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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (44 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Jan mira el terreno irregular. Piensa en raíces, en secretos y en las diferentes elecciones que se hacen en la vida.

Levanta la pala, la clava en la tierra y empieza a cavar. Ahora su cuerpo está lleno de energía; la necesita, pues el terreno es duro. Hay pocas piedras, pero la hoja tiene que abrirse paso entre la tierra apelmazada y las duras raíces.

Rössel ha cogido la otra pala, pero se pasa la mayor parte del tiempo mirando al suelo al otro lado del pino.

Jan avanza. Amontona la arena que saca junto al tronco, y ante él empieza a aparecer un ancho agujero.

Saca el Ángel de vez en cuando para alumbrar, pero no ve nada.

—Sigue —dice Rössel, y Jan continúa cavando.

Algunas raíces son tan gruesas que tiene que cortarlas con el filo y apartar la tierra para poder ahondar más.

Al cabo de un rato hace una pausa y mira el reloj: la una menos cuarto. Le duelen los brazos, pero levanta la pala y sigue cavando.

Otra pequeña raíz sobresale de la tierra, pero entonces se da cuenta de que lo que hay ahí abajo es otra cosa.

Un hueso amarillento.

Jan deja de cavar y observa. Vuelve a sacar el Ángel, y bajo su luz descubre más huesos. Huesos y restos de tela.

Rössel también observa el hallazgo, asiente.

—Bien… Sigue cavando.

Jan duda.

—Puedo dañarlo.

—Eso… —dice Rössel— es solo un cuerpo.

Jan guarda silencio, inclina la espalda y continúa. Aparta la tierra de alrededor de los huesos con cuidado, y aparecen más restos. Poco a poco comienzan a tomar la forma de un esqueleto yacente, pero las raíces del pino han seguido creciendo durante estos años y faltan muchos huesos o están rotos.

Al cabo de media hora, una gran piedra gris se desprende de la pared terrosa y cae al fondo del hoyo.

No, no se trata de una piedra: es un cráneo. No quiere mirarlo con detenimiento, pero ve que aún hay trozos de piel pegados a la cabeza, como si fueran papel viejo.

Rössel no dice nada. Baja al agujero y comienza a recoger los huesos. Se los va pasando a Jan de uno en uno, y este los coloca con cuidado sobre la manta. La calavera también acaba allí.

Ya no quedan más huesos en la fosa.

—¿Hemos acabado?

—Así está bien —responde Rössel, y vuelve a dar un trago a la botella—. Ahora solo tenemos que terminar con esto.

Sale del agujero, se apoya en la pala y sonríe a Jan.

—¿Terminar?

Jan no recibe respuesta alguna, pero de repente oye un crujido entre la maleza a su espalda.

Ruido de botas.

Rössel dirige la mirada hacia el sonido.

—Hola —saluda.

—Hola, Ivan —responde una voz apagada en la oscuridad.

Es una voz de mujer. Suena cansada y jadeante.

Jan vuelve la cabeza, levanta el Ángel y ve una cara conocida subiendo la cuesta.

—Hola, Jan.

Es Hanna Aronsson. Se mueve despacio, lleva un pequeño cuerpo inerte en brazos. Con los ojos vendados.

Se trata de un niño dormido, o drogado.

Un niño.

55

Quince segundos más tarde Jan yace tirado sobre el saliente rocoso.

A Rössel le ha bastado un solo movimiento con la pala para derrumbarle con rapidez en la oscuridad, mientras él seguía mirando a Hanna Aronsson, intentando comprender qué hacía allí y quién era el niño.

Rössel se aproximó y blandió la pala hacia la pierna derecha de Jan. La hoja de acero le golpeó debajo de la rodilla, perdió el equilibrio y cayó sobre la maleza. Jan se desplomó aturdido por el dolor y el mareo.

Ha perdido el conocimiento.

Transcurren unos segundos, quizá unos minutos.

—¿Qué tal ha ido todo? —oye preguntar a Rössel.

Y la voz de Hanna responde:

—Bien. Pero tuve que esperar un rato, hasta que se quedó solo.

—Muy bien —contesta Rössel.

Las voces y el frío hacen que Jan recobre poco a poco el conocimiento, y al levantar la vista ve una débil luz.

El Ángel sigue encendido delante de él. A unos metros de distancia, Rössel y Hanna se perfilan como dos sombras.

—¿Y él no te vio? —interroga Rössel.

—No… Nadie.

Rössel ha bajado la pala, se muestra más relajado. Da tres pasos hacia Hanna, la besa en la mejilla y acaricia su rubia melena.

—Lo deseaba tanto —dice él.

Sus movimientos resultan forzados. Las manos parecen poco acostumbradas a las muestras de afecto.

Ahora Jan reconoce por fin al niño que Hanna lleva en brazos: es Leo. Leo Lundberg, de la escuela infantil. Cinco años de edad, desaparecido, lo están buscando. Jan recuerda la llamada de Marie-Louise informándole de que el niño había desaparecido de la casa.

La venda que cubre sus ojos es negra y ancha. Jan observa que respira, aunque no parece estar despierto, cuelga inerte en los brazos de Hanna.

Jan ve cómo Rössel coge a Leo y lo deja en el suelo junto al agujero que hay al lado del pino.

—Ahí descansará —señala Rössel—. Ahí debajo.

Es como si Jan asistiera a un teatro de sombras. Se siente aturdido y lejano, pero el dolor en la espinilla comienza a remitir. Levanta la parte superior del cuerpo.

Rössel se da cuenta, vuelve la cabeza.

—No te muevas.

Jan niega con la cabeza, pero al final se sienta. Intenta encontrar la mirada de Hanna.

—¿Qué estáis haciendo? —pregunta—. ¿Por qué habéis traído a Leo?

—No hemos sido nosotros —responde Rössel—. Has sido tú.

Jan lo mira.

—¿Yo?

—Este es el lugar del crimen, todo acaba aquí —explica Rössel—. Hasta has dibujado un mapa… Un mapa con la confesión de tus actos. Está en el coche, esperando a la policía.

Jan escucha, pero no mira a Rössel. Observa de nuevo a Hanna, intenta establecer contacto visual con ella.

—¿Qué haces aquí, Hanna?

Ella apenas le dirige una breve mirada. A la luz del Ángel, sus ojos resultan inexpresivos.

—Lo siento —contesta con la vista bajada—. Pero encajabas a la perfección… Tú puedes salvar a Ivan, al cargar con la culpabilidad de los crímenes que se le imputan.

—No lo haré.

—Sí, lo harás… No es la primera vez que secuestras a un niño.

Jan comprende. Hanna lo ha elegido a él. Lo convertirá en un asesino, y la policía lo encontrará muerto junto a una antigua víctima y otra nueva, mientras ella y su Rössel desaparecen en la noche. Este puede estar de vuelta en el hospital en una hora, y con un poco de suerte, nadie habrá notado su ausencia.

Folie à deux
. Locura compartida. Amor por encima de los muros. Jan recuerda la advertencia del doctor Högsmed sobre los riesgos de acercarse demasiado a los psicópatas, y mira a Hanna.

—Te perdiste en el bosque.

Ella niega con la cabeza.

—Sé lo que hago —contesta ella—. Con esto conseguiré liberar a Ivan. Tú harías lo mismo por tu Rami.

Jan no responde.

Solo piensa en Leo. ¿Qué puede hacer para salvarlo?

—Hazlo ahora, Hanna —ordena Rössel, y le ofrece el mango de la pala—. Demuestra lo fuerte que eres.

Hanna se queda un rato mirando la pala, y luego cierra los ojos. No se mueve.

—No puedo —dice con voz apagada.

—Es solo un cuerpo —replica Rössel, y sigue alargándole la pala—. No siente nada.

—No puedo hacerlo.

Jan mira a Leo. Yace junto al agujero, aunque, a la luz del pequeño Ángel, Jan percibe un movimiento. La venda de los ojos le impide ver, pero, a pesar de lo que Hanna utilizara para dormirlo, cloroformo u otra cosa, el niño empieza a despertarse poco a poco.

Jan tiene que seguir hablando:

—A Rössel no lo soltarán, Hanna —dice—. Esta noche, al escaparse, mató a un vigilante… Ha degollado a Carl.

Ella vuelve rápidamente la mirada hacia Rössel.

—¿Es cierto eso?

—Hice lo que tenía que hacer —reconoce Rössel—. Y ahora te toca a ti.

Hanna no se mueve, pero mira la pala.

—No puedo.

—Sí —responde Rössel, alzando la voz.

Jan ve que Leo se mueve en el suelo entre las sombras. No se ha despertado del todo, pero le falta poco.

El Ángel se encuentra a unos metros de la pierna de Jan, es la única luz que ilumina la roca. Y aún más cerca, a su lado, se halla la otra pala.

Rössel suspira, y vuelve a sacar la botella. Le da un trago y cabecea.

—Yo me encargaré.

Jan alarga la mano y agarra la pala, mientras Hanna mira a Rössel.

—Ivan, no tenemos por qué…

Él la interrumpe en tono severo.

—No sigas, lo voy a hacer.

Ha llegado el momento de Jan, y al fin pasa a la acción. Se pone de rodillas con un solo movimiento y alza la pala con ambas manos, como si fuera un mazo.

—¡Leo! —grita en dirección al niño—. ¡Sal corriendo! ¡Corre!

Hanna se percata de lo que ocurre y Rössel comienza a girar la cabeza, pero Jan ya ha levantado la pala.

Y Leo se pone en pie y comienza a moverse.

Jan asesta un fuerte golpe.

La hoja de la pala impacta sobre la roca y rompe la bombilla del Ángel. Todo queda a oscuras.

La noche otoñal se apodera de la roca. La única luz visible proviene de las casas de abajo. Jan baja la pala y grita de nuevo:

—¡Corre hacia las casas, Leo!

Los tambores resuenan en su cabeza a un ritmo de varios golpes por segundo. No le queda mucho tiempo.

Ve el pequeño cuerpo moviéndose en la oscuridad, alejándose de la roca. Leo se ha quitado la venda de los ojos.

—¡Corre!

Jan se pone en pie apoyándose en el mango de la pala.

—¡No te muevas! —grita Rössel.

Se alza como una negra sombra ante Jan, blandiendo la pala a la altura del hombro. Y entonces golpea fuerte, como un jugador de tenis. Jan aguanta un par de embestidas interponiendo el mango de su pala, pero no tiene fuerzas para aguantar la tercera. Pierde la pala, que cae con estrépito sobre la roca.

Pero la de Rössel también ha quedado inservible, el mango se ha partido en dos. La tira a un lado y saca otro objeto del bolsillo, algo que agita ante sí.

No es el gas lacrimógeno: es la cuchilla de afeitar.

—Salta —ordena Rössel.

Jan retrocede alejándose de la mano armada; la pierna aún le duele y no le obedece del todo. Tropieza con una piedra o una raíz, peligrosamente situada cerca del borde. Desea creer que todavía hay suelo a sus pies, pero el vértigo se apodera de él.

Rössel se acerca con la cuchilla levantada. Ataca con rapidez, y Jan siente un escozor en la mano y empieza a sangrar. Le ha cortado varias venas del dorso.

Rössel alza la cuchilla un poco más.

—Salta —repite—. Quizá así te salves.

Pero Jan no retrocede. Sin apartar la mirada de la mano de Rössel que le apunta con la cuchilla, tantea debajo del jersey. No tiene ninguna arma, pero conserva las esposas de plástico que le quitó a Carl. Son finas, pero tienen fuertes cierres capaces de aprisionar y retener.

Saca una de las bridas y se lanza hacia la cuchilla.

Rössel no se mueve con suficiente rapidez. Jan le atrapa la mano con la suya y consigue pasar la brida entre ambas. Solo con tirar de la cinta de plástico, su muñeca queda presa junto a la de Rössel. Ahora Jan puede controlar la cuchilla y mantenerla alejada.

Rössel respira con dificultad en la oscuridad y tira con fuerza. Intenta cambiarse la cuchilla a la mano izquierda para liberarse de la brida de plástico, pero Jan también consigue sujetársela.

Se agarran entre sí como si bailaran sobre la roca, no pueden escapar. Jan tiene preso a Rössel, y Rössel a Jan.

Rössel intenta zafarse, pero Jan no lo suelta.

Cierra los ojos. Confía en que Leo haya escapado. Espera que haya oído su grito y haya corrido cuesta abajo, hacia las luces.

—¡Ríndete! —exclama Rössel—. Vas a morir.

Su voz jadeante ya ha dejado de ser suave. El depredador que se ocultaba tras la máscara de afable profesor ha resurgido.

Le cuesta mantener el equilibrio, y no consigue soltarse de Jan.

Este abre los ojos.

Se aproximan despacio hacia el precipicio, fuertemente abrazados. Resuellan al compás.

—¡Ahora, camarada! —grita Rössel.

Jan está perdiendo la pelea y va a ser empujado al vacío. Y no puede agarrarse a nada. Solo a Ivan Rössel.

Se gira al borde del saliente buscando ayuda. Leo ha desaparecido, solo queda una figura junto al pino. Es Hanna, que permanece inmóvil sobre la maleza, observándolos. Paralizada, sin hacer nada.

Pero Leo ha escapado. Ha huido del depredador, hacia el bosque. Es fuerte y se salvará.

Jan se siente feliz con esa victoria.

Presiente que la roca se acaba detrás de él, pero ya no duda. Tan solo tiene que dar un paso atrás en la oscuridad.

Lo da, y arrastra consigo a Rössel por el precipicio.

56

—¿Cómo estáis? —pregunta Marie-Louise.

Su pregunta no recibe respuesta.

Hanna está sentada en la sala, inmóvil, tan silenciosa como el resto del personal de la escuela infantil. No encuentra palabras. Ha regresado al trabajo e intenta parecer tranquila, pero apenas puede respirar. Han salido mal tantas cosas… Es como estar en medio de una tormenta, sin saber cuándo va a amainar.

Es miércoles. Calvero ha permanecido cerrado desde el caótico simulacro de incendio, y durante ese tiempo los rumores sobre Santa Patricia no han hecho más que crecer. Los periódicos han publicado lo sucedido, en la radio no han dejado de hablar del caso y las noticias de la televisión han mostrado imágenes de las puertas cerradas del hospital.

Marie-Louise no hace más preguntas. Gira la cabeza.

—El doctor Högsmed está aquí hoy para informarnos y aclarar las cosas. Creo que todos nosotros necesitamos… —Guarda silencio, no encuentra las palabras, y dice—: Adelante, doctor.

—Gracias, Marie-Louise.

Högsmed ha estado sentado a la mesa con la cabeza agachada, como si apenas hubiera dormido durante los últimos días. Pero endereza la espalda y empieza a hablar:

—Bueno… El fin de semana comenzó de manera dramática —explica—. Dramática y trágica. Como todos sabéis, el viernes por la noche realizamos un simulacro de incendio, pero la cosa se complicó más de lo previsto. La razón fue que hubo un incendio de verdad en la cuarta planta, justo antes de que comenzara el simulacro.

El doctor hace una pausa. Se hace un silencio alrededor de la mesa. Hanna mira por la ventana hacia el muro de hormigón de Santa Psico.

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