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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (16 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Permanece despierto en la oscuridad y se arrepiente de no haber abierto el sobre de Rettig. ¿Habría alguna carta dirigida a ella?

Lince

El tictac del reloj marcaba el paso del tiempo. Jan no lo podía oír, mientras avanzaba a toda prisa por el bosque, pero sentía que los segundos volaban. Tenía que ocuparse de tantas cosas en tan poco tiempo…

Las paredes de roca del barranco le rodeaban. Allí estaba la segunda flecha roja que había colgado la noche anterior. No había rastro de William en la maleza, ni indicios de que hubiera pasado por allí; sin embargo, no podía haber tomado otro camino.

Jan cruzó la verja de hierro abierta, y aminoró la marcha. Había llegado al desfiladero. Echó una ojeada.

Había colocado la última flecha roja bajo dos pesadas piedras en el suelo, a una veintena de metros del barranco. Señalaba monte arriba, hacia la puerta de hierro del búnker de hormigón.

No se veía al pequeño William por ninguna parte.

Mientras subía por la pendiente Jan sintió cómo la sangre le latía en las orejas como un tambor. Recorrió los dos últimos metros hasta la puerta de hierro deslizándose como un gato, tratando de no hacer ruido.

Llegó a la entrada del búnker, agachó la cabeza y escuchó.

Sí, había alguien en el interior. Un niño se sorbía los mocos. Jan confiaba en que no fueran de llanto, que tan solo se tratara de un niño pequeño moqueando por haber corrido por el frío bosque.

Alargó la mano en silencio y, desde fuera, cerró poco a poco la puerta de hierro. Despacio, despacio… Cuando estuvo cerrada del todo, corrió los dos cerrojos.

La noche anterior había escondido el control remoto en una bolsa de plástico debajo de una piedra, junto al búnker. Lo sacó y activó el robot. No lo podía ver, pero a través de las troneras escuchó su voz metálica distorsionada que resonaba en el interior.

«Espera aquí, William», dijo el altavoz del robot. «No pasa nada, espera aquí.»

Jan guardó el control remoto y esperó. Bajó la cuesta, empezó a correr hacia el barranco y arrancó la flecha roja, que estrujó y se metió en el bolsillo de la chaqueta. Hizo lo mismo con la segunda flecha. A continuación cerró la verja de hierro de golpe, salió del barranco y recuperó la última flecha de tela.

Estaba sin aliento, pero no aminoró la marcha. Corrió cuesta arriba. Los tambores seguían retumbando.

Cuando regresó al claro donde había comenzado el juego, miró el reloj. Las tres y media. Le pareció que había pasado más tiempo, pero apenas llevaba diez minutos jugando al escondite con los niños.

De pronto, vio una chaqueta verde claro entre los abetos. Un niño pequeño agachado entre la maleza, intentando esconderse. Después vio a otro niño un poco más allá, y otro más.

Los tenía localizados, sabía perfectamente dónde estaban. También William se hallaba en su sitio. El plan funcionaba, ahora tenía que relajarse.

Sonrió, se llevó las manos a la boca y las ahuecó:

—¡Atención! ¡Os estoy viendo!

22

El viernes, antes de empezar su turno de noche, Jan coge una taza de café vacía y abandona el apartamento. No va a salir, solo baja dos pisos hasta la puerta del vecino con la placa: «V. LEGÉN».

No se oye sonido alguno a través de la puerta de Legén, Jan ha llamado dos veces y nadie ha abierto. Vuelve a intentarlo.

Por fin obtiene respuesta, y la puerta rechina. Légen había cerrado con cerrojo, pero ahora la entreabre un poco.

—Hola —saluda Jan, y muestra la taza.

El vecino no responde.

—Me llamo Jan Hauger… vivo aquí arriba —prosigue Jan—. ¿Me puede dejar un poco de azúcar para hacer un bizcocho?

Legén clava la vista en él como haría un maltrecho boxeador al encontrarse con su archienemigo. No está de buen humor. Pero toma la taza, da media vuelta y se aleja por el pasillo. Jan traspasa el umbral y asoma la cabeza.

El interior está oscuro, desordenado, huele a tabaco. La bolsa de tela que vio la última vez en el sótano se encuentra tirada en el suelo, junto al zapatero. Ahora el texto se ve claramente: «LAVANDERÍA SANTA PATRICIA».

Tenía razón.

Jan sonríe satisfecho cuando Legén regresa con la taza medio llena de azúcar.

—Perfecto. Muchas gracias.

Está a punto de proseguir, señalar la bolsa de tela y decir que él también trabaja en Santa Patricia, pero Legén asiente con la cabeza y cierra la puerta apresuradamente. Al correrse, el cerrojo emite un clic.

Jan regresa a su cocina y tira el azúcar a la basura.

A las nueve de la noche coge la bicicleta para ir al trabajo, y durante todo el camino piensa en el sobre que dejó en la sala de visitas la noche anterior. A estas alturas Rettig ya debería haberlo recogido y eso habría afectado a los pacientes, aunque no sabe cómo.

Pero nada ha cambiado. El muro de hormigón sigue rodeando el hospital y los focos están encendidos. Al llegar a la escuela infantil todo sigue como de costumbre. Esta noche lo espera Lilian, los niños ya se han dormido.

—Hola, Lilian.

—¡Hola, Jan!

Lilian parece cansada, pero habla en voz alta y efusiva. A veces se diría que los niños le tienen un poco de miedo, a pesar de que le gusta jugar con ellos. Jan cree que transmite cierta tensión y fragilidad.

—¿Preparada para el fin de semana? —pregunta él.

—Sí.

—¿Vas a salir a divertirte?

—Claro.

Pero no se muestra muy interesada en charlar. Lilian se pone el abrigo a toda prisa, sin preguntarle a Jan qué hará ni desearle un buen fin de semana. Le lanza una rápida mirada y se va a casa.

Jan vuelve a quedarse solo, y se prepara para pasar la noche.

Entra a ver a los niños dormidos en su habitación. Realiza las típicas rutinas nocturnas, se cambia de ropa, se acuesta como de costumbre a las once, es incapaz de dormir. Hace demasiado calor en la escuela, el sofá cama resulta pequeño e incómodo, y en la cocina hay una tarjeta magnética que le echa de menos. Y él a ella, aún más.

Jan suspira en el silencio de la oscuridad. Pero se quedará en la cama. No va a bajar al sótano. Ahora sabe que no se puede entrar en el hospital.

La puerta de la sala de visitas está cerrada. Pero Rettig debe de tener una llave, si ha sido capaz de entrar a recoger el sobre que Jan escondió bajo el sofá.

¿Los pacientes habrán recibido ya sus cartas? Seguramente. Quizá Lars Rettig ande de puntillas por los pasillos repartiéndolas.

Jan se da la vuelta en la cama y sigue imaginando que encuentra un camino secreto al interior del hospital.

¿Quizá a través del refugio del sótano? Tiene dos salidas, y él solo sabe adónde conduce una de ellas. Ni siquiera está seguro de que se pueda abrir la puerta. Quizá conduzca al hospital o a una pared ciega. Si no baja y lo comprueba nunca lo sabrá.

Son las doce menos cuarto. Los niños duermen, y la tarjeta magnética del sótano lo espera.

Santa Psico se encuentra allí fuera, como una imponente montaña que, por su propia naturaleza, invita a ser escalada. Como el monte Everest. Pero muchos escaladores han muerto en el Everest…

No, es mejor pensar en el hospital como en una cueva que haya que explorar. Jan nunca ha oído que haya muerto alguien en una cueva, aunque seguramente haya ocurrido.

Se decide. Aparta la manta y se incorpora en la oscuridad.

Solo echará un vistazo rápido, y luego podrá dormir.

Diez minutos después se encuentra en el pasillo del sótano. Lleva el Ángel encendido en el cinturón, ha prendido la luz y ha bajado las escaleras. No se ve luz en la ventanilla, el ascensor está en el piso de arriba, pero no pulsa el botón para llamarlo. Continúa por el pasadizo, dobla la esquina y se acerca a la puerta de acero.

Está cerrada y el cartel sigue allí («¡Esta puerta debe permanecer cerrada!»), pero Jan agarra con firmeza el enorme picaporte y la abre. Recuerda dónde se encontraba el interruptor y enciende la luz.

El refugio está igual que cuando lo visitó por primera vez. Una moqueta, unos cojines y muebles. Nadie ha pasado por allí. ¿O sí? El colchón ahora está en el suelo: ¿la última vez no lo vio apoyado contra la pared? No se acuerda.

Todo está en silencio. Entra con cuidado. Deja la puerta de acero abierta y se dirige al otro extremo de la habitación. Es la salida que quizá conduzca al hospital, otra puerta de acero con un largo picaporte.

Jan lo agarra y lo baja. El picaporte cede unos centímetros, y luego se atasca. Se pone de puntillas, tensa los brazos y aplica toda su fuerza para mover la manija, pero no lo consigue.

El hospital no le deja entrar.

Respira hondo, mira alrededor… y aguza el oído.

Un sonido. Una pequeña vibración en el suelo.

Se empieza a oír un zumbido siseante en el sótano. Llega a través del muro de hormigón. Al principio, Jan no comprende de qué se trata, pero luego lo reconoce. Un motor.

El sonido siseante se vuelve cada vez más intenso.

Jan cae en la cuenta de que se trata del sonido del motor del ascensor. El ascensor está bajando desde la sala de visitas al sótano.

Jan suelta el picaporte. Escucha.

El ascensor se detiene emitiendo un chirrido. Durante un momento no se oye nada… y luego Jan oye cómo se abre la puerta. Alguien ha entrado en el pasadizo del sótano.

23

Jan permanece inmóvil entre las cuatro gruesas paredes del refugio.

«Decídete», piensa.

Todo lo que hizo cuando se abrió la puerta del ascensor fue alargar la mano y apagar la luz, para que no lo descubrieran. Pero desde entonces se ha quedado clavado en el suelo.

Escucha completamente quieto, sin saber qué hacer. Todos los sonidos que oye llegan desde el sótano, rebotan en las afiladas esquinas y resuenan entre las paredes de piedra.

Reconoce con claridad la puerta del ascensor que se cierra, cree oír pasos sobre el hormigón del pasadizo. Silenciosos pasos que se alejan.

Alguien ha salido del ascensor y camina con calma por el pasadizo.

Se dirige a la escalera que conduce a Calvero.

Donde duermen los niños, Leo, Mira y Matilda.

Jan tiene que moverse, y al fin lo consigue. Da media vuelta y regresa por el pasadizo. Su sombra se mueve por la pared. Uno, dos, tres pasos.

Pero, de pronto, se apaga la luz frente a él. Su sombra desaparece, el pasillo se sume en la oscuridad.

Jan comprende lo ocurrido: la persona que ha salido del ascensor ha subido la escalera y ha apagado la luz.

La puerta de la escuela infantil chirría al abrirse, y a continuación se cierra. El visitante de Santa Psico debe de tener una tarjeta magnética.

El visitante está dentro de la escuela. Y Jan, el responsable de los niños, está atrapado.

Conserva su tarjeta y puede salir, pero no es suficiente.

Necesita un arma. Algo para poder defender a los niños y a sí mismo, cualquier cosa. Busca a tientas en la oscuridad, encuentra una botella de vino vacía en el suelo y la coge.

Le servirá como maza. Podría sujetar la botella por el cuello con el brazo extendido y blandirla.

El pasadizo está a oscuras —excepto por una suave luz amarilla procedente de la ventanilla del ascensor—, y Jan se mueve con cuidado pegado a la pared, hacia la escalera.

Casi ha olvidado el Ángel de su cinturón, pero de repente oye un sonido metálico procedente del pequeño aparato.

Un chirrido, y luego algo que parece una respiración. Es el ruido de alguien que ha entrado en el dormitorio de los niños.

Hay alguien en el cuarto de los niños.

El corazón de Jan comienza a latir desbocado, y acelera el paso.

El doctor Högsmed le ha asegurado que la mayor parte de los pacientes del hospital son inofensivos. Sin embargo, a su mente solo acuden los peligrosos. Piensa en Ivan Rössel, el asesino. Y en la anciana Margit y su escopeta humeante…

«Joder.» Camina por el pasadizo del sótano con pasos cortos y apresurados, tanteando las paredes. Bajo sus dedos, el hormigón parece papel de lija.

Oye un ruido sordo: su mano ha tirado uno de los cuadros infantiles, pero no se detiene.

De repente, sus zapatos chocan contra algo duro. La escalera de hormigón. Alza un pie y luego otro y sube con cuidado, paso a paso, hasta que su mano alcanza la puerta del sótano. Pero está cerrada.

Jan tiene que abrirla, pero, de pronto, no recuerda el código. Se ha quedado en blanco. La fecha de nacimiento de Marie-Louise, pero ¿cuál era exactamente?

«¿Cuál?»

Sube el volumen del vigilabebés y oye ruido de pasos, como si alguien se moviera entre los niños dormidos. El visitante de Santa Psico.

«El código… ¿cuál era el código?»

Jan debe concentrarse. Se relaja e intenta recordar las cifras. Y estas aparecen en su cabeza, una tras otra. Tres, uno, cero, siete. Palpa en la oscuridad y pulsa los botones, pasa la tarjeta por el lector magnético y la cerradura emite un clic.

Abre la puerta con cuidado, con la botella en alto.

La escuela infantil ahora está en silencio.

Avanza dos pasos y sale del guardarropa, se da media vuelta y ve que la puerta de la habitación de los niños está abierta de par en par. Él la había dejado cerrada.

La mano de Jan que sujeta la botella está sudorosa.

Tres niños duermen, Leo, Matilda y Mira: él los ha abandonado. Contiene la respiración y se mueve haciendo el menor ruido posible hacia el umbral.

Una habitación oscura.

Echa una ojeada y espera descubrir una gran sombra agachada junto a las camas, pero no ve nada.

Nada se mueve. Los tres niños duermen tapados por las mantas, y respiran con tranquilidad. Jan entra de puntillas y escucha, pero la habitación es pequeña y nadie puede esconderse en su interior.

No hay nadie. ¿Adónde habrá ido el visitante del hospital?

Jan abandona la habitación, cierra la puerta y enciende la luz del recibidor. A continuación recorre todas las habitaciones de la escuela infantil e inspecciona cada rincón, pero no encuentra visitante alguno.

Finalmente regresa al recibidor. La puerta de la calle está cerrada, pero al bajar el picaporte nota que la llave no está echada. Alguien la ha abierto y ha salido.

Jan abre la puerta y observa el jardín, pero no ve a nadie.

—¿Hola? —grita en medio de la noche, sobre todo para oír su propia voz.

No obtiene respuesta. El jardín está vacío; la calle, al otro lado, desierta.

BOOK: El guardián de los niños
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