La siembra (41 page)

Read La siembra Online

Authors: Fran Ray

BOOK: La siembra
12.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si el maíz ya crece en los campos, ¿qué hemos de hacer?

Él la observa y dice:

—Sylvie debe de haber temido que las cosas llegaran hasta este punto. Y si el maíz de la caja fuerte es ese DR, entonces... Vincent pertenecía a ese grupo, de pronto tuvo miedo, la proximidad de la muerte, escrúpulos... y se lo contó a Sylvie. Y ella se dirigió a Frost y al profesor Hirsch... ¡Hemos de colgar todo en la página web de
Tout Menti!

—¿Sin pruebas?

—¿Pruebas? ¿Acaso la cifra de muertos no te basta, Camille?

—¿Qué diremos? ¿Que encontramos semillas de maíz en una caja fuerte y un par de afirmaciones abstrusas acerca del control de la natalidad en internet? ¿Y que suponemos que quien quiere dominar el mundo es la logia The Three Poles?

—Exactamente eso.

—¿Alguien nos creerá? Es verdad que somos una revista satírica, pero no publicamos cualquier cosa. Además, seguro que la Logia no se pronunciará.

—Reaccionarán de algún modo —la contradice Ethan—. Ya sabes: basta con afirmar algo y de inmediato se crea un foro de debate. Y nuestras afirmaciones caerán en terreno fértil, te lo aseguro. —Y además, por fin quiere descubrir a los responsables del asesinato de Sylvie.

—¡Dios mío, Ethan, no somos jóvenes alocados! ¡Somos responsables, soy periodista! No puedo sencillamente...

—¡Es que no es sencillo! ¡De lo contrario no tendrías tantos remilgos!

Ella titubea. ¿Y si tuviera razón? ¿Si de ese modo lograran provocar una reacción? ¿No sería interesante averiguar qué diría Océane Rousseau al respecto?

—Tengo que preguntárselo a Christian —dice por fin.

15

Java

Nicolas se apoya contra el tabique de madera del quiosco, a la sombra, y procura tranquilizarse. En cuanto cierra los ojos, la mirada del desconocido del aeropuerto lo perfora. Bebe un sorbo de agua mineral tibia, su garganta lo agradece, le parece que aunque bebiera litros seguiría teniendo sed. Durante el trayecto en taxi no dejó de repetirse que sufría de manía persecutoria, que el hombre del aeropuerto era inofensivo y que él, Nicolas, había caído presa de un pánico irracional. Se seca el sudor de la frente, pero sabe que no se imaginó el brillo del cuchillo.

—¡Suba,
mister
! —grita el conductor desde el taxi.

Nicolas se acaba el agua y deja la botella junto al quiosco. El taxista le ha propuesto ir a Surabaya, la segunda ciudad más grande después de Yakarta. Allí no lo encontrarán. Allí podrá ocultarse, desaparecer entre la multitud y el laberinto de callejuelas. Y descubrir otra manera de vender la información. Kim necesita el dinero.

—¡Hola!

Nicolas se vuelve. Un rostro bronceado lo observa desde un Range Rover negro. El hombre de sienes grises desliza las gafas de sol encima del cabello cortado al rape y el sol hace brillar su reloj de oro.

—¡Hola! —Nicolas le lanza una breve sonrisa. Juraría que el individuo es gay.

—¡Hola! ¿Adónde se dirige? —pregunta el hombre en inglés.

Nicolas se aproxima.

—Aún no lo sé. Quizás a Surabaya.

—¿Qué se le ha perdido allí? —dice el hombre en tono jocoso.

—¿Se le ocurre algo mejor? —Nicolas sospecha adónde quiere ir a parar el otro. No lo conoce, pero la adrenalina que aún circula por sus venas lo vuelve temerario. El musculoso brazo bronceado y sin vello se agita en el marco de la puerta al tiempo que la mirada de los ojos azules recorre el cuerpo de Nicolas.

—Aquí hay muchos lugares bonitos. Por eso hace diez años que vivo aquí. Puede acompañarme, si le apetece.

Habla inglés con un acento alemán u holandés. Ethan vacila un momento. ¿Qué es mejor? ¿Pudrirse en una pensión de mala muerte de Surabaya o subir al coche de este individuo evidentemente culto y desaparecer? Además, es bastante guapo.

—Una excelente idea. —Nicolas le dedica su mejor sonrisa—. Un momento, avisaré al taxista. Por cierto, me llamo... Nicolas —dice, y le tiende la mano.

—Raoul.

El apretón de manos lo tranquiliza... y lo excita. Al sentarse en el asiento del coche con aire acondicionado y percibir el aroma del cuero y de la colonia seca, suspira aliviado. Es como si por fin hubiera llegado, como si esa pesadilla se hubiera acabado. Raoul le lanza una breve mirada y sonríe cuando Nicolas se pone el cinturón de seguridad. Nicolas comprueba que de perfil, el mentón y la nariz se destacan aún más y empieza a fantasear. Fantasías conocidas de su vida anterior, en la que el horror sólo existía en las películas y los libros. ¿Acaso se trata de la compensación por todo lo que tuvo que aguantar durante los últimos días? ¿Existe algo parecido a la justicia en esta vida?

A través del retrovisor, ve como el taxista gesticula, frustrado.

Lorraine... A Lorraine le enviará unas líneas diciendo que aún está con vida. Pero... tal vez no lo haga.

—El taxista llevaba bastante prisa —dice Raoul, y cambia de marcha—. ¡Habéis hecho el trayecto desde el aeropuerto a la velocidad de un Fórmula Uno!

—¿Cómo... acaso nos ha seguido?

Raoul no contesta.

El corazón se le acelera, suda y se le hace un nudo en la garganta.

—¡Nos ha seguido! —exclama.

Raoul ríe y acelera.

16

Uganda

La enfermera Gabriela cuida de las personas que no pueden acudir al hospital por estar demasiado enfermas o vivir demasiado lejos, porque son niños que no tienen padres. Éstos murieron de sida. Todos. También lleva enfermos al hospital que ya no pueden caminar, con la ayuda de algunos nativos se ha hecho cargo del Community Health Service, suministra medicamentos a los enfermos, vigila que los tomen con regularidad, sobre todo los niños. Su sueldo corre a cargo de
Don't forget Africa.

Los medicamentos, sobre todo los necesarios para la terapia del sida y la tuberculosis, provienen de Adana Pharmaceutics.

Eso ha escrito Henrik en su último blog. Ahora lo recuerda cuando observa que un jeep blanco se acerca a toda velocidad por la polvorienta pista entre los campos y frena bruscamente.

—Tracy del Wildlife-Institut te llevará hasta Entebbe —dice Gabriela sin más trámite, y abre la puerta donde aparece el emblema de la paloma y la frase en forma de arco
Don't forget Africa.

Si el cabello bajo el turbante no fuera castaño claro sino negro y rizado y la piel no fuera muy blanca sino muy oscura, podrían haberla tomado por una nativa. La misma figura elegante a la que el largo y colorido vestido de motivos africanos proporciona una dignidad natural, los grandes pendientes y el alegre brillo de la mirada, pero que ahora ha desaparecido. Henrik le ayuda a guardar los paquetes de medicamentos y apósitos destinados a su servicio móvil en el maletero, repleto de cajas de plástico y sencillos utensilios médicos.

—¿Cómo harás para pasarlo por la aduana? —Gabriela señala la nevera portátil azul y blanca que carga en el hombro.

—He rellenado todos los documentos necesarios.

El profesor Krämer del banco de tejido cerebral de Múnich aguarda su llegada. Según parece, uno de sus colegas reaccionó tras leer el blog. Allí en Múnich disponen de los métodos más modernos para diagnosticar enfermedades degenerativas del cerebro, dijo el colega de Krämer. Además, allí también se encuentra la sede central del European Brain Work Network, una red de bancos de tejido cerebral donde los cerebros anormales y enfermos se examinan y almacenan.

Gabriela suspira y cierra las puertas traseras.

—¿Y si es un virus?

—No es un virus, de lo contrario, todos ya habrían enfermado. Además, en la sangre no apareció nada. —Se seca la frente con la manga de su camisa tejana. Hoy no se encuentra muy bien. El calor lo afecta y un sudor frío le cubre el cuerpo como una segunda piel. Tiene la boca seca e, incluso sin el intenso dolor de cabeza, Henrik se encontraría fatal. Esfuerzo, estrés, claro, pero al parecer, saberlo no basta para eliminar las molestias.

Intenta distraerse concentrándose en lo que se ha propuesto hacer. En Múnich disponen de los métodos histológicos y bioquímicos más modernos, con el fin de alcanzar un diagnóstico seguro.

Ahora se pregunta si realmente fue una buena idea contarle la verdad a Gabriela, aunque de lo contrario, ¿cómo la hubiera convencido de que lo lleve al aeropuerto de Entebbe lo antes posible y que recurra a sus contactos para que pueda salir de Kisoro en un avión privado? Se niega a inventarse serios motivos de índole familiar. En cierta ocasión, cuando ejercía un trabajo secundario en una panadería, adujo la muerte de su abuela para obtener dos días de vacaciones. Y una semana después su abuela estaba muerta.

—¡Ajústate el cinturón! —Gabriela arranca.

Henrik cierra la puerta y engancha el cinturón de seguridad. Por el retrovisor, ve como el edificio alargado de la clínica se vuelve más pequeño. Pronto se pondrá el sol y, a excepción de los parpadeantes tubos de neón, se sumirá en la oscura noche africana. Nunca se imaginó que su despedida sería así.

Los pendientes de Gabriela tintinean mientras el Jeep recorre la pista surcada de baches.

—¿Quieres saber lo que dicen de la enfermedad los curanderos? —pregunta ella, y lo mira—. Dicen que proviene de la cerveza.

—¿Desde cuándo beben cerveza los niños?

—¿Por qué no habrían de beber cerveza, puesto que están obligados a vivir como adultos?

—¡Pero si no sólo enferman los niños! ¿Sabes cuántos adultos muertos encuentro cada día? —Reduce la velocidad y esquiva un bache gigante causado por las últimas lluvias.

Henrik suspira, en todas partes ocurre lo mismo. Los sacerdotes y las autoridades aprovechan cualquier oportunidad para inocularle moralinas y sentimientos de culpa a la gente, a fin de controlarla. A un lado de la pista se extiende una amplia llanura verde. «¡Qué país tan bello y magnífico! Si no fuera por todos esos problemas...»

—Bien, ¿entonces por qué también enferman los niños?

Esta vez Gabriela no logra evitar que una rueda caiga en un bache y Henrik se golpea la cabeza contra el techo.

—No volverás, ¿verdad? —dice ella, sin contestar a la pregunta.

Claro que quizás esta misma noche el doctor Bleibtreu descubrirá que le han abierto el cráneo al chico y le han quitado el cerebro. Henrik se tomó la molestia de coser todo y de cubrirle la cabeza con una venda, pero los muertos no suelen llevar la cabeza vendada, y el chico ni siquiera la llevaba en vida.

—No.

Por el retrovisor, Henrik observa la nube de polvo que arrastran. Por eso sólo descubre el coche que se les acerca a toda velocidad cuando casi es demasiado tarde. Vacila un segundo y aferra el volante y lo hace girar y, sólo una milésima de segundo después, un Toyota los adelanta casi rozándolos; la nube de polvo le impide ver la matrícula. Gabriela pisa el freno, el vehículo se detiene abruptamente y el cinturón de seguridad retiene a Henrik contra el asiento.

—¡Imbécil! —Gabriela golpea el volante con la mano—. ¿Qué pretendías? —le espeta—. ¿Temes que te persigan?

No necesita responder. Le ha descubierto el juego. Traga saliva y se seca el sudor de la cara por enésima vez. Tomará un analgésico en el aeropuerto, o mejor dos. Algo fuerte.

Gabriela se acomoda el turbante y pone el coche en marcha. Henrik siente náuseas. A lo mejor hace tiempo que el doctor Bleibtreu sabe qué aspecto tiene el cerebro de los enfermos. ¿Habrá cometido una osadía?

—¿No te has preguntado por qué el doctor Bleibtreu no demuestra ningún interés por la enfermedad? —dice, echándole un vistazo.

—Hace lo que puede —dice Gabriela—. Trabaja duro.

—Hace tiempo que perdió su licencia en Suiza.

Ella ni siquiera alza las cejas.

—En todo caso, aquí hace lo que puede, y ya ha ayudado a muchos. Trabaja duro de verdad y el único lujo que se permite son sus excursiones mensuales a Entebbe.

—Estás de su parte, ¿verdad?

—Estoy de parte de las personas de aquí que necesitan nuestra ayuda, sólo tomo partido por ellas, y por eso te llevo a Kisoro.

—¿Y si está relacionado con los medicamentos? —piensa Henrik en voz alta.

La enfermera Gabriela no reacciona, mantiene la vista clavada en el camino que, metro tras metro, desaparece bajo el polvoriento capó del jeep. «Su puesto, el jeep, los medicamentos: todo lo financia Don't Forget Africa.»

—Escucha, Henrik —dice por fin—, protegen a los gorilas de las montañas, hay escuelas, instituciones educativas, libros de texto, los pequeños agricultores reciben microcréditos, hay ordenadores en las escuelas y todo eso también lo patrocina Don't Forget Africa.

Aparta el coche hacia el borde del camino para dejar paso a un autobús cargado hasta los topes, con gente que viaja de pie en el estribo, riendo.

—Tanto los medicamentos para mi servicio móvil como para el hospital provienen de Don't Forget Africa. Si dejan de proporcionarlos, apaga y vámonos. ¿Has estado en el hospital estatal de Kampala? —dice, y esquiva el cadáver de un perro.

No, pero ha oído hablar de las condiciones, allí falta de todo: camas, equipo, apósitos, medicamentos.

Henrik vuelve a mirar por la ventanilla. En la urdimbre azul del cielo han aparecido hilos anaranjados y una bruma violácea envuelve las cimas de las montañas volcánicas de más de cuatro mil metros. Allí moran los gorilas de montaña, expulsados del clima húmedo y cálido hacia regiones más elevadas y frías, porque los bosques fueron talados para crear tierras de cultivo. Piensa en Diane Fossey, que fue asesinada porque luchaba por los gorilas, una mártir...

Los faros del jeep iluminan la figura de un joven que pide ayuda delante de su coche con el capó abierto, pero Gabriela no se detiene.

Y de repente cae la noche. Tardan una eternidad en recorrer los últimos cinco kilómetros, al menos eso le parece a Henrik. Cuando por fin enfilan el acceso a la pista de aterrizaje y se dirigen hacia un avión blanco iluminado por los focos, Henrik suspira aliviado. Unos segundos más y hubiera vomitado.

Gabriela le dijo que Tracy lo llevaría hasta Entebbe en el avión.

—Cuídate —dice cuando él se baja del jeep y tropieza.

—Gracias. —Henrik intenta descubrir una sonrisa alentadora y comprensiva en el rostro de ella, pero su mirada es impersonal.

—No hay de qué —dice a través de la ventanilla—. ¡Mira, ahí te espera Tracy! —Pisa el acelerador y el coche sale disparado.

Other books

Snow by Ronald Malfi
The Devil's Wire by Rogers, Deborah
Boys of Blur by N. D. Wilson
Deliver Me From Evil by Alloma Gilbert
Meet Me Under The Ombu Tree by Santa Montefiore
Brass Monkeys by Terry Caszatt
Unlikely by Sylvie Fox