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Authors: Fran Ray

La siembra (32 page)

BOOK: La siembra
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«Una caja fuerte. ¿A qué se deben todos estos misterios, Sylvie?»

—¿Del P. A. Greenfield Bank de Gibraltar? —pregunta Ethan.

—Entonces ya sabe de qué va. Bien. En general, una llave de una caja fuerte genera preguntas entre los deudos —dice Chéron, y suspira—. Es verdad que en dichas cajas se guardan todo tipo de cosas. Secretos, sabe usted. La gente tiene más secretos de lo que uno cree.

—¿Es que Sylvie, mi mujer quiero decir, dejó indicaciones sobre el contenido...?

—No —lo interrumpe Chéron con una irritante sonrisa compasiva. Su estado de salud no le incumbe a ese abogado—. Además de la caja fuerte, en el banco también hay una cuenta corriente a nombre de su mujer —añade, y saca una hoja.

—Éste es el estado actual a partir del día de su muerte.

Ethan la coge con la mano derecha, la que no está herida. Sylvie Harris figura como titular de la cuenta. Debajo aparece una cifra y, durante un momento, no logra despegar la vista de ella. «No, es imposible.»

—Si lo desea —dice Chéron con una sonrisa—, conservaré la llave hasta que usted abandone el hospital...

«No puede ser... ¿Por qué Sylvie no me dijo nada de esto?»

—Estupendo. —Chéron vuelve a guardar los documentos en la carpeta y se pone en pie—. Espero que no tenga que permanecer aquí mucho tiempo.

Se despide con el mismo apretón de manos con que lo saludó.

—Espere... —Ethan le agarra la mano. Ya no soporta permanecer inactivo en esta cama, encerrado en esta habitación, como si se hubiera caído del tiempo, como quien cae de un tren en marcha y ahora tuviera que volver a montar en él.

—Necesito un teléfono. Debo llamar a la madre de Sylvie.

—¿Quiere que me encargue?

—No. Consígame un teléfono y póngalo en la cuenta.

—Creo que en el hospital el uso del móvil está prohibido.

—La marca me da igual. ¡Y cómpreme algo de ropa!

—Oiga, Monsieur Harris —dice Chéron, haciendo una mueca—, he venido aquí por la herencia de su mujer. Lo que le ha ocurrido es horroroso, pero... pero... Lo siento, no quiero verme implicado en las investigaciones policiales...

—¡He de salir de aquí, Monsieur Chéron! ¡Alguien asesinó a Sylvie e intento descubrir a su asesino!

—Precisamente por eso debería permanecer aquí. En su estado, usted no puede...

—Sé lo que puedo. Tengo que salir de aquí. Le ruego que me haga ese favor, ¿de acuerdo?

El abogado lo mira fijamente, la sonrisa profesional ha desaparecido.

—¡Por favor! —Detesta suplicar, pero no le queda otro remedio.

Chéron sacude la cabeza.

—Ahí fuera hay un policía de guardia. Hay un montón de preguntas sin contestar... Usted no puede marcharse así, sin más, sin tener en cuenta su estado, claro...

—Monsieur Chéron —lo interrumpe Ethan—, le aseguro que usted no tendrá ningún problema...

—Soy abogado y notario, monsieur Harris. ¡No puedo permitirme semejante cosa, compréndalo!

—¡Chéron! —le espeta Ethan—. ¡Veinte mil!

—¿Qué...?

—Euros. Tiene mi palabra... y aún conserva la llave.

Chéron toma aire, se mira las manos y acaba por lanzar un suspiro de resignación.

—De acuerdo. Un pantalón, ropa interior, una chaqueta, zapatos, algo para ponerse por encima... ¿Cuál es su talla?

—La misma que la suya, supongo.

—Bien, ¿desea algo más?

—No. Sólo quiero evitar llamar la atención.

—¿Está seguro de que podrá arreglárselas por su cuenta?

—Sí, lo estoy.

Chéron vuelve a suspirar.

—¿Algo más? ¿Dinero?

—Sí, doscientos euros. —En el apartamento tiene más dinero en efectivo.

—¿Qué hay de su documentación, la llave de su apartamento?

—Tuve suerte. Las llaves estaban en el hotel, y mi cartera en el bolsillo del pantalón. —Recuerda el llavero que le entregaron y que ahora reposa en el cajón de la mesilla.

El abogado asiente con la cabeza, coge el maletín y se cierra la chaqueta de cuero, como si fuera a enfrentarse a un ventarrón.

—Esta tarde debería disponer de todo. —Le lanza otra sonrisa, pero ésta le cuesta un esfuerzo mayor que al principio.

Ethan mantiene la vista clavada en la puerta, aunque hace rato que se ha cerrado. Aún ve la cifra: un millón y medio de euros en efectivo.

«¿Quién eras, Sylvie?»

Hace casi dos semanas que arriesga su vida y puede que en parte sea culpable de la muerte de dos o tres personas... ¿y para qué? ¿Para descubrir los secretos de su mujer? Aparta la manta y, obviando el dolor en el brazo, el cuello y la nuca, se arrastra hasta la puerta. Tiene que activar su circulación. Esos condenados analgésicos lo hacen polvo, le quitan el dominio sobre su cuerpo. Abre la puerta, se asoma al pasillo por primera vez... y se topa con la mirada sorprendida del policía sentado en una silla junto a la puerta.

Ethan le calcula más de cincuenta.

—¿Está aquí para protegerme?

—Así es. —El policía sonríe y se pone de pie—. Usted es el escritor, ¿verdad? ¿Etan Arri?

—No. Se equivoca. —Ni siquiera considera que miente: se ha convertido en otro.

—Oh, mi mujer es un auténtico ratón de biblioteca —prosigue el policía.

Antes el comentario lo hubiera alegrado, pero ahora le resbala.

—¿Se pasa todo el día sentado aquí? —pregunta.

—Hasta las cinco, cuando me reemplaza un compañero.

—¿La inspectora Lejeune cree que corro peligro?

—Así es.

—¿Ha visto a alguien?

El otro sonríe y niega con la cabeza.

—Sólo a ese abogado, pero tenía permiso de Lejeune. Hace un momento pasó alguien de la unidad, pero le dije que usted tenía visita.

—¿Estoy detenido?

El policía vacila.

—Bueno, no debe abandonar su habitación. Vuelva a acostarse; a juzgar por su aspecto, un poco de descanso le vendría bien.

Ethan asiente. Así que está detenido. A lo mejor Lejeune sigue sospechando de él. Regresa a la habitación. De repente se siente mareado y tiene frío.

19

Hamburgo

Así que vivir solo es así, piensa Jelena cuando los camilleros sacan la camilla con el saco de plástico del apartamento. Schomerus era un hombre nada viejo, que no llamaba la atención. Nunca se lo preguntó, pero le parece que antes convivía con una mujer. La primera vez, cuando le mostró la tabla de planchar en el armario del dormitorio, vio la imagen de la mujer desnuda encima de la moto y le lanzó una mirada desconfiada. Pero él siempre se comportó correctamente y siempre parecía como ausente cuando se encontraba con ella, porque en general, cada dos semanas le dejaba los cuarenta y cinco euros que le pagaba por limpiar en la mesa de la cocina. Era bastante ordenado y no ensuciaba mucho. A menudo estaba de viaje. En cierta ocasión, de pie ante un mapamundi colgado de la pared de la sala y clavando una banderita en algún punto, le dijo que había viajado por todo el mundo.

¿Quién sabe cuándo ocurrió? ¿Cuánto tiempo estuvo tumbado muerto en el suelo de la habitación? Puede que a excepción de ella, nadie entrara en el apartamento. Aún huele a descomposición y quitarlo no será fácil, dado todo lo que se filtró en la alfombra de la habitación. No hubiera sabido cómo limpiarlo, debería haber recurrido a un limpiador especial, pero ¿cuál? ¿Hubiera salido si lo limpiaba con cloro?

20

París

Cuando Ethan vuelve a despertar, ve un rostro borroso.

—¿Y si me hubieran encargado matarlo? —La voz le resulta conocida.

—¿Es usted? —El abogado... ¿cómo se llamaba? Es como si su memoria se hubiera borrado.

Chéron, Mathis Chéron. Deja dos grandes bolsas de H&M encima de la cama.

—Envié a mi colega, ella siempre compra ropa allí para su novio.

—Gracias. —La ropa le es indiferente, siempre que le sirva para salir de allí—. ¿Y el móvil...?

El abogado lo saca del bolsillo de su chaqueta de cuero.

—No era muy barato —dice, y sostiene el iPhone con el pulgar y el índice.

—Gracias. Apúntelo todo en mi cuenta.

—Ya lo he hecho. Dicho sea de paso, he guardado mi número en la agenda, por si acaso —dice, deslizando el móvil en una de las bolsas—. Ya les he quitado el precio, así que no podrá cambiar las prendas, pero... no haga ningún disparate. Y no me involucre en este asunto. Si la policía pregunta de dónde...

El gesto de Ethan lo tranquiliza.

—Le deseo suerte —añade en voz baja y se marcha.

Cuando la puerta se cierra, Ethan echa un vistazo a las bolsas: cinco calzoncillos blancos, tres pares de calcetines negros, tres camisetas blancas y dos tejanos. Él sólo quería algo para salir del hospital y ahora tendrá que cargar con toda una maleta. La otra bolsa contiene una chaqueta de pana beige, unas zapatillas deportivas, un jersey de angora de cuello alto azul oscuro, el iPhone... y un sobre con diez billetes nuevos de veinte euros.

Las 15.55 indica el despertador. Ahora vendrán a tomarle la temperatura y la presión. Mete las cosas en las bolsas, añade la llave del apartamento y esconde todo debajo de la cama. Se abre la puerta.

—¿Cómo se encuentra? —No es la enfermera de los dedos fríos.

—¿Quién es usted? —Algo le resulta sospechoso. ¿El extraño acento? ¿El pantalón gris debajo de la bata? No todos los médicos llevan pantalones blancos...

El hombre se acerca. No, jamás ha visto a este médico, hubiera reconocido ese rostro plano y anguloso de nariz corta y ancha y un pelo rubio pegado al cráneo.

—Mi médico es el doctor Kapuscinski —dice Ethan. El hombre casi ha llegado hasta la cama—. No lo conozco. ¿Quién es usted?

El otro no contesta.

—¡Deténgase! —exclama Ethan y alza el brazo sano para apretar el botón situado encima de su cabeza, pero en ese instante el hombre se abalanza sobre él.

Ethan se arroja a un lado, cae al suelo y oye cómo se abre la puerta.

—¡Arriba las manos! —grita el policía.

Pero el supuesto médico logra esquivarlo y huye a toda prisa.

—¡Monsieur Aris! ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí —le asegura.

—¡Lo cogeremos! —dice el policía, y echa a correr.

Ethan saca las bolsas de debajo de la cama, se quita la bata del hospital, maldice porque moverse le cuesta un esfuerzo mayor de lo imaginado, pero logra ponerse los calzoncillos, los calcetines, el pantalón, los zapatos, el jersey y la chaqueta. Después sale con la bolsa medio vacía al pasillo. En el extremo izquierdo hay un grupo de enfermeras nerviosas, así que se dirige hacia el otro lado, hacia la escalera junto a los ascensores. Puede que visto desde atrás, con la bolsa en la mano, no llame la atención, en caso de que alguien se diera la vuelta. Al doblar una esquina casi choca con un carrito; evita el ascensor y baja por las escaleras. ¿En qué planta se encuentra? En la puerta pone 7. ¿Siete plantas? Bajará dos y después montará en el ascensor. Logrará bajar dos plantas, ¡qué diablos! Está cubierto de sudor y el corazón le late aceleradamente. Tras cuatro tramos de peldaños, abre la puerta de cristal que da a los ascensores. Hay una enfermera esperando, pero no lo mira. Las puertas se abren y él la deja pasar primero. No, dentro no hay nadie. Las puertas se cierran, enseguida estará fuera, cuarta planta. La luz de la tercera se enciende y el ascensor se detiene. Ethan contiene el aliento y se vuelve de lado para ocultar la herida del rostro. Las puertas se abren. ¡No! Allí están el policía, Lejeune y su ayudante discutiendo acaloradamente. ¿Cómo han llegado tan pronto? ¿Por qué han tenido que escoger este ascensor?

Las puertas se han abierto del todo. Podría salir con rapidez y pasar junto a ellos. Disfruta de una pequeña ventaja: no cuentan con encontrarlo allí, están seguros de que está tumbado en su habitación.

Sale del ascensor y pasa junto a ellos. «No te detengas, sigue caminando.» Oye sus voces mientras suben al ascensor. Cuando las puertas se cierran, suspira aliviado.

Baja andando. Una vez en el vestíbulo, se toma un breve descanso. Entran dos policías que no le prestan atención, pero Ethan no se siente a salvo hasta salir fuera y sentir el aire frío en el rostro. La sensación sólo dura un momento, hasta que una voz pronuncia su nombre.

—¿Ethan Harris?

Tendrá que conseguir que Yvonne Béri salga en la tele: ésa fue la condición que puso para darle la información.

Pero cuando llega a la clínica donde según Yvonne recibe tratamiento Ethan Harris, hay policías por todas partes y en la unidad las enfermeras afirman que Ethan Harris ha desaparecido de su habitación. Camille ha de hacer tres llamadas antes de conseguir su dirección, pero entonces, cuando pone en marcha su Pluriel color zarzamora para conducir hasta el apartamento de Harris, lo ve cruzar la calle hacia la parada de taxis delante de la clínica. Es rubio, ha visto su foto en internet y también en la librería ante la cual de vez en cuando encuentra un sitio para aparcar. Se parece un poco a Robert Redford de joven: el mismo pelo rubio de corte desenfadado, pecas y ojos azules. Es casi un milagro que logre reconocerlo: el lado izquierdo de la cara y el cuello están rojos y tiene los ojos hinchados, el pelo pajizo y revuelto. Tampoco se ha afeitado y su chaqueta de pana y los tejanos parecen nuevos. La bolsa de H&M que lleva bajo el brazo no encaja con él. Camille baja la ventanilla del acompañante.

—¿Ethan Harris? Soy Camille Vernet, de
ParisCult
y
Tout Menti!

Él la mira como si le hablara en chino.

—Vamos, suba, ¿o acaso quiere ir andando?

A sus espaldas aparece un coche de policía, está segura de que vienen por él.

—¡Vamos, aprisa! —exclama, y se dispone a abrir la puerta, pero Ethan ya ha notado la presencia de la policía y sube apresuradamente.

—Soy Camille Ver...

—Sí, ya lo ha dicho —la interrumpe en tono seco.

Ella le echa un vistazo: se aferra a la estúpida bolsa como si fuera un
airbag.
Camille acelera.

—Su cara me suena. Usted organizó esa tertulia televisiva.

El semáforo se pone rojo y tiene que frenar de golpe.

—¡Oiga! ¡No sobreviví a una explosión para morir en su coche!

—¡Disculpe! —«Dale tiempo, ha pasado por una experiencia atroz.» Pero, aunque le dé tiempo, Ethan no hablará si ella no insiste, así que le pregunta—: ¿Qué hacía la policía en la clínica? —Nota que su rostro permanece inmóvil. Tal vez se deba a las quemaduras.

—Salvarme.

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