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Authors: Fran Ray

La siembra

BOOK: La siembra
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El Dr. Frost aparece muerto en el laboratorio de la Universidad de París, y junto al cuerpo se puede leer un mensaje sangriento que dirige las sospechas hacia los grupos ecoterroristas. Cuando, el mismo día, también aparece muerta la doctora Sylvie Harris. La enérgica comisaria Irene Lejeuve deberá enfrentarse a un complejo rompecabezas... ¿Existe una conexión entre ambas muertes? ¿Tiene el grupo empresarial Edenvalley, multinacional del sector farmacéutico, algo que ver? La peligrosa búsqueda de la verdad llevará a Ginebra, Noruega y, finalmente, Uganda, donde una siniestra enfermedad se expande rápidamente…

Fran Ray

La siembra

ePUB v1.0

jubosu
01.11.11

Título original:
Die Saat

Traducción: Irene Saslavsy

1.ª edición: marzo 2011

© 2010 by Bastei Lübbe GmbH & Co. KG, Köln

© Ediciones B, S. A., 2011

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Printed in Spain

ISBN: 978-84-666-4672-7

Depósito legal: B. 2.042-2011

Impreso por LIBERDÚPLEX, S.L.U.

Ctra. BV 2249 Km 7,4 Polígono Torrentfondo

08791 - Sant Llorenç d'Hortons (Barcelona)

Para Simona

Esta novela es una obra de ficción. Cualquier parecido con empresas, instituciones y/o personas vivas o muertas se debe a la casualidad.

Respetables lectores:

Quisiera invitarlos personalmente a leer
La siembra,
mi primera novela de suspense.

Como novelista, me fascinan los destinos humanos. En este relato combino las dramáticas historias de los personajes con acontecimientos funestos que podrían amenazar al planeta y, por tanto, a toda la humanidad: industrias agroquímicas que crean semillas genéticamente modificadas y pretenden ejercer derechos de propiedad sobre éstas. Al mismo tiempo, producen herbicidas que envenenan todas las plantas, excepto las suyas. ¿Cuál es el resultado? ¿Y a quién «pertenecen» las plantas, los animales e incluso las personas? ¿Quizás a las empresas multinacionales? ¿Acaso la ingeniería genética ha sido convenientemente investigada y es muy segura, tal como intentan convencernos? ¿Es que un gen del lirio de los valles o de una araña introducido en una patata o en el maíz resulta realmente inofensivo?

Mi novela trata de estas espinosas preguntas. Y de las personas que poseen el valor de buscar respuestas, incluso si han de enfrentarse a obstáculos aparentemente insuperables. ¿Cómo toman sus decisiones? ¿Se superan a sí mismas y traspasan límites o acaban por rendirse? ¿Lograrán imponerse a sus todopoderosos enemigos: las empresas y los científicos?

Los invito a acompañar al escritor Ethan Harris, mi protagonista, desde París hasta el ártico canadiense, pasando por Noruega y Gibraltar, en la búsqueda de los asesinos de su esposa Sylvie y los maquinadores de un diabólico complot.

Vibren de emoción junto a los demás personajes que han de superar peligros y dificultades: una ambiciosa periodista francesa, un valiente estudiante de medicina que trabaja en un hospital de la selva africana, una mordaz inspectora parisina y un asistente de laboratorio obligado a huir.

Espero haber despertado su curiosidad y que la lectura de mi novela los mantenga en vilo.

Saludos cordiales,

F
RAN
R
AY

Primera parte
1

30 de agosto, Johanesburgo

El clima de Johanesburgo es cálido y generalmente seco. La temperatura suele ser suave y ahora, en invierno, el termómetro a menudo alcanza unos agradables veinte grados.

Un brillante cielo azul se eleva por encima de los suburbios, donde se han trasladado la mayoría de las empresas en su huida de la delincuencia que afecta al centro de la ciudad.

Isaak Mthethwa aún recuerda la época en que los negros como él no podían acceder al centro. Hoy puede hacerlo, pero le causa temor. Es demasiado peligroso y él tiene apego a la vida, incluso cuando seguramente esas personas que desde hace cuatro días conduce de los hoteles al centro de conferencias no querrían vivir la suya. Todos los domingos, el reverendo dice «No podéis tirar la toalla», y eso supone cierta ayuda. Isaak Mthethwa enfila la entrada del hotel Park Hyatt Regency en el barrio de Gauteng. El anterior taxi acaba de arrancar y él ocupa su puesto. Ni siquiera tiene tiempo de apagar el motor, porque los próximos clientes ya lo llaman con señas. Dos hombres y una mujer, blancos, como casi todos los que ha conducido los últimos días. Isaak baja del vehículo, abre las puertas y, sin dignarse mirarlo, los pasajeros suben al taxi. El mayor de los hombres se sienta en el asiento del acompañante.

—A Ubuntu Village —dice con un acento extraño, y abre un maletín de cuero apoyado en sus rodillas. Tiene cabellos grises y rizados, peinados hacia atrás con gomina. Su mirada es severa, como la de un jefe de tribu temido por sus súbditos debido a los duros castigos que impone.


Yes
—contesta Isaak Mthethwa.

Aguarda a que el hombre y la mujer sentados atrás se pongan el cinturón de seguridad, arranca y enfila la Jan Smuts Avenue. Hoy ya ha hecho el recorrido hasta Ubuntu Village cuatro veces, transportando a participantes de la conferencia a los talleres, y luego ha vuelto a recogerlos para llevarlos a sus hoteles o al aeropuerto. Europeos, asiáticos y también un par de africanos. Gracias a Dios, todo discurrió sin problemas. La semana pasada, la gente de Fly-Taxi le rompió el parabrisas de un disparo. Por suerte acababa de agacharse para recoger el bolígrafo. Cuando el parabrisas estalló, Isaak se limitó a pisar el acelerador. A partir de entonces no volvió a aparecer por su zona, pero ahora no pueden hacerle nada, la guerra del taxi ha acabado. Hay policías y fuerzas de seguridad por todas partes y él es uno de los ochocientos taxistas elegidos por el Gauteng Taxi Council, porque es un buen conductor y sabe hablar inglés. Deberían celebrarse cumbres de las Naciones Unidas durante todo el año.

El semáforo está en rojo. Por el retrovisor, Isaak observa a la mujer. Lleva suelto su largo cabello oscuro. Las mujeres de los carteles de publicidad de champú tienen cabellos como ése; se imagina cómo ondearía si pusiera el aire acondicionado y el ventilador al máximo: serían como un velo sedoso. Recuerda a Charlene, pero se reprime con rapidez. Fue mejor así, al final sólo era un esqueleto.

El hombre sentado junto a la mujer, con la camisa blanca arremangada, lleva el pelo corto como un soldado. Tiene el cutis claro y cubierto de pecas, y no deja de secarse el sudor con un pañuelo, al que examina, dobla y vuelve a meterse en el bolsillo, sólo para volver a sacarlo un minuto después. «¡Como si tuviera que comprobar si África ya lo ha ensuciado!» El semáforo se pone en verde.

—... en seis años queremos estar firmemente instalados en el continente africano. Eso le costará varios cientos de millones a la empresa.

Isaak aguza el oído. Cientos de millones, ha dicho la mujer.

—No obstante, en lo que se refiere a la aceptación en África de los OMG, aún resulta imprescindible preparar el terreno.

Isaak echa un fugaz vistazo al retrovisor. Ella no debe notar que la mira. Él nunca ha oído hablar de los OMG.

El del pelo engominado se gira hacia atrás.

—No hay problema. Hoy, después de la reunión de las ONG, me reuniré con el secretario general de Naciones Unidas...

Otra vez ese acento extraño, Isaak no logra identificarlo.

—Si logramos convencerlo, también convenceremos a los demás africanos, y de todos modos los europeos lo veneran.

—¡Los europeos! —resopla el del pañuelo con desdén.

—Bien, Ted —dice la mujer—, no debemos menospreciar la opinión pública, como Bob no deja de recordarnos. Por eso no quiere apoyar nuestra empresa de manera oficial, sino...

—Don't forget Africa!
—la interrumpe Ted—. Sí, sí, lo sé: la lucha contra el sida, la tuberculosis, la malaria.

La arrogancia de esas personas asombra a Isaak. Para ellos sólo son palabras; para él, muchísimos muertos. El Mercedes que va delante aminora bruscamente y el taxista tiene que pisar el freno.

—Sorry
—murmura, pero ninguno de los pasajeros se percata de su brusca maniobra.

El del pelo engominado vuelve a girarse hacia atrás y dice:

—Bob opina que con ese dinero podría permitirse un viaje en globo alrededor del mundo, pero por desgracia sufre de vértigo.

La mujer sonríe y contesta:

—Cuando hables con el secretario general deberías destacar que renunciamos a los derechos de la patente. Por ahora no merecen la pena.

En el otro carril acelera una furgoneta e Isaak no oye la respuesta de la mujer, pero vuelve a echarle otro vistazo por el retrovisor antes de que se vuelva hacia la ventanilla.

—¿Por qué no nos ha acompañado James? —pregunta Ted.

—Se ha quedado en su rancho, prefiere encender la barbacoa —contesta ella.

—¡Sin dejar de ver con veneración a su tocayo James Stewart en las viejas películas que proyecta en sus habitaciones!

Todos ríen. Parece que no se toman muy en serio a ese James, piensa Isaak.

—¿Irás de safari mañana, Ted? —pregunta la mujer.

Ted, el del pañuelo, niega con la cabeza.

—¿Safari? ¿Fotografiar animales? —Suelta una carcajada desdeñosa—. Hace diez años cazaba leones. ¿Has cazado leones?

El engominado asiente con la cabeza.

—¡Por supuesto! Cuando tú aún ensuciabas los pañales. He cazado de todo: elefantes, antílopes, ñus, leones. —Suspira—. Eran otros tiempos.

—Que volverán —dice ella en voz baja, y mira por la ventanilla.

Empire Road: casi se pasa del cruce. Isaak se enfada un poco, le disgusta la manera en que hablan de las personas y de todo el continente.

—Deberíamos encargarnos de rematar el proyecto DRMA antes de las próximas elecciones —dice Ted, y vuelve a secarse la frente.

—No te preocupes, tenemos un buen hombre en África, ¿verdad? —replica ella y sonríe al de la gomina.

—El mejor —confirma éste.

—Tú también recibes bastante dinero —gruñe Ted.

El engominado sonríe a medias.

—Pues inténtalo tú, si quieres.

—Estamos convencidos de que tú eres el mejor para esta tarea —insiste ella.

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