La siembra (26 page)

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Authors: Fran Ray

BOOK: La siembra
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—¿Por qué me preguntas eso? —dice ella con aire desconfiado.

—Eres joven, atractiva... y Sylvie sólo era una médica en cuya unidad trabajabas desde hacía poco tiempo.

Ella arquea las cejas y de pronto sonríe.

—¿Acaso insinúas que yo podría haber...?

Él se limita a mirarla.

—Claro que conocía a tu mujer, me hubiera dejado entrar en el apartamento, tengo acceso a los somníferos, conocimientos médicos...

«Cada palabra es como un latigazo, y yo no la contradigo.»

Ella vuelve a mirar por la ventanilla.

—Dime por qué habría de hacer algo así.

—¿Por dinero? —sugiere Ethan, y se encoge de hombros—. O por convicción. A lo mejor eres una terrorista, una ecoterrorista, una militante de Nature's Troops. —Intenta hablar en tono jocoso, pero ella sólo le lanza una mirada inexpresiva.

—Tienes razón, todo es posible. Pero no, no he sido yo.

El coche se detiene y el taxista se da la vuelta.

—Es aquí.

Cuando Ethan abre la puerta, el frío glacial —olvidado en el interior del taxi— vuelve a asaltarlo.

Hace rato que el restaurante del hotel está cerrado, les informan al registrarse, pero en el bar todavía sirven café y pasteles.

—¿Café y pasteles? —pregunta Ethan, creyendo haber oído mal.

—Sí, es lo habitual —dice Aamu sin pestañear, y coge su mochila. Al parecer, aún está ofendida—. Se cena a las cinco y se toman café y pasteles a las nueve.

—¿Tienes apetito?

—Sí —contesta sin sonreír, y se dirige al restaurante. Ethan no logra desprenderse de la sensación de que dejar que lo acompañara fue un error.

5

Ethan la contempla, sentada frente a él en el restaurante vacío. Al fondo, un camarero cansado ordena la vajilla. De unos altavoces ocultos surge la suave música típica de los grandes almacenes, la alfombra bermellón apaga las pisadas, los ruidos y las palabras.

Su jersey de cuello alto es verde como la hierba de Islandia, piensa Ethan, y de inmediato le surge un recuerdo: la semana que pasaron en Islandia, hace cuatro años, ¿o tres? Desecha las imágenes: Sylvie está muerta.

Aamu se toca las orejas, como si comprobara que las caracolas de nácar siguen allí. Él se pregunta si suele llevar pendientes: no, hoy es la primera vez. Sus labios brillan, la luz de la araña ilumina sus cabellos cobrizos, sus ojos centellean.

Ha pedido pastel de arándanos y café, él bebe un coñac. Demasiado tarde, recuerda que en la mesilla de Sylvie había una botella de coñac y que Lorraine Kempf también bebía coñac. Debería haber pedido otra cosa.

Ella contempla el pastel y después a Ethan.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto.

—¿Por qué haces todo esto? —dice, picoteando una almendra del pastel—. Podrías estar trabajando en una novela, es lo que hacen los autores, ¿no? Reflexionar sobre qué ocurriría si... porque en realidad son quienes dirigen el tinglado, ¿verdad? —Roe la almendra igual que lo haría una ardilla.

—¿De verdad crees que podría dedicarme a escribir mientras el asesino de Sylvie anda suelto...?

—Sólo era una pregunta —dice. Se mete el resto de la almendra en la boca y come un trozo de pastel de arándanos.

A Ethan le sorprende que una persona tan pequeña y delicada se meta porciones tan grandes en la boca.

—¿Por qué abandonaron Finlandia tus padres? —le pregunta de pronto.

Ella mastica, traga y dice en tono indiferente:

—Nunca estuvieron en Finlandia.

Él se pregunta si se trata de una broma, pero como ella sigue comiendo, dice:

—Así que te limitaste a mentirme, ¿no?

—Rusia no me gusta, por eso me inventé lo de Finlandia. —Picotea otra almendra del pastel, la sostiene con el pulgar y el índice, la examina y roe un trozo diminuto con los incisivos—. Mi padre era científico y en algún momento dejó de ser necesario, dejó de funcionar porque tuvo escrúpulos. Entonces lo despidieron. Empezó a beber vodka, ya desde la mañana. Sólo hubiéramos tenido que esperar un poco para que la bebida que él mismo destilaba acabara con su vida. —Le lanza una mirada.

Ethan aguarda.

—Nos pegaba a mi madre, a mi hermano y a mí. Era grande y fuerte, mi madre solía decirle
medweschonok:
osito. —Él no la interrumpe—. Un día llegó a casa, había estado bebiendo con los borrachines del barrio. Abrió la puerta con tanta violencia que mi madre se asustó y la sartén con el almuerzo se le cayó al suelo. Mi hermano estaba en su habitación, tres días después debía alistarse en el ejército, y yo estaba sentada a la mesa de la cocina haciendo los deberes. —Vuelve a mirarlo.

Ethan ignora lo que intenta encontrar en su mirada: ¿compasión, comprensión por lo que ocurrirá después?

—Mi padre se abalanzó sobre mi madre, le gritó y le estrelló la cabeza contra la encimera. Me puse en pie de un brinco y él me agarró. No sé qué habría ocurrido si mi hermano no lo hubiera matado con el atizador. No dejó de golpearlo hasta desparramarle los sesos —añade en voz muy baja—. Luego cogimos el dinero que logramos encontrar y prendimos fuego a la casa.

Ethan se estremece, ve los cadáveres devorados por las llamas, cómo se abrasan y se encogen mientras las llamas se elevan al cielo oscuro y Aamu y su hermano huyen para siempre.

—Entonces lo del suicidio de tu hermano también era mentira, ¿no?

—No. Se quitó la vida dos días después.

—¿Y tú?

—¿Yo? —A través de la ventana, Aamu contempla el oscuro muro de la noche—. Yo fui a parar a un reformatorio para chicas en Siberia.

«¡Dios mío! ¿Será verdad?»

—¿Y entonces?

—Tenía quince años; permanecí allí tres, y... —Hace un gesto con la mano y Ethan espera a que siga hablando, pero ella examina otra almendra.

—¿Cómo llegaste de Siberia a París?

Ella desvía la mirada hacia las arañas de cristal, que sólo siguen encendidas para ellos.

—Ojalá fuera otra persona —dice, y sus ojos claros como glaciares adquieren un brillo extraño.

—¿No quieres contarme cómo llegaste a París?

Ella lo contempla y luego dice:

—¿Te gustan todos los personajes de tus libros?

—Sí, cada uno tiene algo que me gusta o que me resulta familiar.

—¿Crees que puedo seguir gustándote tras contarte todo eso?

¿Qué puede contestar? ¿Que su confesión lo ha conmocionado? ¿Que ahora desconfía de ella más que antes y que, no obstante, siente compasión por ella? ¿Que le da pena?

—Siempre hay circunstancias que modifican a las personas, que les permiten hacer cosas que quizá no harían en otras circunstancias. Los conflictos se resuelven de distintas maneras... —Se interrumpe, pero ella comprende que esquiva la respuesta. Sonríe y se encoge de hombros.

—Cambiemos de tema, ya te he contado bastantes atrocidades.

—¿Por qué me las has contado?

—Creí que querías saber quién soy. ¿Qué pasa, he dicho algo malo? —Ella trata de cogerle la mano, pero él la retira.

—No. No pasa nada. Tienes razón, hemos de cambiar de tema.

Ethan la observa acabarse el pastel y dejar el tenedor a un lado.

—Mañana podríamos visitar la catedral de hielo —dice Aamu y le sonríe—. ¡Dicen que es estupenda! —De repente está de un buen humor desconcertante—. Y después iremos al Storsteinen en el funicular, dicen que desde allí se aprecia un magnífico panorama del fiordo.

—No he venido aquí como turista, Aamu. Puedes ir allí si quieres, pero yo no iré, de ninguna manera. —Habla en tono de reproche, algo que detesta, pero que en ese momento le da igual.

Ella aprieta los labios.

—Lo siento, sólo era una... una sugerencia espontánea... Pero sí, tienes razón. Hemos de ir a ver al profesor Hirsch.

—Yo he de ir. Tú, no.

—Te acompañaré —dice, y vuelve a cogerle la mano—. Para eso he venido.

—No tienes por qué hacerlo. Es asunto mío. —Ethan quiere poner fin a la velada. Se pone de pie y ella le suelta la mano—. Buenas noches. Nos veremos mañana, si quieres.

—¿Ethan?

Él se detiene.

—¿Te gusto, al menos un poco? —susurra ella, y parece muy triste.

—Sí.

—¿Sólo un monosílabo?

—Estoy cansado, Aamu. Buenas noches.

Percibe que ella lo sigue con la mirada, pero no se da la vuelta. ¿Le gusta esa chica?, se pregunta en el ascensor que lo lleva a la cuarta planta. Algo le impide sentir algo por ella, es como si tuviera un trozo de hielo en las manos, que se derrite y escurre.

Tras apagar la luz, desde la cuarta planta se aprecia una vista asombrosa. Un cielo claro y estrellado se eleva por encima de las cimas del Storsteinen y del fiordo, donde las embarcaciones se mecen con suavidad. Se queda inmóvil, observando, con el correo de esa mañana en la mano. Antes de abandonar el apartamento vació el buzón y metió las cartas en un bolsillo del equipaje. Lo que sostiene todavía le parece incomprensible.

Una carta dirigida a Sylvie, con un sello exótico: de Gibraltar. Vuelve a encender la luz, echa un vistazo a la dirección y el remitente: «P. A. Greenfield Bank, Gibraltar.» En la carta le ruegan que confirme su dirección postal.

Ella nunca le dijo que tenía una cuenta en Gibraltar. En enero invirtieron los ciento cincuenta mil euros de la herencia del padre de ella en diversos bancos de París. «¿Qué más me ocultaste, Sylvie, maldita sea?»

Quizá su padre tenía relación con ese banco. Son las doce y media de la noche, Mathilde ya debe de estar durmiendo. Le da igual. ¿Cuál es el número? ¿Y el prefijo de España? Llama a recepción y pide el número, pero si Mathilde y Vincent no figuran en el listín, mala suerte.

Mientras espera, piensa en la pregunta de Aamu. Sí, ¿por qué hace todo esto? ¿Para que el asesino reciba su castigo? Cuanto más se implica en la historia, tanto menos sabe quién era Sylvie. ¿No sería mejor desistir y conservar su recuerdo de ella?

La recepcionista lo llama y dice que lamentablemente no ha logrado averiguar el número.

Puede pasarse la vida entera buscando el motivo de la muerte de Sylvie y de su alejamiento mutuo. Vuelve a apagar la luz, en el fiordo brilla la luz de un foco, quizás un barco.

Da igual lo que averigüe, no logrará modificar el hecho de que Sylvie está muerta. Tal vez nunca logre averiguarlo todo, así que ¿no sería mejor resignarse? ¿Aceptarlo? Se aparta de la ventana y toma una larga ducha caliente. Se acuesta vestido con la camiseta y los calzoncillos, sin cerrar las cortinas. Una luz pálida y difusa ilumina la habitación.

Al principio cree que el sonido proviene de la habitación contigua, pero enseguida se da cuenta de que están llamando a la puerta.

—¿Ethan?

Las ideas se arremolinan en su cabeza. ¿Qué quiere? No lo averiguará si no tiene el valor de abrir.

—Un momento.

La tenue luz del pasillo hace que su rostro y el jersey verde claro parezcan incoloros. Lleva una larga falda burdeos y gruesos calcetines. Su cabello lanza destellos rojos. Siberia: ¿qué clase de vida habrá llevado allí, antaño?

—He tenido unas pesadillas horrorosas. —Sus ojos están húmedos, como si hubiera llorado. Se sienta al borde de la cama de matrimonio, apoya las manos en las rodillas y lo contempla—. Regresemos, Ethan, ahora mismo.

—¿Por qué?

Ella vuelve a entrelazar los dedos.

—Todo esto me recuerda mi niñez —contesta, dirigiendo la vista a la ventana; en sus ojos se refleja la tenue luz.

Ella deja de entrelazar los dedos y le coge la mano. Está helada y, asustado, él la suelta. Ve el temblor de sus labios en la penumbra, percibe su aliento: huele a almendras y arándanos. Durante un instante mágico se siente muy próximo a ella, que se pone en pie, se quita el jersey y la larga falda y la deja caer sobre sus pies desnudos.

La luz tenue ilumina su cutis pálido. Un cuerpo de porcelana. Irreal, perfecto. Ella coge su mano y la apoya en su pecho izquierdo. La calidez de su piel lo sorprende.

—¿Sientes cómo late mi corazón? —susurra.

Ethan sabe que no es lo correcto, «No debo hacerlo», pero no logra apartar la mirada de ese cuerpo juvenil de pechos pequeños y firmes, de vientre plano, piernas musculosas y —para su estatura— largas. Lo compara con el de Sylvie, mucho más femenino. También Sylvie estaba de pie ante él, lo recuerda perfectamente, aquella primera noche en Biarritz; habían estado todo el día en la playa al sol, y el bikini de Sylvie se había quedado marcado en su piel...

Ahora está en Tromsø, con la mano en el pecho de Aamu y hechizado por su mirada. Ella le coge la otra mano y la apoya en la sombra triangular entre sus piernas. Él percibe un vello rizado y por debajo una humedad suave como la seda que se abre a sus dedos.

—Hazme el amor —le susurra ella al oído.

En su interior, algo más poderoso que la decencia, la moral, las dudas o el temor, surge de lo más profundo, algo que puede salvarlo... o arrastrarlo al abismo. Ella se recuesta contra él como una gata.

—Te gusto, ¿verdad? —susurra. El aroma a arándanos lo marea, le recuerda algo que ahora no quiere recordar—. La vida puede acabar en cualquier momento, Ethan —dice ella, y se restriega contra su cuerpo.

Él siente la tentación de dejarse ir, dejarse caer en este instante de intimidad.

—Vamos, ¿por qué titubeas? —murmura ella, y desliza la mano entre las piernas de Ethan.

Entonces algo llega a su fin como una película que se interrumpe y él sólo ve una pantalla vacía, carente de toda magia.

—No podrás cambiar nada. Tu mujer está muerta.

Es como si le asestaran un golpe en la nuca que lo hace caer de rodillas. Ella vacila un segundo, luego recoge su ropa, se da la vuelta y se marcha, cerrando la puerta de golpe.

Él procura dormir pero no logra olvidar los arándanos, percibe su sabor en la lengua, se ve a sí mismo corriendo entre los arbustos de arándanos con Sylvie, su cabello como una dorada cola de caballo, el verano ha bronceado sus largas piernas (en el horizonte hay un resplandor violáceo), y su risa, que lo llena todo... ¿Y si todo no fue más que una mentira?

¿Existía aún ese amor, o había muerto hacía tiempo?

Permanece despierto durante horas interminables.

6

Lunes 31 de Marzo, París

—¿Has oído hablar de algo llamado The Project? —Camille echa un vistazo a las entradas que aparecen en la pantalla del ordenador y mordisquea una manzana. Lo único que ha tomado hasta ahora es un café con leche. Esta mañana, al visitar a su padre en la clínica, ya tenía el estómago revuelto y rechazó el pan blanco del desayuno que él le ofreció. Después del programa acabó con casi una botella de Sauvignon (esta vez comprado en el supermercado) y durmió todo el día. Se siente extraña, como si todo su cuerpo fuera de algodón, no logra concentrarse, la imagen de Océane Rousseau se interpone entre ella y la realidad, lo que dijo en la limusina: «Usted puede mover el mundo.» Es la primera vez que alguien le dice eso, pese a que en realidad es una idea que nunca la ha abandonado.

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