invade una terrible sensación de desolación y regresa despacio al coche.

—Aquí estoy —dice Rössel detrás de él.

Jan se detiene en seco y se da media vuelta.

—¿Pensabas que me había largado?

Jan niega con la cabeza. Rössel y él se entienden muy bien en este momento. Están a punto de llegar a la tumba, y ninguno de los dos se va a echar atrás ahora. Lo que suceda después ya se verá.

—¿Adónde has ido?

Rössel lleva bajo el brazo un par de palas de afiladas hojas de acero, y en la mano libre algo que reluce. Una botella.

—A hacer negocios —responde—. He ido a la tienda y he comprado un par de palas, y luego me he acercado a los camiones. Vienen de toda Europa… A veces los camioneros tienen alcohol de contrabando. Así que he comprado una botella.

La levanta, y Jan observa que se trata de vodka.

—¿Con qué dinero?

—Con el tuyo. —Rössel le alarga un pequeño objeto a Jan: su cartera—. Te la dejaste en el coche.

Jan la coge en silencio.

—No necesito alcohol.

Rössel abre la botella y le da un trago. No sonríe.

—Sí. Esta noche necesitaremos palas y alcohol.

Conducen a través de la noche. Rössel parece más calmado, pero sigue dirigiendo el viaje desde el asiento trasero. Alarga la mano y señala.

—Gira a la izquierda aquí.

Una rotonda, y a continuación una carretera más estrecha. Gotemburgo es grande y Jan desconoce esta zona de la ciudad, aunque a lo lejos vislumbra una cadena rocosa y cree que se encuentran al nordeste del centro, cerca de Utby.

—Ahora gira a la derecha —indica Rössel, y le da otro trago al vodka—. Y luego de nuevo a la derecha.

Jan obedece. Enfilan un camino largo y recto donde las luces y las casas son cada vez más escasas, y ve pasar una señal blanca: «TRASTVÅGEN».

Es el último vestigio de la proximidad de la ciudad. Después ya no se ven más casas y solo queda el camino, que se transforma en una senda forestal que asciende entre empinadas pendientes cubiertas de oscura vegetación.

—Hemos llegado —señala Rössel en voz baja—. Ya no se puede seguir en coche… Aparca aquí.

Jan detiene el vehículo. Apaga el motor y enciende la luz del interior.

Por el retrovisor ve a Rössel abrir la botella y darle un buen tiento. Cierra los ojos al tragar.

—Medicina —exclama, y le pasa la botella a Jan.

Este se limita a dar un pequeño trago. Baja la vista al bolsillo lateral de la puerta del conductor, y ve bolígrafos y unas hojas de papel. Se le ocurre una idea: alarga la mano, coge un bolígrafo y una hoja de papel, y se los tiende a Rössel.

—Dibuja un mapa —dice.

—¿Un mapa?

Jan asiente.

—Si nos perdemos en el bosque… al menos quedará eso. —Recuerda cómo él mismo memorizó hace nueve años el terreno en torno al lago de las aves, y añade—: Conoces el camino a la tumba, ¿verdad?

Es la primera vez que le pide algo a Rössel. Aguarda en silencio.

Pero este niega con la cabeza.

—No puedo… No sé dibujar.

—Yo sí —dice Jan. Toma el papel, traza dos líneas paralelas y escribe «Trastvägen»—. Nos encontramos aquí… ¿Cuál es el camino?

Rössel duda.

—Dibuja un sendero —responde al cabo—. Arriba a la izquierda.

Jan comienza a dibujar. La línea avanza serpenteando, y Rössel le indica dónde marcar los desniveles, los arroyos y las grandes rocas. Jan tenía razón: Rössel ha conservado todo el paisaje en su memoria. Ha pensado mucho en ese lugar.

—Ahí, pon una cruz en ese saliente. —Rössel está cada vez más emocionado y señala el mapa—. Y escribe que… que me encontré al muchacho en el banco de un parque, lo llevé al bosque y enterré el cuerpo entre las rocas.

«La confesión», piensa Jan. Por fin, una confesión escrita para Lilian y su familia.

Jan escribe la frase y le muestra el mapa a Rössel.

Mira el papel y asiente con la cabeza.

—Bien —dice Jan con voz apagada, y deja el mapa en el asiento del coche.

—Vámonos —ordena Rössel.

Se baja del coche y Jan lo sigue. La misión nocturna ha comenzado.

Jan rodea el vehículo y abre el maletero, donde las palas esperan sobre una vieja manta.

Lo coge todo, incluido el pequeño Ángel, que será su única fuente de luz en la oscuridad.

Rössel se estira y emprende la marcha con aire decidido. Pasan una zanja, se alejan del sendero y ascienden entre la maleza, las rocas y los abetos.

Dejan las últimas luces atrás. Comienza la zona agreste.

Después de unos trescientos metros entre la vegetación llegan a un caos de afiladas sombras. Jan levanta el Ángel y ve unos brillantes bloques de granito, desprendidos de algún glaciar hace miles de años y amontonados de cualquier manera formando una abrupta masa rocosa. El rumor de una corriente de agua llega desde algún lugar en la oscuridad.

—¿Hay que trepar por aquí?

—Es imposible. —Rössel niega con la cabeza—. Tenemos que rodearlo… Por ahí hay menos pendiente.

Encuentran un pequeño sendero que circunda los bloques y comienzan a subir. Rössel abre camino por la cuesta, como si se moviera sobre un mapa mental, y se inclina decidido para ascender por la pendiente.

Jan lo sigue a unos metros de distancia. La imagen de la agonía de Carl sigue grabada en su mente; quiere tenerla presente por si Rössel todavía fuera armado con la cuchilla.

Después de unos veinte metros, Rössel se detiene y toma aliento.

—Cargué con el cuerpo hasta aquí —indica—. Un trabajo duro.

—¿John Daniel estaba vivo? —exclama Jan—. ¿Lo mataste aquí arriba?

—Yo no lo maté. —Rössel se da la vuelta, y su voz suena fatigada—. Murió en mi coche a causa de todo el alcohol que había bebido durante la noche. Vomitó y se ahogó en el maletero. No fue culpa mía.

Jan lo mira fijamente.

—Seguiría vivo si lo hubieras dejado en paz. Al igual que los otros.

Rössel se encoge de hombros.

—No debió emborracharse.

Sin añadir nada más, continúan el ascenso. Rössel mueve la cabeza sin parar en la oscuridad, como si buscara enemigos.

Encuentran un saliente unos metros más arriba, y Rössel desaparece tras él. Jan asciende el último tramo de la pendiente.

Por fin el terreno se aplana. Han llegado a un amplio llano en el bosque, rodeado de montículos rocosos.

Rössel le espera allí, con una pala en la mano. Da unos pasos y dirige la mirada hacia un solitario pino que crece en el saliente rocoso que hay más arriba.

—Esa noche vine aquí —confiesa—. Había paseado bastante por la zona… la conocía bien. La última vez fue después de una fuerte tormenta invernal que arrancó ese pino de raíz y dejó un agujero.

Jan alza el Ángel y ve que el saliente rocoso tiene quince o veinte metros de ancho. Acaba en un borde afilado que se alza sobre la pendiente formada por los bloques de granito.

Sobre el saliente crecen matojos, arbustos y el solitario pino. Sus raíces consiguieron encontrar una grieta llena de tierra y se agarraron al suelo en medio de la roca. Jan comprueba que las raíces habían sido arrancadas de cuajo. El pino sigue en pie, aunque sus agujas parecen enfermas.

—¿Dónde está? —pregunta Jan.

—Aquí. —Rössel se acerca al pino, y habla con voz mecánica—. Cargué con el cuerpo hasta aquí y lo tiré al agujero, debajo de las raíces… Luego empujé el tronco con las manos y lo enderecé. Así hice desaparecer el cuerpo.

Jan alumbra el árbol con el Ángel.

—Se está muriendo.

—Sí.

Jan no dice nada más. Ve a Rössel alejarse un paso del pino y desenrollar la manta.

—Cava ahí… Junto al tronco.

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