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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (12 page)

BOOK: El guardián de los niños
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El sótano. El camino al interior del hospital… aunque no resulte tan sencillo, porque allí abajo hay puertas cerradas con llave. Y la puerta del sótano también está cerrada con llave.

Jan piensa un rato en la puerta. En el pasillo del sótano, y en el túnel.

A continuación regresa a la cocina y abre uno de los cajones. Allí están las tarjetas magnéticas. Toma una de ellas.

¿Recuerda el código? Por supuesto, la fecha de nacimiento de Marie-Louise. Ha llevado y recogido a una docena de niños y ha marcado el código, por lo menos, veinte veces desde que llegó a la escuela infantil. Ahora vuelve a hacerlo. Luego introduce la tarjeta magnética, y la cerradura emite un clic.

Se abre. Así que también funciona por la noche.

La empinada escalera parece un precipicio o la boca de una cueva que conduce directamente al subsuelo. Allí abajo reina la oscuridad, aunque no del todo. Una débil luz se vislumbra al fondo del pasillo.

La luz del ascensor que conduce al hospital.

Jan duda y echa un rápido vistazo alrededor. El guardarropa está desierto, claro: él ha cerrado la puerta de la calle cuando Marie-Louise se ha ido a casa.

Se inclina hacia delante, alarga la mano y pulsa el interruptor. Los tubos fluorescentes comienzan a parpadear en el pasillo del sótano. La empinada escalera se perfila con claridad, y a sus pies la alfombra se extiende como si le diera la bienvenida hasta el ascensor. La puerta no se ve, pero si Jan descendiera cuatro o cinco escalones, con toda seguridad la descubriría allí a lo lejos.

«Rami, ¿estás ahí?»

Baja dos escalones y se detiene, agarrado al pasamano. Aguza el oído. No se oye sonido alguno, ni delante ni detrás de él.

Da un paso más, y tres más rápidos.

Por fin ve la puerta del ascensor. Como la pequeña ventana está iluminada sabe que el ascensor se encuentra en el sótano. Esperándolo.

Jan da un paso más.

Pero a las piernas les cuesta avanzar cada vez más. Se trata de una barrera mental. Piensa demasiado en los niños, en Leo, Matilda y Mira: están durmiendo en la escuela infantil y él es el responsable, igual que hace nueve años era el responsable de William.

No va a poder. Lanza una última mirada al túnel de acceso al hospital, y sube las escaleras.

Al regresar a la planta baja cierra la puerta tras sí y se asegura de que quede bien cerrada. A continuación apaga todas las luces, menos la lámpara de noche del recibidor, y se acuesta. Cierra los ojos en la oscuridad y respira hondo.

Pero no resulta fácil conciliar el sueño. Imposible. Ahora que está a oscuras, a Jan le parece que la escuela infantil está repleta de sonidos. Chasquidos, pasos, susurros… Algún interno anhela abandonar el hospital, alguien que desea que él acuda.

Alice Rami.

Jan cierra los ojos, pero ella lo observa con ojos brillantes.

«Ven, Jan. Quiero verte.»

No se da cuenta de que se ha dormido hasta que el despertador empieza a zumbar. El visor muestra las 06.15. Fuera aún está oscuro, pero pronto amanecerá. Observa las frías paredes de la habitación y comprende que se encuentra en el pequeño cuarto de empleados de la escuela infantil.

Es hora de despertar a Leo, Matilda y Mira.

Su primer turno de noche en Calvero ha finalizado, pero le esperan muchos más; y cuando Jan sale de la cama se le ocurre, de pronto, una idea para poder bajar al sótano por la noche sin tener que preocuparse por los niños.

Compraría un canguro.

Lince

Era miércoles por la tarde, hora de salir de excursión en la guardería. Cuando Jan y Sigrid partieron con diecisiete niños, el reloj marcaba la una y veinticinco. Quedaban por lo menos cuatro horas antes de que anocheciera, así que tenían tiempo de sobra. El grupo debía regresar no más tarde de las cuatro.

Ese día hacía once grados, estaba nublado pero sin viento. Cuando se reunieron junto a la verja, Jan observó que a Sigrid la rodeaban nueve niños de Oso Pardo. El pequeño William se encontraba entre ellos, vestía una chaqueta de otoño azul oscuro con rayas reflectantes blancas, y un gorro de lana amarillo chillón.

Jan llevaba a ocho pequeños de Lince. El grupo se componía de nueve niños y ocho niñas, y el conjunto era impredecible; al salir, como de costumbre, los niños estaban excitados. Cuando abandonaron el camino y se internaron entre los abetos, el bullicio fue en aumento. El grupo serpenteaba entre los árboles, los niños gritaban, saltaban y se agarraban unos de otros. Daba la impresión de que en cualquier momento podrían echar a correr en todas direcciones.

Los niños deberían haber ido en fila, de la mano, pero Sigrid iba caminando y jugueteando con el móvil y no parecía darse cuenta del desorden reinante. Jan vio que había recibido un mensaje con muchos signos de admiración, quizá de un amigo.

Él tampoco intentaba poner orden en el grupo.

—¡Venga, vamos! —gritaba de vez en cuando, y aceleraba el paso.

Los niños seguían el ritmo y en solo un cuarto de hora llegaron a la pendiente y se adentraron en el bosque. Los abetos estaban ahora más cerca, el camino se estrechó.

—Jan, ¿sabes dónde estamos?

Sigrid había cerrado el móvil y parecía observar el bosque por primera vez.

—¡Claro! —Le sonrió—. Me oriento bastante bien. Si seguimos por aquí pronto llegaremos a un claro… Ahí podremos parar y merendar.

Y así fue, dejaron atrás los abetos y llegaron a un gran calvero circular. La luz regresó y el grupo se tranquilizó.

La merienda se componía de bollos de canela y zumo de fresa. A estas alturas los niños estaban bastante cansados, resultó fácil hacer que se sentaran y comieran juntos. Pero, una vez que se acabaron el zumo, cobraron nueva energía. Regresaron a la maleza, entre gritos y empujones.

Jan consultó el reloj, eran las tres y veinte. Buscó la mirada de Sigrid y sintió cómo le latía el corazón cuando preguntó, con total inocencia:

—¿Jugamos un rato más, antes de regresar a la guardería?

Sigrid aún se sentía con ánimos.

—¡Sí, claro!

—Nos podemos dividir —propuso Jan—. Tú juegas con las niñas y yo me encargo de los niños.

Ella asintió, y Jan se dirigió a los niños.

—¡Vamos a jugar!

Reunió a William Halevi y a los ocho niños restantes.

—¡Nos vamos!

Como si fuera un sargento de marines, se puso al mando y se llevó a los niños por el sendero, adentrándose en el bosque.

16

Son pequeños y blancos, de plástico duro, y parecen unos walkie-talkies baratos. Babywatchers, o intercomunicadores para monitorizar a los bebés. Los hay de muchas marcas, pero el modelo que Jan sostiene entre las manos se llama Angelguards. Ángeles de la Guarda.

—Este es el modelo más vendido —informa el dependiente—. Angelguards es muy fiable, la batería de nueve voltios dura semanas y usa una frecuencia distinta a la de los móviles y las radios. Además, lleva incorporada una luz, que también se puede usar como linterna.

—¡Estupendo! —exclama Jan.

Se encuentra en una tienda repleta de artículos para niños: ropa, libros y cochecitos. En ella venden toda clase de protectores y barreras, cerraduras y alarmas para los más pequeños —cucharas ergonómicas, baberos reflectantes y pequeños tubos que pueden aspirar los mocos de la nariz de un bebé—, pero a Jan solo le interesa una cosa: los vigilabebés.

—¿Qué alcance tienen?

—Un mínimo de trescientos metros —responde el dependiente—, en todo tipo de condiciones.

—¿También a través del acero y el cemento?

—Por supuesto… Las paredes no representan ningún problema.

Jan compra los Ángeles de la Guarda. El joven dependiente cree que él es otro padre preocupado más, pues le guiña un ojo y dice:

—Los Ángeles son unidireccionales: usted oye al niño, pero el niño no puede oírles a ustedes.

—Perfecto —replica Jan.

—¿Es niño o niña? —pregunta el dependiente.

—Bueno, hay de todo… y de distintos padres —se apresura a responder—. Tengo tres.

—¿De sueño ligero?

—No, suelen dormir bien… pero quiero estar seguro.

—Por supuesto. —El vendedor introduce los Ángeles en una bolsa de plástico—. Son trescientas cuarenta y nueve coronas.

Por la noche Jan acude en bicicleta a la escuela infantil con los Ángeles en la mochila. Piensa si debería mostrarle los aparatos a Marie-Louise —quizá enseñárselos con el mismo entusiasmo que el dependiente—, pero sin duda le harían tan poca gracia como un par de televisores. Así que, cuando llega al trabajo a las nueve y media en punto, no dice nada, cuelga la mochila en su taquilla y comienza su turno.

Matilda, Leo y Mira también duermen tranquilos esta noche, y Marie-Louise no se queda mucho rato. Quizá ha comenzado a confiar en Jan.

—¿Te has notado cansado hoy?

—Un poco somnoliento.

—¿No dormiste bien anoche aquí?

—Sí, claro. Y los niños también.

Marie-Louise se va a las diez menos cuarto para coger el autobús, y Jan cierra la puerta cuando ella sale.

Observa que también la puerta del sótano está cerrada.

Se encuentra de nuevo solo, solo con los niños.

Las mismas cuatro ventanas sin cortinas en lo alto de Santa Patricia están iluminadas como el día anterior: está seguro de que se trata de un pasillo que tiene la luz encendida durante toda la noche, al igual que la lámpara de la escuela infantil.

Jan deja de observar el hospital, esta noche tiene muchas otras cosas que hacer. Pone en orden las botas del guardarropa, escucha las noticias deportivas en la radio (con poco volumen, para no despertar a los niños) y se toma un sándwich y una taza de té en la cocina.

Pero se pasa todo el tiempo pensando en la gran compra del día: los Ángeles.

Después de que el reloj marque las once, los saca de la mochila de la taquilla y abre la puerta del dormitorio de los niños.

El interior está a oscuras. Los niños duermen inmóviles bajos sus pequeñas mantas, y Jan entra en la habitación de puntillas. Se queda parado un minuto en la oscuridad y escucha la débil respiración de las criaturas. Un sonido tranquilizador.

Entonces enciende uno de los Ángeles, el emisor, y lo cuelga de un gancho que hay en la pared entre las camas de Leo y Matilda.

Leo se revuelve un poco en la cama y murmura algo en voz baja, pero sigue durmiendo.

Jan sale de la habitación de puntillas. Una vez fuera enciende el otro aparato, el receptor. El altavoz de la parte frontal es pequeño y redondo, y está en completo silencio. Cuando Jan se lo pega a la oreja apenas percibe un débil zumbido. Sube y baja de intensidad, como si fueran pequeñas olas que rompen suavemente contra una playa sinuosa. Lo más probable es que lo que oye sea la respiración de los niños… al menos, eso espera.

Da una vuelta por la casa con el Ángel en el cinturón, prepara la cama y se lava los dientes.

Siempre puede tratar de convencerse de que los Ángeles de la Guarda son para tener a los niños controlados mientras duerme, pero aun así, a las doce menos cuarto, coge una tarjeta magnética de la cocina y abre la puerta del sótano.

Enciende la luz de la escalera, mira abajo y, de repente, recuerda un par de estrofas de Rami.

Espero y añoro,

el reloj repica,

una mirada, una respuesta, un baile,

tú estás allí en alguna parte…

Jan desciende un escalón. Solo bajará a echar un vistazo.

Escucha. Todo está en silencio: también el pequeño altavoz del Ángel.

Baja las escaleras tranquilo y con cuidado, y llega al pasadizo.

«Aquí no hay cámaras.» Eso ha dicho Marie-Louise, que no hay cámaras de vigilancia en el sótano. Confía en ella.

Es invisible.

Su sombra le precede deslizándose bajo los tubos fluorescentes, pero Jan es invisible.

Las acuarelas aún cuelgan de la pared, pero la de las ratas está algo torcida. Endereza apresuradamente el marco.

El ascensor espera en el sótano, como si alguien lo hubiera enviado para él. Jan se detiene frente a la puerta y recapacita. Si entrara, pulsara el botón y subiera, directo a los pasillos de Santa Psico…

¿Habrá una cámara junto a la puerta del ascensor allí arriba? Quizá sí, quizá no. Lo único que tiene que hacer es subir, salir y ver qué pasa. Fingir que se ha equivocado de camino. O que es uno de los pacientes…

Pero Jan no abre la puerta. Escucha el Ángel, sube el volumen, permanece en silencio. Desea susurrarle un suave «¿Hola?» al altavoz.

«Usted oye al niño —había explicado el dependiente—, pero el niño no puede oírles a ustedes.»

Jan pasa de largo la puerta del ascensor y continúa por el pasillo. Da la vuelta a la esquina y se encuentra ante la de acero, la más ancha. La que conduce al refugio.

Alarga la mano, gira el pesado picaporte… y este cede. Lo sujeta con ambas manos, tira con más fuerza, y algo emite un clic. La puerta maciza se ha abierto, y la puede mover. Le cuesta, pero poco a poco se abre de par en par.

El refugio está completamente a oscuras. No hay ventanas.

Jan estira con cuidado un brazo y palpa la fría pared de hormigón. Da un paso hacia el interior de la habitación, sigue tanteando con la mano y al fin encuentra el interruptor. El tubo fluorescente empieza a parpadear en el techo. Se encuentra en un extremo de una habitación alargada y de techo bajo, como si fuera un amplio pasillo que se extiende unos doce o quince metros. Si estallara una guerra, aquí los enfermos tendrían que permanecer sentados.

Jan da un paso adelante.

Pero, un segundo después, resuena una voz entre las paredes de hormigón:

—¿Mamááá?

Jan se sobresalta. El grito metálico proviene del altavoz en su cinturón y suena como la voz de una niña. Quizá sea Matilda.

Contiene la respiración y escucha. No se oyen más gritos, apenas un zumbido, pero si los niños se están despertando no puede continuar aquí abajo.

Aunque se pone muy nervioso, la curiosidad lleva a Jan a echar un último vistazo al interior del refugio. Está casi vacío, recubierto de una moqueta azul y con las paredes pintadas de blanco, pero en el suelo hay un colchón y unos cuantos cojines.

Y a la izquierda, en el extremo opuesto de la habitación, Jan ve otra ancha puerta. También de acero, y está cerrada.

¿Tendrá un cerrojo? No lo puede apreciar.

¿Quién espera al otro lado? ¿Alice Rami? ¿Ivan Rössel, el asesino?

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