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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (41 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Jan escucha, pero no sabe qué contestar. Ahora le resulta difícil pensar en los niños de la escuela; sin embargo, tiene que decir algo:

—Leo es mi favorito.

Marie-Louise guarda silencio, como si no comprendiera.

—Lo más importante ahora es que lo encontremos —dice al fin—. ¿Dónde estás, Jan? ¿Estás en casa?

Siente como si lo hubieran pillado allí en el sótano, y baja la voz aún más:

—Sí.

—De acuerdo, ahora ya sabes lo que ha pasado. La policía lo está buscando. Llámalos a ellos o a mí si te enteras de algo.

—Sí, claro. Lo haré.

Jan corta la conversación y consigue relajarse de nuevo. Piensa en la inquietud y la ansiedad de Leo. Es un mal asunto que se haya escapado, pero la policía está avisada y Jan no puede hacer gran cosa. Su única obligación es quedarse ahí, por Rami.

Y apenas unos minutos después oye otro sonido, un chirrido apagado en el subsuelo, un ruido que va en aumento.

Proviene del hueco del ascensor de la colada.

Se le acelera el pulso, da un par de pasos hacia la trampilla. Esta no se mueve, pero el chirrido crece. El ascensor está bajando.

Se detiene ante la trampilla. Se oye un ruido sordo en el almacén, después todo queda en silencio, y entonces la puerta comienza a abrirse despacio. Hay alguien en el ascensor, alguien que quiere salir.

El corazón de Jan late desbocado, da un paso adelante.

—Ya has llegado —dice Jan—. Bienvenida…

Ve aparecer un brazo por la puerta, a continuación unas piernas enfundadas en unos vaqueros. Pero no se mueven. El brazo y las piernas cuelgan, como sin vida.

—¿Rami?

Jan da un último paso hacia el ascensor y alarga la mano. De pronto, todo ocurre muy deprisa. La puerta se abre de golpe y Jan no tiene tiempo de apartarse. Le golpea en el pecho causándole al instante un terrible dolor, y sale disparado hacia atrás.

Oye un silbido, el aire se vuelve blanco. De repente Jan no puede respirar.

Cierra los ojos, tose y retrocede, las piernas ceden y cae al suelo de espaldas.

Gas lacrimógeno, le han rociado el rostro con gas lacrimógeno.

Desde el ascensor empujan un cuerpo, pesado e inerte, que cae junto al suyo como un saco de arena.

Jan parpadea con los ojos llorosos e intenta alzar la vista. Ve el cuerpo a su lado, cuyo rostro lo mira fijamente con una expresión de terror.

Un hombre. Un vigilante. Muestra una profunda incisión en la garganta: lo han degollado.

Jan lo toca, y las manos se le manchan de sangre aún caliente.

Reconoce al vigilante, se trata de Carl. El batería de los Bohemos, que tenía que acompañar a Ivan Rössel, yace moribundo.

—¿Carl?

O quizá ya esté muerto. Carl no se mueve, y el cuello le sangra con profusión. La sangre que ha empapado su camiseta tiene un color negruzco.

Jan parpadea e intenta ver con claridad a pesar del gas lacrimógeno. En el ascensor, detrás del cadáver, vislumbra algo que se mueve. Una sombra.

Hay otra persona en el interior del montacargas; alguien más ha bajado al sótano junto al vigilante moribundo.

La sombra se desliza hacia el interior del almacén y se pone en pie. Aparece una larga figura que viste la ropa del hospital: chándal gris, pantalones de algodón y deportivas blancas.

Un paciente.

Jan advierte que no se trata de Alice Rami. El cuerpo es demasiado alto y corpulento, el cabello demasiado oscuro.

Un hombre.

Se inclina sobre Jan, despidiendo un hedor a humo, gas lacrimógeno y algo más, metanol, o gasolina.

De repente, hace un rápido movimiento hacia Jan, le retuerce las manos y tira de ellas.

—¡Quieto! —ordena el hombre en voz baja.

Jan no puede mover los brazos. El hombre le ha atado las muñecas con unas bridas de plástico, como si fueran esposas.

El atacante se guarda el aerosol en el bolsillo y levanta a Jan del suelo de cemento. El rostro está en penumbra, pero Jan observa que va armado con algo más que el gas lacrimógeno. En la mano derecha sostiene un pequeño cuchillo.

No, no es un cuchillo. Se trata de una cuchilla de afeitar con el filo manchado.

—Sé quién eres —dice el hombre—. Has estado hablando conmigo.

Su voz es ronca, pero tranquila y clara. Solo sus manos temblorosas se mueven con rapidez al tirar de Jan.

—Vas a ayudarme a salir de aquí.

Jan apenas parpadea.

—¿Quién eres?

El hombre alza rápidamente su mano izquierda hacia la barbilla y se oye un clic.

—Mira esto.

Se enciende una luz en la oscuridad que le ilumina el rostro. Jan lo reconoce.

Es Ivan Rössel, y sostiene el Ángel en la mano. Tiene unos cuantos años más que en las fotografías de los periódicos, y oscuras arrugas en el rostro afilado. El pelo rizado le ha crecido hasta los hombros, y ahora es gris oscuro.

Jan tose y parpadea.

—Rami —murmura, y mira el Ángel—. Eso se lo di a Alice Rami.

—Me lo diste a mí —replica Rössel.

—Rami tenía que bajar a reunirse conmigo y…

—No vendrá nadie más esta noche —le interrumpe Rössel—. Solo estamos tú y yo.

A continuación empuja a Jan y le acerca la cuchilla de afeitar al cuello.

—Venga, camarada —ordena—. Vámonos de aquí… pero antes ocultaremos a este en el ascensor.

Rössel señala el cuerpo de Carl.

—¡Cógelo de los brazos!

Empuja a Jan y este comienza a moverse, como en sueños. Alarga las manos atadas y agarra al vigilante moribundo por debajo de los hombros. Lo levanta hacia el interior del ascensor.

—¡Mételo!

Jan se inclina sobre el montacargas y forcejea con el pesado cuerpo. Piernas inertes, brazos colgantes. Todo tiene que entrar.

Ve el cinturón de Carl. El soporte para el gas lacrimógeno está vacío, pero al lado hay unas bridas de plástico blancas. Más esposas, listas para aprisionar otras muñecas.

Jan estira los brazos y empuja el cuerpo sin vida al interior del montacargas, al tiempo que coge un par de bridas del cinturón.

Las oculta enseguida debajo del jersey sin ser visto. Luego da un paso atrás y Rössel cierra la puerta del ascensor.

—¡Vamos! —ordena.

Jan no puede hacer nada, tiene que indicar el camino. Salen de la lavandería, atraviesan las salas. No puede detenerse; recibe empujones en la espalda y siente el filo de la cuchilla contra su cuello cada vez que Rössel mueve su mano derecha.

Le obliga a mostrar el camino a través del sótano como si fuera un sonámbulo. A Jan le escuecen los ojos, tiene las manos ensangrentadas.

¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado en realidad?

Ivan Rössel bajó en el ascensor apretujado junto a Carl, el vigilante. Y este estaba muerto, Rössel lo había degollado.

¿Y Rami? Era ella la que tenía que haber bajado, pero…

—No vayas a perderte —le advierte Rössel, empujando a Jan a través de una puerta—. Si no encuentras el camino, sigue los trozos de papel.

Pero Jan no se pierde. Atraviesan los pasillos del sótano sin encontrarse con nadie. A continuación cruzan el refugio y salen al pasillo que conduce a la escuela infantil. Allí los tubos fluorescentes están encendidos.

Jan se detiene ante la puerta del ascensor. Vuelve la cabeza.

—Te están esperando ahí arriba —dice—. Lo sabes, ¿verdad? Una familia… Quieren hablar contigo sobre su hermano desaparecido. John Daniel…

Rössel niega con la cabeza.

—No querían hablar —responde—. Iban a matarme ahí arriba, ese era el plan. Carl me vendió.

—No, solo quieren saber qué…

—Iban a matarme, lo sé. —Rössel lo empuja, alejándolo del ascensor, en dirección a la escalera que conduce a Calvero—. Solo confío en ti, camarada. Y vamos a salir de aquí.

La voz de Rössel se mantiene serena y clara. Es la voz de un profesor acostumbrado a dirigir y explicar.

Empuja a Jan por delante al subir la escalera que lleva a la escuela infantil.

—¡Ábrela!

Jan duda, pero saca la tarjeta magnética y abre.

Rössel empuja la puerta y entran en la escuela. Pasan junto a las taquillas de los empleados, donde se encuentran los libros ilustrados de Rami. Y el diario de Jan. Todo eso tenía que habérselo enseñado a ella esta noche, lo había deseado tanto…

De un gancho cuelga ropa de Andreas, una gabardina y un gorro. Rössel se los pone.

A continuación abre la puerta de la calle y conduce a Jan al jardín. El aire nocturno es frío, más frío de lo que recordaba. Aunque resulta un alivio para sus ojos irritados.

Pestañea con fuerza para librarse de las lágrimas, y mira alrededor. A lo lejos, en el aparcamiento del hospital, parpadean unas luces rojas y azules. Coches de policía, de bomberos, ambulancias. El simulacro de incendio está en marcha… si es que aún se trata solo de un simulacro. Rössel sigue desprendiendo olor a humo.

No se detiene, ni siquiera mira los vehículos.

—¿Tienes coche? —pregunta.

Jan asiente. Se encuentra aparcado cerca de la escuela; no está cerrado con llave.

—Entonces vamos para allá.

Al llegar al Volvo, Rössel le palpa los pantalones y saca el móvil. Lo hace desaparecer en su gabardina.

Luego, con un rápido movimiento, corta algo con la cuchilla y de repente Jan puede mover las manos.

—Entra en el coche, camarada.

Rössel abre la puerta del conductor, hace sentarse a Jan al volante y, antes de cerrar la puerta, lanza el Ángel al asiento de al lado. Después abre la puerta trasera y se sienta detrás de Jan.

El hedor de Rössel —a humo, gasolina y gas lacrimógeno— es más intenso en el interior del coche.

—¡Arranca! —ordena.

«¿Rami?», piensa Jan, y observa sus manos sobre el volante. Abre la boca.

—No puedo conducir. No veo nada.

—Puedes ver la carretera —replica Rössel—. Aléjate del hospital. Conduce todo recto, yo te diré cuándo parar.

Jan hace un último intento para comprender qué ha ocurrido.

—¿Dónde está Rami?

—Olvídate de ella —contesta Rössel—. No hay ninguna Rami en el hospital… Era conmigo con quien hablabas. Desde el principio.

—Pero Rami tiene…

Rössel presiona la cuchilla contra su garganta. La hoja tiembla.

—¡Arranca! —ordena—. Si no, te pasará lo mismo que a Carl… De oreja a oreja.

Jan no dice nada más. Arranca el coche y aprieta el acelerador.

Rössel mantiene la cuchilla presionada bajo la mandíbula de Jan, y esa amenaza le hace alejarse de Santa Patricia, del muro y la escuela infantil. De la posibilidad de volver a ver a Alice Rami.

Alejarse de las luces de la ciudad, adentrarse en la oscuridad.

52

Jan conduce a un asesino a través de la noche. Un asesino que le presiona el cuello con una cuchilla, pero que al mismo tiempo se preocupa por él. Rössel alarga su mano libre y sube la calefacción mientras pregunta:

—¿Hace demasiado calor?

—No.

El susurro de la salida del aire caliente provoca un sonido adormecedor en el interior del coche. En las calles reina un frío invernal, pero en el vehículo hace tanto calor como si fuera verano. Rössel todavía sostiene la cuchilla de afeitar.

—Gira aquí —indica al llegar a un cruce.

Jan tuerce a la derecha. Todavía le escuecen los ojos, pero ha recuperado la vista.

Apenas hay coches en las calles, solo se cruzan con un par de taxis.

—Continúa todo recto —ordena Rössel, y Jan obedece.

Se alejan del centro en dirección a una zona industrial. Jan no piensa, solo conduce. Al fin llegan a la autopista que lleva a Gotemburgo. También se encuentra desierta.

—Acelera —dice Rössel.

Al salir de la ciudad un camión les adelanta con un rugido atronador, y a ambos lados de la vía empiezan a parpadear las luces de las granjas entre los abetos: es el único rastro humano en la noche. Es viernes, y la gente se encuentra en casa. No han puesto controles en la autopista.

—Hemos salido de la ciudad —dice Rössel—. Entramos en las regiones salvajes.

Jan no responde. Mantiene una velocidad constante por la autopista; al cabo de diez minutos, Rössel se inclina hacia él con una nueva orden:

—Gira allí delante.

Se trata del acceso a un área de descanso, iluminada con un par de farolas a la entrada y a la salida, y en la que no hay más vehículos.

Jan reduce la velocidad al entrar, procura aparcar el coche cerca de la farola, y Rössel no objeta nada.

—Apaga el motor —ordena lacónico.

Jan obedece, y el aparcamiento queda en silencio. Un silencio total.

Oye emitir a Rössel un profundo suspiro antes de hablar:

—Por fin ha desaparecido el olor… El olor a hospital.

Pero Jan aún percibe el ácido hedor a gas lacrimógeno y metanol que despide su ropa, y pregunta en voz baja:

—¿Qué ha pasado en el hospital?

Rössel respira hondo.

—Ha habido un incendio de verdad —explica—. Conseguí introducir disolvente y un encendedor. Lo he rociado por el pasillo y he prendido fuego.

Al responder aparta unos centímetros la hoja de afeitar, así que Jan pregunta de nuevo:

—¿Y qué ha ocurrido entonces?

—El caos, claro. Ya no se trataba de un simulacro. Todo se descontrola cuando los planes fallan. Pero yo he mantenido la calma y me he dirigido al almacén. Estaba abierto, solo tenía que entrar… Pero en el último momento he tenido que cambiar un poco el plan. —Suspira—. Alguien ha intentado detenerme.

—Se llamaba Carl —señala Jan.

—Ya lo sé —responde Rössel—. Pero ahora ya no necesita ningún nombre.

Jan guarda silencio. Se da cuenta de que tampoco Rössel ha pronunciado su nombre. Ni una sola vez.

Suspira de nuevo y se remueve en su asiento.

—Adiós al olor. Lo que huele en el hospital es la soledad… Largos pasillos de soledad, como en los conventos. —Se inclina hacia delante—. ¿Y tú, camarada? ¿También estás solo?

Jan mira el aparcamiento desierto. Controla el acto reflejo de mover la cabeza: la cuchilla de Rössel vuelve a estar demasiado cerca de su cuello.

—A veces.

—¿Solo a veces?

Jan podría responder cualquier cosa, pero se sincera.

—No… A menudo.

Rössel parece satisfecho con la respuesta.

—Eso pensaba… Hueles a soledad.

Jan vuelve con cuidado la cabeza. Nada de movimientos bruscos.

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