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Authors: Fran Ray

La siembra (23 page)

BOOK: La siembra
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—Sí, durante unos segundos lo creíste, Ethan. Albergabas esa idea.

—Dios mío, sí, lo admito...

—Está bien, está bien. Lo comprendo. —Su mirada se torna compasiva—. Deberías cambiar las cerraduras.

¿Por qué aún no lo ha hecho?

—También puedes quedarte en mi...

—Gracias, Sarah, te lo agradezco, pero me quedaré aquí. He tomado algunas medidas de seguridad. —El arma en su bolsillo. Ella le entrega las llaves.

—La próxima vez que alguien quiera matarte sabrás que no puedo ser yo —dice con una sonrisa forzada—. Una broma de mal gusto, lo sé, pero... —Se cubre la cara con las manos y solloza—. ¡Me parece increíble que alguien haya matado a Sylvie! ¡Es... es atroz!

Él la abraza.

—Ay, Ethan... —Durante unos segundos se deja abrazar, pero luego se aparta, esboza una sonrisa valiente y se seca las lágrimas con un pañuelo—. Lo siento. Para ti todo es mucho peor y entonces llego yo y me pongo a llorar... Llámame si me necesitas. Un momento, ¿sabes cuándo es el entierro?

—No, lo siento, pero mientras todavía haya tantas preguntas sin contestar...

—Ya, comprendo. —De pronto tiene prisa. Un temblor le agita los labios y estruja el pañuelo con tanta fuerza que sus nudillos se ponen blancos—. Debo irme —añade, sacudiendo la cabeza.

Ethan la observa mientras se dirige a la salida sin darse la vuelta. Sylvie jamás mencionó que le había dado unas llaves a Sarah. Y entonces se da cuenta de que Aamu no era la única que sabía lo de la doctora Antonelli, lo de Parma. También Sarah...

19

—Nuestro autor no se dejó intimidar por la entrevista. —Lejeune se quita las gafas tras leer el informe de Ibrahim—. Viitamaa. Un nombre finlandés.

—¿Cómo sabe que es finlandés? —David se rasca la cabeza.

«El típico gesto que demuestra inseguridad», piensa ella.

—Viita
significa «matorral» y
maa,
país, tierra. Allí arriba hay muchos apellidos que describen paisajes. —Lejeune suspira, está cansada, su cuerpo ansia movimiento, relajación, algo de lo que carece hace años.

Él la contempla con las cejas arqueadas.

—¿Sabe finlandés?

—Con el tiempo, David, se aprenden algunas cosas en la policía. Por cierto —dice, esbozando una sonrisa—, debe de ser verdaderamente extraordinaria.

—¿Qué quiere decir?

Ella siempre disfruta poniéndolo incómodo.

—Me refiero a su amiguita.

—¿De qué está...?

«Pues se ha puesto nervioso de verdad, sí señor.»

—¿Al menos habrá sabido apreciar que el martes usted se escaqueó porque el domingo no disponía de tiempo para estar con ella?

—No sé de qué está hablando —protesta él en voz baja.

—Puede considerarse afortunado, David, de que casi no dispongamos de personal. De lo contrario usted estaría en la calle.

—¡Usted no puede despedirme!

Ella sonríe y lo señala con el dedo. David retrocede.

—No se imagina todo lo que puedo hacer.

Él traga saliva y la mira como un conejillo encandilado.

—Bien, ¿qué hacemos con esta Viitamaa? —pregunta Lejeune en tono normal. —David todavía la mira fijamente. Ella vuelve a coger el bolígrafo—. Lo mejor será que usted revise nuestra lista.

Él no reacciona.

—¿Piensa seguir mirándome fijamente para siempre?

—No, yo...

—Pues entonces, en marcha. Quiero saber quién es esa chica —dice. Se pone de pie y coge su bolso.

—¿Adónde...?

—A casa, David. Desde el domingo he trabajado dieciséis horas diarias. Cuando haya averiguado algo, llámeme.

Se cuelga la gabardina del brazo y ante la puerta vuelve a girarse. Claro que está furioso con ella, pues que se enfurezca: eso libera adrenalina. Es hora de patearle el culo. Hace demasiado tiempo que lo trata con guante de terciopelo.

—Hasta mañana. —El rostro infantil de cordero manso de David la acompaña. Los chicos se alegrarán de que por fin esta vez esté en casa a la hora de la cena.

20

Ethan cierra la puerta y echa todos los cerrojos. Se quita los zapatos y se calza las zapatillas, cuelga el abrigo en el armario y después la chaqueta. Titubea un momento y saca la Sig Sauer del bolsillo, se la remete en el cinturón y se dirige al baño para lavarse las manos. Siempre se las lava minuciosamente cuando ha cogido el metro. Cuando se enciende la luz retrocede espantado. Todavía no ha limpiado el espejo.

¡NO METAS LAS NARICES!

¡Maldición! ¿Con qué se quita esa pintura? Y entonces vuelve a recordar la llave que tenía Sarah.

Sarah... ¿sentía celos de Sylvie? ¿Sería capaz de cometer un asesinato?

Sylvie le dijo en cierta ocasión que Sarah se había hecho cortes en los brazos y las piernas. «¡Déjalo ya! Síndrome de
border-line,
pero ¡no un perfil de asesina!»

Ha de ocuparse en algo, no quedarse sentado pensando. Busca artículos de limpieza debajo del fregadero, limpiacristales, limpiahogar. «Dios mío, ¿por qué ahora he de sospechar también de Sarah?»

Por fin coge una botella anaranjada cuyo contenido despide un olor corrosivo, arranca papel del rollo de cocina y limpia el mensaje escrito en el espejo, aunque no logra olvidarlo.

Debe organizarse. Comer algo y por fin llamar a Mathilde. Se enfadará por su retraso en informarla. Marca el número de la madre de Sylvie en Marbella y se sienta a la mesa de la cocina. No contesta, quizás está durmiendo la siesta o ha ido a la peluquería, quién sabe.

—Soy Ethan. Llámeme. Es urgente.

Le deja el mensaje en el contestador y cuelga. Se queda sentado con la mirada clavada en el teléfono. ¿Por qué no está en casa? Le gustaría quitarse esa llamada de encima.

En la nevera queda una lasaña. Mete el paquete en el microondas y abre una botella de vino tinto. Bebe la primera copa y se sirve otra. ¿Por qué no logra dejar de pensar en Sarah? ¿Por qué siente tanta desconfianza? Deja el arma en la mesa. Suena el pitido del microondas y también el teléfono.

—¿Qué es tan urgente que...? —Es Mathilde.

—Sylvie ha muerto. —No existe una introducción adecuada.

Mathilde tarda unos segundos en preguntar cómo y por qué. Ethan se imagina que se ha dejado caer en su enorme tumbona del balcón, se imagina el mar azul y resplandeciente y, semioculto en la bruma, el peñón de Gibraltar.

Le explica las circunstancias, el asesinato del científico, el suicidio simulado, pero omite decirle que Sylvie estaba embarazada.

Mathilde respira entrecortadamente.

—Pero... No me lo puedo creer, Ethan...

Él se la imagina con la mano apoyada en el escote bronceado con gesto teatral. Entonces recupera el dominio y le hace preguntas concisas sobre la fecha del entierro y si puede volver a ver a Sylvie una última vez. Él le da el número de la inspectora Lejeune, porque no sabe cuándo le entregarán el cadáver de Sylvie.

—Ethan, explíqueme cómo ha podido suceder. ¿Fue un atraco, un...? No comprendo...

Sus suegros nunca lo han tuteado; hace ocho años que se tratan de usted. En algún momento dejó de llamarle la atención y ahora incluso se alegra de ello. El «usted» refleja la clase de vínculo que mantienen.

—¿Alguna vez Sylvie mencionó a Jérôme Frost? —pregunta Ethan.

—¿Es el asesino?

—No, era... era un científico. Quizás haya sido el último en ver a Sylvie.

—Frost...
mon Dieu,
no lo sé, estoy muy confusa, el nombre no me suena, pero no sé... no, realmente no lo sé...

—Vuelva a llamarme, Mathilde. Y cuando venga a París, entonces... entonces avíseme.

Sabe que no es una buena manera de acabar la conversación, pero qué se le va a hacer.

La lasaña se ha secado en el microondas, los bordes están quemados. Come la parte central, se sirve otra copa y contempla la pistola.

«Pichones... sólo arcilla astillada.»

Cuando el teléfono vuelve a sonar, cree que es Mathilde, que ya ha reservado un billete. Pero es Robert, que lo llama desde la clínica.

—He vuelto a informarme sobre esa practicante. En el departamento de personal tienen sus certificados de estudio. Impecables. Cursa el sexto semestre.

—Gracias, Robert.

—Si puedo hacer algo más por ti...

—Gracias, pero de momento no. —Cuelga para no verse obligado a seguir dándole las gracias.

Deja el tenedor y la copa en el fregadero y arroja el resto de la lasaña a la basura. También tira las tostadas de la panera, que han adoptado un tono verde azulado. Encuentra un resto de queso de cabra en la nevera, comprado por Sylvie. Era su queso predilecto: Crotin de Chavignol. Con cada bocado el nudo en su garganta aumenta. El recuerdo lo tortura, pero es lo único que le queda de Sylvie.

Tercera parte
1

París

¡Ni hablar de que los niños se alegren de que por una vez vuelva más temprano! Ni siquiera están para recibirla, han ido a casa de los Laurent, dos calles más abajo. Cuando por fin llegan, su madre está sentada delante del televisor, David le ha avisado justo a tiempo. ¡Y ella que pensaba disponer de una noche libre!

—¡Por favor, Roland, tengo que ver este programa! —Lejeune coge el mando y sube el volumen para que el lloriqueo de los niños no ahogue la voz de la moderadora.

«Buenas noches, bienvenidos a
Paris Cult»,
dice ésta. Lejeune ha de reconocer que es atractiva: sonrisa radiante, pelo rubio y lustroso, sencillo traje pantalón gris, y un escote bastante atrevido que resulta perfecto. Ella conoce los trucos, todos los conocen y, no obstante, funcionan.

«El brutal asesinato del profesor Jérôme Frost, genetista de plantas, ha supuesto que el debate sobre los organismos transgénicos haya cobrado actualidad. Los defensores y los adversarios de la ingeniería genética se enfrentan duramente...»

—¡Irene! —Roland, vestido de chándal (siempre lo lleva cuando no está trabajando y esta noche libra), está de pie en el umbral del salón con las manos en jarras—. ¡Hace dos días que no los ves, y ahora quieren contarte un montón de cosas!

—Mañana podrán contármelas durante todo el día, pero ahora tengo que ver este programa. —Le enfada que se vea obligada a luchar por realizar su trabajo, porque ella también preferiría hacer otra cosa. No sabe exactamente qué, quizá nada, para variar.

«Hemos invitado a representantes de ambas partes para discutir de qué trata este debate en realidad», dice la moderadora.

—¡Mañana, mañana! Esa palabra no existe para los niños... —Roland se pasa la mano por los cabellos cortados al rape, un gesto que al parecer ha copiado de los otros que también llevan el pelo corto.

Lejeune se enfada aún más. ¿Por qué no se ha buscado otro empleo, uno en el que ganara más dinero? Uno que les permitiera vivir otra clase de vida. Pero ocurre que él ha tirado la toalla.

—¡Cállate, Roland! —ruge sin dejar de subir el volumen hasta que el televisor empieza a vibrar—. ¡Callaos todos de una vez!

«Quisiera saludar a Michel Grand, de Nature's Troops...»

Durante un segundo, Lejeune teme que Roland, fuerte como un oso, coja el televisor y lo arroje por la ventana. Es un hombre tranquilo y sensato, muy comprensivo, pero en algún momento las cosas lo superan también a él. Pero sólo se queda ahí; luego se da la vuelta y sale dando un portazo.

¡Está tan harta! ¿Cuándo llegará el momento en que alguien se ocupe de sus necesidades?

El rostro demacrado, la cabeza afeitada y los largos brazos y piernas le confieren un aspecto ascético e implacable a Michel Grand. Resultaría fácil adjudicarle un asesinato por motivos ideológicos, piensa Lejeune, y bebe un trago de vino tinto que la relaja.

Han invitado a la vicedirectora de Edenvalley, la doctora Océane Rousseau, una mujer fría, por no decir glacial, de sonrisa imperturbable. Lejeune se sirve otra copa.

A su lado está sentado un hombre de unos cuarenta y tantos de cara sonrosada, que evidentemente aprecia la buena comida y bebida, un tal Clément Becker, miembro de Los Verdes. Frente a él se encuentra el doctor Serge Preston, genetista de plantas del Instituto de Plantas Transgénicas de Lyon. El único que no le sonríe a la cámara es un hombre moreno y rechoncho de unos cincuenta años y gafas de montura negra. ¿Por qué sólo han invitado a una mujer?, se pregunta Lejeune, quizá como la moderadora es mujer temen un exceso de presencia femenina. El vino sabe mejor de lo esperado.

«El primer organismo genéticamente modificado —explica la moderadora—, abreviado como OMG y autorizado en Europa en 1996, fue el así llamado Roundup Ready Soja, de la empresa Monsanto. En 1997 apareció el primer maíz genéticamente modificado y poco después Edenvalley colocó en el mercado productos y herbicidas similares. Esas plantas transgénicas están autorizadas en Europa, son inmunes a los herbicidas y a ciertos insectos y enfermedades de plantas. Doctora Rousseau, Edenvalley ha recibido el reproche de querer hacerse con el control de la producción de alimentos.»

La doctora le lanza una sonrisa profesional. Lejeune conoce a esa clase de personas: se consideran superiores.

«Eso es una imputación infame. Todas las empresas procuran conservar los puestos de trabajo de sus empleados y proporcionar ganancias a los accionistas o a los dueños. Pero todas las empresas también saben que quien tiene la última palabra es el público. Y cuando la política empresarial de una firma se encuentra con una gran oposición pública, entonces no tarda en quedar fuera de la competición. En realidad, en Edenvalley ayudamos a los agricultores a alcanzar un nivel de vida mejor, no sólo porque sacamos semillas mejores y más resistentes, sino también debido a que subvencionamos diversos proyectos de formación. Vaya a Argentina, Paraguay, Uganda, Sudán... No dispongo de la lista completa, pero nosotros invertimos en escuelas en todo el mundo. Editamos libros de texto...»

«¡En los que la palabra Edenvalley figura en mayúsculas y la ingeniería genética se pinta de color de rosa!», la interrumpe Clément Becker de Los Verdes en tono áspero.

Tiene la cara roja, comprueba Lejeune.

«Monsieur Becker —dice Rousseau en tono displicente—, esos libros son los únicos textos de los que disponen muchos de esos niños, y la ingeniería genética sólo es uno de los temas descritos en ellos. ¿Acaso preferiría que los libros estuvieran al mismo nivel que hace cuarenta años? La ingeniería genética forma parte de nuestro presente. Y si usted fuera diabético (espero que no, Monsieur Becker), entonces seguro que se alegraría de los logros alcanzados por la ingeniería genética, a la que le debería la existencia de insulina.»

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