La siembra (27 page)

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Authors: Fran Ray

BOOK: La siembra
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—Creo que en los años cincuenta existía un proyecto semejante. —La voz de Christian penetra en sus pensamientos.

—¿Ah, sí?

—Sí, lo financió una acaudalada familia estadounidense. No recuerdo si los Rockefeller... No, se llamaba Milward Foundation. Creo que se trataba del control de la natalidad. —Christian vuelve a bostezar, debe de haber dormido mal, y entonces Camille recuerda que sus hijos están resfriados. Ella no ha dormido en absoluto, pero es como si una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo mientras procura parecer normal.

—Véronique Regnard lo mencionó —dice Camille.

—¿La ecologista chiflada?

—Todo el mundo se vuelve loco en una prisión.

Él la contempla, ¿incluso sonríe con ironía?

—¿Adónde fuiste anteanoche?

Camille se ruboriza y replica:

—¿A qué te refieres?

Christian hace caso omiso de sus palabras y la observa con expresión curiosa y al mismo tiempo divertido.

—Te dije que quería irme a casa. —Camille trata de concentrarse en el ordenador, pero las imágenes de aquella noche se interponen.

—Montaste en una limusina negra,
ma chère
—dice él, sonriendo con descaro.

—¿Quién lo dice?

—Sabes que tengo mi red de espías —contesta, sin dejar de sonreír—. Déjame adivinar quién la ocupaba.

—Basta ya, Christian.

—¿Por qué, ahora que empieza a ser divertido?

—Puede que a ti te divierta. Sigamos con el trabajo.

—Oh la, la.
Pero si estás flotando en una nube rosada.

—¡Qué tontería!

—Bien, ¿quién era tu admirador? ¿Lo conozco?

—No —dice ella con una sonrisa exagerada.

—¿Al menos lo has pasado tan bien como conmigo?

—¡Cierra el pico, Christian!

—Vale, que haya paz. Pero...

—¿Qué? —pregunta en tono de irritación.

—¿Se trata de una nueva historia? ¿De un asunto delicado?

—¿Por quién me has tomado?

Christian enarca las cejas exagerando su sorpresa.

—¿Acaso no es así? No me malinterpretes, pero es el único motivo por el cual has llegado tan lejos...

Sus palabras son como puñaladas. Nunca quiso ser una de esas personas que sólo piensan en su propio provecho, que se dirigen hacia su objetivo caiga quien caiga, pero en algún momento, tras ser despedida, la necesidad de seguir siendo económicamente independiente y demostrarse a sí misma y a sus ex empleadores —y por desgracia también a su padre, su hermana y su cuñado— que podía tener éxito como periodista
freelance
y coeditora de la nueva revista, se volvió muy acuciante. Había rebasado límites... La aventura con Herb Ritter, aceptar la invitación del productor de la CBS de navegar en su yate a Cannes durante el festival de cine... No quiere recordarlo, a pesar de que el artículo sobre un magnate de la televisión publicado en
Tout Menti!
resultó bastante bueno.

—Echa un vistazo a la segunda página —dice él, y arroja un periódico sobre su escritorio.

Camille se alegra de que por fin cambie de tema. Esta mañana quiso leer la noticia sobre el asesinato de Jean-Marie Lappé en el periódico en la sala de espera del hospital, pero la interrumpieron.

—Al parecer, Lappé se encontraba en el apartamento del ayudante de Frost. Tal vez lo confundieron con él. En todo caso, Nicolas Gombert, el ayudante, ha desaparecido. —Christian ha encendido un cigarrillo y forma anillos de humo—. Se ha esfumado. Una empresa como Edenvalley, que fabrica productos tóxicos y que siempre ha negado su responsabilidad al respecto, que se limita a afirmar que sus productos son inocuos, carece de escrúpulos —añade, dando una profunda calada—. Y si el profesor Frost o unos maricas como ese Lappé o Nicolas Gombert interfieren con sus planes o sus ganancias, son eliminados fríamente.

Christian apaga el cigarrillo en el cenicero de mármol negro apoyado en su escritorio. Tres cigarrillos diarios, eso es lo que todos acordaron. Camille comprueba que es el segundo y arroja el resto de la manzana a la papelera debajo de su escritorio.

—¿No crees que tenemos prejuicios, Christian? ¿Que tomamos partido por la opinión del público y afirmamos que en el fondo los verdes son mejores que las industrias agroquímicas?

—Olvidas que durante la acción de esa Regnard murió un bombero. De acuerdo, puede que eso no fuera lo que ella se proponía, pero el asunto no la ha afectado en absoluto. Para ella, un río limpio tiene más valor que una vida humana, y eso nos conduce a una pregunta interesante: ¿por qué motivos se puede matar a alguien?

—Como mucho, por celos, y tal vez por venganza.

—¿Y por codicia?

—No.

—¿Y para salvar el mundo? —insiste él en tono desafiante.

—No se puede salvar el mundo sacrificando una vida humana.

—¿Quizá mediante un atentado?

—Vale, quizá. Si Hitler no hubiera existido, millones de personas aún estarían vivas. O si Stalin...

—Comparto tu opinión. Así pues, sería conveniente matar a los supremos responsables...

—Depende de las circunstancias... —replica ella.

—¿Y quién se toma la libertad de decidir quiénes son los responsables?

—Pues suele ser evidente.

—Ajá. Corrompemos el planeta. Por tanto... —simula cortarse el cuello con el canto de la mano— condenas a muerte, digamos, ¿a un millón de personas, mil millones, a lo mejor dos mil millones? ¿O tres? ¿O...?

—A veces tu cinismo resulta inaguantable, Christian.

Camille se pone en pie, se dirige a la cocina y coge el último yogur de soja de la nevera; comprueba que aún no está caducado y lo destapa. Titubea un instante y después lo pone del revés: nada, no parece contener OMG, organismos genéticamente modificados, lo cual no significa que no contenga restos de soja transgénica, como entretanto ha descubierto. Puede contener un 0,9 por ciento de material transgénico sin necesidad de indicarlo en el envase. Suspira y arroja la tapa del yogur al cubo de la basura.

—¿Y después? —oye a Christian. Se ha inclinado hacia atrás con los brazos cruzados detrás de la cabeza y le lanza una mirada de interrogación cuando ella regresa comiendo el yogur.

—¿A qué te refieres?

—A tu trayecto nocturno en la limusina negra, por supuesto. ¿Quién es?

—¡Olvídalo!

—Vale... ¿Y qué pasa con nosotros?

—Nada. Se acabó. Estás casado y tienes dos hijos. —El yogur no le agrada, pese a que antes siempre le gustó. Mete la cuchara en el envase medio lleno y lo deja en el escritorio. Después lo arrojará a la basura.

—Lo mismo dijiste la última vez —replica él.

—La última vez fue un error —dice ella, tratando de concentrarse en la pantalla.

—Vale. Se acabó —dice Christian, batiendo palmas.

Ella sabe que no habla en serio, para él sólo es un juego, un coqueteo con el peligro y los sentimientos de ella. Podría obligarlo a escucharla, pero sólo suspira y teclea «Milward-Foundation» en el buscador.

Dos horas después ha guardado todo lo importante en un archivo con el título «The Project» y hace el siguiente resumen:

En 1919 John W. Milward, un acaudalado miembro de una familia estadounidense, creó una fundación dedicada a la educación, la cultura, la salud y la alimentación. En 1926 se creó un programa especial denominado The Project destinado a eliminar rasgos hereditarios negativos de la población estadounidense. Por entonces era un empeño decididamente mundial (véase también políticas con respecto a los nativos del sur de África, Australia, Estados Unidos, por sólo mencionar algunos países, ideas arias en Alemania y los estados escandinavos, racismo).

El objetivo manifiesto de los defensores de dicha política consistía en la aniquilación sistemática de todas las líneas de sangre no deseadas, por ejemplo: negros, judíos, deficientes mentales, homosexuales, aborígenes, personas con enfermedades hereditarias. En 1946 este programa fue abolido oficialmente y la Milward-Foundation incorporó a sus actividades un programa de ayuda para la gente de color.

En la actualidad, la Milward-Foundation está considerada una organización benéfica con sede en Nueva York y, desde 2002, también en Ginebra. Hasta hoy, la fundación —cuyo valor en el mercado acaba de ser calculado en alrededor de dos mil millones de euros— actúa en el campo de la salud, de la producción de alimentos naturales, del arte y la cultura. El actual presidente es Frank J. Milward, nieto del fundador.

Camille se detiene. Producción de alimentos. Y en ese caso, ¿qué relación tenía con ello el trabajo del profesor Frost? Recuerda las uñas roídas de Véronique Regnard, la mirada perseguida, los ojos centelleantes y su terror a ser envenenada a través de la comida. Aunque siente una gran resistencia, no tiene otra opción.

—He de regresar a Ruán, Christian. ¿Puedes conseguirme otro permiso de visita?

—Un día te presentaré un libro con todos los favores que te he hecho.

—De acuerdo, yo también guardo uno para ti en mi cajón.

Él suspira y coge el teléfono.

—Papá, soy yo, Christian. ¿Has visto nuestro programa?... ¿Sí?... ¡Gracias!... Oye, es muy importante que...

Camille arroja la grabadora, el lápiz de labios y el móvil en el bolso, cierra el Notebook y lo guarda en el maletín.

7

Tromsø

Ethan se obliga a tomar un poco del abundante desayuno consistente en salmón ahumado, huevos, pan, tortilla y fruta. De lo contrario, el frío le dará hambre. Juguetea con la tortilla, pero no logra tragar más de tres bocados: no suele comer mucho por la mañana.

No logra quitarse de la cabeza la conducta de anoche de Aamu y sus palabras. Lo desconcertó, lo sorprendió... y lo chocó. Desde entonces no ha vuelto a verla.

Tras desayunar, llama al Instituto Genøk desde la habitación; allí le informan de que el profesor Hirsch llegó con demora de su viaje de negocios a Kuala Lumpur, que celebra una reunión importante y que sólo atenderá llamadas a partir de la una del mediodía.

Cuando llama a su puerta y Aamu no contesta, baja a recepción y pregunta si ha salido.

—La señorita Viitamaa se marchó esta mañana muy temprano.

Le desconcierta que haya abandonado con tanta rapidez. Primero aguarda durante horas en la escalera de su edificio y después se marcha sin despedirse; probablemente su rechazo le supuso una grave ofensa.

Se le pasará. Es mejor así, porque de todos modos no le hubiera permitido que lo acompañase a visitar al profesor Hirsch, pero... que ni siquiera se haya despedido o al menos dejado una nota...

Sólo da un breve paseo, hace frío y el día está nublado, echa un vistazo al Storsteinen y a los barcos que se mecen en el agua delante del hotel y después vuelve al hotel, a su habitación. Exactamente a la una y cinco llama a Hirsch, que contesta.

—Soy Ethan Harris. He de hablar con usted. Se trata del profesor Frost y de Sylvie, mi mujer, Sylvie Harris, Audry de soltera.

—¿Sylvie? ¿Qué le pasa?

—¿Así que la recuerda?

—Pues claro.

—Sylvie... mi mujer fue asesinada. —Las palabras le siguen sonando inverosímiles.

El otro hace una pausa y respira agitadamente.

—¿Profesor Hirsch?

—Sí, sí... Es que...

—Estoy convencido de que existe un vínculo entre la muerte de Sylvie y la del profesor Frost. Ambos hicieron el doctorado con usted, ¿verdad?

—No. No...

—¿No? —¿Se habrá equivocado?

—Quiero decir, sí. Lo iniciaron, pero no pudieron acabarlo. Tuvimos que suspenderlo... pero ¿cómo, cuándo y por qué mataron a Sylvie? ¿Es que acaso su mujer no le contó que vino a verme?

«¿Qué otras sorpresas me esperan? ¡Maldita sea, Sylvie!»

—¿Cuándo?

—A principios de año, a finales de enero. Después no supe nada más de ella.

«¿Por qué vino a verlo?»

—¿Puedo hablar con usted?

—Sí, por supuesto. Sólo que ahora estoy en medio de una reunión internacional... Venga a casa esta tarde, a las cinco.

Ethan no quiere volver a pasar por una experiencia como la de Parma.

—Asesinaron a dos personas a las que quería hacerles preguntas, profesor.

—No tengo miedo, me han amenazado a menudo —replica Hirsch.

—¿No sería mejor encontrarnos en el Instituto? —insiste Ethan.

—No, aquí no dispongo de tiempo. Además, me siento más seguro en casa.

Cuatro horas. Ha de matar el tiempo y da un largo paseo. Las aguas del fiordo están lisas como un espejo, durante unos minutos incluso asoma el sol detrás de las nubes y hace brillar el largo puente que comunica la isla con tierra firme. Almuerza un bocadillo de pescado y bebe un vaso de agua en un restaurante pequeño y sencillo. Se pregunta qué quería Sylvie de Hirsch. Recuerda que a él le habló de un congreso en Noruega. En esa fecha él tuvo que viajar a Zúrich y después no volvieron a mencionar el asunto.

Regresa al hotel, se sienta en el vestíbulo y hojea el
Observer.

8

Bali

La brisa nocturna agita las palmeras y refresca la terraza con techumbre de paja de la planta superior. Nicolas contempla el panorama: tras un seto se extienden arrozales verdes, al otro lado de la casa crecen hibiscos de flores rojas y franchipaneros de aroma dulzón. Uno se eleva delante de su choza, el otro está rodeado de gomeros y palmeras, y ese graznido, ¿no es el de un papagayo?

Durante todo el vuelo en un avión repleto procuró pensar sólo en lo venidero. En medio de la multitud en el aeropuerto de Denpassar fue consciente de que por fin había llegado, y el trayecto a través de la isla fue como inspirar una profunda bocanada de aire.

—Ponte cómodo, Nicolas.

Pierre, envuelto en un sarong, le coloca un grueso cojín detrás de la espalda y toma asiento en otro. Nicolas ha de reconocer que el ascetismo le sienta bien: Pierre ya no bebe alcohol y tampoco come carne.

—Empieza por aterrizar —dice éste con una sonrisa, y señala el cuenco de curry indonesio con verduras y leche de coco.

Pierre: un amigo de Marc, de él y de Jean, que pertenecía al ambiente hasta hace cuatro años, cuando viajó a Bali y conoció a Kim. Quedó hechizado por la isla, cotilleaban en el ambiente parisino. Se casó y ahora es padre.

Pierre se sirve una taza de té aromático: huele a limón y flores.

—Has estado muy misterioso. Cuando Kim acueste al niño me lo contarás todo. ¡Y no omitas lo mejor!

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