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Authors: Fran Ray

La siembra (24 page)

BOOK: La siembra
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La cámara recorre el público del estudio.

«Es muy astuta —murmura Irene—. ¡Pero estamos hablando de plantas, Madame Rousseau!»

«Bien... —Océane Rousseau se aparta un mechón de pelo de la frente con gesto elegante— si usted sabe cómo alimentar a siete mil millones de seres humanos, la población mundial actual, sin mejores sistemas de cultivo, dígamelo. Recordemos la enfermedad de la patata que casi despobló a Irlanda porque las personas morían de hambre o tenían que emigrar. Existen millones de parásitos que atacan el maíz, el trigo, los tomates, las patatas y la fruta. Los agricultores pierden la cosecha y a menudo la granja. Usted y su partido no defenderán semejante cosa, ¿verdad, Monsieur Becker?»

«Monsieur Becker...», dice la moderadora, pero Michel Grand, el asceta de Nature's Troops, se le adelanta.

«Y ahora Edenvalley se adueña de la granja del agricultor porque el viento transporta semillas de Edenvalley desde las tierras del vecino a sus campos y Edenvalley lo acusa de haber robado las semillas patentadas.»

«Puede que eso sea algo practicado por nuestra competencia, pero no por nosotros», dice Rousseau con una sonrisa arrogante.

«Sólo se limitan a no reconocerlo. Al igual que su empresa niega que mediante sus patentes y su táctica empresarial provoca el suicidio de los agricultores indios que cultivan algodón.»

«Eso es absolutamente ridículo. Lamento mucho la muerte de esas personas. Mi madre era india, esa gente me es muy próxima, pero su suicidio sólo resulta comprensible si uno conoce la cultura india. Eso no tiene nada que ver con el algodón de Edenvalley, que por otra parte se cultiva en casi toda India. Si las semillas no fueran buenas, los agricultores habrían optado por comprar las de otra empresa.»

Becker vuelve a tomar la palabra.

«Eso es justo lo que no pueden hacer. Edenvalley ha comprado casi todas las empresas productoras de semillas y el año pasado en los mercados indios sólo se podían comprar semillas de Edenvalley. Los agricultores no tienen elección, han de comprar semillas de Edenvalley si quieren seguir en el negocio del algodón. Además, requieren una cantidad mucho menor de herbicidas que las habituales...»

«¡Mentira! —exclama Michel Grand—. Porque entretanto hay ciertos hongos que demuestran una gran preferencia por esos herbicidas y se fijan en las raíces del algodón de Edenvalley y las dañan. La cosecha de algodón se ha reducido mucho y al mismo tiempo es necesario usar más herbicidas. Y por cierto, las semillas de Edenvalley son cuatro veces más caras que las otras.»

«Ésas son acusaciones muy graves, Madame Rousseau.» La moderadora alza las cejas con aire expectante.

Lejeune juguetea con la copa y aguarda que la vicedirectora pierda los estribos, pero ésta sigue contestando con tranquilidad.

«Bien, como empresa global, somos el blanco preferido de las campañas de difamación, Madame Vernet. El éxito siempre atrae a los envidiosos, lamentablemente es así. ¡Usted, Monsieur Grand, se limita a protestar, pero en Edenvalley, actuamos!»

Becker ríe.

«Sí, es verdad. ¡Ustedes contaminan el maíz de México, por ejemplo!»

«¡Ésa es otra afirmación infame!»

«Para después poder cobrar tasas de patente —prosigue Becker—. ¿Y qué ocurre? En el país donde se originó el maíz, el maíz original ya se ha mezclado con el transgénico y contiene el transgen, es decir un gen que no debería estar ahí.»

«¡Un momento!» Es la primera vez que el científico de las gafas oscuras toma la palabra. Carraspea y se acomoda en el sillón. «Las plantas transgénicas no contienen un gen monstruoso recién creado en un laboratorio secreto. ¡Todos los genes ya existen, forman parte de la naturaleza! Así que las plantas transgénicas no producen una proteína desconocida sino una suplementaria, una que ya existe en otro ser vivo.»

«Gracias, esa explicación también resulta importante para nuestro público», dice la moderadora con una breve sonrisa.

«Es verdad, pero... —Es Becker, de Los Verdes—. Volviendo al maíz mexicano, ¿sabe qué es lo peor, aparte de las tasas de patente que exige Edenvalley? Dependiendo del lugar en el que el transgen se incorpora a la planta de maíz original, la planta sufre una modificación considerable. Sí, ya existen plantas monstruosas: maíz con granos diferentes e incomestibles, plantas de cuatro flores en vez de una sola... ¿Y sabe lo que eso significa? Las empresas como Edenvalley hambrean la tierra, obligan a los agricultores a eliminar todas sus reservas de maíz y limitarse a comprar las semillas "limpias" de Edenvalley por un precio cada vez más elevado. Y no se pueden recoger semillas de la cosecha y reutilizarlas para la siembra siguiente. El contrato que todos los agricultores han de firmar con Edenvalley lo prohíbe expresamente.»

Michel Grand asiente con vehemencia.

«Y ello no sólo concierne a México. En Estados Unidos, un noventa por ciento de las plantas de soja son transgénicas, y en Argentina sucede algo parecido. Al parecer, Edenvalley puede someter a todo el planeta sin que nada lo impida. Compra empresas productoras de semillas, establece una patente tras otra sobre cada vez más plantas... hasta que por fin todas las plantas le pertenecen. ¿Es ése el mundo en el que queremos vivir?»

El público aplaude. La cámara enfoca a la vicedirectora, que no parece impresionada.

«Ésa vuelve a ser una de esas teorías de la conspiración...», replica el científico.

«No —dice Becker, sacudiendo la cabeza—, es la verdad. Se trata de hechos. Se conceden premios Nobel a las personas que luchan contra ello, contra las empresas como Edenvalley. No olvide al profesor Alfred Hirsch de Tromsø, que el año pasado recibió el premio Whistleblower por su valiente acción científica.»

Más aplausos.

«Y hay algo más —interrumpe Michel Grand—. Un noventa por ciento de todos los organismos genéticamente modificados ya "pertenecen" a Edenvalley, y lo prácticamente genial, lo diabólico, es que todos son resistentes al herbicida creado por Edenvalley. Para decirlo con claridad: el herbicida creado por Edenvalley es un herbicida total, acaba con todo a excepción de las plantas de Edenvalley.»

Becker vuelve a intervenir.

«He de apoyar a mi colega: ese herbicida es el Weezero, ya sabe,
weed zero,
que significa "cero mala hierba"; contiene la sustancia activa glifosato, que causa cáncer...»

«Es lo que afirman ciertos estudios más que dudosos —lo interrumpe Océane Rousseau—. Con esas mentiras baratas, Monsieur Becker, usted infunde miedo a las personas. Y encima cita estudios en los que hubo enormes errores...»

«¡Esa es una mentira descarada, Madame Rousseau! —se defiende Grand—. Además, en la transferencia genética también se incorporan antibióticos supuestamente inofensivos, pero ¿qué ocurre? La cifra de enfermedades tuberculosas resistentes a los antibióticos ha aumentado. Somos impotentes para luchar contra ellas.»

Océane Rousseau ríe. ¿Primera señal de nerviosismo?, piensa Lejeune.

«¡Por favor, caballeros! Los escasos antibióticos que aún se utilizan como marcadores de selección en ingeniería genética ya no se usan en clínica. El aumento de las enfermedades bacterianas resistentes a los antibióticos se debe al uso no selectivo y demasiado frecuente de antibióticos, tanto en clínica como en veterinaria. En Edenvalley sólo utilizamos marcadores sin relevancia clínica.»

«Eso resulta tranquilizador», dice la moderadora. Seguramente lo dice por no dejar sola a la vicedirectora, piensa Lejeune.

Becker alza los brazos, en las axilas se le han formado oscuras manchas de sudor.

«¡Deje de difundir mentiras, Madame Rousseau! De la modificación genética puede decirse algo con absoluta seguridad: que no tiene marcha atrás. El ADN de estas plantas de nueva generación se extiende cada vez más de manera imparable, lo transmiten el viento y otros seres vivos, y por todo el planeta.»

«¡Es verdad! —asiente Grand—. El mayor problema es que las personas no saben casi nada acerca de la ingeniería genética. Y los políticos y la industria no tienen ningún interés en ponerle remedio a esa ignorancia. Sí, los estados incluso disponen de medios para fomentar la así llamada ingeniería genética verde, y quienes autorizan el uso de ella a menudo mantienen estrechos vínculos (ya sabe a qué me refiero) con grupos de interés que toman partido por la industria.»

«¡Eso es inaudito! ¿Qué les está imputando a unos científicos honrados? Está desacreditando a las autoridades... ¡y en última instancia usted actúa como en el caso del profesor Frost!»

El científico de las gafas oscuras está fuera de sí.

«¡Retire esas palabras! ¡No aceptaré semejante imputación!»

«Deberíamos ser cuidadosos con acusaciones de ese tipo —tercia la moderadora—. ¿Quién se hace responsable de los daños causados al entorno debido a la ingeniería genética?»

«Según nuestro punto de vista —dice Becker—, lo correcto sería que quienes cultivan productos transgénicos y contaminan el medioambiente, se hicieran cargo de los daños causados. Así que en el caso del maíz mexicano, Edenvalley debería pagar una compensación por los daños.»

«Por favor, eso es ridículo. Primero debe demostrar que eso es así, y ¿sabe qué ocurriría entonces? Que todos los ecoactivistas que, como hemos visto, son capaces de cometer delitos de una gran crueldad...» Rousseau sonríe con suficiencia.

«¡Eso es un prejuicio, una difamación inaudita!», protesta Michel Grand.

«... si son capaces de cometer semejantes delitos, no dudarían en contaminar y después denunciar a Edenvalley y exigir una indemnización por los daños causados. Eso sería un ataque sumamente lucrativo. ¿Sabe cuánto vende la así llamada bioindustria? Miles de millones. Si en el envase pone "bio", la gente está dispuesta a pagar mucho más. Así que a la bioindustria le basta con alimentar el temor de la gente y eso supone ingresar miles de millones en sus cajas. Y una cosa más, Monsieur Becker: ¿no es verdad que el año pasado esas empresas elaboradoras de productos biológicos donaron dos millones de euros a su partido?»

Lejeune vacía la copa y se sirve otra.

«¡En mi opinión, los ingenieros genéticos son unos mentirosos ávidos de poder y dinero, unos irresponsables tanto desde el punto de vista de la ética como de la ciencia!», ruge el ascético representante de Nature's Troops por el televisor, lo que provoca la inmediata protesta del científico y de la vicepresidenta de Edenvalley. La moderadora también interviene. Lejeune baja el volumen y en ese momento suena su móvil. Es David. Atiende, furibunda.

—En cuanto abandono el despacho ya...

—He averiguado algo sobre Aamu Viitamaa —la interrumpe él.

—¿Qué? —«Vaya, el chico sabe moverse con rapidez cuando quiere.»

—¿Está sentada?

«¿Acaso soy una frágil anciana?»

—¡Hable de una buena vez!

—Las huellas dactilares en los guantes encontrados en el contenedor...

Lejeune espera que le diga algo increíble.

—... son de Aamu Viitamaa. Aunque...

—¿Sí? —dice, intentando disimular su expectación. No quiere darle ese gusto.

—Bueno, en realidad se llama Xenia Yakovleva. Figura bajo ese nombre en el fichero internacional. Delincuente juvenil. En realidad deberían haberla borrado, pero proviene de Rusia...

—Bien, David. Nos veremos mañana.

Una pausa. Está claro que David esperaba un elogio, pero ella de nuevo paga su cólera con él.

—Mañana nos envían un vídeo —añade él.

—¿Sobre qué?

—Sobre Aamu Viitamaa.

«Se está vengando, el muy cerdo. Me hace pasar las de Caín y no suelta prenda.»

—¿Podría ser más preciso, David?

—Mañana. Mañana lo verá —dice, y cuelga.

«¡Cabrón!» Arroja el móvil sobre la mesa y coge la copa de vino.

«Madame Rousseau —dice el representante de Nature's Troops en ese momento—, ¿qué aduce frente a estos hechos? El sesenta por ciento de todos los alimentos precocinados de Francia contienen soja: el pan, los potitos, las lasañas vegetarianas, todos... Las zonas de Estados Unidos donde se cultiva la soja son las más extensas del mundo. ¡Allí, un noventa por ciento de la soja es transgénica! ¿Consume productos que contienen soja, doctora Rousseau?»

Lejeune intenta prestar atención al programa, pero se distrae.

2

Uganda

Está oscuro como boca de lobo. No existe un lugar más oscuro.

En las chozas más allá del edificio de la clínica titilan algunas luces. Lámparas de queroseno. Se oyen los gritos de animales, monos, aves. Y el zumbido de los insectos. Por encima de mi cabeza gira un ventilador. La luz titila, el generador no logra mantener una tensión regular. Estoy en África. En Uganda. Alemania, Europa, todo el mundo está muy lejos, casi ha dejado de existir.

Henrik se inclina hacia atrás, contempla la última frase y la borra: no quiere caer en el cinismo como el doctor Bleibtreu, que se conforma con las circunstancias, redacta informes y hace todo lo posible para volar a Entebbe una vez a la semana para jugar al golf.

Cierra los ojos y deja transcurrir el tiempo. ¿Por qué aquí se siente de un modo tan distinto que en Alemania? Más fuerte, más importante... Aquí hay cosas que dependen de él, aquí no se limita a ser una pequeña e insignificante rueda de una máquina gigantesca cuyo único fin consiste en mantener todos los engranajes en movimiento y proporcionar un falso sentido de la existencia a los demás.

Un golpe sordo lo sobresalta, después oye un estruendo, como si se hubiera caído un estante lleno de copas. Aguza el oído, pero no oye nada. Quizás el viento... Es un tanto extraño, pero...

Entonces oye otro golpe, algo debe de haberse caído, tal vez la tabla suelta de la terraza, hace dos días que está apoyada en la pared, olvidada por algún obrero. Henrik vuelve a inclinarse sobre el teclado.

Me parece que hace años que estoy aquí y que jamás querré estar en otra parte, pese a que en este lugar la presencia de la muerte es constante. Cuando enciendes una lámpara entran miles de insectos, se bañan en su luz como si fuera su fuente de vida, sólo para acabar abrasados por el calor de la bombilla.

¿Qué ha sido eso, un grito? Ojalá no se trate de un ataque, todos temen que ocurra, le han dicho. Y el doctor Bliebtreu está jugando al golf a cuatrocientos kilómetros de distancia.

Otro golpe y más gritos. Henrik se sobresalta y el pánico lo invade. ¿Qué debe hacer? Recuerda las masacres de Ruanda y lo que ha oído acerca del reino de terror de Idi Amin... y se oculta bajo la mesa. «¡No seas ridículo, ya no eres un niño!»

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